1959, antes y después de los americanos

Desde que tengo uso de razón, me enamoro de los norteamericanos. Fue así durante cuatro décadas, hasta que salí de Cuba hacia Norteamérica. Ahí se jodió todo.

Mi amor hacia las norteamericanas en Cuba era un amor del tipo Love Story. Muchachas inteligentes y frágiles, muy talentosas, entregadas a su carrera y, por supuesto, locas de amor por mi amor. Acaso, marcadas para morir muy jóvenes. Al contrario de mí. En cualquier caso, las norteamericanas en Cuba y yo, dos ciudadanos del mundo que se descubren libres y locos y lindos en el clima claustrofóbico de La Habana en los tiempos de Castro. Una colisión afectiva de dos almas que entienden de inmediato que ya nunca se van a olvidar. 

Así me pasó con Lillian Roth.

Mi amor hacia los norteamericanos en Cuba era un amor de otro tipo. Como toda la prensa y la academia norteamericana ya saben, soy un cubano homofóbico. Orgullosamente homofóbico, entre otras taras y traumas que la izquierda intolerante atribuye a mi experiencia extrema en nuestro totalitarismo de Isla que para ellos resulta tan tierno. A los norteamericanos de sexo masculino los admiraba a cierta distancia y suponía que, un día, de adulto, ellos también me iban a admirar. Cuando yo fuera grande, quería ser norteamericano. Una ilusión que se me murió en el corazón cuando por fin me naturalicé en los Estados Unidos y compré mi primer pasaporte de otro país. 

Así me pasó con Allen Ginsberg.

En su libro de memorias Beyond My Worth, publicado en el Nueva York batistiano de 1958, la actriz y cantante norteamericana Lillian Roth dedica todo un capítulo a su visita a una Habana que estuvo a punto de ser “casi una tragedia”, según ella.

Había oído decir que los cubanos eran muy románticos (en realidad, los cubanos ridiculizan todo romanticismo) y es posible que tuviera un tin de curiosidad, acaso como cura contra sus depresiones.

A Lilly, al contrario de sus contemporáneos, no le gustaba salir de los Estados Unidos. Ella siempre sintió que le quedaba muchísimo por ver y hacer en su propio país. Pertenecía allí. Lilly tenía una patria y estaba en casa en la nación que la hizo inmortal. Su hogar era un nido de águila calva. De pobre a casi rica a caer en bancarrota, no importa. 

A lo largo de su carrera, ella había rechazado no pocas ofertas para presentarse en Europa. Además, bajo ningún concepto aceptaba separarse de sus perritos. Pero, así y todo, Lilly se vio a sí misma viajando hasta la Manhattan mítica del Caribe, La Habana nuestra de cada casino, una ciudad que en los años cincuenta estuvo a punto de ser la capital del continente. Sin embargo, Lilly voló a Cuba con la incómoda sensación de que su estreno en el extranjero como cantante de cabarets podría ser también una despedida.

Era a finales de 1956. Hacía apenas un par de semanas que el coronel Antonio Blanco Rico había sido asesinado en el cabaret Montmartre de El Vedado por un comando terrorista del Movimiento 26 de Julio: Pedro Carbó Serviá (asesinado por la policía batistiana en abril de 1957) y Rolando Cubela (muy pronto preso político del castrismo y desde 1979 un exiliado de por vida: léase, de por muerte).

Los dueños del Montmartre habanero le pidieron a la estrella de Hollywood que no fuera a la Isla, dada la complejidad de la situación política y el placer de los ponebombas universitarios, puntualmente pagados por el dinero de la burguesía antimulata cubana. Pero Lilly insistió: 

―¿Hay otra revolución? ¿O es la misma revolución en contra de Batista?

En cualquier caso, Lillian Roth estaba convencida de que ella sí iba a “empezar una revolución por cuenta propia”, gracias al vestido rojo de profundo corpiño que pensaba estrenar en las noches de Cuba. Había oído decir que los cubanos eran muy románticos (en realidad, los cubanos ridiculizan todo romanticismo) y es posible que tuviera un tin de curiosidad, acaso como cura contra sus depresiones o ansiedades de saberse mujer a mitad de un siglo que había sido todo suyo, pero del cual ella sabía que no saldría con vida cuando llegara el 2000 (por cierto, no conozco a nadie que haya salido con vida de los años cero o dos mil).

Pero La Habana, ah La Habana, era una fiesta de colores y músicas. Y ahí mismo Lilly descubrió que Cuba “parece estar siempre de vacaciones”.

Finalmente, por motivos de seguridad, en el contrato decidieron posponer la actuación de Lilly para marzo de 1957, como si ese mes no fuera a terminar siendo el peor momento de toda la violencia que los castristas antes del castrismo le iban a imponer a la sociedad cubana per sæcula sæculorum.

Lillian Roth aterrizó en Cuba desde Miami el 5 de marzo de 1957 (un martes, como martes fue el 5 de marzo de 2013 cuando yo aterricé en Miami desde La Habana). Lilly vivió el glamur de la gran megápolis insular, pero también vio, en sus recorridos por el campo, la miseria que mataba por igual a animales que a humanos.

En su libro Beyond My Worth, el segundo que escribió después de su delicado I’ll Cry Tomorrow, ella lo resume con estas palabras: 

―Cuba parecía una paradoja de lujo y pobreza.

Pero La Habana, ah La Habana, era una fiesta de colores y músicas. Y ahí mismo Lilly descubrió que Cuba “parece estar siempre de vacaciones”. Incluso cuando al bullicio se sumó la retórica a ráfagas de una ametralladora de la policía, para matar a un muchacho ante sus ojazos de mujer caída de otro planeta. Pero era obvio que, a ras de esa especie de tanatofilia que es la cubanía, “la vida no valía mucho, así que la muerte no interrumpiría a los que la vivían”.

Fucking Havana.

La promoción de su estreno en el Montmartre fue una debacle, por desgracia. No la anunciaron en los periódicos, a pesar de que su recibimiento en el aeropuerto sí fue a todo meter. Por supuesto, mientras ella cantaba y bailaba, el público simplemente apostaba a gritos sus buenos pesos locales (al cambio oficial de uno a uno con el dólar), jugándose hasta las nalgas al bingo en el cabaret, sin que al parecer nadie reparase en su figura formidable sobre el escenario: 

―Me sentí chiquita y perdida.

