Hypermedia Investiga: Dubravka Ugrešić

En aquellos años paseaban por Moscú filólogos con estudios universitarios y filólogos aficionados, que se encargaban voluntariamente de la sagrada misión de recuperar los manuscritos extraviados, de buscar los manuscritos perdidos y de resucitar a autores y libros olvidados. 

El agujero enorme en el que habían desaparecido millones de destinos humanos irradiaba un hambre febril de remplazarlos, la cual a nosotros, los extranjeros, nos parecía un poco enfermiza, pero a la vez seductora, como el viaje al otro lado del espejo. 

Muchos autoproclamados “arqueólogos de la literatura” se consumían en esta misión voluntaria de salvar libros del olvido y parecían los hombres-libro de la novela de Bradbury (y película de Truffaut), Fahrenheit 451. Muchos soñaban con los manuscritos quemados, y también hubo tiempo de sobra para el activismo literario.

Nadie se hacía ilusiones ni esperaba nada; en aquel tiempo congelado, todos se abandonaban a su propio delirio. Y el suicidio de la anciana amante de los libros de Fahrenheit 451 —que prefiere quemarse junto con su biblioteca a vivir una vida sin libros— parecía en aquella época febril, apasionada, bibliófila, una elección muy comprensible.

(…)

Mientras escribía esta historia, he abierto al azar una delgada carpeta amarillenta para comprobar si su apertura removía algo. Dentro había dos cuadernos finitos de tapas blandas de color verde claro, en las que estaba escrito Tetrad. (Muchos años más tarde, en Berlín, en una tienda fashion donde se vendía la nostalgia por los tiempos del diseño comunista, volví a encontrarme con estos cuadernos). 

En las hojas de papel cuadriculado, escrita con mi mano, serpenteaba la bibliografía de los artículos sobre Boris Pilniak, que yo, probablemente, leía o tenía intención de leer en la biblioteca. 

De la carpeta, en realidad, no salió el contenido, sino un olor, un olor pesado e irrepetible; contenido ni siquiera había. De los cuadernos se cayeron dos hojas de formato A4 dobladas, en las que se alineaba una serie de palabras unas debajo de otras. El papel se había vuelto amarillento.

álbum de recuerdos, juegos: cartas, ajedrez, peonza, polvo efervescente (Günter Grass);

objetos fatales: clavo, revólver, horca; 

calcetines, cintas, lazos para el pelo, postizo, bastón, chimenea; 

seda, canela, pimienta, túnica (José y sus hermanos);

lamparillas, cerillas, gobelinos, polvera, peluca; 

tijeras, Krleža; Zola, clavo (Naná);

Hamsun, lápices, Pan; 

remo, Dreiser; 

orinal, gorritos, camisas, pipa, fruta escarchada; 

objetos que se mudan, Francis Ponge, Bachelard, Rilke; 

puñal, ropa, ropa de cama, fotografías familiares; 

Desdémona, pañuelo; 

llave, barril de ron, espejo, medallones; 

Kafka, Odradek, Las preocupaciones de un padre de familia; 

caja de música, baúles, piano, ventana, peine de carey, ámbar; 

Las doce sillas, El juego de los abalorios;

sombrilla, anillo con veneno, sortija de sello, ligas, corsé, cortina, devocionario, trabuco, reloj, monóculo, impertinentes; 

Gógol, pastel; 

Cortázar, caramelos; 

tabaquera, casa de empeño.

El fragmento parecía incomprensible; entre mi yo de antaño y el actual se había intercalado un tiempo de casi cuarenta años. Las palabras estaban escritas claramente con mi letra en aquel Moscú feo, gris y frío en el cual, galvanizada por el ambiente de la vida del submundo y el prisma bulgakoviano, había vivido un año académico. 

