Hypermedia Investiga: Víctor Parkas

El bloqueo del escritor es la manera que tiene el subconsciente de advertirte que no tienes nada interesante que decir. No te enfrentes a él. No luches. La sección de la biblioteca dedicada al lacrimal del hombre blanco hetero no necesita más entradas.

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El bloqueo del escritor solo puede ser del escritor, porque lo que ha bloqueado históricamente a las escritoras rara vez ha sido intangible. Las escritoras no necesitan musas: como concluyó Virginia Wolf, un cuarto propio es suficiente para que ellas se pongan a escribir.

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La primera vez que oí la palabra fimosis fue en la consulta de un médico al que, como mi edad imponía, no estaba prestando mucha atención. De aquel día solo recuerdo el techo de la sala de espera, el poderío de sus halógenos, lo exótico que se me antojaba el espacio. El hospital bien podía estar en el extrarradio barcelonés, pero yo me sentía en el Cedars-Sinai de Los Ángeles. 

La geografía, en cualquier caso, no habría alterado el diagnóstico: tenía siete años, un cinturón amarillo de karate y fimosis. En el coche, de vuelta a casa, mis padres empezaron una pedagogía que tendría continuidad en los días sucesivos. A saber: (1) la intervención apenas duraría una hora, (2) no me iba a doler, y (3) y más importante que ninguna de las dos anteriores, si tenía un buen comportamiento durante la cirugía, se me compensaría con un regalo a elegir. 

En 1997, cualquier niño se habría dejado circuncidar a cambio de una Game Boy Pocket. Yo, además, tenía la posibilidad de hacerlo.

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Por regla general, pese a mi soltería y normatividad, tengo como política no abordar a desconocidas, ni en conciertos, ni en ninguna otra parte. 

Históricamente, a eso se le ha llamado timidez, aunque mis coetáneos yanquis difieren: según The New York Times, un 25 por ciento de los —los— millennials en Estados Unidos consideran que invitar a una mujer que no conoces a una bebida es acoso sexual. Y lo es. Lo que habría que discernir es qué mentira se cuenta el 75 por ciento restante para seguir haciéndolo. 

Yo, un día que no recuerdo, frente a un escenario que no recuerdo, viendo a un grupo que no recuerdo, encontré la mía: teniendo en cuenta nuestros respectivos estatus, el de la diputada, el mío, me planteé el acercamiento no en términos de flirteo, sino de audiencia.

Dos horas más tarde, en algo que se me antojó populismo en su grado ulterior, Ingride y yo estaríamos follando en un terraplén.

Lo que sigue es todo lo que no pasó.

No nos besamos en la boca; ella me pidió que no lo hiciera, y accedí.

No hubo hatefuck de clase, porque el hatefuck de clase no se sostiene más allá del marco teórico. El hatefuck de clase es un término acuñado por Lucía Muñoz para hablar de esa tendencia del antifascista obrero, bien comunista, bien libertario, por humillar verbalmente a mujeres de una casta superior. 

“Puta facha”. “Te azotaría hasta que sangrases”. “Ojalá te violen”. “Te follaría, pero con odio”. 

Todo eso es hatefuck de clase, y teniendo en cuenta, por un lado, mis simpatías no irónicas para con Hugo Chávez y Kim Jong-il, y por el otro, la corrección que primó durante el escarceo con Ingride, repito: el hatefuck de clase no se sostiene más allá del marco teórico. Categorías de página porno en las que jamás encontrarías nuestro revolcón: hardcore, rough, brutal, extreme, naughty, humilliation, slave.

¿Outdoor? Prueba.

No usamos condón. Ella no tenía. Yo sí, pero no se lo dije.

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Los anglosajones tienen una palabra para la gente que finge en Internet una identidad distinta a la que performa en analógico: catfish

El término no tiene equivalente en español; la traducción más precisa, bagre, hace que se pierda el matiz del original, en el que depredador —cat/gato— y presa —fish/pez— forman parte del mismo neologismo.

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Hoy han publicado el primer episodio de Mi Koka en el que no salgo. El actor que me sustituye debe de tener unos treinta años más que yo, y verlo enfundado en mi antiguo disfraz —la bata de hospital exageradamente corta, el colador con tubos de plástico sobresaliendo— supone para mí una experiencia inenarrable.

