Kelly Martínez-Grandal: ʻLa vida en la Isla es un presente eternoʼ

Kelly Martínez-Grandal nació en La Habana en 1980. Es poeta, narradora, ensayista y crítica de arte. A la edad de trece años, emigró a Venezuela junto a su familia, donde vivió hasta el 2013. Durante sus veinte años de vida en ese país se licenció en Artes, con mención Artes Plásticas y Magister en Literatura Comparada por la Universidad Central de Venezuela. Luego trabajó como curadora y crítica de fotografía para distintos museos e instituciones culturales. 

En 2014 emigró nuevamente, esta vez a Miami, Florida, donde trabaja como Editora de Producción para Penguin Random House Grupo Editorial. Textos de su autoría están incluidos en las antologías 100 mujeres contra la violencia de género(2014), EquívocosPoetas cubanos del siglo XXI (2021) e Iluminado artificio. Ensayos sobre la obra de Mercedes Roffé (2022), entre otras publicaciones. En 2024, la autora ganó la Cintas Foundation Fellowship in Creative Writing

Libros suyos como Zugunruhe (2020) o Muerte con campanas (2021) abordan la incertidumbre y la voluntad de sobrevivencia, entre otras circunstancias de la vida del migrante. En su vida, Kelly ha dejado a dos países en crisis. Sobre el desarraigo y las ruinas de lo conocido, también sobre el imaginario culinario que acompaña este periplo conversó para Food Monitor Program en exclusiva para Hypermedia Magazine.

Kelly, en tu relato Las flores del frangipani convive una familia que debe distinguir entre la crisis emocional de uno de sus miembros y la crisis económica del país “que a todos transformó en una copia fantasmagórica de sí mismos”. La crisis como descalabro asoma en tu obra como el contexto vivencial de sus personajes. Habiendo vivido el subdesarrollo de dos países como Cuba y Venezuela, ¿pudieras contarnos sobre lo que significó para ti y tu entorno, con trece años y luego con treinta y tres, los signos de esas crisis?

Creo que usas la palabra perfecta, descalabro, cuyo uso además es tan común en varios lugares de América Latina cuando uno se fractura algo. Las crisis, sí, me descalabraron. 

Tenía nueve años cuando empezó el Período Especial y la vida que conocía, esa cierta bonanza de la década de los ochenta, dejó de existir. La desaparición no fue solo material (los bienes que escaseaban), física (los amigos y familiares que se fueron), cotidiana (no más rito de ver la telenovela porque no había luz), sino también anímica o espiritual: una tristeza nueva en el aire, temor a un futuro muy incierto. 

La gente se arrastraba por las calles o pedaleaba bajo el verano inclemente, zombificada. De pronto, teníamos muertos en el mar, ancianos comiendo en la basura. Hambre, muchísima hambre. Todo se comentaba en susurros por miedo a la represión.

Tengo un recuerdo de esa época que me resulta terrible: circuló por la Isla el rumor de que Ceaușescu, antes de ser ejecutado, había metido a miles de personas en túneles y las había fusilado. No fue exactamente así, aunque mandó a ejecutar a cientos de disidentes en las protestas de Timișoara, pero “casualmente” comenzaron a construir unos túneles misteriosos en La Habana. 

Durante semanas, viví en pánico absoluto pensando que nos harían lo mismo y no volvería a ver a mis padres. Esa memoria ha sido siempre la marca del estado de terror al que nos sometían, de “enseñarnos el miedo en un puñado de polvo”. 

¿Qué necesidad tiene un niño de atravesar algo así? ¿Qué necesidad tenía, ya en plena crisis, de ver a una compañerita de secundaria, con trece años apenas, prostituyéndose en el malecón a cambio de un plato de comida? O, peor todavía, ¿cómo es posible que las circunstancias la obligaran a hacer eso por necesidad?

Luego está el inmenso dolor de haberme ido niña, de que mis abuelos murieran sin que pudiera verlos; una procesión que llevé y llevo por dentro, tal vez como mecanismo de supervivencia y que he ido ventilando en la escritura. 

