Jorge Yglesias: Algo tan bello como el silencio

Antes de conocerlo, pensaba que el poeta, narrador, traductor y crítico de cine Jorge Yglesias (La Habana, 1951) era como los anacoretas de antaño. Pero aunque profesa varias “religiones”, entre ellas ver y pensar el cine, no es un hombre solitario. Todo lo contrario. Desde hace años, es el jefe de la Cátedra de Humanidades de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, en la que es profesor de Historia del Cine e Historia y Estética del Documental, dirige la maestría de Cine Alternativo y, junto a Rafael Ramírez, codirige la maestría online de Realización Audiovisual Interzona. Ello implica intercambios con los estudiantes que avivan su curiosidad intelectual. 

No son pocos los reconocimientos alcanzados por Yglesias en el campo de la traducción: el Premio Nacional de Traducción Literaria (1998), el Premio de la UNESCO a la mejor traducción de Pushkin (1999), el Premio de Traducción Literaria de la República de Austria (2000) y el Premio del Colegio de Traductores de Arles (2002). En este orden de cosas, sobran los comentarios. 

Aunque ahora escribe poca crítica de cine, continúa cultivándola desde el magisterio y mediante sus comentarios en la radio. Muchos lo seguimos por su programa Cine Paraíso de la emisora CMBF. No obstante, de no ejercitar estas dos modalidades expresivas, figuraría aún como un intérprete de cine muy prestigioso por Buñuel, el americano y Un extraño en el paraíso; en especial este último libro, en el que emplea muchas maneras de ser crítico de cine a través de comentarios, apuntes, entrevistas y ensayos. Solamente por Un extraño en el paraíso merecería ser considerado uno de nuestros mejores críticos de cine de siempre, pues la excelencia del lenguaje y el rigor analítico son indiscutibles. 

Jorge Yglesias logra, además, una combinación difícil: con frecuencia es irónico sin ser pedante. No solo para desmentir su supuesta inaccesibilidad —en realidad, es una persona muy cordial—, sino sobre todo para hablar acerca de la crítica y el cine, me concede un tiempo y responde a mis preguntas. 

En tu no muy extenso pero sustancioso libro Un extraño en el paraíso conceptualizas en más de una ocasión lo que es la crítica. En una de sus páginas se lee: “La crítica bien puede ser una manera de alargar la vida de las películas, de convertirlas en discurso verbal, como una negativa a aceptar el carácter efímero del cine. Las palabras del crítico no solo sirven para explicar los elementos de cada filme, sino para darle otra dimensión, otra casa, al cine”. Veinticinco años después, ¿mantienes ese criterio o le añadirías algo más?

Sigo pensando lo mismo sobre esa relación entre los textos críticos y el cine. El cine es un arte efímero, la decadencia y la muerte le son consustanciales. Las películas son objetos de un mercado comercial y/o cultural, cuya caducidad mayor o menor depende de diversos cuidados y azares. Gracias a los espacios, instituciones y personas que las almacenan, conservan y reproducen, ahora hay muchas oportunidades de volver a verlas. Y las diversas posibilidades de reproducción técnica, unidas a esa femme fatale, la piratería, también nos permiten tenerlas. 

Cuando escribí el texto al que te refieres, 1992, era más punzante la conciencia que el cine, al llevar en sí mismo una carga de mortalidad, nos hace tomar de lo fugaz que es la existencia. Por eso pensaba, y pienso, que un comentario puede darle más vida. Hay críticas en las que un filme adquiere una existencia extra. Una reseña, un libro, hasta una frase, integran ese paratexto que lo acompaña y sostiene. Gideon Bachman me decía que se critica una película para hablar y conversar con alguien, para no estar solo. Así lo expresa la frase de Pauline Kael que incluí en la presentación de mi programa radial Cine Paraíso: “Las películas son un pasado que todos compartimos”. El denominador común de la mayoría de los seres humanos son las películas. 

La reproductibilidad técnica le ha dado más vida a las películas y las ha acercado más a nosotros…

Para bien, mucho bien; también para mal, mucho mal. Habría que analizar cuánto han perdido las películas de su singularidad a partir de las primeras ediciones masivas de las cintas de video, en la misma época en que se crean departamentos de mercadeo en las grandes compañías y estrategias para contentar las fantasías y anhelos de un público cada vez más adolescente biológica y espiritualmente. Hablo del Hollywood de los bluckbusters y los superhéroes, por supuesto. 

Es doloroso comprobar el daño que esas estrategias han hecho a los reflejos del público, especialmente en los menores de 18 años. Si, como afirma Francesco Cataluccio, la inmadurez es la condición de nuestro tiempo, el cine mainstream de las últimas décadas la ha fomentado en extremo. Añádele a eso la creciente robotización de la especie humana, atada a computadoras, tabletas y móviles forjándose esa “nueva y grotesca identidad” de la que hablaba Gombrowicz, un estado de infancia a-histórica, en el que la interconectividad no es más que una forma de estar solo.

Por otra parte, Internet es una vasta mediateca cuyos usos pueden ser muy productivos si uno se separa de la manada. Se puede tener acceso, legal o no, a la mayoría de la producción cinematográfica, a todo tipo de literatura y música —no importa si se vive en Roma o en Tegucigalpa o en Hong Kong o en Macondo o en París o en Nusimbalta—, y así trascender el fatalismo geográfico. Cuando era joven, como vivía en la capital del país podía frecuentar la Cinemateca de Cuba y conocer toda la historia del cine. Mi destino hubiera sido radicalmente diferente si hubiera vivido en Pinar del Río o Las Tunas. 

Esa relación ventajosa, La Habana/resto del país, se invertía cuando se trataba de La Habana/grandes capitales culturales: como a la Cinemateca de Cuba le faltaban títulos esenciales había que esperar —sentado y soñando— a que fueran proyectados alguna vez —o nunca— gracias a un préstamo de otra cinemateca o una adquisición o donación. 

Ahora tengo una colección de 7 000 DVD y blurays, más 10 discos duros con unos 25 TB llenos de filmes, libros y música —un poco tarde, es cierto—. Esa cercanía, que nos torna “más sabios y más tristes”, reduce la intensidad de la experiencia de ver una película en un espacio ideal. 