Ahora sé cómo se sintió Tim Burton.

—Vi Batman Forever —declaró Burton acerca de la primera entrega de la bat-franquicia no dirigida por él, la primera con un reparto completamente nuevo—, pero no la última. No podía. Nunca había tenido una experiencia igual, me pareció algo surrealista. Estás implicado en algo y de repente ya no lo estás, aunque sigue siendo como si fuera algo tuyo. Te sientes como si hubieras muerto y tuvieras una experiencia extracorporal. Es la mejor forma que se me ocurre de describirlo. No pensaba “me gusta esto” o “me encanta aquello”, estaba en estado de shock.

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Tres semanas después, sigo obsesionado con Matilda, pero noto como ella está empezando a establecer un perímetro de seguridad a su alrededor. Ya solo nos vemos por la noche, en su baño, una hora antes de meternos en una cama individual donde la chica duerme de espaldas a mí. Cada día nos encontramos a horas más intempestivas y cada día me invento una excusa nueva para que mi disponibilidad tenga un evento previo como coartada. 

Para hacer de mi desvelo algo plausible, me invento cenas a las que no voy. Me invento conciertos a los que no asisto. Me invento programas dobles en cuyas proyecciones nunca me encontrarás.

En realidad, lo único que hago es esperar a Matilda apostado en el bar de su portal, para no perderme ningún minuto de los cuarenta y cinco que dura la eucaristía en honor a sus manos.

En la televisión del local emiten un partido de fútbol donde no soy capaz de reconocer a los equipos que juegan, ni siquiera al revisar las siglas de cada uno de ellos en el marcador. Sé, por lo menos, que es un partido irrelevante: en el bar solo estamos la camarera, dos hombres en una esquina de la barra y, en la contraria, yo mismo. Ninguno de nosotros está pendiente del televisor.

De la misma forma que fracaso en la identificación de clubes, atino al reconocer a los dos camaradas con los que comparto bar como hombres casados. Desde aquí puedo ver sus alianzas, los rasguños que éstas dejan en las pegatinas de los botellines que se van acumulando en su hemisferio de la barra. 

Ellos, como yo, pero por las razones contrarias, también parecen estar haciendo tiempo antes de encontrarse con sus parejas. En ese par de colegas, atisbo todos los tics necesarios para, señalándolos como monstruos, sentirme mejor con lo que estoy haciendo y firmar la paz conmigo mismo. Me ayudan a que todas las mentiras piadosas que le estoy contando a Matilda para hacerle creer que su agenda y la mía son perfectamente sincrónicas, a que todo el tiempo invertido en el mismo bar, con una consumición que sólo ordeno a cambio de refugio, puedan pasar por una inocua humillación privada de la que yo soy el único afectado.

Para que todo lo que estoy haciendo parezca una cosa distinta a lo que realmente es: la versión Disney de acosar a una mujer.

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Estrenada en 1971, Bananas supuso la segunda película en la carrera de Woody Allen (la tercera, si en el recuento contemplamos su iniciático ejercicio de remontaje y apropiación cultural What’s Up, Tiger Lily?). Cuando el corazón de mi abuelo se detuvo, sin embargo, no era Bananas la película de Allen en cartelera, sino Melinda y Melinda, un film protagonizado por Radha Mitchell, Will Ferrell y Chloë Sevigny.

—Todavía vivo un debate interno por haber dicho sí a esa película —confesaría Sevigny catorce años después de estrenarse Melinda y Melinda—. ¿Si trabajaría con Woody Allen de nuevo? Probablemente no.

Un día antes, la hijastra de Allen, Dylan Farrow, visitaba el plató de la cadena CBS.

—Me llevó al ático —recordó Dylan, remontándose a un episodio compartido con su padrastro circa 1993—. Me mandó que me tumbara boca abajo y que jugase con el trenecito de mi hermano. Mientras lo hacía, me agredió sexualmente. Con siete años, te habría dicho que me había tocado en mis partes íntimas. Con treinta y dos, puedo decirte que tocó mi vulva y mis labios vaginales con sus dedos.

En ficción, a ese particular instante en que el público sabe algo de la trama que el protagonista desconoce, se le llama ironía dramática, y es una licencia especialmente virulenta para con los personajes femeninos. 

