Medio siglo

El momento del éxodo lo recuerdo todos los años como si fuera el mismo día en que ocurrió. Veo cada detalle, oigo lo que se dijo y se calló, toco en mi mente la mano temblorosa de mi padre que hasta aquel día no sabía que existía; huelo a mi madre y a mi abuela que jamás volví a ver, siento de nuevo ese miedo que tendría muy poco tiempo para aprender a superar. Desde aquel momento hasta el presente, mi vida ha consistido en demasiado cortes y pocos empates en una película de largo metraje a medio hacer dirigida por un esquizofrénico.

El aniversario se marca año tras año en un interior que nunca he sabido cómo exteriorizar, quizás porque hay ciertas heridas que cicatrizan mejor sin luz. Aquel triste día, el primer lunes del mes de marzo de 1962, perdí de golpe no sólo la totalidad de mi niñez e inocencia sino mi sentido de identidad, familia, comunidad y pertenencia en un mundo que dejó de darme protección.

Trato de recordar cómo se llegó a la decisión que culminó en aquel 5 de marzo. La condena de la peregrinación sin habérmela buscado. Cargar con la etiqueta de extranjera por el resto de mis días. El intento eterno de ocultar explicaciones dolorosas a preguntas inocentes. La complicación de no poder responder en breve a la pregunta de dónde soy. La “salación” de un pasaporte que indica dónde nací.

¡Qué duro juzgué a mi padre por tantos años! Cuando vine a empezar a captar algo, él ya se había muerto de tristeza. Me lo imagino examinando metódicamente todas las posibilidades para al final aguantar la respiración y lanzarnos hacia un abismo que él ya había rechazado. Calculo que la única opción para mi madre fue la de estar de acuerdo.

Fuera de mis recuerdos he encontrado poco que me ayude a descifrar aquellas primeras semanas y meses del “exilio histórico”. No he encontrado la narrativa adecuada para mi visión interna de aquellos tiempos en un Miami sin economía, pero invadido a diario por otros 200 o 300 cubanos. Mi padre pasó hambre y sufrió lo indescriptible. Me aseguraba de vez en cuando, sin él creérselo, que pronto estaríamos con mi mamá.

La soledad y el vacío empezaron a ser los mejores y más seguros amigos, en lugar de los queridos primos y tíos que siempre me habían rodeado para disminuir en algo las extrañezas de mi hogar. Los momentos de consentimiento para la hija única se evaporaron. Mi padre empezó a exigirme tragar en seco porque la supervivencia dependía de una fortaleza que había que cultivar o por lo menos pretender que existía mientras se forjaba. Aprendí rápido a conformarme con lo que fuera y no pedir ni quejarme de nada. Caminábamos horas para ahorrar los quince centavos que costaba la guagua. Íbamos a ver a cuanta persona pudiera echarle una mano a mi padre, pero las manos en aquellos tiempos estaban vacías. 



El Refugio de aquel momento no era el mismo edificio que llegaría a ser un símbolo de algo años más tarde. Acudir a aquel lugar era para mi padre una humillación por encima de todas las otras que sufría a diario —por no tener ni trabajo, ni recursos, ni familia, ni nada. Tener que buscar allí entre la ropa usada qué ponernos, llevarnos algo de comida reciclada del ejército norteamericano y tener que aceptar como ayuda $100 USD mensuales eran vergüenzas indescriptibles dentro del marco de la ética personal de mi padre y su familia de origen.

Por mucho que quiero no puedo descifrar el contenido de las “diligencias” casi infinitas que ocupaban las horas y los días de mi padre, que ni dormía ni comía. Para alternar se sentaba en silencio durante horas, mirando intensa y fijamente algo que yo no veía. No me dejaba con nadie y, a pesar de valorar la educación formal, en aquellas primeras semanas en Miami mandarme a una escuela no fue parte de la programación. 

Mejor irnos de Miami —decía mi padre, explicando que allí yo no iba aprender un buen inglés y mi español iba a deteriorarse. Una vez que se decidió que tendríamos que irnos “al Norte”, su otra preocupación fue evitar el sol para blanquearnos lo más posible. 

Nuestro futuro inmediato se decidió un buen día en el Refugio al final de otra cola larga. Un oficial americano bilingüe y agradable le dio a mi padre la opción de relocalización en Los Ángeles con los episcopales o New Jersey con los presbiterianos. En lo que a mí me parecieron menos de treinta segundos, mi padre optó por New Jersey con los presbiterianos y así selló una buena parte de mi futuro y la totalidad de la vida que le quedaba a él. Quince años más tarde, el Miami tangible que conocí en aquellas primeras semanas había dejado de existir. Otra pérdida irremediable. 

