La protección de los derechos fundamentales ha sido una prioridad del estudio y la práctica del Derecho a nivel internacional y constitucional. Es general la aceptación de que no basta con que estén reconocidos en la Constitución y demás normas jurídicas el derecho a la vida, la expresión, la manifestación pacífica y la reunión, entre otros, si no existe un efectivo sistema de protección de estos derechos por parte de las posibles víctimas de su violación.
En los días que corren, en Cuba se libra una tensión significativa con los derechos reconocidos por la Constitución de 2019 y la ausencia de mecanismos efectivos para su reivindicación y defensa.
El profesor francés Olivier Lecucq, catedrático de derecho público en la Universidad de Pau y de los Países del Adour, y director de su Instituto de Estudios Ibéricos e Iberoamericanos, es un reconocido especialista en derecho constitucional y derecho de los derechos fundamentales. En la siguiente entrevista analiza detalles del sistema europeo de protección de derechos, su ejemplaridad en general, y en particular para Cuba, y algunas de las tensiones más importantes que tiene el ejercicio de los derechos fundamentales en la actualidad. Aborda a su vez lo que considera omisiones sensibles y contradicciones de la Constitución cubana de 2019.
Olivier Lecucq es además autor de cerca de un centenar de publicaciones, miembro del consejo de administración de la Asociación francesa de constitucionalistas, profesor invitado como experto en numerosas universidades latinoamericanas, y fue primer vicepresidente de la Universidad de Pau entre 2012 y 2019.
¿Qué requisitos hacen falta para que la protección de los derechos fundamentales sea efectiva?
Tras la Segunda Guerra Mundial, la protección de los derechos humanos en Europa alcanzó una etapa absolutamente decisiva. La idea que se difundió entonces fue la conocida fórmula: “¡Nunca más!”. Nunca más tales horrores, tales abominaciones contra la especie humana. Por tanto, hacía falta idear un sistema que protegiera los derechos humanos de los excesos y abusos del poder, al menos en la medida de lo posible.
Este objetivo se plasmó por primera vez en los primeros grandes textos internacionales de protección de los derechos humanos, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948 o, a nivel europeo, el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) adoptado por el Consejo de Europa en 1950. La protección de los derechos humanos se convertía así en una exigencia universal que debía orientar el sistema de cualquier Estado.
Sin embargo, podemos dudar de que la DUDH haya logrado imponer su propósito en la práctica, dadas las numerosas y graves violaciones en muchas partes del mundo. El CEDH, en cambio, se ha dotado de más medios para lograr sus ambiciones. No solo consagra un catálogo de los derechos más esenciales, como el derecho a la vida, el derecho a no ser sometido a tratos inhumanos y degradantes, el derecho a no ser detenido y encarcelado arbitrariamente o el derecho a formarse una opinión propia y a poder expresarla libremente, sino que además instituye un mecanismo de protección jurisdiccional, es decir, crea una jurisdicción y unas vías de recurso que hacen posible que un Estado (47 son los que han ratificado el CEDH) sea condenado por violar los derechos consagrados.
El sistema del CEDH no es perfecto ni mucho menos, pero incluye los elementos clave para una protección efectiva de los derechos humanos: un texto que consagra los derechos y un tribunal competente para sancionar las vulneraciones.
Desde este punto de vista, Europa es sin duda un modelo porque estos elementos clave se encuentran a nivel de los propios Estados, es decir, en el plano constitucional. Casi todos los Estados europeos tienen lo que puede llamarse una constitución moderna. ¿Qué significa esto? Como explicó mi maestro, el profesor Louis Favoreu, significa que las constituciones de los países europeos tienen ahora tres objetos: deben definir quién y cómo se ejerce el poder en el Estado (esto es el derecho constitucional institucional clásico); deben determinar las normas jurídicas que pueden adoptar los poderes públicos y cómo se ordenan y clasifican estas normas entre sí (esto es el derecho constitucional normativo); y deben consagrar un catálogo de derechos humanos (esto es el derecho constitucional sustantivo). Este último expresa la voluntad de situar la protección de los derechos fundamentales tanto en la cúspide, a partir de la Constitución, como en el corazón del ordenamiento jurídico, convirtiéndola en una finalidad del Estado —o incluso en “La Finalidad”.