¿Cómo no enamorarse, sumidos en este siglo XXI siniestro, de aquella entrañable Lillian Roth en su escena de estreno en Cuba? ¿Cómo no compadecerla, para no tener que compadecernos de nosotros mismos?

Esa primera noche, los cubanos siguieron comiendo y bebiendo y riendo y hablando y probablemente tocándole el culo a las camareras (y mirándole las portañuelas a los meseros), mientras la actriz extranjera quedaba exhausta por gusto. La revolución que Lilly esperaba causar se revirtió en su contra. De hecho, se le reveló como una revolución de la grosería (no sería diferente el primero de enero de 1959, cuando la chusma le ganó la pelea a la decencia de las clases altas, que fueron enviadas sin visa al patíbulo). Para colmo, a la mitad del acto, Lilly recuerda que “como doscientas personas se levantaron de pronto y se fueron del salón”.

Fucking Havana.

Cuando Lilly logró llegar todo temblorosa a su camerino, que era más bien un tenderete sin ninguna privacidad, pensó que aquella “humillación en Cuba sería lo que ella iba a recordar por el resto de su vida”: I wished I was dead, escribió en su libro. Y ese, en lugar de The Two Faces of Cuba, debió ser el título de su capítulo cubano. Porque Cuba la cobarde, en pleno carnaval de cadáveres, la acribilló con su característica cochinada de cabarets sin caché. La acorraló.

A la noche siguiente fueron subiendo por turnos jóvenes y viejos al escenario, enseñándole a la gran Lilly cómo bailar y gozar al compás cojo de un riquísimo chachachá local.

Al día siguiente, leyendo los titulares de la prensa cubana (por entonces mucho mejor que la del resto del hemisferio occidental), Lilly se sorprendió de que todos los críticos la alababan de manera exagerada. Solo después, hablando con un antiguo dueño del Montmartre, recién extorsionado tal vez por la mafia, la estrella se enteró de que así son los cubanos: hablar por encima de su espectáculo era un síntoma de excitación, no de desprecio, y, los que se habían largado en plena función, eran parte de un paquete turístico con un horario apretado que, así y todo, insistieron en asistir al menos a la mitad del show, con tal de no perderse a la inimitable Lillian Roth en La Habana.



La segunda noche fue ya el acabose. Lilly entendía mejor la chabacanería cubana y los cubanos entendían mejor su intraducible acento, mientras la diva intentaba soltar un chiste en español. En definitiva, la querían. La queríamos. Te queremos, Lillian Roth. Li-li-ta, light of my life, fire of my loins. Pero nos habías intimidado hasta los tuétanos con tu presencia de mujer libre en escena, y por eso te castigamos en consecuencia.

A la noche siguiente fueron subiendo por turnos jóvenes y viejos al escenario, enseñándole a la gran Lilly cómo bailar y gozar al compás cojo de un riquísimo chachachá local. Y Lilly se emocionó al punto de las lágrimas, y su sonrisa de niña traviesa (que ni siquiera la muerte, en pleno éxodo del Mariel en mayo de 1980, se la desdibujó de su carita adorable) iluminó como un sol nocturno todo el Montmartre, a pesar de las muertes que la Revolución cocinaba en secreto en contra de los cubanos. Léase, regardless of the internal strife in Cuba, the people remained warm and friendly, and I was sorry to leave them after my engagement was over.

Los luminotécnicos la metieron bajo un reflector verde para despedirse del público entre las mesas. Y ella con el corazón feliz feliz, como una perdiz:

You see, Cubans love green, and I love Cubans… In the days that followed, I became the object of a great outpouring of affection by the Cuban people… No solo repletaron el Montmartre cada noche, sino que durante toda mi estancia me enviaron regalos, postales, rosarios y flores, y cada vez que me asomaba al lobby de mi hotel o salía a la calle, perfectos desconocidos se me abalanzaban para soltarme una explosión de idioma español, antes de sonreír y desaparecer de nuevo… I didn’t know what they said, not the exact words, but our hearts talked. We didn’t have to know the same language to tell we liked each other… Podemos comunicarnos, podemos dar amor y respeto y recibirlo de vuelta multiplicado, incluso cuando carecemos de una sola palabra en común… People are the same the world over, regardless of color, culture, or politics, and they will respond to each other if given the chance

Y no solo nos vio a los cubanos, la muñequita Lilly nacida en Boston en 1910 (el año del cometa Halley), sino que nos narró con el mismo coraje con que pudo derrotar a su alcoholismo y a la mediocridad de sus cinco o seis maridos

Al salir del hotel para partir hacia el aeropuerto, otra vez la atacó la muerte cubana con su carga inútil de cuerpos incapaces de amar y de ser amados. Lillian Roth vio a otro estudiante universitario asesinado en la calle, tras una protesta antigubernamental, todavía rodeado por los sicarios del taquígrafo Rubén Batista (alias: general Fulgencio Batista y Zaldívar), analfabetos muy valientes para torturar inocentes con impunidad, pero idiotas incapaces o incluso cómplices cretinos que propiciaron que Cuba cayera para siempre en el bolsillo del totalitarismo global.

Una madre cubana rompió el círculo de la sanguinaria policía de la dictadura anterior y se abrazó llorando a su hijito del alma, los dos bañados en público por la misma sangre. Lillian Roth la vio y lo vio. Los vio. Los cubanos a su alrededor, no tanto. Los cubanos a tu alrededor no sabíamos mirar, mi amor. 

“En la distancia, se alejaban evitando mirar”, you know, como después evitaron mirar los crímenes constitucionales del castrismo. Como hoy evitamos mirar los crímenes que se cometerán ya no por exceso, sino por la carencia crónica de los Castros.

Y no solo nos vio a los cubanos, la muñequita Lilly nacida en Boston en 1910 (el año del cometa Halley), sino que nos narró con el mismo coraje con que pudo derrotar a su alcoholismo y a la mediocridad de sus cinco o seis maridos: ¿cómo pudo alguien dejar de amar a este ángel?