Ahora las películas no se desplazan tan rápidamente hacia el pasado porque se ha multiplicado la posibilidad —y maneras— de verlas y manipularlas cuando lo deseemos, así que su relación con el tiempo y la durée son diferentes. Son recuerdos que resucitan a voluntad. Eso modifica nuestra relación con ellas, el impacto que pueden tener en nuestra biografía personal, su estímulo en la memoria eidética. Una de las vivencias más comunes para un niño era descubrir a Chaplin en un cine. Una experiencia que estoy seguro se ha perdido o, en el mejor de los casos, cambiado.

Ahora son más accesibles los caminos que llevan a la universalidad.

En un mundo cuya obesidad de información es asfixiante es fatal regirse por una mentalidad de aldea. Es necesario ser universal. El provincianismo ya no es una consecuencia del fatalismo geográfico, sino de una elección. Hay que entrar a saco en la cultura universal, ser un pirata de la espiritualidad. En Internet están a nuestro alcance la inmensa mayoría de los grandes libros, películas y discos. 

Ahora bien, ni la erudición ni la información hacen de la cultura individual algo vivo y productivo si no nos servimos de ellas creativamente, y logramos que un fragmento, una idea, una cita, una “mentira verdadera” nos den ese “sabor de la naranja entera” que decía Lezama, uno de los grandes viajeros inmóviles de la literatura, atribuyéndole esa frase a Goethe. Por cierto, cuando Goethe mostraba con orgullo a Eckermann sus carpetas de reproducciones de pinturas y disertaba sobre esas obras no se basaba en copias de una calidad similar a las de hoy. Pero esas reproducciones transparentaban todo lo que alguien como Goethe necesitaba para inspirarse y crear asociaciones irradiantes.

Cuando en el apartado “La crítica cinematográfica: espejo, ventana” de tu libro Un extraño… defiendes “la necesidad de una crítica que tenga una relación vital con el pasado (la historia) de su arte, y que constantemente acuda a él para iluminar el presente: para esa crítica, ninguna obra actual existe si no es para ser relacionada con ese pasado, del cual podemos decir que surge”, se sobrentiende que invitas a conocer el cine de otras épocas, sea hollywoodense, euroasiático o latinoamericano para entender las obras del presente. ¿Esta recomendación atañe también a tu interés por apreciar una crítica más generosa y analítica por comparativa, por cierto casi ausente en algunos de los actuales intérpretes de cine en Cuba? 

La musculosa práctica gacetillera que cada vez nos azota más impúdicamente provoca que una obviedad —el conocimiento— parezca algo fuera de lo común. La natural obligatoriedad de conocer la historia del arte que nos interesa, del que se supone eres “especialista” —y las comillas ya te indican mi molestia por un vocablo tan maltratado a fuerza de endilgárselo a cualquiera que articule tres frases básicas en torno a un tema—, ¿qué tiene de excepcional? 

Los críticos de los Cahiers du Cinéma de la generación de Truffaut y Godard eran cinéfilos muy activos, que ejercieron su arte con pasión y calidad literaria. Cuando pasaron a ser realizadores, revitalizaron el vocabulario del cine mundial apoyados en todo ese pasado que conocían desde Lumière hasta el director más reciente, y en una cultura siempre en expansión, alimentada por una incesante curiosidad intelectual. 

Cuando Cabrera Infante o Serge Daney hablan de cine se basan en una experiencia cultural que saben explotar de una manera muy beneficiosa. ¿Cómo proceder, si no? Abunda mucho entre nosotros una melodramática crítica provinciana que encubre la indigencia cultural de su autor con emociones empalagosas, como un asaltante de banco que se fuga escudándose con un jubilado. Ahí no hay vida. Los críticos de Cahiers du Cinéma nos enseñaron a relacionar las diferentes artes y el cine con la vida. 

Siempre lo recalco en mis clases: asumir el cine como parte de la vida. El cine es vida. 

No sé si sabes que Rufo Caballero, a quien le dedicaste tu ensayo Buñuel, el americano, impartía una conferencia dedicada a los críticos de cine y tenía muy en cuenta de “Un extraño en el Paraíso”, tu crítica a la película Yo, la peor de todas. Rufo leía en el aula fragmentos de “Didascalia porteña”.

Cine Cubano me la había encargado antes de su estreno en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. A mí me pareció retórica y pedagógica, algo que, no sé por qué, creían imposible, así que inventaron una excusa respetuosa y no la publicaron. Finalmente, apareció en Revolución y Cultura, con un texto adjunto —de otro autor— que elogiaba sus valores pictóricos, una especie de custodio alternativo. Por suerte, no causó una conflagración internacional.   

Te gusta emplear la ironía en tus críticas…

Así establezco una complicidad con el lector, lo invito a reírse conmigo. Hay quienes rechazan la ironía porque no tienen sentido del humor y se sienten desconcertadamente ofendidos, quieren que un sarao sea una misa. La ironía permite asociaciones insólitas, expresar ingeniosamente lo que de otra manera tendría que decirse de una forma más plana. Obliga a ejercicios de estilo en los que el oxímoron es una figura recurrente. Podía haber titulado “El mundo absurdo de Juan Orol” al breve texto que escribí sobre ese cineasta inmarcesible, pero “Kabuki tropical” es una asociación estimulante que expresa mejor su delirante visión de espectador naíf. 

En un capítulo de su libro Problemas de la poética de Dostoievski —que es una de mis biblias— Mijaíl Bajtín habla de tres líneas en el desarrollo de la narrativa: la épica, la retórica y la carnavalizada, y analiza brillantemente los géneros cómico-serios, y el rol de la risa en la cultura. Considero que para la interpretación y comprensión de la cultura, ese texto es tan esencial como la teoría de la relatividad para la física o las disquisiciones de Freud en torno a la muerte y el placer para el psicoanálisis. 

“La risa es lo propio del hombre”, decía Rabelais. Allí, donde la tragedia no es absoluta, está el carnaval al que se refería Bajtín. Ese carnaval está en todas partes. Nuestra gran literatura es carnavalesca: Paradiso y Oppiano Licario, las novelas de Carpentier, Cabrera Infante, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy. Nuestro mejor cine está cundido de joyas carnavalescas: La muerte de un burócrata, Memorias del subdesarrollo, Lucía, Juan Quinquín, Coffea Arabiga, LBJ, entre los clásicos: y en nuestro siglo: Existen, La obra del siglo, Los perros de Amundsen

Muchos menosprecian la radio. Sin embargo, sabemos cuánto puede influir en los receptores. Ajustándose a los códigos radiofónicos en cuanto a extensión y lenguaje, se puede hacer crítica de cine y emprender otras acciones intelectuales. ¿Cómo lo aprecias a propósito de escribir y conducir el programa de radio Cine Paraíso?