Sin embargo, tal voluntad solo puede lograrse si el catálogo de derechos va acompañado de un sistema eficaz de control judicial. En efecto, para que la protección de los derechos humanos sea real, es importante que la Constitución establezca una justicia constitucional, es decir, un mecanismo para recurrir a un juez competente en la censura de los actos que violen los derechos consagrados. Esto es precisamente lo que caracteriza el desarrollo de los sistemas jurídicos en Europa: los países europeos han adoptado constituciones modernas que prevén un sistema judicial para garantizar su respeto.
Por supuesto, en esta evolución hay diferencias entre los países, tanto en el tiempo como en las modalidades. En términos de tiempo, ha habido varias oleadas de constituciones modernas en Europa: justo después de la Segunda Guerra Mundial, la Constitución alemana de 1949, por ejemplo, que es en cierto modo el modelo del modelo; a finales de los años 70, con la caída de las dictaduras en el sur (España, Portugal, Grecia); y a partir de los años 90, con el colapso de la Unión Soviética y la recuperación de la independencia de los países de Europa del Este.
En términos de modalidades, la construcción de la constitución moderna y la justicia constitucional también pueden tener características específicas dependiendo del Estado. Por ejemplo, en Francia, el corpus constitucional se compone de varios textos (conocidos como “bloque de constitucionalidad”): la Constitución del 4 de octubre de 1958, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, y otros dos textos que protegen ciertos derechos humanos y el medio ambiente. Sin embargo, independientemente del momento de aparición y de las posibles especificidades “técnicas”, el modelo es en general uniforme en Europa: gracias a la Constitución, los derechos humanos ocupan la cúspide del ordenamiento jurídico y existe un sistema de justicia constitucional para garantizar que esto siga siendo así.
Y cuando utilizamos la expresión “Estado de derecho”, nos referimos precisamente a eso: a un Estado en el que la Constitución es “verdadero derecho” que consagra los derechos humanos (hablamos entonces de derechos fundamentales) y que instituye un sistema de justicia encargado de velar por el respeto de la Constitución y, por tanto, de los derechos fundamentales.
El Estado de derecho forma parte, pues, del patrimonio constitucional europeo y no es de extrañar que constituya también, por efecto de los vasos comunicantes, una de las principales exigencias de la Unión Europea. Gracias a la interacción entre la protección de los tratados (CEDH y Unión Europea) y la protección constitucional, Europa es un espacio en el que el respeto de los derechos fundamentales es un objetivo primordial y debe ser una realidad concreta.
¿Qué poderes y autoridades están sujetos al respeto de los derechos fundamentales?
La evolución que acabo de describir también tenía un propósito: subir un peldaño en la protección jurídica de los derechos humanos. Para entender lo que quiero decir con “subir un peldaño”, conviene recordar algunos hechos.
En un Estado, existen esencialmente dos poderes públicos que pueden vulnerar los derechos fundamentales: el legislador, a través de la ley, y la Administración, a través de los actos (o acciones) administrativos que realiza. Sin embargo, en Europa, hasta la Segunda Guerra Mundial, y especialmente en Francia, vivimos bajo la era del legicentrismo. Esto significa que, en el ordenamiento jurídico, la norma esencial en ese momento era la ley. Esencial porque era promulgada por el representante del pueblo, es decir, el Parlamento. En consecuencia, la ley se consideraba el producto mismo de la democracia porque procedía del representante del pueblo. Y como la ley es la expresión misma de la democracia (“la voluntad general”, como decía Jean-Jacques Rousseau), no puede hacer nada erróneo y, por tanto, no puede ser objeto de ningún control que sea antidemocrático.
En este sistema llamado “Estado legal”, corresponde a la ley proteger los derechos humanos —y en Francia, bajo la Tercera República (1875-1940) tenemos muchas grandes leyes que defienden los derechos humanos, como la Ley sobre la Libertad de Prensa de 1884— y, puesto que la Administración debe respetar la ley, es la Administración la que está sujeta al respeto de los derechos consagrados en la ley. Así, en Francia, ha correspondido a los tribunales administrativos, encabezados por el Consejo de Estado, que es la Corte suprema del orden jurisdiccional administrativo, velar por que la Administración respetara los derechos humanos, lo que ha sido tanto más notable cuanto que el Consejo de Estado no ha dudado en “crear” normas para completar la protección jurídica de los derechos humanos (por eso en el derecho administrativo francés, tanto en este ámbito como en otros, se estudian mucho las principales sentencias del Consejo de Estado).
