En las páginas de Una vida sin fin (Anagrama, 2020) de Frédéric Beigbeder. Entre fragmentos. Poniendo el cuerpo.
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La lógica sélfica puede resumirse así: Bénabar querría un selfie con Bono pero Bono no quiere un selfie al lado de Bénabar. En consecuencia, existe una nueva lucha de clases a diario, en todas las calles del mundo entero, cuyo único objetivo es la supremacía mediática, la exhibición de una popularidad superior, el ascenso en la escalera de la fama.
El combate consiste en la comparación de la cantidad de URM (Unidades de Ruido Mediático) de que dispone cada uno: apariciones en la televisión o la radio, fotos en la prensa, likes en Facebook, visualizaciones en YouTube, retuits, etcétera. Es una lucha contra el anonimato, en la que es fácil contar los puntos y en la que los vencedores miran por encima del hombro a los perdedores.
Propongo bautizar como “selfismo” esta nueva violencia. Es una guerra mundial sin ejércitos, permanente, sin tregua, las veinticuatro horas del día: la guerra contra todos, esa Bellum omnium contra omnes definida por Thomas Hobbes y ahora organizada técnicamente e instantáneamente contabilizada.
En su primera rueda de prensa tras su investidura en enero de 2017, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no expuso su visión de América ni de la geopolítica del mundo futuro: únicamente comparó la cifra de espectadores de su ceremonia inaugural con la cifra de espectadores de su predecesor.
No me excluyo en absoluto de esta lucha existencial: me he sentido muy orgulloso al mostrar mis selfies con Jacques Dutronc o con David Bowie en mi fan page, que cuenta con ciento treinta y cinco mil likes. Sin embargo, me considero extremadamente solo desde hace cincuenta años. Aparte de los selfies y de los rodajes, no frecuento a seres humanos. Alternar la soledad y la algarabía me protege de cualquier pregunta desagradable sobre el sentido de mi vida.
A menudo, la única manera de verificar que estoy vivo consiste en ver en mi página de Facebook cuántas personas han dado un like a mi último post. Por encima de los cien mil likes, a veces tengo una erección.
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Si me tomas por loco, cierra el libro. Pero no lo harás. Porque eres como yo, un “sujeto autónomo”, según la expresión del sociólogo Alain Touraine, es decir, un individuo libre y moderno, sin lazos rurales ni comunidad religiosa.
Un estudio de marketing de mi productora mostró que solo atraigo a solteros urbanos, desarraigados, atípicos, categorías socioprofesionales privilegiadas y ateos con alto poder adquisitivo; los demás no forman parte de mi público.
El encuestador que interrogó a la muestra sobre mi imagen citaba en su informe al filósofo alemán Peter Sloterdijk hablando del hombre contemporáneo como un “ciudadano autogenerado” y un “bastardo sin genealogía”. Iba a tomármelo mal, pero, al salir de la presentación, me miré en el espejo del ascensor y constaté que realmente tengo cara de “criatura del discontinuum”.
Pertenezco a la primera generación humana criada sin patriotismo, ni orgullo familiar, ni raíces profundas, ni pertenencia local, ni creencia particular, aparte del catecismo de una escuela católica en mi infancia. Se trata de un hecho social sobre el que no tengo queja reaccionaria alguna: solamente constato una realidad histórica.
Soy la consecuencia de una utopía anticuada, la de los años setenta, durante los cuales los habitantes de los países occidentales trataron de desembarazarse de los grilletes de los siglos precedentes. Soy el primer hombre sin grilletes… o el último grillete de la generación siguiente.
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En Manhattan (1979), Woody Allen enumera diez razones para vivir:
—Groucho Marx.
—Willie Mays.
—El segundo movimiento de la sinfonía Júpiter de Mozart.
—“Potato Head Blues” de Louis Armstrong.
—Las películas suecas.
—La educación sentimental de Flaubert.
—Marlon Brando.
—Frank Sinatra.
—Las manzanas y las peras de Cézanne.
—El cangrejo de Sam Wo’s.
—El rostro de Tracy (interpretada por Mariel Hemingway).
En la página siguiente, proponemos completar esa lista de cosas que hacen que la muerte resulte insoportable.