Mi infancia está ligada a la radio. En mi casa no había televisor —estoy hablando de los años 50—. Aprendí a leer a una edad temprana. Leía mucho: muñequitos (cómics), libritos de cuentos, novelitas policiales y de vaqueros, periódicos, la revista Bohemia… Nada de leer La Odisea ni la Divina Comedia

La radio era importantísima para quien no tenía una biblioteca o un televisor. Me pasaba horas escuchando radio y me habitué mucho a ese medio. Antes de cumplir los 10 años fui muy poco al cine, cuatro o cinco veces solamente. Tiempo después, en 1977, tuve la dicha de empezar a trabajar en una emisora que escuchaba desde los 15 años: CMBF. Y aún sigo trabajando ahí. A principios de los 90, creé un programa, Cine Paraíso, que en 2022 cumplirá treinta años. Siempre he tenido libertad formal, sin recurrir a modelos imperantes en otras emisoras, como la frecuentemente gratuita música de fondo. El primer programa que escribí y dirigí para CMBF fue un espacio de poesía, El arco y la lira, de hecho el primero a mi cargo en CMBF, y no utilizaba música de fondo ni resonancias gratuitas, dos entrañables clichés de nuestra radiofonía. Ahora lo he retomado, después de tantos años de reposo. Me gustan los programas sencillos pero intensos, y evito las quincallas sonoras, pobladas de cortinas, reverberaciones y supercréditos. Prefiero invertir la mayor cantidad del tiempo posible en ofrecer información, sin efectos ni pompa. 

Cine Paraíso no es un programa para críticos. Así que alterno noticias provenientes del mundo frívolo de la industria, que francamente detesto, con noticias de cine de autor, de festivales, publicaciones de libros… Para las noticias mundanas aplico una técnica: no las demonizo con un comentario, pero las edito hasta dejar en claro la desnudez del rey. Mientras más absurdas puedan ser las noticias sobre una estrella, la casa que compró, o su afición a la banalidad, más materia tiene el oyente para enjuiciarla y ejercer su inteligencia. Una de las perlas de mi colección es una noticia sobre un tatuaje con el nombre de Brad Pitt que se hizo Angelina Jolie, el segundo en su vida, pues años antes se había hecho uno con el de un novio del que después se separó; entonces juró —y así, citándola, terminé la noticia, que cerraba el programa— “no volver a cometer esa estupidez”.

Algunos espectadores y críticos iniciados suponen que analizar una película regular o deficiente es mucho más cómodo que hacerlo con las de evidentes logros artísticos y cinematográficos en general. ¿Qué piensas al respecto, tú que has dedicado un texto a Juan Orol?

Ese angelical artífice de un quimérico universo en el que charros y gángsteres se disputan el amor de una rumbera está muy por encima de Ed Wood. Orol es un mal cineasta tan delirante que logra ser un autor que expresa la concepción del mundo de su público. Fui el primero en Cuba en escribir con “fervor” un breve texto sobre su cine, “Kabuki Tropical”. Juan Orol es un don de los dioses, te brinda la oportunidad de vacilarlo. 

Cuidado con los techos de vidrio: lo oroliano aparece en cualquier lugar, en todo momento. Se puede ser involuntariamente oroliano. Una buena parte de nuestro cine lo es, sin la “genialidad” del autor de Gangsters contra charros

Cuando una obra maestra viene acompañada de buena literatura, hay que esforzarse para añadir algo valioso a lo que otros han dicho. Bueno, esa es la tarea del crítico. Una de las razones por la que los clásicos siguen vivos es porque son frecuentados con nuevos enfoques. No me refiero a la industria estrictamente académica que arrima la brasa a su sardina, esa que genera decenas de miles de páginas anualmente con textos como Los Hentai y la crisis monetaria en el Japón postmoderno o Giuliano Gemma: el actor como autor y consumidor deleuziano de su propia pasta. Crítica de cine para burócratas.   

Hace seis años participé en un encuentro de escuelas de cine en una ciudad de la India, Pune. Había un grupo de académicos de varios países angloparlantes que solo hablaban de su empeño en lograr doctorados. Pasabas cerca de donde estaban hablando entre sí o con otros participantes y oías “PhD”, “PhD”, “PhD”. Recuerdo que en una charla informal con un jefe de departamento de una escuela australiana mencioné a Guy Maddin y Harun Farocki, y me miró como si yo estuviera hablando en marciano medieval. La ignorancia y la desinformación también son académicas.         

Si la crítica no es un insulso acompañante de una película, sea esta pésima o excelente, si es una obra de arte, va a perdurar. Las reseñas musicales de George Bernard Shaw o las teatrales de Henry James sobreviven a pesar de que no podamos disfrutar de los eventos que las motivaron. 

¿Qué importancia le concedes al diálogo entre profesor y alumno o espectador especializado y público “aficionado”? 

Lo ideal es que exista un terreno común, una zona que no haya que explicar, pero eso no suele  ocurrir. Es muy difícil hablar a un público no entrenado sobre una película porque si tu perspectiva es muy especializada no va a entender; y si haces concesiones, terminas negándote. Ese “pasado compartido” suele ser interpretado anecdóticamente por el aprendiz —algo muy lógico—, pero sin conciencia de la importancia de las formas. 

Desafío al cinéfilo más furibundo a que me diga, sin haberlo estudiado antes, por qué El ciudadano Kane o El espejo son hitos en la narrativa cinematográfica. Es imposible. De ahí la necesidad de una instrucción. Y si esta es viva, cara a cara, dialógica, muchísimo mejor. 

Hay cineastas y filmes que presentan un gran reto a la interpretación y el disfrute…   

En los espejos retrovisores de los autos se dice que las cosas aparentan estar más cerca de lo que están en realidad. Es lo que ocurre con el Hollywood de las décadas de 1930 a 1950. Gracias a las lúcidas interpretaciones que se han hecho de muchos productos de esa industria cultural, podemos descifrar cuántos significados trascendentes había en esos “entretenimientos”. La crítica más feroz a la represión sexual y el racismo de la sociedad estadounidense de los años 50 la encontramos en las menospreciadas weepies de Douglas Sirk. Las películas de Hitchcock que tratan el tema del falso culpable son ensayos sobre la manipulación de las masas. Los musicales son pura forma… El cine piensa, y hay que pensarlo.        