El problema es que no solo la Administración puede comportarse erróneamente en materia de derechos humanos, sino también el legislador, como demostró la Segunda Guerra Mundial. La mayoría en el poder puede hacer daño, como se ha demostrado, y por ello es importante protegerse de la ley. De ahí la necesidad de “subir un peldaño” en la jerarquía jurídica de la protección de los derechos fundamentales, para pasar del Estado legal al Estado de derecho. Los derechos fundamentales deben estar protegidos por la Constitución (y/o los tratados internacionales), es decir, en un nivel supralegislativo de la pirámide normativa. De este modo, incluso la ley puede ser controlada, lo que pasa por crear un mecanismo judicial capaz de censurar cualquier ley que no respete los derechos fundamentales.
A veces, el imperio de los derechos fundamentales va más allá de la ley y obliga al propio poder constituyente, es decir, ni siquiera mediante una revisión de la Constitución pueden modificarse las disposiciones constitucionales que protegen los derechos fundamentales. Estas últimas son intocables, obligan a todos los poderes del Estado, incluido el poder constituyente, ad vitam aeternam. Este es el caso, por ejemplo, de la Constitución alemana, que prohíbe la revisión de las disposiciones de la Constitución relativas a los derechos fundamentales (artículo 20). Sortear el obstáculo sería provocar una revolución jurídica, es decir, salir del Derecho.
¿Qué mecanismos existen para proteger los derechos fundamentales?
Sea cual sea el sistema de justicia constitucional que se establezca, hay un requisito indispensable para que el sistema tenga sentido: la independencia. La protección de los derechos fundamentales por parte de un juez solo es digna de ese nombre si el juez en cuestión es independiente, es decir, libre de presiones y, más aún, de requerimientos de las autoridades. Montesquieu nos enseñó la importancia del principio de separación de poderes para evitar, en la medida de lo posible, la arbitrariedad, y este principio esencial se aplica al menos tanto a los poderes legislativo y ejecutivo como al judicial. La justicia solo existe cuando el juez es imparcial, y el juez solo es imparcial cuando es independiente de aquellos a quienes tiene que juzgar. Por lo tanto, hay que tener especial cuidado en garantizar la independencia de los jueces que tendrán que revisar el ejercicio de las competencias administrativas y legislativas.
Una vez cumplido este requisito previo, la aplicación de la Constitución por parte de un juez da lugar a dos tipos principales de justicia constitucional. O bien se acepta que cualquier tribunal puede revisar la constitucionalidad de los actos impugnados, incluidas las leyes, en lo que se conoce como “control difuso”, con un Tribunal Supremo, como el de los Estados Unidos, en la cúspide del edificio jurisdiccional. O bien se opta por crear un tribunal específicamente destinado a aplicar la Constitución, lo que se denomina “control concentrado”, con un tribunal constitucional exclusivamente competente para examinar la constitucionalidad de las leyes.
El modelo europeo de justicia constitucional es el modelo de control concentrado: Tribunal, Corte o Consejo Constitucionales, cualquiera que sea su nombre. En Francia, por ejemplo, tenemos un Consejo Constitucional que fue creado por la Constitución de 4 de octubre de 1958 y es el único tribunal competente para juzgar la constitucionalidad de las leyes.
