Made in Cuba: gestión y complot en al arte cubano reciente

En su fascinante ensayo “Teoría del complot” (2007), Ricardo Piglia especula ciertas ideas a propósito de la cultura y los grupos que alternativamente influyen y dominan la expectativa estética y las nociones de gusto en las sociedades. La mente conspirativa del argentino y el ajedrez que hace de esa totalidad simbólica —que a veces comprendemos muy ingenuamente—, me inducen a practicar una lectura semejante dentro del arte cubano, refiriéndome, en particular, a lo acontecido en esta última década. 

Escuchemos —del propio Piglia— una definición del tópico en cuestión: “Podemos ver el complot como una ficción potencial, una intriga que se trama y circula y cuya realidad está siempre en duda, controlada por los grupos que se constituyen para planificar acciones paralelas (…). Sería entonces un punto de articulación entre prácticas de construcción de realidad alternativas y una manera de descifrar cierto funcionamiento de la política”.[1]

Hace algún tiempo, aunque levemente, manejé esta idea del complot en otro texto, “La Cosa Nostra: Del apoliticismo a la autogestión” (2016), consciente de que apenas entreabría la puerta hacia un motivo que podía rendir un ensayo de largo aliento. Entonces escribí bajo cierto apuro: 

“El arte cubano actual se distingue por su manera de fundarse desde el complot. Pero no es este ya un complot que se origina desde ‘arriba’, al interior de una política cultural definida por el Estado, sino un clima tácito que se expande desde los círculos de poder artístico hasta el imaginario colectivo del gremio. Todos saben, o al menos sospechan, de la existencia de una red de artistas estrechamente relacionados. El denominador común, la razón más inmediata que los une, si se piensa con detenimiento, resulta predecible: el ascenso comercial. A partir de ahí se estructuran los grupos, las sociedades de escasa o abundante celebridad dentro del contexto cubano emergente”. 

Con semejante vanidad deslicé aquel párrafo que decía todo y a la vez nada. Una idea que me acosó hasta este momento y que pretendo desplegar a la sazón de estos apuntes. Porque aventurarse a entender los procesos que últimamente han cristalizado en el arte de la Isla —las relaciones fluctuantes entre el poder y los artistas, la institución y lo alternativo, el aquí y la diáspora, lo local y lo globalizado—, supone instrumentar un discurso similar a esa teoría conspirativa que imagina Piglia desde condiciones muy desiguales. En todo caso, al adaptar a nuestro contexto las formas del complot que insinúa el argentino, quedamos expuestos a otros rasgos y posibilidades que dimanan de esa “condición totalitaria” (Rolando Sánchez Mejías) que ha signado la cultura y la política en la Isla desde hace sesenta años. 

“Todos saben, o al menos sospechan, de la existencia de una red de artistas estrechamente relacionados. El denominador común, la razón más inmediata que los une, si se piensa con detenimiento, resulta predecible: el ascenso comercial”. 

Habría que comenzar este desglose trayendo a colación algunos sucesos acaecidos en la Isla, los cuales denotan el comienzo de una “nueva época” —que al paso de los años no resultó sino en un espejismo. 

Me refiero a esa oleada que se desata a partir de la apertura política a finales de 2014, y que trae consigo el éxodo invertido, marcado por el retorno de varios artistas mitificados por su parcial desaparición de la escena local; la entrada de una generación —la de los años ochenta— en el santuario de la plástica nacional; el progresivo aumento de los espacios de corte alternativo, impulsores de otras políticas de consumo y gestión; el in & out de algunos dealers y artistas de peso internacional que dejan su impronta, sobre todo en la XII Bienal de La Habana[1]; en fin, el redescubrimiento y la desmesurada expectativa que arrastra consigo el eventual deshielo, la ruptura de ese patético encierro que mantuvo en jaque la movilidad y el diálogo desprejuiciado del arte facturado en la Isla con los contextos de la élite global. 

Quizás lo más representativo de ese revival concerniente al arte se condensa en dos acciones de distinta envergadura, aunque al cabo confluyentes en varios puntos: el arribo de Galleria Continua Habana (2015), postulando su cuarta sede en el mundo y la única en territorio latinoamericano, y la “controvertida” aparición de un fenómeno inusitado en el contexto: El Apartamento, primera galería “independiente” en el marco de la política estatal socialista. 