Cuando se trata de cineastas como Godard o Béla Tarr o Apichatpong Weerasethakul, hay una legión de zorros prestos a pregonar su analfabetismo y decir que las uvas están verdes. Una de sus prácticas favoritas es calificar una obra de “muy intelectual”. Recuerdo que en un debate en torno a una tesis estudiantil alguien, para desacreditarla, la calificó de “intelectual”, a lo que Jacques Comets, el montajista de Tsai Ming-Liang, replicó: “‘Intelectual’ no es una mala palabra. Es mejor pensar con la cabeza que con los pies”. 

¿Qué críticos de cine te motivaron en tus inicios?

Pertenezco a una generación de cinéfilos que nos beneficiamos de vivir en la época más esplendorosa de la Cinemateca de Cuba. Yo tenía 16 años cuando empecé ir a la Cinemateca, a finales de 1967. Había mucha seriedad en los programas y las condiciones de silencio y respeto eran óptimas. Cada inicio de mes íbamos con el corazón en vilo en busca del programa. Y digo “íbamos” porque te sentías parte de una comunidad de varias decenas de personas que asistíamos frecuentemente. 

En los dos primeros años, casi siempre me sentaba solo, invariablemente en el lateral derecho, décima fila, primer asiento al lado del pasillo que marcaba la frontera con el bloque central de butacas. Dos o tres filas más adelante, también junto al pasillo, solía sentarse una muchacha, casi una niña, delgadita, bella brizna de hierba, atenta, delicada, que después supe era hija de Jorge Haydú, Aymée. ¿Dónde estará ahora, si es que está? 

Ese recuerdo es un instante de inocencia que no se borra.

Tuve la inmensa suerte que en 1969 comenzó un ciclo que duró como dos años con las grandes películas de la historia del cine, en orden cronológico, desde Lumière hasta Godard y Glauber Rocha. Lo vi casi íntegro. Todo lo que pude aprender después se asienta en esa base. El deseo de comprender mejor esas películas me hizo buscar textos que hablaran del cine como arte. Era muy difícil conseguir libros y revistas de cine, salvo las ediciones ICAIC. En las bibliotecas circulantes se encontraban unos pocos títulos. Así que nos pasábamos lo que podíamos conseguir o íbamos a la biblioteca del ICAIC, la única bien provista. 

¿Qué leíamos? Revistas como Cahiers du Cinéma, Film Quarterly y Sight and Sound. Entre los libros, El cine americano, de Andrew Sarris; ¿Qué es el cine?, de André Bazin; La pantalla diabólica, de Lotte Eisner; El panorama del cine negro, de Borde y Chaumeton; y Agee on film; por citar algunos. Por supuesto, Un oficio del siglo veinte. Le decíamos “La Biblia”. Nadie ha escrito en Cuba sobre cine, y pocos en Latinoamérica y en la lengua, como Guillermo Cabrera Infante. Después, avanzados los 70, Reeling, de Pauline Kael; las Notas sobre el cinematógrafo, de Bresson; The Parade´s gone by, de Kevin Brownlow… Esas lecturas fueron fundamentales en mi experiencia, en especial Sarris por hacerme consciente de la importancia de un estilo, algo que después me confirmó Kael.

Los cinéfilos más jóvenes no pueden tener una idea de lo que era la Cinemateca en los años 60 y parte de los 70, cuando era el centro de nuestras vidas. Llegó un momento en que un grupo de asiduos comenzamos a relacionarnos. Me permito evocar algunos nombres: Mario Naito, Tomás Piard, Yolanda Somohano, Alejandro Ríos, Eleine González, Roberto Madrigal, Alejandro Armengol, Hector Pedreira, Alberto Tréllez, Mariela, Daniel “Sakuntala”, Alejandro Leyva, Jorge Ronet, Antonio Mazón, Guido Rolando… Era una “glorieta de la amistad”. Nos acompañábamos.

Me han contado que había traducción microfónica…

Como las películas silentes no tenían intertítulos en español, se proyectaban con traducción microfónica y las encargadas de leer esos textos eran las “divas” del cine cubano: Daisy Granados o Eslinda Núñez o Idalia Anreus. 

Una noche, el inicio de la proyección de una cinta muda se demoraba porque la que debía leer los intertítulos no acababa de llegar, una pequeña tragedia si tenemos en cuenta que estaban en checo —muchas copias eran de la Cinemateca Checa—; de pronto, las luces se apagaron, comenzó la película y los intertítulos fueron leídos por la rocambolesca Sakuntala, que se había ofrecido a hacerlo, cual onnagata voluntaria, para impedir que la función se cancelara. 

Había muchos cines, más que en París o Nueva York.

A finales de los años 50 había unos 130 cines y en la época de la que te hablo casi todos continuaban abiertos. Además, había muchos cineclubes: la primera vez que vi Río Bravo fue en una empresa situada en Reina, cerca de Belascoaín, en un cineclub animado por José del Campo; y La Diligencia la vi en un cineclub de guagüeros, en Palatino, en el paradero de las rutas 16 y 67, en una función animada por Daniel Díaz Torres. 

Otras opciones eran el Teatro Aníbal Ponce de la Escuela de Psicología, la Casa de la Cultura Checa, la Sala Talía y el Anfiteatro José Luis Varona; en este último se nuclearon varios cinéfilos que comenzaron a publicar una revista, Arte 7, en la que los amantes del cine podían colaborar. Estaban muy actualizados y tenían una visión plural del cine. Fue en esa revista que por primera vez leí a Bazin. 

No se estrenaban muchas películas. En ocasiones, solo una semanal, y nunca más de cuatro. Así que en los 70, era difícil hacer una lista de los diez estrenos relevantes del año. Por otra parte, los que cuidaban de nuestra pureza no ponían objeción en aprobar una tonta película en la que un viejo verde miraba por el ojo de la cerradura cómo se desvestía una despampanante joven, pero vetaban Persona, preocupados por la que consideraban “ambigua” relación entre la actriz y su enfermera —¡tijeras para esas vaginas sospechosas!—. Sin embargo, a veces se proyectaba a los estudiantes de Psicología de la Universidad de La Habana y uno se las ingeniaba para colarse en esas funciones poniendo cara de joven siquiatra dispuesto a analizar los trastornos de la personalidad capitalista de las criaturas de Bergman. 