En los Estados que han vivido una dictadura o un régimen autoritario, es muy preferible el control concentrado de las leyes, es decir, ejercido por un tribunal específico, porque parece difícil cambiar a los jueces del antiguo régimen de la noche a la mañana, y los jueces del antiguo régimen no están formados en la aplicación de la Constitución, ni tienen la cultura del control del poder, especialmente del poder legislativo. España es un buen ejemplo en este sentido. La transición democrática que tuvo lugar tras la muerte de Franco, con la aprobación de la Constitución de 27 de diciembre de 1978, no supuso la destitución de los jueces del antiguo régimen, que en muchas ocasiones habían estado a las órdenes del franquismo, por lo que era difícil encomendarles la tarea de proteger los derechos fundamentales que la nueva Constitución situaba en el centro del sistema. Por ello, se decidió crear el Tribunal Constitucional, formado por 12 jueces independientes, con la responsabilidad especial de velar por el cumplimiento de la Constitución y, en particular, de los derechos fundamentales. El Tribunal Constitucional ha contribuido de manera significativa a la transición democrática en España y al asentamiento del Estado de derecho en el país.
En este sentido, es sin duda lamentable que el constituyente cubano de 2019 no haya optado por instituir un tribunal constitucional, siguiendo el modelo del tribunal establecido por la Constitución de 1940 con el nombre de Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales. Los derechos fundamentales recién consagrados en 2019 habrían merecido tener un nuevo tribunal con jurisdicción especial para garantizar su cumplimiento.
En cuanto a los procedimientos para acudir al Tribunal Constitucional, hay cierta variedad en los países europeos. No obstante, existen sobre todo dos vías de recurso que funcionan más o menos igual en todas partes. Por una parte, existe el llamado recurso por vía de acción, ejercido en general por las autoridades políticas (por ejemplo, un determinado número de diputados), el cual puede interponerse tanto a priori, es decir, antes de la entrada en vigor de la ley (es el recurso por vía de acción más tradicional, y además fue durante mucho tiempo el único practicado en Francia), como a posteriori.
Por otro lado, tenemos el recurso directo interpuesto con ocasión de un pleito, ya sea por las partes implicadas o por los jueces que conocen del asunto principal. A modo de ejemplo, cabe señalar que, desde la reforma constitucional de 2008, existe en Francia la question prioritaire de constitutionnalité (QPC) que, en el transcurso de cualquier juicio, permite a cualquier litigante recurrir directamente al Consejo Constitucional (aunque el adverbio “directamente” no es del todo apropiado, ya que existe de hecho un sistema de filtrado por parte de los jueces ordinarios que solo permite remitir las cuestiones graves al Consejo Constitucional). Por tanto, a través de estas diversas vías legales, el Tribunal Constitucional ejercerá el control de constitucionalidad de la ley, y si considera que la ley es inconstitucional, en la mayoría de los casos la ley es censurada, es decir, desaparece del ordenamiento jurídico, teniendo en cuenta que las decisiones de los tribunales constitucionales tienen, por supuesto, autoridad de cosa juzgada.
Cabe señalar que este control de constitucionalidad puede ir acompañado, como se habrá podido deducir, de un control de convencionalidad. Así, particularmente en Francia, en la medida en que los tratados son, según los propios términos de la Constitución, superiores a las leyes, los jueces ordinarios están facultados para controlar una ley en relación con un tratado internacional de aplicación directa, por ejemplo, el CEDH. Si se considera que la ley vulnera un tratado, no puede aplicarse al litigio en cuestión, por lo que se trata de un medio adicional para imponer los derechos fundamentales, incluso, como podemos ver, al legislador.
¿Qué derechos son indispensables para la democracia?
La teoría general de los derechos fundamentales nos dice que hay varios tipos de derechos constitucionales (o convencionales). Según la tipología clásica del jurista alemán Georg Jellinek, existen esencialmente tres tipos de derechos. En primer lugar, están los derechos “negativos” (o, en terminología más actual, los “derechos de libertad”), que exigen que el Estado se abstenga de interferir en la libertad del individuo, es decir, pretenden proteger una esfera de libertad individual de la injerencia de los poderes públicos, por ejemplo, la libertad de circulación, la libertad religiosa o el derecho de propiedad. En Francia, estos derechos se hallan principalmente en la gran Declaración de los Derechos del Hombre de 1789.
En segundo lugar, están los derechos “positivos” (o “derechos sociales”) que, por el contrario, exigen que el Estado proporcione servicios o prestaciones a los individuos para que todos puedan tener unas condiciones de vida mínimas o estar cubiertos contra determinados riesgos en la vida (desempleados, enfermos, ancianos, personas vulnerables), por ejemplo el derecho a la protección social, el derecho a la protección de la salud o el derecho a la educación. En Francia, estos derechos están protegidos principalmente por el preámbulo de la Constitución francesa de 1946 (IV República) a la que se remite la actual Constitución de 1958 (V República).
