La historia de Basilio

Basil Falcon nació en Philadelphia, Pennsylvania, en septiembre de 1959. Su padre, Basiliano, que era de Camagüey, había sido ferrocarrilero en Cuba antes de convertirse en obrero gráfico desde su llegada al “Norte”, a finales de los cuarenta. Cuando había vacaciones recorría en su Buick todo el país, de Nueva York hasta Key West, para subir con carro al ferry y, ya desde La Habana, agarrar la Central hacia Céspedes. Tras visitar amigos y parientes, regresaba a Philadelphia por la misma vía. En 1957 se casó con Everarda “Viva” Martínez, pinareña y maestra normalista que había llegado a Philadelphia hacía menos de un año a vivir con su hermano, vecino del impresor.

North Philly era entonces un barrio mixto, en franco proceso de white flight o fuga de la población blanca, un fenómeno que afectó a casi todas las grandes ciudades americanas a mediados de siglo. Habitaban el barrio junto a familias de origen europeo, algunos afroamericanos y muchos puertorriqueños. Los poquitos cubanos eran casi todos familia. Basil se crió en la calle con boricuas y primos, peleándose con gringos en la escuela, sobreviviendo en un ghetto que derivaba rápido en ese slum que hoy día llaman Badlands.

Como a los nueve años lo trajeron al sur de la Florida. Ya por entonces la Sagüesera llamaba mucho a los viejos guajiros del norte con el irresistible canto de sirena del pastel de guayaba y el cafecito Pilón. Vivieron en North Dade, en el ghetto-suburbio esta vez y Basilito, al poco tiempo adolescente, anduvo pronto en corretajes de escape hacia la playa de Haulover o en incursiones a Wynnwood a la caza de boricuitas sin chaperona. Fumó y manejó, jangueó y se fajó, vivió sus teens en los setenta. Cabalgando highs y lows, terminó High School en North Miami y se metió en el Army. Fue destacado al sur de Alemania en plena Guerra Fría, y esa fue su guerra: un régimen brutal de un mes en las barracas y otro mes a la intemperie, en plena línea de tensión, escrutando desde los gélidos blindados la frontera de Checoslovaquia. A la semana de su regreso a casa, su padre enfermó de los nervios y se ahorcó sin dejar nota.

Veterano, honorably discharged, súbito huérfano, Basil estudió Turismo en el Miami Dade Community College. Hizo trabajos de security guard y obtuvo una licencia para portar armas. Le gustaba la calle, los bares, los billares. Una noche en North Miami Beach, en una discoteca, un grupo de coreanos le armaron una bronca que desbordó el establecimiento y Basilio, perseguido, corrió hacia su carro. Sólo tuvo tiempo de abrir la guantera y sacar la pistola. Disparó seguido hacia atrás, por la izquierda. Vio caer al primero, vio caer al segundo, arrancó y se perdió chillando gomas en la noche del parqueo. En el primer canal lanzó la pistola. Llegó a la casa, agarró el pasaporte y se largó a México, a casa de unos primos que vivían en Polanco. Al mes, previa transa en Gobernación, consiguió una identidad falsa. Ahora se llamaba Andrés Bautista y había nacido en Oaxaca. Tomó un avión en el Benito Juárez y comenzó sus ocho años de fuga por el mundo. En el North Miami Police Department, un detective hispano iniciaba una cacería: su foto de la licencia salió un domingo en el programa “America’s Most Wanted”.



Recorrió buena parte del mundo. Vivió en Caracas y en Rio, en Las Palmas y en San José, en Madrid y en el D.F., en Acapulco y en Santo Domingo, donde más tarde le quitó la u a su apellido de mentira y se volvió Batista, siempre Andrés. Recurrió a Belize para entrar a Quintana Roo (en un pequeño bote pantanero que zigzagueó seguro entre las autoridades fronterizas), y en un pueblo remoto consiguió su carné militar para prolongar sus documentos falsos. En Canarias no pudo evitar una sangrienta bronca callejera, afuera de un bar de putas y aporreó a un alemán que salió grave en los periódicos. Lo agarró un “noriegazo” en Panamá, y un incrédulo sargento migratorio que prefirió evitar complicaciones lo subió a una guagua hacia Costa Rica luego de tenerlo varias horas encerrado en una jaula junto con cuatro colombianos de Buenaventura. Aún lo buscaban, pero el detective hispano de North Miami Beach nunca pudo descifrar la red pinareña de solidaridad que permitió que la madre de Basil siempre fuera a verlo, donde quiera que estuvo, en decenas de países distintos.

Al cabo de ocho años, harto de escalofríos en aduanas y de ver a su madre desgastarse en aviones y en transferencias Western Union por donde se escurría el dinero de la humilde casa vendida, Basil Falcon decidió entregarse a las autoridades. Entró al país, se fue a su casa y se puso su mejor traje. Se presentó en la policía y su perseguidor de casi una década lo trató con respeto, casi con familiaridad. Fue llevado al county jail; el juicio demoró dieciocho meses. Contó lo que pasó. Había temido por su vida y los disparos habían sido en defensa propia. Convenció con su declaración a los ocho miembros del jurado y salió absuelto. Lo encerraron tres horas más después del veredicto hasta esperar que se marchara la diezmada tropa de hermanos coreanos y lo dejaron libre. Le restituyeron incluso su concealed weapon permit. A la semana, animado por unos parientes, se fue a Cuba.