Se trata, y no es más que una suposición mía, de una lista de cosas u objetos al azar que sirven de “gatillo”, bien para impulsar una historia o desempeñar un papel importante en el argumento, bien como elemento significativo para la composición de la narración. Los objetos (mágicos a menudo) tienen una función clave en los cuentos de hadas, pero con frecuencia también en lo que se denomina “bellas letras”. 

Supongo que detrás de cada palabra había un ejemplo literario, o al menos una vaga idea del ejemplo. Si es así, ¿cómo es que entonces me salté muchos propulsores importantes de cuentos, como los capotes? El capote de Gógol, por ejemplo. Y, si todo es así, ¿cómo es posible que precisamente estas cosas pulularan por mi joven y exuberante cabeza?

Resulta que, en mi biografía, Moscú es una historia apenas empezada, un litopedión: un embrión calcificado. Permanece ahí, no se mueve, yo me olvido de su presencia, si es que a esta clase de coexistencia se la puede llamar presencia.

(…)

Pilniak vivía en una época en la que la palabra literaria era fuerte e importante, y la imagen cinematográfica, emocionante y joven. Ahora yo vivo en una época en la que las palabras están arrinconadas. 

¿Cómo esperar que los usuarios de las nuevas tecnologías, cuyo idioma se compone de imágenes y símbolos, al haber pasado por una metamorfosis física y mental, estén dispuestos a leer algo que no hace mucho todavía se llamaba texto literario, y hoy aparece bajo el nombre, generalmente aceptado, de libro?

Me atormenta la sensación de vivir en una época que ha desterrado definitivamente la magia, y eso que no sabría explicar ni qué es, ni para qué sirve, ni por qué los tiempos pasados deberían ser mejores que los actuales. Cualquiera que se atreva a comparar diferentes épocas no solo facilita la posibilidad de equivocarse, sino que por lo general se equivoca. Muchos momentos pretéritos nos parecen mágicos simplemente porque no fuimos testigos directos de ellos o, si lo fuimos, ya son parte de un pasado irrecuperable.

¿Por qué Sofía, la protagonista de Pilniak en “Un cuento sobre cómo se escriben los cuentos”, no ha perdido nada de su atractivo, a pesar de los esfuerzos de Pilniak por desnudarla, y por qué yo releo una y otra vez esa historia de Pilniak, igualmente fascinada por su arte de contarla? 

También es muy posible que magia sea una palabra mal elegida.

(…)

¿Qué ocurre, por ejemplo, con el símbolo clave del cuento de Pilniak, con el zorro? 

Los templos japoneses Inari, a juzgar por los numerosos videos de aficionados que se pueden encontrar en internet, son una suerte de Disneylandia japonesa. La fábula de Pilniak sobre la ética del trabajo del escritor, sobre el zorro como símbolo del engaño, según los actuales códigos sociales tiene el significado contrario. El lema del momento dice lo siguiente: el zorro es el símbolo de la astucia y del engaño: si el espíritu del zorro penetra en un hombre, su estirpe estará bendita.

Hoy en día Sofía se apresuraría a escribir su versión de la vida erótica con Tagaki y corroboraría su novela con un montón de videomaterial promocional. Exhibir diariamente la vida propia y la ajena no es en este momento una cuestión de ética o de elección, sino de automatismo: todos lo hacen, y esperan que también nosotros lo hagamos. 

¿Podría haber imaginado Pilniak, por ejemplo, que su nieta iba a dejar en una página web la huella de su inocente dedo y declarar que le gustan los versos de Turguénev y Bunin, que le gusta salir a correr, que no cree en los partidos políticos, que está convencida de que las cosas irían mejor si a todo el mundo le gustara su trabajo y lo hiciera de una forma honrada, que es temperamental y se ofende enseguida, y que no desea mal a nadie? ¿Qué diferencia la biografía breve de la nieta de Pilniak de miles de biografías similares?