En tercer lugar, están los derechos “activos” (o “derechos de participación”) que garantizan que los individuos, como ciudadanos, participen en la vida de la ciudad, ya sea directamente o a través de representantes, lo que nos lleva al ejercicio del derecho de sufragio activo (es decir, el derecho a votar para elegir a los representantes) y del ejercicio del derecho de sufragio pasivo (es decir, el derecho a presentarse a las elecciones y a ser elegido), de modo que es el pueblo el que, mediante el sufragio y la elección, tiene (al menos teóricamente) el poder. En Francia, sigue siendo la Declaración de 1789 (derechos del hombre y del ciudadano) la que protege los derechos de participación.
Podemos añadir un último tipo de derechos a la trilogía de Jellinek: los llamados “derechos de garantías”. Como su nombre indica, los derechos de garantías son los que permitirán defender las otras tres categorías de derechos con la intervención de la justicia. Son esencialmente el derecho a recurrir a un juez y el derecho a un juicio justo (que pasa, por tanto, por contar con un juez independiente e imparcial y medios para defenderse y alegar).
De hecho, todos los derechos fundamentales son importantes y contribuyen, cada uno a su manera, a la protección de la dignidad humana. Cada uno de ellos contribuye a establecer y hacer realidad el Estado de derecho.
Sin embargo, si nos atenemos a la definición clásica de democracia, es decir, a un sistema de gobierno (régimen político) en el que el poder es ejercido por el pueblo compuesto por los ciudadanos, el disfrute de ciertos derechos parece ser absolutamente esencial para que un Estado determinado sea considerado una verdadera democracia. En primer lugar, por supuesto, está el ejercicio de los derechos políticos por los que el ciudadano (hombre y mujer) participa en la decisión política, bien personalmente (al ser elegido para ello), bien a través de sus representantes (a los que ha contribuido a elegir con su voto). Este ejercicio es necesario, pero obviamente insuficiente para crear condiciones verdaderamente democráticas… Muchas dictaduras organizan elecciones sin que podamos hablar realmente de democracia, ya que el poder es de hecho confiscado por un dictador (por ejemplo, Bashar el-Assad fue reelegido presidente de Siria el 26 de mayo de 2021 por más del 95 % de los votantes, pero, obviamente, este país no puede ser considerado una democracia).
La democracia exige también que se garantice la libertad de opinión y de expresión, con todo lo que ello conlleva de manera libre (reuniones, manifestaciones, asociaciones, partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación, redes sociales). Una sociedad en la que no se consagra la libertad de expresión no puede llamarse democracia porque, como dice el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, esta libertad es “el fundamento de la democracia” (ver especialmente la sentencia clásica CrEDH, Handyside, 7 de diciembre de 1976, req. n° 5493/72) o, según los términos del Consejo constitucional francés, “una libertad fundamental tanto más preciosa que su ejercicio es una garantía esencial de los otros derechos y libertades y de la soberanía nacional” (CC, n° 84-181 DC, 11 de octubre de 1984, dicha Entreprises de presse).
En términos prácticos, esto significa que todo el mundo debe tener derecho a expresar su opinión libremente a través del medio que elija. Como ya se decía en la Declaración Francesa de 1789, que se inspiró directamente en la Ilustración del siglo XVIII, la libre expresión de pensamientos y opiniones es “uno de los derechos más valiosos del Hombre; por consiguiente, todo Ciudadano puede hablar, escribir e imprimir libremente” (artículo 11). Así, como lo decía el gran maestro austriaco, Hans Kelsen (en su libro La democracia, su naturaleza, su valor), en una democracia, ningún pensamiento o valor debe, a priori, prevalecer sobre otro, y el pluralismo (de corrientes de opinión) debe ser un elemento indispensable de la vida política y social.