¿La madre de Marty McFly besándose con su hijo en Regreso al futuro? Ironía dramática. ¿Cameron Díaz utilizando semen como fijador en Algo pasa con Mary? Ironía dramática. ¿Julieta suicidándose, pensando que Romeo está muerto? Vamos, no llores: solo es ironía dramática.

La ironía dramática, con sus códigos, también ha permeado la no-ficción: cuando mi familia se fue al tanatorio, un lugar que me sugirieron no pisar, yo me quedé bajo la tutela de un presunto depredador infantil. De su cine, de su discurso, de su performance histriónica. Porque Bananas no solo estaba escrita y dirigida por Allen: él era también, como en Annie Hall, como en Manhattan, el protagonista total del film. 

Woody Allen fue, en un día tan extraño como aquél, y por falta de comparecencia, una especie de figura paterno-afectiva. Una que te acaba fallando.

—Quería a mi padre —aseguró Dylan en la CBS—. Lo respetaba. Era mi héroe. Obviamente, ese hecho no borra lo que me hizo aquel día. Pero sí hace que la traición y la herida sean, si cabe, aún más dolorosas.

Woody Allen negaría, una y mil veces, las acusaciones de Dylan. Cada vez que lo hacía, cada vez que yo tenía constancia de ello, Bananas volvía a mi mente, a pedradas. En una de las escenas iniciales, Fielding Mellish (Woody Allen) intenta comprar revistas pornográficas a hurtadillas, cuando su discreción se ve frustrada por el dependiente en caja:

—Eh, Ralph —le pregunta el vendedor a un compañero—, ¿cuánto vale Orgasmo?

—Envuélvalas, hombre… —le apremia Mellish.

Orgasmo —insiste el dependiente—. Este hombre quiere un ejemplar, ¿cuánto vale?

—Estoy haciendo un estudio sociológico sobre la perversión —se excusa Fielding ante el resto de clientes—. Quiero prevenir a la juventud precoz.

Ahora, con la carcajada que te provoca esa réplica, es difícil no escupir un poco de sangre.

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La masculinidad, lo masculino, es un género. El género, según la teoría queer, es una performance. Eso reduce lo masculino a un papel. La masculinidad, a un rol escrito en un puñado de folios. El varón nace. El hombre, cultura mediante, se hace. Un varón tiene cromosoma XY y pene de nacimiento. Un hombre, así lo exige su guion, lleva calzoncillos, responde a un puñetazo con otro, y su única obligación fuera del trabajo es prender, utilizar y apagar correctamente una barbacoa. 

Las nuevas masculinidades quieren cambiar los dos últimos puntos a base de inocular en los hombres la sensibilidad que alta y baja cultura, del Decamerón al trap de Atlanta, les han negado una y otra vez.

Más sintético: las nuevas masculinidades son unos tips para vestir calzoncillos sin ser un completo indeseable. 

Menos sintético: las nuevas masculinidades son una vergüenza para cualquier idea vagamente relacionada con la emancipación real, ya no solo de la mujer, sino de un colectivo LGTBIQ pluriempleado en mostrar al hombre nuevas formas de ser.

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—¿Cómo se explica que, en treinta años, ningún hombre haya producido el más mínimo texto innovador sobre la masculinidad?

Eso se preguntaba Virginie Despentes en su fundamental Teoría King Kong. Formulada en 2006, la cuestión sigue vigente casi década y media después: ¿cómo se explica?

Desde la publicación de Teoría King Kong, muchos de los libros de no-ficción sobre masculinidades firmados por hombres, o bien construyen un discurso a través de la cita feminista, entrecomillando a pensadoras como Judith Butler, Rebecca Solnit y Caitlin Moran, o bien articulan el pensamiento desde la siempre preclara trinchera queer. En lo material, eso se traduce en chicas y maricas haciendo horas extra para teorizar sobre algo que atañe al hombre, pero a lo que el hombre no piensa dedicar ni un minuto de su tiempo. 

¿Por qué revisar privilegios propios si pueden hacerlo otras por ti? ¿Por qué desglosar la performatividad de género, y sus toxicidades asociadas, si para eso ya están Raewyn Connell, Grayson Perry o Cecilia Winterfox?