New Jersey fue primero un avión cargado de cubanos asustados en núcleos familiares completos (exceptuando a nosotros) rumbo a algo o la nada. El aeropuerto de Newark hace medio siglo era semejante al que tiene hoy cualquier pueblo grande. Nos instalaron en un apartamento minúsculo y sin teléfono lleno de cosas usadas donadas para “los refugiados”. Otro episodio para mi padre en la mezcla de agradecimiento y humillación. 

Al fin: ¡trabajo! En una fábrica a más de media hora de distancia por guagua y en el turno de la noche. No se quejó: más íntegro y digno trabajar haciendo cualquier cosa que depender de la caridad del prójimo. Adaptación para un hombre que frisaba los cincuenta años sin la menor aptitud mecánica y sin haber hecho nunca ningún tipo de trabajo manual. 

El regreso a la escuela… En aquel pueblito hasta ese momento no habían lidiado con un niño extranjero. El primer día me dieron un examen escrito para determinar mi inteligencia y el inglés que había aprendido con Miss Neska no dio para mucho. Me atrasaron un año y caí en el aula de los no muy inteligentes. Los adolescentes no son muy caritativos con los que no son miembros de su tribu y lo que me tocó no fue la excepción. 



Cuando me iba para la escuela por la mañana, mi padre regresaba del trabajo. Por la noche, cuando estaba por acostarme a dormir, mi padre se iba para la fábrica. Si estaba horrorizado de dejarme sola noche tras noche en un lugar desconocido sin recursos para auxilio, no me lo demostró. A mí sencillamente no se me permitía tener miedo. 

Un par de meses más tarde, mi madre llegó y todo empezó a mejorar. Mi madre era un ser mucho más suave, adaptable, hacendosa, y no se abrumaba por lo que faltaba. Semanas más tarde, mi padre consiguió un trabajo como contador y pudo dejar de trabajar en la fábrica a cambio de un viaje más largo y complicado que le añadía tres horas a cada día laboral. El distrito escolar donde vivíamos tenía las mejores escuelas públicas de la zona y por lo tanto mudarse más cerca del trabajo de mi padre no era una opción. Este sacrificio no lo capté hasta años después de que fallecieran mis padres.

Mi supervivencia en un futuro incierto, peligroso y cruel se convirtió en el desvelo de mi padre. Todavía me parece oír sus advertencias convertidas en lemas para impulsarme a aprender, competir, superar y lograr: 

“Aquí o te los comes o te comen”… 

“Lo único que nadie te puede quitar es la persona que tú desarrollas dentro de ti misma”… 

“Eres ya demasiado grande y siempre tu inglés tendrá un acento que te marcará como extranjera… Tienes que desarrollar un vocabulario tan impresionante que nunca nadie se atreverá a discriminarte”. 

Pasé un par de años muda en la escuela. No tenía nadie con quien hablar español fuera de mis padres. Los maestros se referían a mí como “la extranjera” y enfocaban mi educación como un proyecto experimental. Los muchachos se burlaban de mí la mayoría del tiempo y cuando me ignoraban yo consideraba que casi me estaban tratando bien. Al final del noveno grado, nos pusieron un surtido de exámenes de inteligencia y conocimientos generales. De un día a otro, pasé de ser considerada casi una retrasada mental al grupo de los más avanzados de mi clase. ¡Mis compañeros de ambos grupos nunca me lo perdonaron!

Mientras tanto, aunque a los otros adolescentes se les permitía o por lo menos se les toleraba las idioteces que acompañan la edad, a mí no se me permitía ninguna actividad extracurricular que no fuera estudiar. Mi padre exigía que me adaptara al mismo tiempo que quería amarrarme de pies y manos a aquellas partes de lo cubano que él juzgaba como superior: ¡la imposibilidad más monumental de las imposibilidades que me rodeaban!

Listas interminables de palabras por aprender. Cada una se buscaba primero en el diccionario, se escribía diez veces, y se terminaba usándola en una oración. Sin educación, mi futuro, de acuerdo con mi padre, sería tétrico. No había dinero para costear mi universidad y las únicas becas que existían no tomaban en cuenta mis desventajas.



Aprendí el vocabulario y la gramática hasta poder superar a los más aventajados, competí contra mis compañeros que no necesitaban las becas sin las cuales yo no podría continuar mis estudios, superé los obstáculos dentro y fuera de mi hogar, y logré entrar a la universidad con becas que cubrieran todos mis gastos justo cinco años después de haber cruzado el charco. Mi segundo idioma se había convertido en algún momento en mi mejor idioma. En otro momento impreciso mi metamorfosis sociocultural se había consumado: exteriormente parecía más norteamericana que cubana. 