“Encima de Kobe, en las montañas, se alza el templo del zorro. En los peñascos que se precipitan al mar, muy por encima del océano, entre pinos centenarios, ha brotado toda una ciudad. En el silencio resuena el tañido de una campana budista. Cuanto más se adentra uno en la montaña, más desolado y silencioso se vuelve todo. Y allí se levantan pequeños altares, repletos de zorros de porcelana de fabricación industrial; en cuanto a la calidad, son peores que los muñecos con cabeza de zorro que se venden en las ferias por un precio ridículo. Por la tarde, me compré en Kobe, en el bazar, diez de estos zorros por solo un yen”, escribe Pilniak en el libro Las raíces del sol japonés.

¿Qué diría Pilniak si pudiera echar un vistazo a los productos de la multimillonaria industria japonesa del manga y del anime? Yo lo he hecho y he descubierto que los zorros (pequeños zorros azules, en una película de anime), con ojos grandes y redondos como bolas de billar, son personajes populares de la industria pop, y que los morfos son (igual que en las antiguas leyendas japonesas) los que mudan fácilmente del cuerpo de un zorro al de una adolescente, a un cuerpo juvenil al que no le importa conservar las orejas y la cola. 

¿Qué diría Pilniak si se encontrase hoy en día en Japón y viera a los jóvenes ceñirse colas artificiales que mueven por control remoto dando señales al entorno sobre su estado emocional (cola bajada, cola alzada, meneo de cola)? El camino del silencio y del misterio del templo, en cuyo altar descansan los zorros, hasta el cosplay y las tails artificiales, ha durado apenas un siglo.

(…)

Todos somos notas a pie de página, muchas de nosotras nunca tendrán la oportunidad de que las lean, todos estamos en una lucha constante y feroz por nuestra vida, por la pervivencia de la nota a pie de página, por quedar en la superficie antes de que, pese a todos nuestros esfuerzos, nos hundamos. 

Por doquier y sin cesar dejamos huellas de nuestra existencia, de nuestra lucha contra el sinsentido. Y, cuanto mayor es el sinsentido, más feroz es nuestra lucha: mein Kampf, min kamp, mia lotta, muj boj, mijn strijd, minun taistelu, mi lucha, my struggle, moja borba… 

Dejamos detrás de nosotros miles de fotografías y videos que no llegamos a repasar; si después de varios años nos topamos por casualidad con una de estas instantáneas, ya no sabemos ni dónde se tomó, ni cuándo, ni quién es la gente a nuestro alrededor, ni siquiera estamos seguros de si ese de la foto somos nosotros. 

Soltamos a nuestro paso polvo volcánico; las nuevas capas cubren las antiguas. Los pequeños zorros azules de las películas de anime japonesas, de ojos redondos como bolas de billar, limpian, barren, entierran con sus colas también añiles el cuento de Pilniak y su propio pasado mitológico, para adormecernos con la risa azul del olvido.

Este, sin embargo, no es un cuento sobre los tiempos pasados y los actuales, sino una historia sobre un cuento que narra cómo se crean los cuentos.

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En su artículo “Pilniak y Japón”, la rusista japonesa Kyoko Numano sostiene que a Boris Pilniak le sirvió como modelo vivo para el personaje de Tagaki el famoso escritor japonés Junichirō Tanizaki (¡Tagaki, Takhasi, Tanizaki!), es decir, la novela de Tanizaki Chijin no Ai, habitualmente traducida como El amor de un tonto (el título de la edición inglesa y de la española es Naomi). 

La obra de Tanizaki se publicó por entregas en 1924 en el periódico Osaka Asahi y al año siguiente se editó completa en un libro. Pilniak llegó a Japón en la primavera de 1926. Durante la visita a Tokio, Semu Naboru, un rusista japonés, le habló a Pilniak de Tanizaki y de que la novela El amor de un tonto, en aquel momento, era la sensación literaria de Japón.

