“Eros y política” o cuando Juan Abreu nos hizo libres

Al teclear “libre” en Google y pulsar en “voy a tener suerte” debería aparecer, indefectiblemente, una gran fotografía en blanco y negro de Juan Abreu desnudo. Sicalíptico y estético. Llegué a los escritos de Abreu hace dos años, gracias a mi querida Zoé Valdés, que me remitía un texto de Juan en su web Emanaciones (imprescindible, sublime, recomendable). Había sido censurado en redes y yo no sabía por qué. “Léelo”, me dijo Zoé, “siempre hay que leer a Abreu”. 

El texto en cuestión era una carta abierta a Beatriz Gimeno, directora del Instituto de la Mujer, que en aquel momento abogaba por la penetración anal masculina por parte de mujeres como medio para alcanzar la igualdad real. Como lo dijo lo cuento. Abreu, en su texto, loaba las bondades del sexo anal como máxima autoridad en materia sexual del Reino. Erotismo y política ya, libre y desprejuiciado. Un primor lúbrico, una estimulante sorpresa este Abreu. Ya no dejé de leerle. Más adelante publicaría en un diario nacional un artículo alabando a Melania Trump (mitad jarrón de la dinastía Ming, mitad animal de presa. Desnuda es como una visita privada y nocturna al Partenón) que le valdría la furia de la turba moralista (machista, casposo, pollavieja). A Juan Abreu, plin. 

Ahora, para regocijo y satisfacción de los que disfrutamos de cada uno de sus chapoteos en el barrizal pestilente de los bienpensantes tuitivos, Abreu publica Eros y Política, una colección de retratos satírico-concupiscentes de la fauna política española. Con minuciosidad entomológica, el escritor disecciona la sensualidad (de haberla, y él siempre la encuentra, qué don el suyo) de cada uno de aquellos que aspiran a gobernarnos, o a contarnos de estos, algún periodista cae. Abreu consigue lo impensable: armar un lujurioso entretenimiento con aquello que, a priori, no podría ser menos lascivo ni menos jocundo: la imagen mediática de los que anhelan regir los asuntos públicos. Él, como Reinaldo Arenas, no ha venido aquí a respetar y, como bien señala Cayetana Álvarez de Toledo en su prólogo, trae a la política española el derecho a ofender y ser ofendido. Desde ya estamos en deuda.



Cubierta de ‘Eros y política’ (Debajo de la mesa, 2021), de Juan Abreu.


“Siempre me encasillan y aparecen mis libros en la categoría erótica”, dice Abreu, resignadamente desconcertado, “y no, qué va, en mis libros yo no hablo sobre erotismo. Mis libros son libros sobre la libertad. Lo que me interesa a mí es la libertad. Y la libertad sexual es uno de los baremos principales para medir la libertad de uno y también para medir el nivel de libertad que somos capaces de tolerar. Ese es el tema que yo trabajo”. Libertad sexual y libertad para hablar de lo sexual, en tiempos de buenismo y decoro encolerizado es, quizás, demasiada libertad. ¿Imperdonable?

“Yo no presto ninguna atención a la turba, a los moralistas enrabietados que no pretenden más que censurar y hacer callar”, explica el autor, “no son más que ruido de fondo. Pero ni tengo tiempo ni ganas de contestar. Para mí no existen”. Ninguna aprecio, es cierto, y lo demuestra que, pese a ellos y su cólera enardecida, escriba cosas como “Ione Belarra trae a la política española la sensualidad de una cañería embozada, la exaltación de lo promedio y la ausencia de caderas como señal de actividad cerebral”. O esto otro sobre Pablo Casado: “El señor Casado trae a la política española el alfeñique Charles Atlas de mi adolescencia, el pepillo pimpollo pipiolo sempiterno, la paja angustiosa manos pequeñas y el tipo que dedica la vida a ser Batman, pero nunca pasa de Robin”. 