Toda infancia queda lejos, pero la de los niños emigrantes (especialmente si no pudimos volver o volvimos pocas veces) queda doblemente lejos: no hay asidero para la memoria. Fue esa misma crisis, sin embargo, la que me hizo privilegiar la libertad como mi más alto valor personal: libertad para pensar y pensar por mí misma, para elegir incluso mis silencios. 

En Venezuela el proceso fue parecido: perder un país que había sido refugio y esperanza; que sentía mío. Pero ya era adulta, tenía otras herramientas para manejar lo que estaba sucediendo y las circunstancias políticas y económicas también eran distintas. En ambas crisis, eso sí, me vi sin capacidad para imaginar un futuro. 

Venezuela me dio muchísimo, me debo a ella tremendamente y traté de devolvérselo con creces, pero por respeto a lo que sacrificaron mis abuelos y mis padres (a ese dolor del que no hablo) no podía seguir allí. 

¿De qué forma describirías que impactaron ambas crisis en sociedades como la cubana y la venezolana? ¿Cómo las diferenciarías? ¿Pudiste prever la segunda, ya de adulta y conociendo la Cuba de los noventa?

Mucha tela que cortar. Por encima, mencionaría el hecho de que a Cuba la convirtieron en una nación económicamente dependiente. Es muy fácil echarle la culpa a eso que llaman bloqueo (que sí, puede ser terrible) y olvidar los huecos de ese embargo y el hecho de que Cuba sigue manteniendo relaciones comerciales con otros países. 

Lo poquísimo que queda de la industria y de los recursos naturales del país está siendo vendido a empresas extranjeras. Por ejemplo, la mitad del cobalto y del níquel de Moa le pertenece a la empresa canadiense Sherritt, una negociación que beneficia muy poco a los cubanos de a pie. 

También está el cerco de información con el que nos condenaron a una doble condición insular que se traduce, sobre todo, en dos cosas: en nuestra marcada tendencia a lo autorreferencial (¿con qué otredad íbamos a compararnos, si no sabíamos bien lo que pasaba afuera?) y en ese gap que tenemos los cubanos, sin importar cuánto tiempo llevemos fuera, respecto al mundo. 

Están luego los estragos causados por la uniformidad del totalitarismo (y el comunismo tiende a ser particularmente uniforme) en nuestras maneras de comportarnos, que incluso alcanzan algunas formas de hacer disidencia, pero eso da para varias entrevistas. Y es cierto, sí, que la crisis nos hizo creativos y resilientes, esa palabra tan de moda, pero en lo personal estoy cansada de eso. Los cubanos merecen, merecemos, un mínimo espacio de tranquilidad y normalidad.

Entre los venezolanos comienzo a ver actitudes semejantes, aunque efectivamente entre ambas crisis hay diferencias, empezando por el tiempo: la de Cuba tiene más de sesenta años y la venezolana apenas veinticinco. La depauperación es menos evidente. Venezuela, además, es un país petrolero, con un alto nivel de riquezas y, aunque muy estrangulada, la industria privada (tan necesaria para mantener un equilibrio) sigue existiendo. 

Los modelos también tenían sus divergencias, estando el cubano más cercano al de la Unión Soviética. En Cuba se acabó con la oposición desde un principio y se prohibieron las manifestaciones. Toda persecución a la disidencia pasó a espaldas del mundo. En Venezuela se podía salir a protestar, había una oposición abierta y una cierta apariencia de democracia, pero el ejército te metía una bala en la cabeza o te desaparecía, algo que incluso pasó frente a las cámaras de televisión. 

El acceso a internet es otro punto importante. La capacidad de organizarse o de difundir información de los venezolanos era otra; un cambio que, en Cuba, puede notarse en las protestas del 11 de julio y que nos demostró el poder de la unión y de la organización colectiva. 

Claro que vi lo que venía. Cuando Chávez se lanzó a la presidencia, yo tenía dieciocho años. Mi familia y yo parecíamos predicadores de plaza tratando de advertir, pero nos decían que “Venezuela no es Cuba” y, aunque era cierto y había una tradición democrática sólida, uno no puede subestimar el poder del totalitarismo. 