El protagonista de la novela de Tanizaki, Jōji Kawai, está obsesionado con la quinceañera Naomi y le maravilla la cultura occidental, de manera que Naomi, muchacha que le recuerda mucho a Mary Pickford, se convierte en la encarnación de sus aspiraciones culturales y eróticas. Jōji es la variante literaria del Pigmalión japonés: financia la supuesta educación “occidental” de Naomi (clases de piano, canto, baile e inglés), pero pronto se da cuenta de su obsesión erótica por la joven, por lo que se casa con ella y al final termina siendo su esclavo. 

Naomi es descrita en la novela de Tanizaki como una chica moderna (mondan garu), bella, astuta, vulgar, perezosa y manipuladora. De paso, es también una representante de la nueva clase que surgió con la revolución industrial japonesa, en la que el papel de la mujer cambió radicalmente.

Tanizaki definió El amor de un tonto como shi-shōsetsu: “novela del yo” o novela escrita en primera persona. El naturalismo con que se tratan los detalles (en particular los sexuales) de la vida personal del narrador, se convirtió en aquella época en una escuela o movimiento literario. La primera obra de semejantes características en la literatura japonesa fue Futón (1907), la novela de Katai Tayama que, al igual que la de Tanizaki, suscitó un escándalo en la época en que se publicó. 

Boris Pilniak y Roman Kim, un ruso experto en literatura japonesa, escribieron juntos un artículo sobre ese asunto, que publicaron en 1928 en la revista literaria Pechat i revolutsia; allí destacaban que en la literatura contemporánea japonesa había surgido una forma de creación específica: la “novelística autobiográfica”. Pilniak y Kim consideraban que esta forma de expresión era auténticamente japonesa; que la literatura europea prácticamente desconocía la “novela del yo” y que la “novelística autobiográfica” era lo que predominaba entonces en la literatura japonesa.

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Si para escribir “Un cuento sobre cómo se escriben los cuentos” Pilniak se inspiró en el formalismo ruso (B. Eichenbaum: “Cómo está hecho ʻEl capoteʼ de Gógol”), o su relato es una suerte de polémica moral respecto a la moda de desnudarse por dentro y por fuera de los autores japoneses, o si se trata de una tercera posibilidad, no queda muy claro. 

En todo caso, la fascinación por Japón de Pilniak y de su protagonista acaba con una sensación de derrota. Sofía abandona Japón porque se siente traicionada. El ciclo japonés de Pilniak prueba que el autor ruso intentó “con todo su corazón penetrar en el alma japonesa”. Y, no obstante, igual que a su heroína Sofía Gnedyj-Tagaki, el “affaire japonés” (aparte de que unos años más tarde el asunto le costó la vida, a manos de Stalin) le dejó un sabor amargo en la boca, como sugiere además su declaración de que Oriente aleja de sí al hombre occidental como sale disparado un tapón de la botella de kvas.

Pilniak no consigue resolver el crucigrama de Japón, pero se convierte en una parte pequeña de su contenido. Primera columna vertical: escritor ruso, vanguardista, que escribió sobre Japón, cuyo apellido empieza por P. 

Tal vez a Pilniak no le interesaba Japón. Tal vez su sensación de derrota deriva de algo distinto: del conocimiento, por ejemplo, de que incluso después de todos los libros escritos, países visitados, fama literaria alcanzada y la bala segura que lo aguarda a mitad del camino, él, Boris Pilniak, Iván el Tonto, todavía se encuentra en el punto de partida, obsesionado con la pregunta de cómo se escriben los cuentos.

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Quizá el cuento sobre cómo se escriben los cuentos podría terminar con mis conversaciones con K., que generosamente se ofreció a ser mi guía en Kioto y Kobe. 

K., que había recorrido toda Asia, África del Norte y Europa, que leía a escritoras vietnamitas con el mismo interés que a las austriacas y a las norteafricanas, que llevaba calzado japonés, unos tabi con suela de goma y colores muy vivos, y luego una suerte de hakama japonesa modernizada, un bolso de Laos, una gandora marroquí y una gorra de visera, señalaba ya con sus vestimentas que, para él, el cosmopolitismo y la fusión global de las culturas eran una elección intelectual y vital. 