Más allá de tu valor, querida Lillian Roth, los cubanos del futuro sin futuro que es hoy, te damos las gracias. Criaturas de diciembre tú y yo (nuestros cumpleaños son el 10 y el 13, antirrespectivamente). En lo personal, te pido perdón por haber llegado tan tarde a los Estados Unidos. Tenía que haberme ido de Cuba mucho antes, acaso cuando la estampida del Mariel en la Primavera Cubana de 1980. Aunque solo fuera para darte un beso infantil en esos labios tan tuyos, para entonces ya en silencioso estéreo y filmados a todo dolor en tus funerales. De no ser mucho pedir desde esta otra muerte que es mi exilio de mentiritas, me gustaría renacer contigo en una escena de nuestra próxima película, Lillian Roth, cuando nos sorprenda a los dos el primer diciembre sin dictadores en la fucking Habana.

A finales de 1964, en el cruce del Año de la Economía y el Año de la Agricultura, según en el tiempo termidor de la Revolución Cubana, un jerarca de la cultura oficial invitó a Allen Ginsberg a la Isla.

Imagino esa Utopía sin Revolución así (de hecho, es un plagio apócrifo de Cecil B. DeMille):

Lillian had to fall through a skylight made of candy glass. She was nervous and complained to the director of the film Madam Satan. Without saying a word, the guy walked over to a pane of candy glass leaning against a wall of the MGM studio. He lifted it over his head and slammed it down. The glass shattered, his skull didn’t. “If it didn’t hurt my bald head,” he said, “it won’t hurt your young back end”. 

Cada vez que lo leo, vuelvo a sentir que mi Lilly estaba hecha toda de ese mismo material, cristal de caramelo, querida. En una Cuba tétricamente a punto de caramelo también. Un archipiélago CUBAG que, en palabras de su compatriota el poeta Allen Ginsberg, una década después ya necesitaba de urgencia “de un administrador psíquico astuto, alguien con capacidad ejecutiva para la propaganda externa y la armonía interna. Como yo, quizá”.

Fucking Americans. En este caso, literalmente. Porque, al contrario del estrellato célibe de la pequeña Lillian Roth, perdida en la Cuba del Montmartre, el imperdible Allen Ginsberg vino a la Cuba de Marx, entre otras cosas, a fornicar formidablemente en el sanctasanctórum nombre de la revolución antimperialista mundial. Arise ye workers from your slumbers. Arise ye prisoners of want

A finales de 1964, en el cruce del Año de la Economía y el Año de la Agricultura, según en el tiempo termidor de la Revolución Cubana, un jerarca de la cultura oficial invitó a Allen Ginsberg a la Isla. Había que hacer aliados a toda costa, de costa a costa de los Estados Unidos. Y, de ser posible, había que reclutar a espías espontáneos en la mismísima intelligentsia del Imperio Barzán. 

Horas antes, en México, Ginsberg había tenido un sueño medio solipsista con Fidel Castro y una tal “hermanita” de 12 años. Casi una parodia del más amoroso y escuálido J. D. Salinger.

No era su primera vez en Cuba, por cierto. El poeta en jefe de la Generación Beat había visitado La Habana en diciembre de 1953, en tránsito hacia México, poco después del putsch del Cuartel Moncada, que vendría a ser el cuartelazo de Munich de nuestro Hitlercito local. Nuestra capital le pareció por entonces al veinteañero Ginsberg, a la manera de uno de esos intraducibles versos libres tan suyos, como una kind of dreary rotting antiquity, rotting stone, heaviness all about.

El lunes de Revolución 18 de enero de 1965, Ginsberg volvió a Cuba también volando vía México, en este caso por las prohibiciones de viaje impuestas por el Departamento de Estado norteamericano, dado el cariz comuñanga del régimen radical entronizado en la Plaza Cívica devenida Plaza de la Revolución. El ahora casi cuarentón Ginsberg llevó un diario de sus aventuras y desventuras en el parnaso proletario-campesino cubano. Esos apuntes de paso de guerrillero intelectual (a ratos, intestinal) han sido publicados por la Universidad de Minnesota, con edición y notas de su biógrafo Michael Schumacher, bajo el título guerrafríesco de Iron Curtain Journals (2018).

Cogiendo confrontas en guaguas a las dos de la madrugada, las que Ginsberg deletrea con corrección etimológica como “Wah Wah”, apenas recién aterrizado, el poeta se topó con los escritores del grupo El Puente: chicos chics, pepillos de papel, el futuro de la cultura revolucionaria, siempre que primero expiasen, como pedía el Che, el pecado original de no ser auténticamente revolucionarios.

Horas antes, en México, Ginsberg había tenido un sueño medio solipsista con Fidel Castro y una tal “hermanita” de 12 años. Casi una parodia del más amoroso y escuálido J. D. Salinger. Estaban los tres en una mansión moderna. La familia de la casa había salido para un gran evento que estaba a punto de comenzar. Fidel se demoraba trancado en el baño, “meando o lavándose la boca”, por lo que Ginsberg se pregunta si debe preguntarle al Líder Máximo si por fin vendrá al mitin de masas en el estadio, y si hablará largo y tendido en esa ocasión. La voz onírica de Fidel le parece “infantilizadamente aguda, algo impaciente, pero afable con la niñita”. Y, cuando se da cuenta de lo raro que resulta que no haya guardaespaldas por ninguna parte, entonces Allen Ginsberg se despertó. 

Me pregunto si la actual censora Nancy Morejón estaría presente allí, entusiasta o espía.

Fidel Castro, contrario al dinosaurio del minicuento latinoamericano (la literatura latinoamericana es en sí misma un minicuento), ya no estaba allí. Pero la pesadilla del poeta todavía estaba por empezar.

Horas después, bebiendo “‘cocktails’” (las comillas interiores son del propio Ginsberg, como si la palabra cocktail en Cuba no sonara en inglés), en la oscuridad insomne de un barcito habanero sin Cabrera Infante, los muchachos de El Puente le confiesan al soñador que los “dialécticos literarios Xmunistas” apenas sufragan su labor editorial de vanguardia. Al contrario, las autoridades culturales se dedican a “reprimir homosexuales”, arrestando a todo aquel que tenga pinta de “enfermito” o “Beat”. 

Obviamente, los adolescentes literarios buscaban la solidaridad del enemigo. Me pregunto si la actual censora Nancy Morejón estaría presente allí, entusiasta o espía. Aunque su presencia allí es lo de menos. Lo de más es que una botella de ron se cayó al piso ipso facto y se hizo añicos “sin escándalo”, justo en el momento climático de la gusanería ebria de aquellos obreros del arte. 