La copia de Teorema que en algún momento se preparó para una posible exhibición, que en definitiva no se realizó, tenía tantos cortes que se había vuelto incomprensible —¡tijeras para los marxistas maricones!—. Así que había una lista de filmes tabú, como Las margaritas, de Vera Chytilova, que solo pudimos ver en los 80, gracias a las cintas de video o porque comenzaron a ser exhibidos. 

Otra característica de aquella Cinemateca era que algunos de nuestros grandes cineastas la visitaban con frecuencia, como Bernabé Hernández y Oscar Valdés. Y no solo gente del cine. No era raro ver a José Triana, Vicente Revuelta y Umberto Peña entre el público. Cuando Glauber Rocha estaba en Cuba, de vez en cuando asistía y eso nos emocionaba. En una proyección de Avaricia se sentó detrás de algunos de nosotros y a veces la comentaba con la persona que lo acompañaba, y nosotros dirigíamos una oreja hacía la pantalla y otra hacia atrás; recuerdo que dijo sobre ZaSu Pitts “es una actriz del carajo”, elogio, si quieres, nada especial —aunque merecido—, pero un “carajo” de Glauber Rocha no es lo mismo que un “carajo” neófito.

¿Te funciona el término audiovisual o prefieres seguir delimitando las obras, más allá de que, en rigor, sobresalgan más por ser ficción o documental, videoarte arte o videoclip…?

No tengo la calificación científica necesaria para juzgar ese término, pero lo evito. Creo que si en vez de “acabo de ver una película”, digo “el audiovisual que acabo de ver”, ese acto se me reprochará en el Juicio Final.  Me pasa igual con la palabra “plásticos” para designar pintores & Co. A los medios informativos les fascinan esas palabras. Se empobrece aquello de lo que se habla cuando el periodismo no creativo fija pauta. La gente empieza a repetir lo mismo y no saben por qué lo están diciendo. La terminología, si es precisa, decanta. Emplearla en el momento adecuado tiene un gran valor. Me erizo cuando un cubano dice “¿Y de qué va la peli?”, como si fuera un adolescente madrileño. 

Estamos asistiendo a una depauperación continua del lenguaje. Y los medios de comunicación están ejerciéndola involuntariamente. Se le atribuyen significados inexistentes a las palabras, se utilizan arbitrariamente las preposiciones, imperan las faltas de ortografía. El mono-lenguaje y el lugar-comunismo son arrasadores. Murieron los sinónimos. Escuchar a supuestos profesionales expresarse con el léxico de un niño es desconsolador. Da la impresión que “propuesta”, “emblemático” y “de la mano de” son las únicas palabras de su repertorio. Ni todo es emblemático ni es una propuesta y ¿qué hacemos con los mancos? 

No se puede hacer buen periodismo si se tiene menos vocabulario que una cotorra. A esta diarrea de lugares comunes se une la moda de trasladar adjetivos, de un polo al otro. Cunden expresiones como “capitalino municipio”. Pronto —quizás ya— oiremos decir “el asiático presidente” y “el mediterráneo país”. Hace unos días escuche decir a una locutora “sui géneris programa”. ¿Se trata de un movimiento neogongorino? ¿O de un homenaje involuntario a Viktor Klemperer? 

¿Para ti, qué película refleja mejor el cine dentro del cine?

8 ½ de Fellini. Un aporte a la narración que entrelaza carnavalescamente la experiencia personal del autor con el mundo externo y el de la imaginación, y logra conciliar y poner al mismo nivel el pasado, el presente, el mundo de los sueños, las fantasías y una realidad “objetiva”. Una película extraordinaria, como todo Fellini. Junto a Fresas silvestres, una influencia decisiva en el Tarkovski de Andrei Rubliov y El espejo.

¿Te parece excesivo que los tráileres se estudien ya como obras de arte? ¿Qué opinión te merecen más allá de su claro propósito de promoción?

Claro que no. Sucede lo mismo con los comerciales y los videoclips. Cuando invité a la EICTV al gran teórico brasileño de la televisión, Arlindo Machado, le propuse que diera una charla sobre el videoclip porque sabía que lo consideraba el espacio de mayor libertad y experimentación que tenía la televisión. Y después estuve una semana programando videoclips de Mark Romanek, Chris Cunningham, Michel Gondry, Spike Jones… Cundió el asombro. ¿Y qué decir de los comerciales de Roy Andersson, con ese estilo único que lo condujo después a renacer como uno de los realizadores más personales del siglo xxi? 

Bergman decía que los comerciales de Andersson eran obras maestras. Igual ocurre con los tráileres. Un tráiler puede ser una joya. ¿Recuerdas el de Psycho en el que Hitchcock va recorriendo diferentes espacios del motel Bates hasta que llega a la ducha, corre la cortina y vemos a Marion gritar mientras es acuchillada? Es un tráiler maravilloso. Solo que se necesita tiempo —y ser un Hitchcock— para lograr algo así. La mayoría son decepcionantes porque sugieren una inexistente película. Son fraudes mal contados. 

¿Cuáles son tus directores preferidos de la era dorada de Hollywood?

Orson Welles, un caso de honestidad extrema. Fue el alacrán de su vida profesional. Su carácter le impedía bajar la cabeza. Es una figura heroica, una especie de mártir irónico del arte. A su lado, sin dudarlo, John Ford, el gran poeta del cine estadounidense. Y para completar esa Santísima Trinidad, Ernst Lubitsch.   

 En otro sitio del panteón, maestros del cine B como John Brahm, Tourneur, Robert Florey, J. H. Lewis, y tantos otros que aprovechaban las libertades que les daba trabajar con bajo presupuesto.

A propósito de la relación entre la literatura y el cine, ¿reclamas libertad del director, con todo lo que el término supone, o le reclamas apego casi total a la obra literaria?

Una película nunca sustituirá a una gran obra literaria. Si te pones a pensar en las mejores películas en la historia del cine, casi todas tienen guiones originales, muy pocas son adaptaciones de una obra grande.