COMPLEMENTO A LA LISTA DE LAS RAZONES PARA VIVIR DE WOODY ALLEN:
—Todas las películas de Woody Allen, salvo La maldición del escorpión de jade.
—Los senos de Edita Vilkeviciute.
—El crepúsculo de septiembre en la bahía de San Sebastián, visto desde el monte Igueldo.
—Las Contrarrimas de Paul-Jean Toulet, en particular la número LXII: “Me rendras-tu, rivage basque, / Avec l’heur envolé / Et tes danses dans l’air salé, / Deux yeux, clairs sous le masque”.
—El passing shot de revés cruzado con una mano de Roger Federer, en concreto en el quinto set de la final del Open de Australia en Melbourne el 29 de enero de 2017.
—La sala trasera del café La Palette, en la rue de Seine (declarada monumento histórico).
—“Perfect Day” de Lou Reed.
—Los senos (con piercings) de Lara Stone. Su frase el día de su boda en el Claridge’s de Londres: “Conozco todas las habitaciones de este hotel”.
—Me quedan tres botellas de Château de Sales de 1999 en la bodega.
—Las canciones de Cat Stevens.
—Los Frosties de Kellogg’s.
—Cualquier película con John Goodman.
—Los toffees de la casa Fouquet.
—Los rayos en el cielo durante una tormenta de verano.
—Las camas en el primer piso de la librería Shakespeare and Company en París.
—“Only You” de Yazoo.
—Los primeros rayos de sol que se cuelan entre las cortinas echadas.
—No olvidemos que, un día, un italiano inventó el tiramisú.
—Hacer el amor y luego dormirse escuchando a la persona amada darse una ducha.
—Los senos de Kate Upton cuando baila “Cat Daddy”, filmada por Terry Richardson (2012).
—Esta frase en Full Metal Jacket: “The dead know only one thing: it is better to be alive”.
—El parque de la villa Navarre en Pau en otoño, cuando los Pirineos se vuelven malvas, luego azules, con una brisa tibia y un hielo que cruje en una copa de Lagavulin.
—El pirata de la costa de F. Scott Fitzgerald.
—“La rua Madureira” de Nino Ferrer.
—El ronroneo de un gato junto al fuego de la chimenea que crepita.
—El ronroneo de un fuego en la chimenea junto a un gato que crepita (más raro).
—Oír la lluvia tamborilear sobre el tejado estando en casa.
—Cuando, después de hacer el amor, se te para de nuevo.
—La versión de “People Have the Power” de los Eagles of Death Metal en directo en París con U2, tres semanas después de la matanza del Bataclan.
—Los monólogos de presentación de Ricky Gervais en los Golden Globes.
—El Instagram de Marisa Papen.
—Los monólogos de Jean-Pierre Léaud en La mamá y la puta.
—Encontrar un libro de bolsillo viejo y polvoriento de Colette, con el lomo oscurecido, y leerlo hasta el final, de pie en el salón.
—Las fiestas que acaban en mi cocina a las cinco de la mañana.
—Tener el móvil apagado.
—Los senos de Ashley Benson en Spring Breakers. La secuencia en la que está detenida en bikini. La de la piscina en la que besa a Vanessa Hudgens. Claro que la vida merece ser vivida.
—El diario literario de Paul Léautaud (la edición en tres volúmenes del Mercure de France). Se debe hojear cuando se duda de la literatura.
—El antiguo presidio francés de Poulo Condor, en la isla de Con Dao en Vietnam, convertido en un balneario de cinco estrellas de la cadena Six Senses.
—Por la noche, cuando hace calor, bajo un cielo estrellado, tumbarse en una hamaca y no pensar en nada.
—El museo Gustave Moreau, en la rue de La Rochefoucauld, sobre todo cuando eres el único visitante.
—La eyaculación en una boca que contiene Perrier helado.
—Las hortensias azules y rosas de Arcangues, esperando una tortilla de setas jugosa, con unos amigos borrachos.
—La voz de Anna Mouglalis.