Fue mula durante años e hizo bastante dinero. El negocio de llevar paquetes a la isla estaba en pleno florecimiento y Basil dividía su vida entre Cayo Hueso y South Beach. En Cárdenas conoció a Yudaris y se casó con ella en Varadero; una boda sencilla pero pagada en dólares, desde la guagua con parientes de la Ciudad Bandera hasta el Havana Club y las croquetas. Sorteó la burocracia y consiguió pasar su luna de miel con la cubana en Chile; tras peripecias en Lima y en Santiago, le regaló la última noche del Festival de Viña del Mar, donde actuaba Maná.

La pareja, ya inmigrada la esposa, vivió por Le Jeune Road. La madre, fiel con ellos. Basil siguió llevando paquetes a Cuba y gozando del status de “yuma” en La Habana de los noventa. Yudaris no soportó el pitcheo y pronto hubo divorcio. Siguió su vida en la Florida y eventualmente tuvo un hijo y un floreciente negocio de homes para pacientes de la tercera edad.

Todos lo conocían en La Playa. Trabajó en veinte hoteles, de consierge, de security, de maletero. Siempre amable, servicial, atento, amigo de todos. Fue un lector incansable. Leía de todo a toda hora y se volvió una enciclopedia ambulante que daba el dato rápido y exacto, fuese un pintor rebelde y callejero como Banksy, Blek le Rat o una exótica banda de hip-hop samoano de Long Beach, como The Buya Tribe. Caminaba cien veces la Washington, la Collins o Alton Road con sus pies diminutos, femeninos, saludando en bilingüe a todo el mundo. En el Flamingo Park asustaba a los muchachos musculosos y engreídos cuando se prendía al tubo por dos horas y no paraba de subir y bajar, como un autista, sin esfuerzo, seiscientas, mil barras seguidas. Llamaba a sus amigos cada veinte minutos por teléfono, sólo para comentar las nalgas de una ucraniana mesera en Lincoln Road o un diseño nuevo de T-shirt de Shepard Fairey, que los alternativos de Española Way recién habían colgado en la vidriera. 



Viajó aún más y requintó el cuartico de artefactos lejanos, macanas de Oceanía, carcajes yanomamis, santos de Puerto Rico, bastones nacarados con siguas, de la Plaza de Armas. Libros, diez mil: de sangre, de viajes, de mafiosos, de guerra, de viajes, de crónicas de bares, de recuentos de putas y traiciones. Hemingway, Peter Beard, Lydia Cabrera y Pierre Verger. Visitaba devotamente a su dentista, que lo complacía con aquella perfecta sonrisa de Colgate. Se hacía regularmente su chequeo en el Veterans Hospital y se cagaba en la noticia de que tenía una salud de hierro. Podía seguir comiéndose los flanes perfectos de su madre luchadora, activa, sobrevividora de las chemos y del acoso de aura de las clínicas cubanas del Medicare.

Hará unos tres meses (calculamos Josefina y yo) le habrían anunciado en los Veteranos que tenía cirrosis hepática; desde entonces no paraba de preguntar de medicina, de anatomía, de hepatología comparada. Se desbarrancó por el despeñadero sin fondo de una depresión insondable. Nadie pudo hacer nada. Yo pensaba a veces en la Browning plateada de su mesa de noche, lista y rastrillada, con su mantenimiento diario según el manual de los Green Berets.

El lunes antepasado le hice venir a mi estudio casi a la fuerza. Lo atraje con la carnada infalible de un libraco de arte moderno que mi mujer me había comprado el sábado en la librería del Centro Pompidou. Me habló de Hemingway y de Mishima, y de lo poco que le pagaban en el hotel Albión. Al despedirse a las ocho y media, Fifi le vió un gesto, una mueca, un rictus espantoso. A las nueve menos diez llamó Viva. Que cómo veíamos a Basilito, que lo ayudáramos.

Un vecino de su edificio duplex declaró que a las diez y media vio a la señora Viva viva, sentada en la cocina y que en la madrugada escuchó el estruendo seco de un disparo, ruido común en South Beach, al que no dio importancia. El primero tal vez no lo oyó nadie, pues fue probablemente a bocajarro contra la almohada de su madre. Estuvimos dos días yendo allí, gritando desde abajo, cada vez más convencidos de lo que sospechábamos. La policía entró el jueves al anochecer.

Miami, 6/12/2007.



Nota del editor: Entre los años 2006 y 2015 el blog Penúltimos Días publicó colaboraciones de 87 escritores, en su mayoría cubanos, establecidos en una docena de países. Uno de sus temas más recurrentes fue la experiencia del exilio, entendida como una pieza clave para explicar el “tema Cuba”, que fue su preocupación fundamental. Escojo aquí apenas diez de esas contribuciones (de autores de diferentes generaciones, lugares, visiones y experiencias) porque creo que su relectura puede arrojar luz sobre la manera en que hemos vivido y sentido las últimas seis décadas el hecho de quedarnos sin un país que, sin embargo, se prolonga en la memoria. (Ernesto Hernández Busto).





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