Abreu reparte a diestro y siniestro, es bien cierto. Y lo hace con salomónica ecuanimidad. Aquí no se libra nadie. Juan Carlos Monedero, Adriana Lastra, Albert Rivera, Bea Fanjul, Ximo Puig, Marcos de Quinto, Carles Puigdemont, Mariano Rajoy, Irene Montero. Cada una de las descripciones se acompaña de una ilustración deliciosa, obra de Marta Sugrañes, asombrosa fisionomista. Apenas cuatro simples trazos, delicado pero crudo garabato, que permite identificar enseguida al personaje. Complemento perfecto para este texto y regalo para nuestros ojitos. Si no aparece tu figura en este hilarante retablo libidinoso, es que no eres nadie.



Juan Abreu.


El libro está plagado de hallazgos ingeniosos y debería ser considerado delito dejar pasar uno solo. Casi filosóficos unos: “El sexo ha de tener su baba, su suciedad, su costra y su ferocidad, y el tipo de entrega que nos eleva a un espacio mental donde la libertad alcanza el esplendor físico que otorga sentido al ser y el estar. De lo contrario es algo muy inferior a lo que tiene que ser”. Habla de Soraya Sáenz de Santamaría y, contra todo pronóstico, dan ganas de follar. 

Descacharrantes otros: “Si una mujer inversamente proporcional o de tensión erótico-espacial decreciente se quita la chaqueta, nuestro pito debe estar a no menos de cinco metros de la susodicha”. Se refiere a Almudena Grandes y se siente, helado, el desasosiego en el espinazo, la urgencia por proteger el florete propio. Incluso en carencia de este, como es mi caso.

Tiene Abreu el don de crear para nosotros imágenes riquísimas con apenas dos palabras, describiendo con esa leve pincelada aquello que precisaría de un par de abigarrados párrafos del destalentado: vulgaridad ceporro, potranquismo leve, nalgas granujientas, chocho avinagrado, nariz tubérculo… Lo mismo te habla de tetas (Sobre Yolanda Díaz: “Las tetas. Yo todo se lo perdono a unas buenas tetas”), que de culos (Sobre Pablo Iglesias: “Carece de culo. Sin culo no hay sexo ni vida inteligente, ni vida”), que de pollas (Sobre Arcadi Espada: “Su confluencia perfecta polla-espíritu es una bendición. No hay nadie con la polla más larga en el periodismo español”). No veo yo el sexismo ni el machismo por ningún lado, sino democracia observacional. No veo caspa ni ranciedad, más bien atrevimiento y desinhibición. Hola de nuevo, libertad.



Juan Abreu, por Damaris Betancourt.


“Es asombroso”, me dice, “cómo países libres, de manera voluntaria y eficiente, como pasa en los países capitalistas cuando se ponen a ello, adoptan todas estas censuras, ese neopuritanismo. Ellos, adalides de la libertad”. Así son los totalitarismos, reflexiona: “No hay nada más moralista que los totalitarismos. Son extremadamente puritanos y profundamente machistas. Odian dos cosas: odian la libertad y odian el humor. Y fíjate que tanto políticos como asesinos carecen de sentido del humor”.

Sobre esto, sobre el humor, Abreu tiene un axioma: para reírse de cualquier cosa, primero hay que saber reírse de uno mismo. Ya se lo decía su amigo Reinaldo Arenas y él se aplica, concienzudo. Se ríe primero de él, con ganas y con todo el cuerpo, y luego de todo y de todos. “No soporto la afectación”, apunta, “mi literatura es muy humorística porque es lo que yo aprecio. Es una forma de ver el mundo. No me interesa la gravedad, lo trágico”. 

Ante la rabiosa rehala puritana solo queda, pues, ejercer con más furia nuestra libertad para hablar de lo que nos dé la gana. Cuando le pregunto por las reacciones me dice: “son ruidosos, pero yo creo que son muchos menos. No son mayoría”. Quiero creerle, pero…

La libertad de Abreu para escribir de lo que le apetece y como le apetece (con ese talento crudo, ese donaire sarcástico) es la libertad de los que le leemos. “No recuerdo quién dijo”, cuenta, “que uno lee a aquellos autores que son uno, aquellos en los que se encuentra a sí mismo. De alguna manera te reconoces. A un nivel profundo, te reconoces. En eso que ocurre, en la manera de ver el mundo y de contarlo”. Y es así como Juan Abreu nos hace libres siendo libre.




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“Poco a poco fui encontrando mi propia voz y con ella entendí que mi origen libanés no iba en dirección opuesta al hecho de que era una escritora mexicana”.