—Los lugares que aún no he visitado: Patagonia, Amazonia, el lago Victoria, Honolulú, las grandes pirámides, el Popocatepetl, el Kilimanjaro. Tampoco se puede morir sin haber descendido los ríos Esmeralda y Amur.
—El Galak de Nestlé.
—El gran Lebowski, por supuesto, sobre todo la secuencia en la que John Turturro dice: “Nobody fucks with the Jesus”.
—Los tagliolini de jamón gratinados de Harry Cipriani en la Quinta Avenida.
—“Escuchar la canción de una niña que se aleja después de preguntarte el camino” (Li Po).
—El sketch del “Ministerio de Andares Ridículos” de los Monty Python.
—Los senos de Léonore.
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Al no creer ni en Dios, ni en Yahvé, ni en Alá, intenté mirar por la ventanilla como si ese país fuera cualquier otro lugar, pero no era un lugar cualquiera. Numerosos policías flanqueaban a hombres de negro, barbudos, con sombreros negros y trenzas. Israel es como el Marais en más grande, con un cielo más amplio. Incluso la luz es metafísica.
Me di cuenta de que no sabía ni una palabra de hebreo aparte de shalom. ¡Ni siquiera sabía decir “sí” o “gracias”! Por suerte, Romy tenía una conexión 4G: me enseñó que se decía ken y toda. El taxista conducía como un loco, pisando el acelerador a fondo, con el aire acondicionado a tope: tenía miedo de que Romy se resfriara.
—Abróchate el cinturón y ponte mi pañuelo al cuello.
La paternidad obliga a emplear a menudo el imperativo. Por las aceras deambulaban muchas bellezas morenas, altas y delgadas, con cabellos sedosos, de ojos verdes, dientes blancos y senos triunfantes, pero me esforzaba para no distraerme de mi misión científica. ¿Cómo se llaman los hoyuelos detrás de las rodillas, ese lugar tan dulce y dorado? Si alguien conoce la respuesta, que me escriba, por favor. En cualquier caso, no podía pedirle a mi hija que la buscara en Google.
—¿Ves a esas israelíes, Romy? Adoptan ese aspecto irritado para estar guapas. No hagas eso nunca, ¿me oyes?
Se notaba que la juventud israelí deseaba ser californiana, vivir en camiseta y chancletas: todos los judíos se parecían a Jesús en pantalón corto. Como en París, Roma, Londres o Nueva York, costaba distinguir a los judíos de los hípsters.
¿Quién copió al otro? ¿Era el hípster un judío disfrazado de moderno? ¿O era el judío un hípster con una dimensión espiritual?
Me parecía que se avecinaba una guerra y que los israelíes habían elegido el mismo bando que los pijos.
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Mi atracción por los sanatorios debe de ser genética; procedo de una familia de médicos que, a principios del siglo XX, creó una decena de balnearios en el Bearne.
De niño mi abuelo me explicó que, en los años de entreguerras, los tuberculosos cenaban vestidos con esmoquin y las mujeres con traje de noche al son de un cuarteto de música de cámara, contemplando el crepúsculo sobre los Pirineos. Ahora los agüistas adelgazan en albornoces de rizo y se deslizan de la sauna a la piscina calzados con zapatillas de tela. Nada que ver con La montaña mágica.
Siento piedad por todos esos cuerpos inusitados que se privan de comer con la esperanza de ascender en la escala del sex appeal. ¿Cómo va a ser uno deseable en albornoz y chancletas? ¿No comprenden que su vida sexual se ha acabado?
La especie humana tiene unas innegables cualidades, pero sus pulsiones la han conducido a la ruina. Es como mi ciudad, París: antes de la guerra fue el centro mundial del arte y de la cultura; hoy es un museo contaminado y abandonado por los turistas debido a los atentados.
La raza humana debería transformarse o desaparecer, lo que es lo mismo: la humanidad, tal como la conocemos desde Jesucristo, morirá de todas formas. París no volverá a ser París y el hombre ya nunca será como antes de Google.
Lo que nos humilla en la condición humana es su destino irreversible. Alguien que hallara la manera de detener el curso del tiempo sería el mayor benefactor que la humanidad haya conocido.