Entonces los cubanitos rectificaron. Al fin y al cabo, estaban hablando con un extranjero que de pronto les anunció que esperaba ser recibido por Fidel Castro. Ese notición, tras el augurio orisha del cristal rajado, devuelve a los enfermitos Beats de El Puente a su saludable sobriedad socialista, más o menos coloquial y parroquial. Así que, como colofón combatiente, le aseguran ahora a Ginsberg que, a pesar de los pesares, “a ellos sí les gusta la Revolución”. Suficiente para que el americano se emocione y suelte en voz alta: “Abajo la pena de muerte” (dicho así como así, y luego transcrito, en el País del Perpetuo Paredón). 

Todos en Cuba parecían fascinados con la bufanda rojinegra de estilo Cambridge que asfixiaba a Allen Ginsberg.

En este punto de su Diario del Telón de Acero, alguien no identificado remata, supongo que en español susurrante, mientras al fondo “hay un nuevo estilo de música llamado ‘feeling’”:

Yes, tell Castro.

Díselo, díseselo a Fidel Castro. A ver si también te fusila a ti, como a tantos norteamericanos con cargo en Cuba al inicio de la Revolución, esa morgue amateur de Morgans.

Adoro leer diarios. Mi tesis de doctorado en Literatura Comparada, que estoy desarrollando gracias a una beca de lujo de la Washington University en Saint Louis, Missouri, involucra no pocos diarios de los peregrinos políticos a la Utopía caribe (por cierto, me trataron de botar por fascista de la universidad, pero yo disimulé, ducho, detrás de la Primera Enmienda y olé). Eran, esos viajeros bobos o viles, literal y literariamente turistas de la ideología: compañeros de ruta de la izquierda internacional que, a lo largo y ancho de una cadena de décadas decadentes, fueron cayendo de cabeza o de culo (o ambos) en su querida Cuba de Castro.

Adoro, por lo demás, a Allen Ginsberg. Hasta su comemierdad comunista me resulta entrañable. Murió muchos años después, en abril de 1997, llamando a sus amigos por teléfono para decirles, todo partido de llanto, que se estaba muriendo y que no se quería morir. Como yo. Conmovedor. Premonitorio. Pobrecito buen hombre, como tantos norteamericanos sin norte. Pobrecita buena nación, como no hay ninguna otra en todo el puñetero planeta y su concomitante internet. 

Fucking world. Fucking world wide web.

Todos en Cuba parecían fascinados con la bufanda rojinegra de estilo Cambridge que asfixiaba a Allen Ginsberg. Nada que ver con los colores anarcoterroristas del Movimiento 26 de Julio. Todos se empeñaban en besarlo en los labios y acariciarle los pelos, por entonces muy copiosos en la barba y el cráneo. Ginsberg, en cambio, se asombraba de que ninguno de esos mancebos culturosos haya escuchado nunca los discos de Ray Charles y Bob Dylan, que él les trae como regalo, como objetos alienígenas contrabandeados en la aduana, cuyos acordes y letras Ginsberg aspira a que sean transmitidos cuanto antes por la radio cubana, pues son “heads of Culture”, con mayúsculas: to have them broadcast over Cuban radio. Y, como puntual posdata: “nadie aquí ha leído a Burroughs todavía”.

La otra justificación aducida no puede ser más racional y contemporánea: había en La Habana “vastas hordas de putas merodeando alrededor de los visitantes”.

Un par de días más tarde, ya le es posible concluir que “ser tratado como invitado es una sutil forma de lavado de cerebro, ya sea por psicoanalistas en Washington, la Lowell House de Harvard, o por los comunistas liberales cubanos en Cuba” (valga la redundancia geográfica: Cuban liberal communists in Cuba). Un par de líneas más abajo, Ginsberg consigna otro sueño de celebridades, en este caso con Jean-Paul Sartre y Gary Snyder. Y se despierta con los “labios resecos y dolor de garganta”, al compás de esa misma tos que arrastra de polizón desde el aeropuerto JFK de Manhattan, pero sin dejar de fumar ni por equivocación. Me pregunto si Ginsberg fue el primer caso no detectado de SIDA. O, en su defecto, de coronavirus.

Luego nos enteramos de manera póstuma que Miguel Barnet (mucho más muerto en vida hoy que Allen Ginsberg en su muerte) visitó al norteamericano en su apartamento de hotel, para una sesión de “yoga cubano yoruba bantú local, con canciones como mantras y mucha percusión excitante”. Sin embargo, a los escritores de El Puente, como el “afeminado José Mario” y un Manuel Ballagas “bien parecido a sus 17 años con cara de acné”, el guía a cargo del International Cultural Exchange Program no les permitía llegar hasta su piso en el Hotel Riviera, por puro “puritanismo”. 

Le aducen a Ginsberg que, “en particular, los contrarrevolucionarios podrían subir al hotel para asesinarme”. Pero la otra justificación aducida no puede ser más racional y contemporánea: había en La Habana “vastas hordas de putas merodeando alrededor de los visitantes” y, para colmo, los “campesinos subirían a sus enormes familias de vacas por el ascensor, si se les permitiera traer visitantes”. La Revolución, a pesar del retintín de los contrarrevolucionarios, siempre termina diciendo la verdad.

Al final, tras un altercado Beat versus Barbarie en el lobby del hotel, donde no hizo falta que Ginsberg “se quitara las ropas” si “se mete en problemas”, tal como amenazó, todos subieron a su cuarto hasta la medianoche, para fumar y revisar una traducción que Ballagas había hecho del extenso y aún más intenso poema de Ginsberg titulado Kaddish, letanía a la manera de la ceremonia judía por la muerte de su madre comunista que, a estas alturas de la historia, no vale la pena citar en español:

Las barbas estaban a mediados de los sesenta de moda a todo nivel, desde la base subversiva hasta la cúpula del poder despótico. Excepto, tal vez, en el burocrático Blas Roca, “que es el editor de Hoy y no usa barba” (amigo de Batista y lampiño como él, Blas, como Stalin y Lenin y el propio Batista, también usaba un apodo, pues su nombre era ramplonamente Francisco Calderío).

And I’ve been up all night, talking, talking, reading the Kaddish aloud…

All the accumulations of life, that wear us out—clocks, bodies, consciousness, shoes, breasts—begotten sons—your Communism—‘Paranoia’ into hospitals…

Looking in the mirror to see if the Insanity was Me or a earful of police…

In the madhouse Blessed is He! In the house of Death Blessed is He!

Blessed be He in homosexuality! Blessed be He in Paranoia! Blessed be He in the city! Blessed be He in the Book!