En mi curso de Historia del Cine insisto en la función de traductor-autor. Y lo asocio a lo que pasa, por ejemplo, cuando Glenn Gould hace su primer registro, las Variaciones Goldberg, a mediados de los años 50, y se convierte en una estrella por cómo interpreta en el piano una obra que generalmente se tocaba en el clave en una hora y media. Gould la toca en treinta y ocho minutos y sigue siendo Bach. Es un intérprete/autor, el primer intérprete no figurativo de la historia de la música. Es lo que hace un director de cine cuando nos ofrece una lectura verdaderamente personal de una gran obra literaria: interpretarla como si la estuviera creando. Se traduce como si se escribiera un texto original. Nec verbum verbo curabis reddere, fidus / Interpres (No traducir muy fielmente palabra por palabra), aconsejaba Horacio.

Antes que Gould, la pianista estadounidense Rosalyn Tureck ejecutaba las Goldberg de una manera que sin duda influyó en él. Pero ella era una austera “sacerdotisa de Bach” y Gould era una especie de James Dean dionisiaco. Solo grabó dos veces la misma obra, las Variaciones Goldberg. La segunda, la última en su catálogo, dura un poco más de 51 minutos. Estos dos registros de las Goldbergson grandes acontecimientos de la traducción en el siglo xx.

Me interesa cómo un cineasta se basa en una obra literaria para hacer una película personal, cómo la traduce, cómo suenan sus Goldberg. “Me olvidé del texto”, decía Kurosawa a propósito de Trono de sangre, su versión de Macbeth, en la que no hay una palabra de Shakespeare. Kurosawa es un continuador de las prácticas de los poetas japoneses que a partir de 1868, al entrar Japón en una nueva época, tradujeron la novedosa literatura occidental de acuerdo a las viejas tradiciones. 

Para la Elegía escrita en un cementerio de aldea, de Thomas Gray, emplearon la alternancia de versos de cinco y siete sílabas, cara al gusto japonés. Y al traducir The Last Rose of Summer, sustituían la rosa, flor sin significado poético para los japoneses, por el crisantemo. Estos procedimientos son “transparencias”, para servirme del término empleado por Yves Bonnefoy. Y es que a una cultura tan proclive a la imitación le encaja muy bien el término “transparente”, por lo que deja adivinar o vislumbrar sin declararse o manifestarse. Ese “transparentarse” de un objeto a través de un cuerpo que al mismo tiempo nos habla de sí mismo y de su modelo, base de la cultura tradicional japonesa, y en buena medida lo que la preparó para adoptar y asimilar la cultura occidental y entrar así en la modernidad, alcanza niveles de maestría en Trono de sangre y Ran, las traducciones cinematográficas de Akira Kurosawa de Macbeth y King Lear, dignas de figurar en la más selecta galería de “transparencias”, junto a las traducciones de Mandelstam y Shakespeare de Paul Celan, las dos versiones de las Variaciones Goldberg de Bach/Gould y los cuadros de Francis Bacon basados en pinturas de Velázquez. 

Quizá los cambios que nos trae una versión como la de Kurosawa ya figuran en estado latente en el original. Es el original el que la hace posible. O, dicho de otra manera, su futuridad permite una traducción creativa. Como dice Žižek en el prólogo a su traducción de Antígona: “la única forma de mantener viva una obra clásica es tratarla como si fuese una obra ‘abierta’, orientada permanentemente hacia el futuro”.

En sus películas shakesperianas, Kurosawa reemplaza el texto original por otro, en japonés, mucho más breve, y no lo reproduce literalmente.    

 La prolijidad y ornamento verbales del drama isabelino los transforma en gestualidad y mutismo. La alternancia de silencio, música y efectos sonoros sustituyen la elocuencia de Shakespeare. Kurosawa no traduce las palabras de un drama, sino su poesía. Al “olvidar” el texto fuente, personifica a las tres vengativas brujas de Macbeth en una anciana. Este personaje y el de Asaji, la Lady Macbeth de la cinta, pertenecen al estilizado y ritual universo del Noh. 

Kurosawa convierte la pantalla en un escenario similar al del teatro Noh, evitando mover la cámara para provocar rechazo o empatía. En la escena correspondiente a aquella que comienza con un monólogo de Lady Macbeth mientras espera que su esposo asesine a Duncan, no hay palabra alguna: en medio de un silencio ominoso, Asaji queda por unos instantes en actitud tensa, como un animal acechante; un leve movimiento de su rostro coincide con la entrada del sonido tenue de una flauta; lentamente se incorpora, haciendo cada vez más denso el ambiente, y de pronto inicia una breve danza que sugiere una mezcla de ambición ebria y terrible regocijo, subrayada por el golpear de los instrumentos de percusión. 

En otra escena, una bandada de pájaros irrumpe en el castillo, imagen perturbadora que anticipa el fin de Washizu. Sabemos entonces que el Bosque de las Telarañas avanza hacia el reducto del asesino, el efecto nos remite a la causa. Esa es una de las más hermosas e inquietantes creaciones visuales de toda la obra de Kurosawa, y la más poética interpretación que se haya hecho del avance del Bosque de Birnam.

Otro traductor seminal es Pasolini…

En sus versiones de clásicos de la literatura universal Pasolini confronta lengua oficial y dialecto. Él vuelve a contar grandes historias trágicas o carnavalescas en una especie de lengua marginal para sacar a la luz formas de vida reales que los dogmas políticos, sociales y religiosos ocultan. Cuando para filmar El evangelio según Mateo recorrió los sitios históricos relacionados con los evangelios, se decidió por una geografía ideal para subrayar la dimensión humana de Cristo. Rodó la película en el sur de Italia, región que le parecía apropiada para transponer el mundo antiguo al moderno sin tener que reconstruirlo arqueológica o filológicamente. Fue una idea formal y temáticamente revolucionaria: la analogía, lo aleatorio, la asimetría, sustituyeron a la exactitud. La analogía re-sacraliza, re-mitifica las cosas. 

Con su Evangelio según Mateo, título de raíz antropocéntrica que omite el “san”, realizó lo que llamó “reconstrucción de la historia de Cristo más dos mil años de traducción cristiana”. En esta película, Pasolini hace convivir la música de Bach y Prokófiev, los frescos bizantinos y la pintura de Piero della Francesca con la hermosa tosquedad de los rostros de actores no profesionales y los paisajes rurales del sur de Italia. 