—Es, a la vez, exhausto y distractivo que se espere de nosotras impartir lecciones básicas a hombres que no se han molestado previamente en reflexionar sobre sus privilegios —escribía Cecilia Winterfox en Feminist Current—. Los hombres no tienen derecho a exigir a las feministas que les eduquen. El cambio real solo llegará cuando los hombres acepten que es responsabilidad suya educarse, no de las mujeres —añadía, sin anticipar que, cuando no hubiese mujeres a la que pedir clases particulares de igualdad, esa cruz recaería sobre lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, intersexuales y queers.

Todas las palabras de Cecilia Winterfox, su orden, su decantación, son importantes, pero hay algunas directamente vitales; con ese “distractivo” podrían pararse balas del calibre 50. El buqué militar del término es muy conveniente: si todavía hay víctimas mortales a causa del terrorismo machista —14 en el primer borrador de este texto, 92 en toda España durante 2018 en su versión final—, todavía hay una guerra en marcha, y si todavía hay una guerra en marcha, por fuerza, esa guerra, tiene que tener sus propias maniobras distractivas.

En el fuego cruzado, las nuevas masculinidades son un ejército fantasma.

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Las nuevas masculinidades fraguan la teología feminista hasta convertirla en una coraza ajustable al cuerpo del hombre. Eso significa que han tomado un programa de mínimos, la igualdad entre personas de distinto género, para hacer de dicho programa la frontera última en el imaginario masculino. 

Si nos dividimos las tareas de casa, si todas nuestras relaciones son consentidas, si cobramos lo mismo por hacer el mismo trabajo, si nuestra voz recibe respeto y visibilidad pareja, si dedicamos idéntico tiempo a crianza y cuidados, ya está

Si ella no muere a manos de él, si ella no es arrastrada del portal al primero, del primero al segundo, del segundo a casa y, en casa, una paliza de las que detienen para siempre respiraciones; si todo eso no ocurre, es suficiente. Felicidades, chico: tout est pardonné.

El problema con las nuevas masculinidades no es lo que proponen, sino cómo blindan su techo propositivo para, en última instancia, conceder un indulto a los hombres que simplemente acaten la equidad entre géneros sin ofrecer resistencia. Es como si Francia se hubiese rebrandeado en Nueva Francia cuando Costa de Marfil conquistó su independencia: las nuevas masculinidades no solo se apropian de una emancipación por la que otras lucharon antes, sino que además pretenden convertir esa apropiación en algo que merezca cantares de gesta personalizados. 

Las masculinidades alternativas extienden la falacia de que, dando el visto bueno a una descolonización históricamente torpedeada por ellas, basta para que la colonia prospere.

Y, si no prospera, siempre puedes calmar tu conciencia visitándola para ese voluntariado veraniego que son —un selfie, ¡sonríe!— las nuevas masculinidades.

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Lo que quiero decir es que dividirse tareas, cuidados y crianza, tener únicamente relaciones consensuadas, terminar con la invisibilización del talento femenino y la brecha salarial creada ex profeso para asfixiarlo, todo eso, debería ser un simple preacuerdo para que la masculinidad puede emprender caminos realmente nuevos, imaginarse de otras maneras, dialogar con el resto de identidades desde posiciones, nunca más altas, pero tampoco necesariamente homólogas.

Las nuevas masculinidades, para ser realmente nuevas, tienen que estar dispuestas a tomar posiciones que las lleven a sufrir el acoso, la suspicacia, la fiscalización, la persecución que sufren y han sufrido el resto de opciones genéricas, por el simple hecho de serlo frente a una dominante. 

El hombre nuevo solo puede serlo si acepta adoptar gestos que no den réditos de cara a la galería, si controla su apetito por acumular marcadores feministas, si detiene la propaganda de sí mismo.

Lo que sería nuevo es que los hombres, tan ansiosos de refundarse, desistieran para alivio del resto. Que entregasen las armas y se disolvieran. Que aceptaran, no un café para todos, sino un Nuremberg con las nueve, con todas las letras. Que preparen su defensa, que la pierdan, que solo puedan pisar la calle recurriendo a un agente de la condicional. Que cuando la pisen, no puedan hacerlo en un número superior a dos. Que todos los grupos de hombres merodeando por espacios públicos sean detenidos, identificados y disueltos. Que cinco tipos conjurados en un portal no puedan ser tratados de otro modo, en lo jurídico, que como es tratada una organización terrorista.