K. —quien además, instalado en Viena, logró visitar Croacia durante la guerra, participar en las manifestaciones contra Milošević en Belgrado, aprender polaco y algunas palabras en casi todos los idiomas eslavos y viajar a Portbou para prosternarse ante la tumba de Walter Benjamin— me dijo lo siguiente:

“La literatura universal puede compararse con una ballena a la que, cual hábiles piratas, se adhieren los peces llamados limpiadores o rémora. Estos peces rémora se pegan al cuerpo de la ballena y succionan los parásitos de su piel. Utilizan a la ballena como fuente de alimentación, de protección y medio de transporte. Si no existieran los peces rémora, los parásitos colonizarían el cuerpo del cetáceo y se corrompería. Yo no me hago ilusiones acerca de mi talento. Soy un pez limpiador de la literatura. Mi misión es ocuparme de la salud de la ballena”.

Me costaba entender el inglés de K., que, supongo, era aceptable, sobre todo por su pronunciación. Y, no obstante, procedentes de dos extremos opuestos del mundo, K. y yo no nos “perdimos en la traducción”; es más, puede que nosotros nos encontráramos, precisamente, gracias a una mala traducción.

(…)

Quizá mi cuento podría terminar con un detalle de la novela Mojones (Dōhyō), de la escritora japonesa, feminista y comunista, Yuriko Miyamoto. 

Yuriko llega a Moscú en 1927 con su amiga Yuasa Yoshiko. En la capital soviética, las dos mujeres estudian Lengua y Literatura Rusa y entablan amistad con Serguéi Eisenstéin. Después de pasar tres años en Moscú, las dos amigas regresan a Japón. Yuriko se convierte en editora de una revista literaria feminista y marxista; Yuasa, en una conocida traductora de la literatura rusa al japonés. 

Yuriko propaga literatura proletaria, se afilia al Partido Comunista japonés y se casa con el secretario general, el crítico literario Kenji Miyamoto. Por sus actividades comunistas estuvo en el punto de mira de la policía japonesa durante mucho tiempo, y pasó en la cárcel más de dos años. Todo eso, y mucho más, Yuriko Miyamoto lo describe en su autobiografía novelada, Mojones

La novela está escrita en tercera persona; la protagonista es la escritora Nobuko Sasa, que llega a Moscú desde Japón con una amiga. En Moscú la invitan a una fiesta privada en la casa del escritor ruso Polniak. La fiesta deriva en bacanal. Nobuko rechaza la bebida (“¡Yo no puedo!”, repite en ruso). En la casa también está presente la mujer de Polniak, que a Nobuko le parece una muñeca. En un momento dado, Polniak y Nobuko chocan casualmente en el pasillo, Polniak empuja a Nobuko a un cuarto, donde intentará violarla; por suerte, se lo impedirán los invitados.

Durante su estancia en Moscú, Yuriko Miyamoto y Yuasa Yoshiko fueron invitadas a la cena de despedida que preparó el profesor japonés Masao Yonekawa en casa de Boris Pilniak. Masao Yonekawa mencionará en sus memorias que Miyamoto se quejó de que Pilniak había intentado violarla. A.O., eslavista japonesa y profesora de literatura, tuvo la amabilidad de referirme el episodio de la novela de Miyamoto. 

Tal vez Miyamoto decidió vengarse de Boris Pilniak: en su novela, él no es más que un feo incidente. O tal vez se trate de una polémica interna, de una incompatibilidad entre dos tipos de escritores, los tipos sobre los que escribe Isaiah Berlin en su ensayo “El erizo y el zorro”. 

Aparte de ser mujer, Miyamoto también era un erizo.

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