Lamento muchísimo haber tenido razón. Hubiera amado no tenerla. 

Has dicho que reaprendiendo a vivir como doble emigrante se convive en el sustrato común del desarraigo, la nostalgia y la extrañeza. Pero también has comentado que las memorias familiares y las historias de tu madre ayudaron a entretejer un hilo más duradero. ¿Qué elementos pudiste llevar contigo, allí donde comenzabas una nueva experiencia de vida? Has hablado alguna vez de las recetas familiares, ¿fue también la cocina cubana o venezolana una acentuación de tu identidad? ¿Nos cuentas un poco al respecto?

Mi madre aprendió a cocinar con Nitza Villapol, que creíamos muy cubana, pero que en realidad tiene mucho de la culinaria española y francesa. Además, le gustaba inventar y, cuando todavía no se había agudizado la crisis, preparaba cosas increíbles. Hacía unos calamares que eran famosos entre nuestros amigos y que yo no he aprendido a hacer. Durante el Período Especial esa capacidad para el invento nos salvó muchas veces. 

Mi relación con la comida tradicional cubana vino dada, sobre todo, por la cocina de mi abuelo materno, que era guajiro. Hacía unos tamales difícilmente superables y un dulce de mangos en almíbar que fue una de las grandes delicias de mi infancia. También por mi abuela materna, que preparaba todos esos postres típicos del recetario criollo.

Pero la relación se profundizó en Venezuela. Nos aferramos a nuestras recetas como una forma de mantener viva la identidad, pero además había con qué hacerlas. El picadillo habanero “lleva pasitas, aceitunas y alcaparras” no era ya una leyenda, sino un plato humeante sobre la mesa. 

A la culinaria venezolana nos costó adaptarnos, pero fuimos asimilándola poco a poco. Desayunar o cenar arepas fue luego cosa normal. Yo, sobre todo, no concibo la Navidad sin hallacas. Venezuela me dio también la posibilidad de explorar, además, otros sabores: la comida libanesa, la griega, la coreana, la italiana, la española, la húngara y pare usted de contar. 

Venezuela es un país lleno de emigrantes que, como nosotros, llevaron sus tradiciones. Eso amplió mucho mi relación con la otredad, con maneras de asumir el mundo que no son las mías, cosa que agradezco. Sin embargo, cuando volví a probar el “esponrrú”, en Miami, se me salieron las lágrimas. Y cuando me siento triste o cansada, lo que el cuerpo pide es un plato de frijoles y unas croquetas. 

Si de identidades hablamos, soy una arepa rellena de picadillo (con pasitas, aceitunas y alcaparras). El exterior es venezolano, pero el relleno sigue siendo cubano. 

Cuentas en una entrevista anterior en Hypermedia Magazine que, si bien en la primera migración tus padres se responsabilizaron en “poner un plato en la mesa”, luego hacia Miami fuiste tú la cuidadora de los tuyos. ¿Qué puedes contarnos de la crisis de acompañamiento y cuidados en los países que dejaste atrás, y de los desafíos que representa para los emigrantes?

Cuando mi padre llegó a Miami, venía enfermo. Aquí murió. Por una historia larga de contar, no tenía seguro médico y su proceso de cuidado fue un calvario. Con seguro, hubiéramos tenido acceso a tratamientos que mejoraran sus condiciones y alargaran su vida. Que me acusen de lo que sea, pero creo que hay que estar muy ciego para no darse cuenta de que el sistema de salud de Estados Unidos es prohibitivo, caro y complejo, incluso teniendo seguro. 

Pero, aun así, ni en los peores momentos (esos de desesperación y de penuria económica que acompañan siempre a los recién llegados) a mi padre le faltó un plato de comida. Murió en un hospital bellísimo, atendido por buenos médicos y maravillosas enfermeras. 

Al mismo tiempo, en Venezuela, Elías Baptista, un poeta venezolano que no llegaba a los treinta años y que había superado un cáncer, moría por falta de un antibiótico. También moría mi gran amigo Diógenes por falta de medicinas. Por falta de medicinas murió mi abuelo, el de los tamales, en una Cuba donde la precariedad se apoderó de los hospitales. 