Seguro que tienes una opinión al respecto.

Pero ¿sabes lo que sería nuevo de verdad, hermano? Que te callaras.

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Todas las posibilidades de hombre que llevan el ribete de aprobación de las nuevas masculinidades se extienden en un abanico capacitista: cualquier teórica con diversidad mental diagnosticada es inmediatamente extirpada de su discurso. 

El caso más palmario es el de Valerie Solanas, autora de Manifiesto SCUM y dinamizadora de la única obra de arte con la que Andy Warhol ha estado vagamente relacionado.

Recibir un tiro en el costado derecho, claro.

La esquizofrenia paranoide con la que Valerie fue estigmatizada sirvió para menospreciar sus escritos, quizás los únicos del agitprop feminista de los sesenta que, de forma proactiva, diseñaron proyectos piloto para una masculinidad verdaderamente a la contra.

—Forman parte del Cuerpo Auxiliar Masculino los hombres que se emplean, metódicamente, en su propia eliminación —dispara Solanas, en la recta final de su SCUM Manifiesto—, los hombres que practican el bien, fueren cuales fueren sus motivos y sigan las reglas del juego de SCUM. He aquí algunos ejemplos de los integrantes del Cuerpo Auxiliar: hombres que matan a hombres; biólogos que trabajan en investigaciones constructivas, en lugar de preparar guerras biológicas; periodistas, escritores, redactores jefe, editores y productores que difunden y promocionan las ideas capaces de servir a los objetivos de SCUM; los maricas que con un magnífico ejemplo, animan a otros hombres para desmachizarse y en consecuencia volverse relativamente inofensivos; hombres que prodigan generosamente dinero y todos los servicios necesarios; hombres que dicen la verdad —hasta ahora ninguno lo ha hecho nunca—, y guardan un comportamiento justo con las mujeres, que revelan la verdad sobre sí mismos, proporcionan a los descerebrados frases correctas que repetir y que les enseñan a las mujeres-macho las frases correctas que deberán repetir; diciéndoles que el objetivo principal en la vida de una mujer es aplastar el sexo masculino.

Si otras feministas radicales como Andrea Dworkin o Monique Wittig han recibido más respeto que Solanas ha sido porque, como muy bien señala Maria Yagoda en Broadly sobre las dos primeras, estas “defendían la creación de sociedades en las que gobernaran las mujeres, aunque la mayoría de estas utopías imaginadas eran de carácter separatista”. 

La dificultad de dichas utopías para exceder su marco teórico, sin embargo, propicia que los privilegios masculinos, aun cuestionados, salgan indemnes de toda refriega.

Pero ¿el Cuerpo Auxiliar Masculino? El Cuerpo Auxiliar Masculino sólo necesita de voluntad propia para engrosar sus filas y, con ello, generar un cambio político desde lo estrictamente personal. Lo que puso sobre la mesa Valerie Solanas terminaría cristalizando en lo que se conoce como ginarquismo, un planteamiento de las relaciones binarias donde el femdom no es un fetiche de consumo momentáneo, sino una forma de organización afectiva que incide directamente en lo doméstico.

—Una de las conclusiones a las que llegó Eloy de la Iglesia es que la única forma de resistencia está en la vida privada —apuntaba Jordi Costa sobre el lúbrico director de La estanquera de Vallecas—, que la intimidad es un espacio de resistencia. El deseo es uno de los motores contraculturales desde el cual el feminismo, lo LGTB, han conseguido avanzar en el terreno público.

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A vueltas con las utopías imaginadas “de carácter separatista”, acongoja caer en la cuenta de que no consiguen ni tan siquiera permear en la ficción mainstream a no ser que se articulen en negativo; a no ser que muten en distopías imaginadas

Ése es el caso de El cuento de la criada, una novela de Margaret Atwood que ha alcanzado repercusión masiva gracias a su adaptación catódica. En ella, las mujeres no tienen derechos, se dividen en castas, y la más baja de todas ellas acoge a las llamadas “criadas”, esclavas reproductivas cuya única misión es procrear a la carta para la tecnocracia patriarcal Gilead, antes conocida como Estados Unidos.