Desde este punto de vista, independientemente del lugar que reserve a los derechos fundamentales, la Constitución cubana de 2019 parece antinómica respecto a la idea de democracia cuando, en su artículo 5, establece:
“El Partido Comunista de Cuba, único, martiano, fidelista, marxista y leninista, vanguardia organizada de la nación cubana, sustentado en su carácter democrático y la permanente vinculación con el pueblo, es la fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado. Organiza y orienta los esfuerzos comunes en la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista. Trabaja por preservar y fortalecer la unidad patriótica de los cubanos y por desarrollar valores éticos, morales y cívicos”.
O cuando en su artículo 55 niega la posibilitad de una apropiación privada de los medios de comunicación (luego de haber aceptado nuevamente, la Constitución de 2019, a la propiedad privada como forma de propiedad), negando pues la diversidad de las fuentes de información que impone el principio del pluralismo a la base de la sociedad democrática, en estos términos:
“Se reconoce a las personas la libertad de prensa. Este derecho se ejerce de conformidad con la ley y los fines de la sociedad. Los medios fundamentales de comunicación social, en cualquiera de sus manifestaciones y soportes, son de propiedad socialista de todo el pueblo o de las organizaciones políticas, sociales y de masas; y no pueden ser objeto de otro tipo de propiedad. El Estado establece los principios de organización y funcionamiento para todos los medios de comunicación social”.
El yugo del pensamiento único es, por definición, contrario a la noción misma de democracia.
¿Qué límites pueden tener los derechos fundamentales?
Piedra angular del ordenamiento jurídico europeo, los derechos fundamentales no son sin embargo absolutos, en el sentido de que pueden establecerse limitaciones. Con la excepción del derecho a la vida y la prohibición de la tortura y los tratos inhumanos y degradantes, ya que no se puede, por ejemplo, torturar siquiera sea un poco sin vulnerar la dignidad del ser humano, todos los derechos fundamentales pueden ser acotados. Sin embargo, estas limitaciones deben estar justificadas y hay que tener en cuenta la fórmula clásica: “La libertad es el principio, la restricción es la excepción”.
Esto tiene que ver con un aspecto muy importante de la teoría de los derechos fundamentales, el de la conciliación, es decir, que estos derechos son susceptibles de chocar con otras exigencias del mismo valor (constitucional y/o de tratados internacionales) resultando contradictorios a estas y que, por tanto, podrían requerirse ciertas excepciones.
En cuanto al régimen jurídico de los derechos fundamentales, cabe señalar en primer lugar que, según el tipo de derechos considerados, su efectividad varía. En efecto, existen grandes tendencias en la efectividad de los derechos según el tipo de derecho de que se trate. Así, en general, los derechos de libertad, como la libertad de expresión o el derecho a no ser privado arbitrariamente de la libertad (habeas corpus), los derechos de participación, como el derecho al voto, y los derechos de garantía, como el derecho al juez, son de aplicación directa e inmediata. En otras palabras, utilizando los recursos recogidos en la Constitución (por ejemplo, la QPC en Francia), estos derechos se pueden invocar directamente ante el juez, es decir, son directamente ejecutables, y el juez censurará la ley (u otro acto) si hay una violación del derecho invocado.
Por otro lado, en el caso de los derechos sociales, que requieren una prestación del Estado (por ejemplo, en el ámbito de la protección social y la asunción de responsabilidades por riesgos y vulnerabilidad), estos derechos no serán, la mayoría de las veces, directamente invocables, en el sentido de que será necesaria una interpositio legislatoris para darles contenido. Esto significa que corresponderá al legislador intervenir para dar forma concreta a estos derechos, para desarrollarlos. Por ejemplo, en materia de las prestaciones sociales, estas corresponden al derecho a la protección social definidos en el artículo 11 del Preámbulo de la Constitución francesa de 1946; pero es el legislador el que ha previsto diferentes derechos concretos (paro, pensión, gastos médicos, prestaciones familiares) al determinar los beneficiaros y el nivel de prestación.
Esta particularidad de los derechos sociales la encontramos generalmente en los sistemas jurídicos europeos.