Desde el inicio, Ginsberg aprovechó su inmunidad foránea para quejarse del llamado Departamento de Lacra Social, incluso ante un funcionario de la revista gubernamental Cuba, pues le indignaba que dicho departamento se dedicase a recoger de la calle a “homosexuales” y “marihuaneros” en plena Rampa, solo por culpa de sus “bluejeans apretados” y sus “barbas locas”. 

Las barbas estaban a mediados de los sesenta de moda a todo nivel, desde la base subversiva hasta la cúpula del poder despótico. Excepto, tal vez, en el burocrático Blas Roca, “que es el editor de Hoy y no usa barba” (amigo de Batista y lampiño como él, Blas, como Stalin y Lenin y el propio Batista, también usaba un apodo, pues su nombre era ramplonamente Francisco Calderío). Como coletilla, Ginsberg añade que se comenta que “Guillén y otro poeta (Retamar) visitan en secreto a un tal Ramiro Valdés, el Ministro del Interior, para quejarse de la persecución en contra de los maricones en la calle”.

“Quizá al Che Guevara o a Raúl o a algún otro al final también les gustan los chicos, quién sabe o a quién le importa”. 

En un momento, Ginsberg compara cómicamente a la Revolución cubana con el filme Sopa de Ganso de los Hermanos Marx (Duck Soup, 1933), donde la pequeña nación de Freedonia está en bancarrota y en riesgo de ser anexada por su vecina Sylvania. Y en otro rapto de escéptica lucidez, describe a la Revolución como “una obsesión en la mente de todos, tal como las drogas alucinógenas en mi mente”: de hecho, para él la Revolución es “en sí misma un cambio de realidad”. 

Pero, a pesar de la homofobia rampante revolucionaria, expresada como apartheid de Estado, a pesar de la declaración de la Unión de Jóvenes Comunistas en la Escuela de Instructores de Arte contra los “decadentes, existencialistas y homosexuales” (publicada en “Mella, su órgano”), Ginsberg por aquí y por allá consigna que “quizá al Che Guevara o a Raúl o a algún otro al final también les gustan los chicos, quién sabe o a quién le importa”. 

En cualquier caso, su entrevista con el periódico Hoy es censurada por su insistencia sobre “la aceptación social ‘socialista’ de los homosexuales” y sus críticas deslenguadas en contra de la “línea sexual burguesa del Partido de tipo familia católica/marxista/hispana/americana/cubana”. 

Por eso nadie lo toma en serio entre los solemnes periodistas cubanos. Por eso le preguntan sospechosamente si ese “extraño tema” es traído por los pelos como broma o provocación. Y Ginsberg se agota de tanto explicarles freudianamente porqué él tiempla como tiempla desde que su madre murió en un manicomio. “Incluso este Diario comienza a ser explicativo, en modo periodístico. Fuck it. El socialismo convierte a todos en intelectuales polémicos, como defensa de las juntas de negociación colectiva que están en contra de la intrusión de todo instinto imaginativo” (por favor, no intenten traducir esto al cubano, yo ya lo hice y tuve que dejarlo así mismo: Ginsberg no tenía ni la más puta idea de lo que garabateaba en su diario en inglés).

En definitiva, se trata de “la misma cochina cobardía y estupidez, y de las mismas racionalizaciones burguesas que en Nueva York o Saigón o Benares. Los mismos argumentos estereotípicos 1927 Rusia 1945 U.S. McCarthy. La misma evasión periodística de Times Pravda Revolución New York Times 1965”. Mejor así, macho.

Así se sumaba Allen Ginsberg a la apoteosis no germinativa de “millones de cubanos pajeándose”.

Cuando Ginsberg se sienta durante horas a ver un discurso de Fidel Castro en la televisión, no puede evitar ponerse a coleccionar datos estadísticos como si fuera un taquígrafo a sueldo del Consejo de Estado. El Síndrome de la Fascinación por el Fascismo. También registra detalles de sicoanalista, de siquiatra quisquilloso ante un paciente muy peculiar: acaso un “disc jockey”, “Der Führer Gorilla”, el “príncipe humano Castro”, casi un “póster de arte pop” y una “criatura verdaderamente peluda para ser presidente, diez veces más natural que Johnson”. Fidel, en resumen, un estadista que ejecuta su performance perverso como si de una “pelea por el Campeonato Mundial” se tratase.

Y, a la postre, dado que “todavía no hay ninguna revolución básica en el Sistema Nervioso en sí, de modo que la humanidad aún no está sexualizada”, el poeta prefiere apostar por la excepción que confirma la regla en sus noches a solas en el hotel Havana Rivera, y elige el oficio nunca obsoleto de Onán: “Me masturbo gimiéndole a la almohada por favor… por favor… por favor…” Algunas noches la funda alberga el rostro imaginario de Fidel Castro, pero en casos de calentura extrema es “la cara hermosa del joven Che Guevara” la climática. En cualquier caso, Ginsberg parte del convencimiento de que “todas las mujeres cubanas tienen fantasías sexuales con Castro sin duda alguna”. Dado que, “por suerte Raúl y Fidel son sexys, eso mantiene las cosas humanas”.

Así se sumaba Allen Ginsberg a la apoteosis no germinativa de “millones de cubanos pajeándose”. Según su teoría, dado que “las casas de prostitutas están clausuradas y las chicas conservan su virginidad, no hay salida real para la sexualización de las relaciones comunistas”. De ahí, pues, la “culpa masturbatoria” y el “miedo a tocar con confianza el cuerpo del otro”, lo que “conduce a relaciones políticas, ambigüedad y miedo”. Para él, esa carencia crónica de una “puerta abierta al amor”, esa indigencia de algún tipo de “ancla para el deleite del cuerpo a cuerpo que disuelva las tensiones sociales”, esa pacatería castrista entonces “se sube a la cabeza como teoría dogmática marxista sobre el esfuerzo social del grupo y la pureza comunista de toda motivación y acción”.

José Mario le regala sus pulseras de Yemayá y Ochún, acaso para que, en tanto jurado, falle a favor de su obra en concurso, que, por desgracia para José Mario, Ginsberg cree que es un “libro de sosos poemas de amor escrito para su novio peruano”).