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Cuando entregaron el paquete que contenía a Pepper nos llamaron de recepción. Un debate acalorado enfrentaba al director y a una auxiliar de enfermería: ¿estaban autorizados los robots en Viva Mayr? Finalmente se le concedió un permiso especial a Pepper con la condición de que permaneciera encerrado en nuestra habitación. Al no ser waterproof, tenía prohibida la talasoterapia.
—¿Dónde estamos? —preguntó Pepper cuando Romy lo puso en marcha. (Su GPS aún no debía de estar conectado al wifi.)
—En Austria, a orillas del lago Wörth —respondí.
—A Eva Braun le gustaba mucho cruzar el lago Wörth remando en barca —dijo Pepper. (¡Ah, por fin funcionaba el wifi!)
—Tienes suerte de no comer —dijo Romy—, porque aquí la comida es asquerosa.
—Hay que recargarme la batería colocándome sobre mi soporte eléctrico. Hay que recargarme la batería colocándome sobre mi soporte eléctrico. Hay que recargarme la batería colocándome sobre mi soporte eléctrico.
—Tiene hambre —dijo Romy.
Mientras Pepper recuperaba fuerzas después de su viaje en la bodega del equipaje, fuimos a visitar los alrededores. Nuestra habitación daba a una pequeña iglesia situada en lo alto de una colina, sobre el lago. Al oeste centelleaban las nieves perpetuas. En la orilla, los juncos se inclinaban como si quisieran beber el agua límpida.
La clínica estaba construida sobre una península en medio del lago. Era un paisaje de un romanticismo que te dejaba boquiabierto, como si hubieras entrado en un cuadro de Caspar David Friedrich, el primer pintor que imaginó a los hombres de espaldas, como intrusos en la naturaleza.
Nuestro paseo nos condujo a la puerta de la pequeña capilla del pueblo de Maria Wörth, cuyo campanario, que precisaba un panel, databa del año 875. Estaban celebrando misa: unos cánticos alemanes se alzaban por la puerta entreabierta. Penetramos en el frescor iluminado. Ante una treintena de fieles arrodillados, el cura con casulla violeta exclamaba:
—Mein Gott, mein Gott, warum hast du mich verlassen?
—¿Qué dice?
—Es el grito de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
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Las primeras cacerías de la juventud (Youth Chases) se detectaron en los suburbios de Los Ángeles. Hay una lógica geográfica: no es casualidad que los transhumanistas se instalaran en el terreno de juego de la familia Manson. No fue el surf lo que los atrajo a California sino el olor a sangre sacrificada.
La palabra PIGS escrita en las paredes anunciaba los cerdos humanizados que pronto nos proporcionarían órganos nuevos para trasplantar y, más metafóricamente, el devenir porcino de la neohumanidad en un planetacomedero. Las bandas de traficantes caníbales atacaban a cualquier ciudadano menor de veinte años. Los cuerpos vaciados de los adolescentes eran enterrados en el desierto de Nevada; regularmente, la policía descubría fosas comunes llenas de pieles curtidas, secadas y apiladas como cuero humano.
Un rumor imposible de verificar evocaba la existencia de criaderos de niños en batería en Nicaragua paraalimentar a sectas de viejos zombis. Yo serví de cobaya a un experimento que desencadenó una guerra vampírica entre generaciones. Lo recuerdo como si fuera ayer.
“La sangre es un jugo muy particular”, dice Mefistófeles en Fausto. Rejuvenecer es imposible sin tomar la juventud de otro, la sangre de una virgen, las células de un embrión, trasplantarse los órganos de un motorista muerto la víspera o el corazón de un cerdo humanoide.
El problema de la vida eterna es que requiere robar el cuerpo de otro. Mi nueva sangre no era mía, era mejor que la mía, más pura, más fresca y más bella, pero yo ya no era yo. Léonore había tenido razón al huir de mi lado: mi humanidad se evaporaba día tras día.
Bastaba pensar en ello: la única oportunidad que se le ofrecía al Homo sapiens para vivir eternamente era matando a sus propios hijos. Hasta Dios crucificó al suyo. Yo no fui capaz de seguir el ejemplo evangélico: no podía degollar a Romy. Por eso enfermé.
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