Volviendo al tema de la conciliación, se pueden observar dos casos. O bien el derecho fundamental se opone a un interés general de valor constitucional, como el orden público. O el derecho fundamental choca con otro derecho fundamental, por ejemplo, cuando la libertad de expresión vulnera la libertad de conciencia o la intimidad de los demás, o cuando la libertad de empresa se restringe para proteger el derecho a la protección de la salud. Sin embargo, sea cual sea el caso de conciliación, la limitación del derecho fundamental debe estar justificada y, si no lo está, el juez sancionará la ley. Nos referimos aquí a la ley porque la primera garantía del régimen de los derechos fundamentales es que cualquier restricción de los mismos debe ser necesariamente obra de la ley. Solo la ley —hablamos de “reserva de ley”— puede exigir excepciones a los derechos fundamentales, produciéndose así, bajo el control del juez, una conciliación con otros intereses del mismo valor (interés general constitucional u otro derecho fundamental).
La otra garantía proviene del grado de control ejercido por el juez. La mayoría de las veces, el control de constitucionalidad (o de convencionalidad) que se realiza en el ámbito de los derechos fundamentales consiste en lo que se conoce como control de proporcionalidad. Este control ha evolucionado con el tiempo y ahora es una norma aplicada por los jueces constitucionales y los jueces europeos (CEDH y Unión Europea). El juez tiene que comprobar la proporcionalidad de la limitación del derecho fundamental. Esta comprobación se basa esencialmente en dos criterios acumulativos que, por lo tanto, deben cumplirse si no se quiere censurar la ley.
En primer lugar, el juez comprobará que la limitación es necesaria en una sociedad democrática, es decir, que hay un interés opuesto que defender. Así, por ejemplo, el orden público y la persecución de los autores de delitos pueden justificar los controles de tráfico o la detención de personas; los abusos de la libertad de expresión, como los insultos, la difamación, los llamamientos a la violencia o la apología del terrorismo, pueden justificar prohibiciones y sanciones para proteger la seguridad u otros derechos de las personas.
En segundo lugar, el juez comprobará la proporcionalidad de la propia limitación, es decir, no solo se asegurará de que la medida restrictiva es adecuada (la limitación se corresponde con la necesidad identificada), sino que también examinará si el legislador no ha limitado en exceso el derecho fundamental en cuestión a la luz del objetivo que persigue.
¿A qué retos se enfrentan los países europeos en materia de derechos fundamentales?
En materia de derechos fundamentales, los retos son evidentemente múltiples y la labor del legislador —y del juez, por supuesto— es a menudo compleja a la hora de lograr el “justo equilibrio”. Sobre todo, porque la sociedad evoluciona constantemente y los derechos deben adaptarse a las nuevas situaciones. La globalización y el transporte, Internet, la comunicación y la privacidad, la medicina y la ética, el terrorismo y la seguridad, el género y la igualdad, el progreso y el medio ambiente…, en muchísimos aspectos, hay una evolución de la moral así como de los peligros y los riesgos o las tecnologías; en definitiva, el mundo está cambiando y se añaden nuevos retos a los que ya teníamos. De hecho, podemos ver que los derechos fundamentales son un campo especialmente adecuado para revelar estas tensiones permanentes y evolutivas, teniendo en cuenta obviamente que Europa no tiene el monopolio en estos temas, pues son problemáticas que encontramos, en diferente intensidad, en casi todo el mundo.
En Europa, no obstante, además de la cuestión medioambiental, hay cuatro retos especialmente acuciantes en la actualidad.
El primero es la seguridad. La seguridad de las personas incluye multitud de aspectos y siempre ha sido una de las principales preocupaciones (¿no fue para garantizar la seguridad que el Leviatán de Thomas Hobbes pudo tener el poder absoluto?). Sin embargo, en la actualidad (y sin duda durante mucho tiempo, por desgracia), esta cuestión presenta varias particularidades que afectan a muchos países europeos, especialmente a Francia. Uno piensa, por supuesto, en el terrorismo islámico, que se ha convertido en una horrible plaga, sobre todo porque no solo viene de fuera, sino que lo encontramos dentro del país, y esta última forma de acción es particularmente difícil de identificar y, por tanto, de prevenir. Es fácil comprender el trauma resultante de los atentados de enero (Charlie Hebdo en París) y noviembre (Bataclan y otras localidades parisinas) de 2015, y de julio de 2016 (Paseo de los Ingleses en Niza), que dieron lugar a la aplicación de un estado de emergencia que exigió muchos sacrificios a las libertades.