Pienso siempre en qué habría sido de mi padre enfermo, de nosotros, si no nos hubiéramos ido de Venezuela en el 2014. El escenario es una pesadilla. Pienso en mi suegro, que murió en 2018, en Caracas y en los malabares de la familia para atender su enfermedad. Pienso en los infinitos GoFundme para salud que cubanos y venezolanos hacen todos los meses, en las peticiones de medicinas que circulan en redes sociales, en la gente que no tiene para darle de comer a sus bebés o a sus adultos mayores (ahora mismo, solo darán el pan de la libreta, que es lo único que muchos viejos tienen para comer, a cubanos menores de catorce años).  

Pienso en todo el dinero que los emigrantes gastan en financiar la salud de los que dejaron atrás o en lo que para mí resulta más difícil de la emigración: la llamada que anuncia que un ser amado ha muerto y que no tienes chance de despedirte. No puedo sino sentir cólera. 

Es cierto, miseria hay en todas partes, pero que no vengan a hablarme de potencias médicas y revoluciones. Un Estado que es incapaz de garantizar las mínimas condiciones de vida a sus ciudadanos es un Estado fallido. 

Tu padre documentó Cuba a través de la fotografía de manera magistral, ahora tú narras nuevos horizontes, aunque siempre con referencias de tu paso por La Habana, Caracas y Miami. ¿Cómo evalúas la conservación del patrimonio y la memoria cultural cubana en Cuba? ¿Podemos hablar de una cultura cubana allende las fronteras nacionales que de alguna manera contrasta con la primera, anacrónica y mutilada?

En buena medida, sí. En Cuba hay muchas iniciativas ciudadanas haciendo cosas y son más que loables, pero si no tienes un aparato sólido y recursos para preservar y promover ese patrimonio y esa memoria, es difícil sostenerlos. La pérdida de nuestras tradiciones culinarias, creo, es el ejemplo más evidente. Y no hablaré siquiera de todos esos potajes que las abuelas cocinaban o de vegetales como la berza y los nabos, que no eran raros en las mesas cubanas. 

Hace poco conversaba con una amiga sobre el masarreal y las torticas de Morón que me daban de merienda en la escuela para enterarme de que, a ella, seis años menor que yo, ni siquiera eso le tocó. Todo se ha ido borrando. Las generaciones más jóvenes no tienen demasiada conciencia de quiénes éramos ni de qué producíamos, tampoco mucha curiosidad. No los juzgo. La vida en la Isla es un presente eterno. 

¿Por qué habría de importar conservar el pasado, pensar en su importancia para el futuro (por demás inimaginable) cuando la única prioridad es resolver el horror cotidiano, irse? ¿Por qué habría de importar un país que te aplasta? 

Tampoco coincido con el tufillo de superioridad de quienes afirman que lo que se hace hoy en Cuba (a nivel musical, literario, plástico, etc.) no es cultura. O hablan de una cultura venida a menos. Todo es cultura. Desde los Matamoros hasta Cimafunk, desde Lecuona hasta Daymé Arocena. Incluso, nos guste o no, Chocolate con su bajanda. Pero sí considero importante que un país tenga memoria. Esa memoria se preserva y promueve, sobre todo, fuera de la Isla. 

No es una comparación en términos de valor. Los que estamos afuera no somos mejores que los de adentro (una distinción que, además, me resulta detestable). Solo tenemos el tiempo y los recursos, la tranquilidad mental para intentar impedir que muera la memoria. Tenemos también el motor de la nostalgia.

Un colega venezolano historiador me comentó una vez que debería comenzarse a hablar de la muerte de la nación refiriéndose a Venezuela. ¿Cómo asumes el monopolio del lenguaje, de la vida cotidiana, de las costumbres y hábitos de los cubanos y venezolanos en los espacios politizados del autoritarismo? ¿Cómo ha modificado sus sociedades?