En una de sus más bellas escenas, el carácter colectivo de la adoración de los Reyes Magos, en pleno día, rodeados de hombres de pueblo, adquiere una estremecedora mezcla de candor y rustiquez gracias al spiritual Sometimes I Feel Like a Motherless Child

En otro momento, para resaltar la atmósfera árida y bárbara, emplea música folclórica rumana, cuya extrema ambigüedad —a medio camino entre las canciones eslavas, griegas y árabes— la sitúa fuera de la historia, reforzando así el carácter atemporal del mito, visto como un producto de la historia humana convertido en absoluto, típico de toda la historia y no de determinado período, y por lo tanto metahistórico. “Revivir el mito”, dice Mircea Eliade, “es hacernos contemporáneos de los acontecimientos evocados, salirnos del tiempo profano, cronológico, para desembocar en un tiempo cualitativamente diferente, un tiempo ʻsagradoʼ”. Ese “trasladar de un lugar a otro” que significa el término latino translatio lo cumple Pasolini en su lectura del Evangelio según San Mateo. No se trata de reproducir la época de Cristo, sino de encontrar una realidad equivalente en la actualidad. 

La poética de traductor de Pasolini se expone como en ninguna otra de sus obras en su documental-ensayo Apuntes para una Orestíada africana, en el que se mezcla lírica, narrativa y ensayo. Es el más inspirado texto fílmico sobre el arte de la traducción, comparable, por su lucidez y riqueza de ideas a Acerca de la traducción de Homero, de Matthew Arnold, La tarea del traductor, de Walter Benjamin, y Después de Babel, de George Steiner. 

En la medida en que Pasolini recorre diferentes sitios de África, los integra a su proyecto de realizar la obra de Esquilo en ese continente, ya sea con personas en un mercado o estudiantes universitarios o edificios o árboles movidos por el viento. Incluso llega a representar una escena entre el coro y Casandra con cantantes afronorteamericanos y música de jazz interpretada por Gato Barbieri y su banda. Esta mezcla es la esencia misma de la película en proyecto.  

¿Qué crees del llamado “cine independiente”?

Cine independiente no es el que promueve Sundance. En Hollywood, un cine de elevados presupuestos no permite una verdadera libertad. Nadie te va a dar millones para que hagas Andrei Rubliov. Cuando Deseo, peligro se estrenó en China, la censura le cortó una tercera parte para despojarla de todo erotismo. ¿Qué hizo Ang Lee? Ni humillado ni ofendido, declaró su satisfacción con ese nuevo montaje, digno de un adventista del séptimo día. Esa es la comunidad hipócrita que en el tiempo del macarthysmo vendió su alma para preservar sus piscinas, como dijo Orson Welles. Véase el caso Weinstein: resulta que nadie vio nada y todos y todas recuerdan haber sido abusados. El juego de policías y ladrones es sustituido por el juego de la Inquisición. Mientras tanto, los espectadores del cine mainstream continúan financiando las piscinas y los coches lujosos de las estrellas.

Cine verdaderamente independiente es aquel en el que las visiones del cineasta no se negocian. Generalmente, es un cine pobre, hecho entre amigos, con un equipo mínimo. Esas conjunciones han producido excelentes obras de nuestros graduados, como Blanco en blanco, del chileno Theo Court, una obra maestra. Theo trabaja con un equipo de brillantes egresados, los españoles Mauro Herce, José Alayón y Manuel Muñoz, empeñados en hacer obra, no una carrera. Cuando uno de ellos quiere dirigir un filme, los otros se integran a su equipo. 

En cuanto a Cuba, cuya industria cinematográfica se obstina en un destartalado cine televisivo, nuestros cineastas independientes son Alejandro Alonso, Susana Barriga, Rafael Ramírez, Jorge Molina, Damián Saíz, Lisandra López, Miguel Coyula, todos formados en la EICTV.  

¿Qué significa ese grafiti que hay en una de las paredes de la EICTV “Yglesias>Herzog”?

Una forma de reconocimiento a una actitud ética, el mejor regalo que me han hecho los alumnos. Nada que ver con la dimensión artística y humana de Herzog, uno de mis directores favoritos. Podían haber escrito “Welles” o “Muhammad Alí” o “Shakespeare”, comparaciones obviamente ridículas, pero en este caso tenían que escribir “Herzog” para expresar su sentir.

Es conocida tu admiración por Herzog…

Adoración. Esa galería increíble de personajes y de situaciones insólitas que son sus filmes no la ha igualado nadie. Es un maestro en señalar el mal en el mundo con un estilo extrañísimo que hace pensar en esa irregularidad de la que hablaban Bacon y Poe, porque es un cine que puede parecer un poco tosco, sus películas no te hacen pensar, por el encuadre o el montaje, en un mundo clásico. Sus libros están muy bien escritos. Conquista de lo inútil debería ser una lectura obligatoria para todo amante del cine. Aunque sus ficciones ya no tienen el esplendor de sus obras anteriores, sigue siendo una gran presencia en el cine internacional. 

Yo inauguré un espacio en la escuela que llamé “Raros y malditos” con También los enanos empezaron pequeños. Una película descomunal. El hombre que la ideó merece reverencia. Ya en esa obra nos dice que vivimos en un mundo salvaje y hermosamente cruel al que deberíamos acercarnos con humildad en vez de malinterpretarlo con nuestra barata arrogancia de personajes de una novela de pacotilla. Fata Morgana, También los enanos…, Aguirre, la cólera de Dios, Strozseck, Fitzcarraldo, Cobra verde, Lecciones de tinieblas, Tierra de silencio y oscuridad, todo Herzog, son gritos de intransigencia y Weltschmerz.

Te interesa mucho eso que llamas “irregularidad”…

Para no anquilosarse, el cine debe emanciparse de esa asfixiante doxa televisiva anclada en una sintaxis “a lo Griffith” que cunde y contagia. Ya en los 60, con Godard y van der Keuken, se evidencian las ventajas de cierto cubismo en la narrativa, lo que llamo “efecto Guernica”. Y en El espejo, Tarkovski va más allá del Fellini de 8 ½ y escribe una compleja biografía espiritual del ser humano acosado por el “loco con la navaja” del que habla su padre en uno de los poemas recitados en la película. Estoy hablando de líneas paralelas al mainstream, a las que podemos añadir las instauradas por Alain Resnais, Leos Carax, Peter Greenaway, Alekséi Guerman padre, Apichatpong Weerasethakul, Béla Tarr… 

Romper simetrías con ingenio es abrir nuevas ventanas. Hay que estar atento a quienes llevan luz. Hoy le concedo mucha importancia al fragmento, a lo irregular, y trato de descubrir la futuridad latente en las obras contemporáneas. Recordemos la tercera partida del match por el Campeonato Mundial de Ajedrez entre Boris Spassky y Robert Fischer, cuando Fischer dobla peones en la columna torre rey, algo totalmente contraindicado, que “afeaba” la estructura de peones. Parecía una locura. En realidad, estaba jugando el ajedrez del futuro, es decir: el de hoy.  