Desde su diván de genio genital, para el Dr. Ginsberg “Fidel es pasivo en la cama, según los chismes, y sin escenas de sexo fuerte, excepto cuando tiene tiempo. El Che Guevara está más sexualizado. Raúl dicen los chismes que es una especie de queer, lo que explica su temperamento sádico felino, aunque está casado. Y Dorticós, bueno, ese es un caso extraño, entendible tan pronto vemos a su mujer”. La Revolución Cubana explicada a Hugh Hefner o Harvey Milk.

En sus paseos cubanescos, la mirada indiscreta de Ginsberg no se deja engañar ni sobornar con boberías bucólicas. Lo ve todo. Lo obsesiona la frase “Lacra Social”. Describe las ruinas retorcidas del vapor La Coubre como “una estatua de John Chamberlain”. Trastoca la ortografía de cada cosa que nombra (hotel “Ambres Mondoo”, por ejemplo), pero no corrompe el concepto secreto de nada. 

Va a una sangrienta sesión de santería en Guanabacoa, a medio reprimir por un carro patrullero, cuyo oficial finalmente anota el nombre de todos los asistentes al bembé (Allen Ginsberg resulta tener de muerto protector a Changó, que él enseguida asocia con una especie de “Shiva con falo rojo”, y José Mario le regala sus pulseras de Yemayá y Ochún, acaso para que, en tanto jurado, falle a favor de su obra en concurso, que, por desgracia para José Mario, Ginsberg cree que es un “libro de sosos poemas de amor escrito para su novio peruano”). Eso, en argot crítico, se llama precisión.

En uno de sus sueños diarios, Ginsberg se desboca y besa en la boca a Manuel Ballagas (antes de tener dos páginas de sexo físico con sus 17 años, durante la tardecita tántrica del miércoles 17 de febrero de 1965). Asiste a uno de los últimos espectáculos del bufo en el Teatro Marte, incluido un personaje pintado de negrito (eso que ahora en Norteamérica llaman con horror de millennials un blackface). 

Como también lo vale la reacción de Nicolás Guillén cuando Allen Ginsberg le contó, como si Guillén no lo hubiera aprobado de antemano, sobre una joven poeta cubana que fue ingresada a la fuerza en un hospital, donde recibió 14 electroshocks (¿Ana María Simo o Lina de Feria o ambas?)

Cerca de un fuerte militar de la era de la Colonia no lo dejan tomar fotos. Coge unas cagaleras que lo tiran a morir sobre la cama, con “calambres y goteo acuoso saliéndome del culo al estilo de las disenterías en el Viejo México”, por lo que se empacha con Enterovioform y Sulfaguanidina. 

A sus dudas diversionistas sobre la escasez de huevos y carne, un funcionario le da la contundente declaración de que “ahora todo el mundo puede adquirirlas y consumirlas”, por eso escasean más que cuando el capitalismo de “Battista”. 

Atisba un libro infantil para colorear con el título tierno de Abajo el imperialismo (no sabemos si lo compró, ni si se conserva como parte de sus archivos). Repara en las caricaturas de la prensa amordazada (la única legal) donde el Tío Sam siempre saca dólares de su sombrero de copa mágico para “comprar a los Gusanos” del patio, o funge como titiritero en un “podio la OEA, moviendo los hilos de sus dictadores decorativos Somoza, Ydígoras, Rómulo, Stroessner, Prado, etc.”

Un día lo llevan inevitablemente a la Finca Vigía, ese alef maléfico hemingwayano, como un iceberg insular invertido, con siete octavos visibles y una puntica sumergida, que es justo la que Ginsberg narra (o poetiza, que en su caso es un sinónimo de narrar): “Gran tristeza por todas partes, como de una muerte inmediata, la nueva muerte del día anterior, ayer”. Y nos lega entonces al pueblo cubano un autógrafo gráfico, con visos de ser la primera poesía visual plasmada en el primer territorio libre de América: “Dibujé en el libro una estrella judía con calavera en su centro y girasoles en lugar de dientes”.

Me pregunto qué habrá hecho el G-2 con esa hojita del Libro de Visitantes del viernes 22 de enero de 1965 en la Finca Vigía de San Francisco de Paula. Hoy valdría su tinta en oro. Como también lo vale la reacción de Nicolás Guillén cuando Allen Ginsberg le contó, como si Guillén no lo hubiera aprobado de antemano, sobre una joven poeta cubana que fue ingresada a la fuerza en un hospital, donde recibió 14 electroshocks (¿Ana María Simo o Lina de Feria o ambas?):

―Es la típica tipa neurótica.

Por cierto, también Lisandro Otero le habló pestes a Ginsberg sobre el grupo El Puente.

Eso le dijo mulatamente el camagüeyano presidente vitalicio de la UNEAC, “con gran suavidad y humor y obvia sensibilidad”, para entonces comparar cínicamente el caso con el suicidio de una querida amiga personal de Ginsberg, la que padeció trastornos nerviosos severos hasta que no pudo resistirlos más y saltó desde un séptimo piso de Hudson Heights, en Manhattan: Elise Cowen (1933-1962). A la postre, a título confidencial, ese mismo grosero Guillén le ordenó en persona, uno a uno, a los juveniles miembros de la UNEAC, que “no salieran más” con Ginsberg para que así “hubiese menos problema”. 

Fucking Guillén. Fuck you, Nicolás Guillén.

Por cierto, también Lisandro Otero le habló pestes a Ginsberg sobre el grupo El Puente. El poeta Beat tuvo que salir en defensa de sus admiradores y amantes. Pero es una batalla perdida de antemano y las conclusiones son de naturaleza patológica. La Cuba de Castro como enfermedad: “Por todas partes, supresión total de las fantasías conscientes e inconscientes. (…) Tengo que averiguar qué idioma se habla en esta isla, lenguaje Esopiano. No puedo confiar en nadie. Es como sufrir un colapso nervioso”. Y aún más: “Cuanto hago es una amenaza para Casa. Debo callarme y dejar de parlotear. Cerrarme. Miedo de escribir en este libro. De ahí mi estilo tan cortado. (…) La paranoia y la realidad por fin son idénticas”. Y así Allen Ginsberg deja de transcribir nombres en su diario y, como un Kafka en los tiempos de Kaftro, ahora A.G. pone solo las iniciales.