Creo que la desintoxicación del autoritarismo empieza, en buena medida, con la desintoxicación en el lenguaje. Los cubanos, por ejemplo, seguimos repitiendo “el triunfo de la revolución” y la revolución no triunfó. Si nos ponemos a hablar de toda la terminología que usamos, sin darnos cuenta de la vinculación que tiene con esos espacios politizados del autoritarismo, el cuento es de nunca acabar. 

Me preocupa también la desintoxicación de ciertas actitudes, sobre todo de la cultura de la sospecha en la que nos enseñaron a vivir, y que en el caso de los cubanos es muy evidente. Cualquiera podía ser un informante, un chivatón, así que aprendimos a desconfiar de cualquiera. 

Y ahí nos tienes, peleando por nimiedades, acusándonos de esto y de lo otro cuando las visiones no coinciden, también porque hemos ido perdiendo la noción de matices que implica la conciencia democrática. Lo mismo pasó con los venezolanos. Cuando la oposición empezó a resquebrajarse y no hacía sino discutir sin jamás ponerse de acuerdo (mientras el dinosaurio seguía, sigue ahí) supe que el daño estaba hecho. 

Así que me resulta fundamental que reaprendamos qué significan diversidad y democracia, si queremos pensar en una Cuba y una Venezuela del futuro; librarnos del tirano que llevamos dentro. En un texto dije que Cuba no es una isla, sino un archipiélago. 4195 islotes y cayos rodean a la isla principal. No somos una sola cosa. 

De la misma forma, espero que al final los venezolanos hayan aprendido que la democracia jamás puede darse por sentada (aunque tantos emigrantes venezolanos clamando por dictaduras de derecha me hagan pensar que no aprendieron nada). Es importante, también, lo que conversábamos antes: mantener viva la memoria de quiénes fuimos antes del trauma y, sobre todo, entender que somos más que ese trauma. Se dice muy fácil, pero recuperar la noción de sí mismo es tal vez uno de los retos más difíciles para un colectivo o un ser humano. 

Como tu amigo, creo que nuestras naciones murieron, al menos como las conocíamos. De todas formas, siempre mueren. El país de los abuelos nunca es el mismo que el de los nietos. Solo que las muertes, en los regímenes totalitarios, no son naturales ni orgánicas. 

Hace un año soñé con un mapa tridimensional de Cuba y, de pronto, la Isla completa se hundía en el mar, dejando solo su silueta como un agujero oscuro. Pero no me permito pensar que (si no se desata una guerra atómica o si el cambio climático no nos traga) ambos países no tengan la capacidad de un renacimiento, aunque no tenga muchas esperanzas de llegar a verlo. 

Por último, cuéntanos un poco sobre los proyectos en los que trabajas. ¿Será Miami otra ciudad de paso o tu destino definitivo?

Este año debería salir mi tercer poemario, pero no quiero adelantar nada de eso. Ahora me concentro en el proyecto con el que gané la beca Cintas de poesía. Entre otras cosas, es una mirada a mi infancia en la Isla. Llegó la hora de sacarla completamente de su escondite bajo la alfombra.

Sobre Miami, no lo sé. Mi vida ha sido siempre un viaje (incluso en cuanto mudanzas, sobre todo en Caracas) y el extremismo republicano de la Florida (y del país) me asusta, así que a veces ventilo la posibilidad de una tercera emigración. 

No quisiera, por supuesto, tener que hacerlo. La sola idea me produce taquicardia, me he pasado la vida solo con la casa que llevo a cuestas y además me hace cuestionarme hasta qué punto esa necesidad de huir es cobardía. Tal vez lo es, pero no me interesa poner mi libertad en riesgo. 

Sin embargo, más allá de cualquier circunstancia política, no me veo envejeciendo en Miami. No es ciudad para viejos. En algún punto quisiera dar un último salto, por decisión propia, pero la verdad es que todo es incierto. 

La vida da muchas vueltas. Uno difícilmente sabe qué viene, qué razones obligan (o no) a permanecer. Como el refrán: cuando quieras hacer reír a Dios, cuéntale tus planes



* Claudia González Marrero es directora ejecutiva del Food Monitor Program.

© Imagen de portada: Kelly Martínez-Grandal, por Mauricio Gómez Amoretti.





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