Con el neoliberalismo presionando en todo el mundo para que la gestación subrogada se convierta en un derecho civil, se antojan generosas las descripciones que celebran El cuento de la criada como material de ciencia-ficción. Dicho de otro modo:

—¿El Museo de Margaret Thatcher? —tuiteaba Bobson Dugnutt en 2015—. Mirad a vuestro alrededor. Estáis viviendo en él.

La distinción entre utopía y distopía casi siempre radica en el lado de la trinchera desde el que estés imaginando un régimen futuro. 

En Escombros, serie en cómic firmada por Dave Cooper, una sociedad de coches voladores y pistolas láser va encaminada, entrega a entrega, hacia un sistema matriarcal y lesbiano auspiciado por alienígenas. Los hombres, o bien son asesinados, o bien confinados en celdas donde se les obliga a masturbarse, con vistas a recolectar el semen resultante.

—A Escombros se le podría acusar de ser altamente misógino, surgido de una mente ansiosa y paranoica —escribe en la introducción de la primera entrega Eric Reynolds, el editor del cómic—. Eso sería erróneo, por supuesto. Como Robert Crumb, Dave ama a las mujeres; yo respondo por él. Tiene una esposa adorable y un feliz matrimonio y nunca ha roto con ninguna novia suya que luego se haya hecho lesbiana.

Aunque las mujeres que aparecen en el cómic son retratadas por Cooper, reconoce su editor, como “reaccionarias y castigadoras hasta niveles preocupantes”, el nido underground de Escombros permite a su dibujante imaginar, con una mirada más o menos viciada, aquello que la ficción de alcance pop no se atreve: la feminidad tomando y ostentando el poder con un rigor absolutista. 

El prime time se evita, así, tener que lidiar con diálogos que, por muy retrógradas que sean las manos que los escriban, susciten revelaciones.

—O sea —le dice el protagonista de Escombros a su exnovia, cuando ésta le cuenta el futuro planeado por ella y sus compañeras—, que dentro de un millón de años el planeta estará infestado de crías de aliens y lesbianas… Genial.

Ella, Audrey, baja la mirada y, mientras juguetea con una botella, le contesta:

—No puede ser mucho peor que lo que teníamos ahora.

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La resignación de Audrey es la de las nuevas masculinidades, con la diferencia de que estas, por decisión propia, han colocado sobre sus cabezas un techo de cristal donde debería haber un cielo abierto. 

Un hombre debería ser algo más que las opresiones que ejerce o deja de ejercer abrazando una masculinidad alternativa. Su generosidad, algo más que una bota alzándose del cuello ajeno. Su lista de complementos, atributos distintos a unos shorts, una bolsa de carbón y un atizador metálico.

Si no tiene más que ofrecer que eso, si no hay nada más que eso, si el hombre solo puede ser con respecto a lo que era, si el hombre —duele reconocerlo— en realidad no es nada, que actúe en consecuencia; que se atomice. Que no tome como role model al Marlon Brando de Salvaje, sino al que se ausentó de la ceremonia de los Óscars en 1973 para ceder su espacio en el púlpito de premiados a la nativo-americana Sacheen Littlefeather.

Que no tome como role model al Marlon Brando de Un tranvía llamado deseo, sino al de nuestros días y al de los días que vendrán. 

Que su cuerpo embalsamado descanse en museos de historia natural, junto a pequeños marsupiales, enormes elefantes y pequeños petirrojos.

Si el hombre es una performance, que alguien encienda las luces y active la alarma de incendios. Que alguien, por favor, nos devuelva el precio de la entrada. 

Que un hombre no sea otra cosa que su mano ondeando un pañuelo blanco desde el camarote, con vistas a un puerto abarrotado para despedirlo. Que la calma chicha lo devore durante siglos, hasta que no sea más que un eslabón perdido, un disfraz de Halloween. Un objeto de colección esperando su revival. La amenaza para modular el comportamiento de una guardería.

Ésta es la línea; si tan hombre eres, crúzala. Desaparece.

No puede ser mucho peor que lo que teníamos hasta ahora.

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