Basta reproducir la partida con la que Van Foreest ganó el Tata Steel hace unas semanas, llevando su rey hasta h6, como si fuera una partida de Adolf Anderssen. Los grandes maestros de hoy han estudiado el ajedrez romántico y lo han puesto al día. Hace décadas, cuando una apertura se salía de las normas se la calificaba de “irregular” y se la veía con sorna. El ajedrez contemporáneo es gloriosamente “irregular”. 

Los alumnos hablan con mucha nostalgia de ese espacio que animabas hace años, “Raros y malditos”, ¿en qué consistía?

En mi tercer año en la escuela se me dio la oportunidad de dedicar una noche, en jueves alternos, a proyectar y debatir una película. En ese espacio, que llamé “Raros y malditos”, e inauguré con También los enanos comenzaron siendo pequeños, de Werner Herzog, presenté por primera vez en Cuba a grandes protagonistas del cine contemporáneo: Béla Tarr, Jan Svankmajer, Guy Maddin, Hong Sang-soo, György Palfi, Suzan Pitts, Ulrich Seidl, Moshen Majmalbaf, Roy Andersson, Manoel Oliveira, Pedro Costa, Paolo Sorrentino, y muchísimos más.

Durante los años que duró, fue el día de proyección más popular e influyente de la EICTV. Hubo noches memorables, como aquella del otoño de 2004 en la que presenté Armonías de Werckmeister, una sesión hipnótica que reveló a estudiantes y profesores una de las obras más estremecedoras de toda la historia del cine. 

Me siento orgulloso de haber puesto al día la programación cinematográfica de la escuela y de haber merecido por ello el reconocimiento público de Carlos Reygadas, Mike Leigh y Klaus Eder, entre otros. Hace unos años, cuando a propósito de una retrospectiva de su obra se invitó a Ulrich Seidl al Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, lo traje a la escuela para tener un encuentro con nuestra comunidad. Durante dos horas y media estuvo respondiendo preguntas y prodigándose en explicar sus métodos, feliz y asombrado del conocimiento que se tenía de sus películas, algo que estoy seguro no ocurriría en la mayoría de las escuelas del planeta. 

Esa labor de puente, pues eso es lo que soy, tiene muchas compensaciones. Ninguna mejor y más deseada que el efecto que esas películas causan en los alumnos. Desde hace años concluyo mi curso de Historia del Cine para primer año con Armonías de Werckmeister. Al terminar la proyección, me mezclo con los asistentes en retirada para ver cómo reaccionan. En una de esas ocasiones, escuché a un alumno de fotografía, Camilo Soratti, decir “Existe el cine, ¡y Béla Tarr!”. Para lograr estremecimientos como esos es que trabajo. 

Quiero aprovechar esta ocasión para que sugieras algunos directores “raros y malditos” poco conocidos por acá de los que programas en la escuela.

Afortunadamente, son legión. Werner Schroeter, un gran cineasta, muy influyente en Fassbinder. Utiliza mucho el kitsch, el mundo de la ópera, a veces la pantomima. Foucault decía: “En sus películas hay como una evidencia inmediata: sin buscar decir lo que pasa, permite que ni nos lo preguntemos. Su manera de escapar del todo a la película psicológica me parece enriquecedora”. Un “hallazgo” reciente es el indio Mani Kaul, una especie de cruce entre Bresson y Paradjanov. Hace unos días programé una de sus obras maestras, Duvidha.

Como crítico de cine, ¿algún deseo, un sueño no realizado?

Que no se deterioren los documentales de Nicolás Guillén Landrián, el más visionario de los cineastas latinoamericanos junto a Glauber Rocha. Me alegra saber que ya comenzó el proceso de restauración de su obra.

¿Qué representa el cine para Jorge Yglesias?

El cine es un espacio de libertad en el que he pretendido vivir. Lo mismo pudiera decir de la literatura, en especial de la poesía. Y de la música, sobre todo la clásica.

He lidiado con este arte como si se tratara de un rompecabezas, reuniendo piezas, consciente de que a veces toma diez o más años comprender a un cineasta y sus obras, para entonces pasar del conocimiento, de la honda impresión, a un grupo de palabras que expresen lo que las películas me dicen. 

En algún lugar he dicho que las películas son aromas que persisten vaga o intensamente, hasta desvanecerse. En vez de memorizarlas, busco hablar de su recuerdo, de lo que no pude tocar en ellas, de cómo me conquistaron y eludieron. Para que ese recuerdo sea una recuperación, una declaración de pertenencia, la manera de compensar el remordimiento por olvidarlas, el dolor por la imposible repetición de la experiencia. Intentar, a través de la palabra, que las películas regresen, que su evocación en el diálogo, en el aula, en la página escrita, las reinstaure mediante mi montaje personal, ser del lenguaje cuyo eidetismo al ceder ante el verbo elabora otra película, la que la memoria quiere conservar para vivir con ella. Detener el instante hermoso, como deseaba Fausto. 

“No abras los labios si lo que vas a decir no es más bello que el silencio”, dice un proverbio árabe. He intentado que así sea mi vida en el cine, implicándome más, esforzándome más, con el anhelo de decir algo que sea tan bello como el silencio.




Néstor Díaz de Villegas: “En Hollywood también hay un decreto 349” - Daniel Céspedes

Néstor Díaz de Villegas: “En Hollywood también hay un decreto 349”

Daniel Céspedes

Para matar a Robin Hood. Escritos de cine 2005-2015(Hypermedia, 2017), de Néstor Díaz de Villegas, es un libro bien conocido por algunos críticos cubanos, y que tal vez se encuentra en más bibliotecas personales por acá de las que sospechamos. Solo que sus dueños no lo revelan.