Además, si bien no se descarta la amenaza de atentados masivos de este tipo, desde hace algunos años el terrorismo en nombre de Allah akbar (Dios es grande) también ha tomado la forma de atentados mucho más aislados, perpetrados con cuchillos por individuos solos contra representantes del orden. Esta nueva forma de inseguridad perniciosa y “aterradora” plantea grandes problemas en materia de derechos fundamentales, ya que ¿cómo podemos dotarnos de medios para prevenir este tipo de violencia terrorista (detección previa, investigación e intervención) sin vulnerar excesivamente los derechos fundamentales?
La inmigración, que no es del todo ajena al problema de la seguridad, es un segundo reto, que no es nuevo pero que se ha agudizado especialmente en los últimos años, ya que los acontecimientos en Oriente Medio y África (guerras civiles y lucha contra el terrorismo) han incrementado el flujo de inmigrantes ya impulsados en gran medida por la huida de la pobreza y la esperanza de encontrar una especie de El Dorado en Europa.
Sin embargo, aunque Europa necesita la inmigración (mano de obra, relaciones internacionales, universidades) y siempre ha sido tierra de inmigración (Francia en particular), desde finales de los años 70 se ha ido cerrando y, respaldada por una opinión pública sensible al eslogan “en tiempos de crisis, no podemos acoger toda la miseria del mundo”, ha desarrollado un arsenal de normas destinadas a frenar la entrada de extranjeros en Europa (sobre todo aquellos que no son necesarios). Pero esta política de control y limitación de la inmigración choca con los derechos fundamentales (de los extranjeros) que hay que tener en cuenta y respetar.
Podemos pensar en la protección de la familia y la protección de los menores, pero el derecho más demandado en este ámbito es, obviamente, el derecho de asilo. No todos los extranjeros que quieren venir a Europa son refugiados, pero cuando dicen serlo, el derecho de asilo exige que se les reciba en nuestro territorio para tramitar su solicitud, lo que plantea considerables problemas porque: ¿cómo limitar la entrada en el territorio y garantizar al mismo tiempo el derecho de asilo?
El tercer reto son los datos, especialmente los datos personales. En un mundo en el que las redes sociales virtuales y los recursos de inteligencia digital se han disparado literalmente, ¿cómo podemos controlarlos para que no den lugar a violaciones masivas de la privacidad, la libertad personal o la seguridad pública? Son múltiples los big brothers que te espían, te localizan y se adentran en tu intimidad, por no hablar de los riesgos del espionaje industrial y militar y de ciberataques. Aquí también: ¿cómo gestionar las interferencias? ¿Dónde empieza y termina la libertad de expresión y comunicación?
El cuarto y último reto es la pandemia. En todos los continentes, la lucha contra el coronavirus ha cambiado por completo nuestra forma de vivir durante más de un año. El objetivo es frenar la propagación del virus, evitar que nuestros sistemas sanitarios colapsen y reducir el número de enfermos y muertos. Este objetivo de protección de la salud, que es un objetivo constitucional en Francia, ha llevado a diseñar un régimen jurídico (el estado de emergencia sanitaria en Francia) que restringe las libertades individuales hasta un punto que no se veía en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
El confinamiento, los toques de queda, la prohibición de viajar, el cierre de comercios, el distanciamiento, las mascarillas, etc., son fuertes ataques a las libertades, hasta el punto de que algunos autores han hablado de una especie de revolución en el enfoque de los derechos, ya que, con la lucha contra la pandemia, el interés colectivo de los derechos (la salud pública) se antepone a los intereses individuales (las libertades tradicionales), que, sin embargo, están en el corazón de nuestros estados constitucionales.
Como vemos, el sistema europeo de protección de los derechos fundamentales es un modelo que dista mucho de ser inamovible, y la evolución del mundo nos recuerda que los derechos humanos deben seguir siendo nuestra prioridad en todo momento.
El abrazo del Oso Rojo. Expediente Bielorrusia
Una entrevista con Dzmitry Kukhlei, director del Instituto para el Desarrollo y el Mercado Social en Bielorrusia y Europa del Este.