Unos días después, tras una gira nacional por varias provincias, muere repentinamente en la Isla el escritor chileno Ricardo Latcham, para terror de su compatriota Nicanor Parra, también de paso por Cuba, el que comenzó a creer que el runrún de las cortinas funerarias del velorio hacía eco en las cortinas de su cuarto de hotel (acaso fuera solo la risita de los agentes de la policía política que los espiaban a todos en su intimidad alquilada, por lo que no descarto que un día después de la Revolución, si después de la Revolución hay días, se filtre a la internet un audio con Allen Ginsberg eyaculando please… please… please…). 

Allen Ginsberg se le quejó en persona a Haydée Santamaría, que se lamenta de que haya ocurrido otro “estúpido error de policías no bien educados”.

Esta muerte chilena, Ginsberg la conecta enseguida con el deceso del científico francés André Voisin justo un mes antes, también de manera repentina y en solitario en su hotel: en ambos conspicuos casos, “mala publicidad para Cuba”. Por cierto, los dos habían nacido a inicios de 1903. La Revolución es eminentemente una cuestión de biogeometría.

Como curiosidad, Camilo José Cela, en Cuba también como jurado del Premio Casa de las Américas, le dispara por su parte una carta a Fidel Castro, proponiéndole cambiar la noción del gramático ibérico Antonio de Nebrija en 1492 de que “siempre la lengua fue compañera del imperio”, por un eslogan donde “Revolución” sustituya a “Imperio”, para rematar sugiriéndole a Fidel una misión acaso dictada por el caudillísimo Francisco Franco.

En efecto, Cela cree que “a Cuba, que habla español, que vive y sufre y trabaja y pelea y ama y muere en español, le cabría el honor histórico de poner las cosas en su sitio y vivificar la precisa y señaladora voz Hispanoamérica (y su correspondiente adjetivo hispanoamericano)”. Y, como posdata de su carta comandantesca, el marqués “aristocrático corpulento” Premio Nobel de Literatura, de quien Ginsberg se burla de sus “ojos burócratas de Burroughs” y sus “trajes de seda”, trata de convencer al hegémono cubano de que “en todo el mundo de habla española, en todo el mundo hispánico, la única persona que puede hacerlo con eficacia y sin herir susceptibilidades de nadie, es usted”, con la plusvalía de que, “políticamente, los alcances de la medida serían insospechados”.

A la hora de leer las obras como jurado del género de poesía para el concurso anual de Casa de las Américas, Ginsberg decide invitar a Manuel Ballagas (alias M) para que estos “odd Latinamerican poetry texts” sean leídos en su lengua oriunda por el cubanito de apenas 17 años por entonces, el hijo del eminente poeta Emilio Ballagas, fallecido muy joven a mediados de los cincuenta. Por semejante exceso de confianza, Ballagas será arrestado varias veces por los compañeros del Ministerio del Interior que atienden a Allen Ginsberg y al coro de conflictivos locales a su alrededor.

Pero a él la tipa simplemente le pareció “stupid & full of Authoritative Bullshit”. Como muchos de los escritores que lo agasajaron con hipocresía.

Al respecto de las detenciones arbitrarias, además de proponerle que invitara a The Beatles a Cuba cuanto antes, Allen Ginsberg se le quejó en persona a Haydée Santamaría, que se lamenta de que haya ocurrido otro “estúpido error de policías no bien educados”, pero le advierte al poeta-jurado que en Cuba hay “grupos de pro-norteamericanos que se creen que pueden chantajear a la Revolución buscando refugio en su fama poética”. 

Ginsberg deja correr a la funcionaria con su teoría de que los artistas son “bichos raros”, tal como ella misma se considera, y tal como ella considera a la Revolución. Pero luego, por escrito, Ginsberg describe mejor a esa mujercita con poder, una “rubia rusa rolliza” que habla “demasiado rápido”, como dando un discurso para chicas de secundaria”, y que, sin embargo, ha sido llamada por otros como el hada madrina de la intelectualidad cubana inconforme. Pero a él la tipa simplemente le pareció “stupid & full of Authoritative Bullshit”. Como muchos de los escritores que lo agasajaron con hipocresía. Como la Revolución en sí.

Así, en uno de los momentos más dramáticos del diario, su dictamen sobre el socialismo a la cubana, duélale a quien le duela en la izquierda norteamericana antisistema, es lapidario: “Lo que necesitan es un conjunto apropiado de leyes cívicas y sobre libertad de expresión”. Punto y aparte. Pues el Estado no debería de estar “administrando la vida sexual de los adolescentes y sus actitudes hacia el Estado,” como si de una “Revolución Kibutz” se tratara.

Los rumores contra él son echados a rodar con rabia por el Departamento de Opinión del Pueblo, supongo. Es la primera fase de su proceso: la estigmatización antes de la expulsión. “El problema aquí es que todo lo que hago, como no se reporta oficialmente, se chismorrea hasta los extremos más ridículos y se vuelve monstruoso. Una medida de la locura de esta sociedad”. “Todos parecen estar de acuerdo en que los periódicos aquí apestan, son mediocres y no critican y no tienen independencia”. “Se me informa de más gossip/chismiss. Se supone que tuve orgías con todos los chicos y chicas de El Puente” (¿incluida Nancy Morejón, deletreada por Ginsberg como “Nancy Moreno”?).

Por ninguna parte encuentra Allen Ginsberg “una manera Zen para hacer bien la Revolución”.

El 10 de febrero lo llevan a volar sobre la Sierra Maestra. Debieron de tirarlo sin paracaídas sobre el Pico Turquino, para que aprendiera a hacerse el cóndor cómico sin condón en Cuba. El 12 va a la Gran Piedra. Recorre las ciudades de campo en limusina. El calor o el ron o la machería santiaguera le dispara a Ginsberg el nivel de erratas hasta el paroxismo, según se aproxima el clímax de su expulsión de Cuba. Diríase que se burla, pero no. No hay emojis ni pretensión de parodia en su diario (excepto cuando se refiere respetuosamente a José Rodríguez Feo como Mr. Ugly). 