Salí de casa de mis padres y me incorporé a un mundo totalmente norteamericano, aún más alejado de la diáspora cubana. Con dieciocho años, traté de dejar atrás mis raíces amargas y olvidar todo lo que me diferenciaba de quienes me rodeaban. Todo lo que me ataba a mi cultura de origen dolía, ardía y no lo entendía. Traté pasar como miembro del montón y a veces casi lo logré. Durante mucho tiempo logré permanecer anestesiada. Me dediqué a cultivar mi vida externa sin mirar mucho hacia dentro. Durante muchos años opté por usar el español lo menos posible. El tema de Cuba y lo cubano me hacía sentir muy incómoda y —viviendo bien “al Norte”— logré evitarlo.

Las diferentes décadas de la vida que he forjado han tenido sus propios temas. Estudié, me incorporé a la contracultura de los sesenta, volví loca a mis padres, me casé, tuve un hijo, me divorcié, mi padre falleció, me volví a casar, tuve una hija, estudié un poco más, me volví a divorciar, trabajé a veces haciendo cosas que cuadraban con mi educación y otras no, volví a estudiar, mi madre falleció, seguí estudiando… Al final, logré todo lo que mi padre se había propuesto y quizás hasta un poco más.

El regreso al terruño también fue traumático. Aquello parecía una película extranjera con subtítulos en un idioma desconocido. Lo que yo podía entender de lo que estaba viendo era mucho menos de aquello que me resultaba totalmente ajeno. La discriminación contra mí en el lugar donde había nacido fue inesperada y penetrante. Podía ver pero no tocar: como las vidrieras cuando era niña. Me percaté de que mucho de lo que hasta ese momento creía que era mi “personalidad” tenía más que ver con mi cultura de origen. Cuarenta años más tarde, todos mis tíos, exceptuando a uno, ya habían fallecido o estaban muertos en vida. Mis primos seguían siendo mis queridos primos de nuestra niñez pero todos nuestros puntos de referencia se encontraban en un pasado sin presente ni futuro. Los senderos se habían bifurcado demasiado.



Medio siglo después, no sé si me llevaron o me fui, me trajeron o llegué. La dualidad consume la totalidad de lo que he sido y soy. La distancia entre lo que gané y lo que perdí no se puede medir. Me ha tocado vivir dentro de un capítulo de una de las recurrentes tragedias humanas. Rehúso ser víctima y por lo tanto también excluyo a los verdugos como parte de mi historia. Soy extranjera, pero en mi ámbito nadie me discrimina. Hay veces que puedo pensar en dos idiomas, pero cuando me aturdo no me salen palabras en un idioma ni en otro. Me cuesta trabajo leer y escribir en español. No pudiera haber escrito esto sin la ayuda de un diccionario grueso. No pertenezco ni a Miami ni a La Habana ni a Cárdenas, donde nací. Las raras veces que me doy el lujo de “sentir en cubano”, lloro. Puedo vivir sin el español con mucha más facilidad que sin el inglés. Aunque lo disfruto cuando lo tengo presente, no extraño ni la comida ni la música y mucho menos la algarabía del cubano. No se me olvida que soy cubana, pero hay veces que pasan días y hasta semanas sin percatarme de ello. Paso largos periodos de tiempo sin ver a ningún cubano y no lo extraño. No añoro vivir en Cuba ni en ninguno de los enclaves de la diáspora. 

Fuera de mi trabajo como profesional, mis hijos adultos y nietos son el enfoque principal de mi vida. Soy la matriarca de una familia diminuta de la que fue hace medio siglo una familia grande en otro planeta. Mis hijos no hablan español ni se definen como cubanos, pero les gusta la comida y la música cubana. Sin darse cuenta, viven muchos de los valores de la cultura cubana y de mi familia en particular. 

Estoy satisfecha con la vida que he logrado. Agradezco la riqueza de lo intangible que mis padres me dieron en abundancia. Tengo muy buenas amistades que son como familia. Mi trabajo me llena. La trayectoria y la tristeza infinita de esta familia cubana que se convirtió en cubano-americana se acaban conmigo. El aislamiento, el silencio y la soledad me dan amparo. Cuando me muera, pido que lleven mis cenizas a Cárdenas donde mi apellido aún significa algo.

New Jersey, 29/5/2013.



Nota del editor: Entre los años 2006 y 2015 el blog Penúltimos Días publicó colaboraciones de 87 escritores, en su mayoría cubanos, establecidos en una docena de países. Uno de sus temas más recurrentes fue la experiencia del exilio, entendida como una pieza clave para explicar el “tema Cuba”, que fue su preocupación fundamental. Escojo aquí apenas diez de esas contribuciones (de autores de diferentes generaciones, lugares, visiones y experiencias) porque creo que su relectura puede arrojar luz sobre la manera en que hemos vivido y sentido las últimas seis décadas el hecho de quedarnos sin un país que, sin embargo, se prolonga en la memoria. (Ernesto Hernández Busto).





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