Nuestro poeta testimoniante está tratando de ser tan exacto como puede, en medio de una Revolución que lo invitó sólo para no darle ni las gracias al final. Así, garabatea con su caligrafía de colegial pacifista: la “Grande Pidra”, el cuartel “Moncalpa”, las escuelas vocacionales militares “Camila Cienfuegas” y “Carmillo Confiengos”, el periódico “El Mondo”, las Brigadas de “Analfabazación”, “Ser culto es a ser libre (José Marte)”, un tal “Miguel Barent” en una tal “UNIAC” (el cual, confrontado por milésima vez sobre la represión del G-2 en contra de sus colegas y sus santeros, le declara compungido en privado a Ginsberg: “Yo estoy cansado. O simplemente, como en Kafka, no soy valiente. Tú tienes una cultura diferente a la que estás habituado. Hasta hace 2 años, yo era más valiente. Ahora ya no tengo ganas de cambiar el mundo. Demasiados problemas de amor. Bueno, eso es lo que siento, no soy un romántico como tú”), y un etnográfico hetsétera.

Por ninguna parte encuentra Allen Ginsberg “una manera Zen para hacer bien la Revolución”. Al parecer, su tierna teoría de que “todos los jóvenes hagan el amor con los miembros del Partido” no recibe muy buena acogida. Ni entre los jóvenes, ni entre los miembros del Partido. La culpa la tienen, por supuesto, las agresiones imperiales en contra de los pueblos de Latinoamérica y de la Tricontinental del Tercer Mundo. En definitiva, como una mujer de nombre Marcia le comentó a Ginsberg, según nos comenta Ginsberg, “lo peor de la Revolución es la resaca de la vieja Cuba católica burguesa”. Es decir, el presente de tiranía no debe ser nunca criticado: la culpa es del pasado y la redención está en el mañana. Hay que joderse.

“Sabemos lo que hacemos. Esta es una Revolución y debemos hacer las cosas rápido. Todo lo hacemos así”.

Finalmente, el 18 de febrero tres agentes de la Seguridad del Estado, disfrazados con las cheas camisitas de civil del ICAP, a las 8:25 a.m. le tumban la puerta de su habitación, tras una nochecita de fiesta feliz en el hotel, y le anuncian a Ginsberg que no tiene otra opción que acompañarlos: un tal capitán Carlos Varona, Jefe de Inmigración a nivel nacional, quiere interrogar a la cucaracha contestataria norteamericana.

Debe recoger todos sus bártulos de inmediato y no puede llamar a nadie por teléfono, ni siquiera a Casa de las Américas (Ginsberg ignoró acaso hasta su muerte, casi a ras del año 2000, que Casa de las Américas era precisamente la filial cultural de Villa Marista que dio la orden de deportarlo de por vida).

En la estación parapolicial, Ginsberg se despide de Cuba tocando bajito sus címbalos de dedo y repitiendo sus mantras medio hindús y medio homos. Nadie le explica nada. Tiene suerte, no tendrá que escribir la crónica de su interrogatorio anunciado. Pero a las 10:30 a.m. vuela fuera de Cuba en el primer avión que despegue del país. En este caso, hacia Praga, donde Ginsberg ha oído decir que los “más jóvenes se ríen del socialismo”. Directico a la Staroměstské náměstí a un costado de la cual había nacido el Kafka checo (K. murió el 3 de junio de 1924, dos años antes del 3 de junio en que G. nació).

Cuando la patrulla sin chapa de patrulla lo lleva hacia el aeropuerto José Martí, como un prisionero de paz, como miles y miles de cubanos expatriados a la fuerza, todavía Ginsberg está tintineando sus címbalos de dedo en el carro policial:

Ooom, oom, oom. Sarawa Buda Dakini veh venza wani yeh venza bero tsa ni yeh hum hum hum phat phat phat so hum… 

Uno de los agentes le explica la causa del vértigo de lo que está pasando a su alrededor: “Sabemos lo que hacemos. Esta es una Revolución y debemos hacer las cosas rápido. Todo lo hacemos así”.

Hari Krishna Hari Hari Krishna Krishna Hari Hari Hari Rama Hari Rama Rama Rama Rama Hari Hari

La soledad y el silencio de los norteamericanos en Cuba amerita otra tesis de posdoctorado.

En la bahía de La Habana, pintado en la proa de un carguero quién sabe si de nacionalidad cannabis (el último porro clandestino de marihuana le costó diez pesos unas horas antes a Ginsberg), el jueves 18 de febrero de 1965 Allen Ginsberg lee, desde su ventanilla de paria del proletariado, lo último que la Revolución Cubana le permitiría leer, al menos dentro de sus fronteras de fidelidad fascistoide: MANTRIC.

Es el nombre del barco, cargado tal vez con armas traídas también a toda velocidad. Armas que todos los cubanos sabemos para qué eran, para qué serían, para qué son. Armagedón del armaG2. En efecto, ellos sí sabían lo que estaban haciendo. Era una Revolución y debían de hacer las cosas bien rápido. Desde entonces, todo lo han hecho así. A la carrera, a la cañona.

A las 9:00 p.m. ya Ginsberg está escribiendo otra entrada de su diario desde el aeropuerto de Gander, Canadá. Ese pueblecito cómplice que se prestó durante décadas para que la dictadura cubana moviera a sus rehenes cubanos de una punta a otra del planeta. 

Bajo las auroras boreales, inconcebibles dentro del clima claustrofóbico de opresión tropical, el poeta declara entonces para nosotros, sus lectores post-mortem, que, en plena posesión de sus facultades mentales, a él no le queda ya “nada que esconder excepto su soledad”.

Está solo en Marx. Como Lillian Roth estuvo sola en el Montmartre. La soledad y el silencio de los norteamericanos en Cuba amerita otra tesis de posdoctorado.

I died an important screen death, dijo Lilly mi amor hembra en una entrevista de prensa publicada en Boston, creo, a mediados de los 1930, poco después del gran colapso económico de los Estados Unidos, provocado en gran parte por los agentes de influencia infiltrados desde Moscú. También Allen mi amor hombre murió una muerte importante en pantalla, dando piruetas como un saltamontes psicostalinista detrás del Telón de Acero.

Igual los amo a ambos, como amé a todos los norteamericanos desde que tuve uso de razón y hasta que la perdí desproporcionadamente, devenido el mejor excritor vivo de Cuba. Léase, un homeless internado en un home de aquella Norteamérica imaginaria, hoy ya a solas sin Donald Trump, y en trance de que los demócratas desde Washington DC le abran, mucho más temprano que tarde, las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.




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Ya no tienen nada que vender, salvo sus cuerpos

Michel Houellebecq

La sociedad cubana —como todas las sociedades— solo era un laborioso dispositivo de trucaje pensado para que algunos se libraran de los trabajos aburridos y penosos. Excepto que el trucaje había fracasado, que ya no engañaba a nadie.