Aquí debemos hacer un alto, dada la necesidad de esclarecer un par de cuestiones. 

Nótese que he usado, con toda intención, dos palabras —controvertida e independiente— cuya pertinencia me permito discutir brevemente. El surgimiento de este proyecto no supone, como puede pensarse, un desacuerdo marcado con el órgano estatal. Dicha controversia se da, siendo más exactos, entre los propios actores que por entonces se adjudicaban cierto poder y arbitrariedad dentro de las dinámicas alternativas. Reconocidas e influyentes figuras que coquetean con ambas lógicas desde un estatus dudoso, suerte de identidad heterogénea que les confiere cierta impunidad y hasta un indiscutible apoyo del sector oficial. 

“El cínico retorno del espíritu jinetero a los predios del arte cubano”.

Como propuesta, El Apartamento logró una rápida y fulminante legitimación, y la casi unánime aprobación de los artistas que —implicados o no en su inicial devenir— observaron como despuntaba en medio de esa atmósfera intrigante que pretendía abortar su incipiente recorrido. Inicialmente se impuso como argumento negativo la sospechosa procedencia de Christian Gundín —desligada en absoluto de los nichos habituales—, el nuevo comisario que captaba la atención del mundillo adoptando una postura metódica, casi ascética, que engordaba todavía más su misterio; un tema insignificante que ha alimentado cierto morbo pasajero. 

El joven Gundín, en su día, encarnó lo que para Piglia es la auténtica faceta del conspirador. Es decir, en la medida de lo posible se propuso “borrar sus huellas, actuar contra la lógica social de la visibilidad como marca del éxito”[2]. Al volverse recurrente en las conversaciones dentro de la trama social que alimenta y genera esa clase de expectativa indispensable a los efectos del arte —cuya importancia capital abordaré más adelante—, el galerista optó por replegarse en un trabajo meticuloso y estratégico, el cual puede constatarse en la probada calidad de las exposiciones con que su proyecto se lanza al ruedo. 

Para no ser un especialista fundado en el estilo ortodoxo, Christian jugó sus cartas magistralmente, haciendo ver que su entrada en el sistema no se trató de una pose, ni de un contagioso y efímero entusiasmo respecto al arte y sus simulacros de poder. Desde esa escalada inicial, lo hemos visto construirse un criterio y superar la común expectativa del circuito local, reeditando, tal vez desde una mejor versión, un mito que ya suponíamos irrepetible: la orgánica gestión y el carisma del fallecido Luis Miret. El coleccionista aficionado que en algún momento fue, dejándose ver a ratos por los estudios de artistas en busca de modestas adquisiciones, con el tiempo devino hombre clave dentro del siempre misterioso y sectario campo de la gestión artística. 

Dicho esto, solo me resta hacer una salvedad: el supuesto carácter “independiente” o “privado” que rige su proyecto. 

“Se impuso como argumento negativo la sospechosa procedencia de Christian Gundín —desligada en absoluto de los nichos habituales—, el nuevo comisario que captaba la atención del mundillo adoptando una postura metódica, casi ascética, que engordaba todavía más su misterio; un tema insignificante que ha alimentado cierto morbo pasajero”. 

Un poco antes tomaba prestado el termino “condición totalitaria”, pues se anuncia como un concepto indispensable para desentrañar los matices de la política cultural en la Isla. Dicha condición, digamos con cierta medida, tiene sus puntos flexibles, siempre definidos según convenga. De lo que se trata es de burlar astutamente su sentido estricto, la rigidez burocrática con que aparece planteada. En este sentido, parece legible que las cosas tiendan a cubrirse de eufemismos, que la conspiración asuma esa doble identidad que le es consustancial. 

Me explico: aunque no es secreto que El Apartamento es una galería concebida desde el perfil de cualquier galería privada, autogestionada y comercialmente rentable, pero el sistema prefiere llamarla “galería-taller”, “estudio-taller”, o de cualquier otra forma disimulada. Pese a que figura como un gesto inédito dentro de la gestión independiente en Cuba, en la práctica, su creída autonomía termina delimitada y legislada por las reglas oficiales. De modo que los términos “independiente” y/o “privado” no son los que mejor le sientan, los más adecuados para definirla. Antes bien, la galería en cuestión funciona como todas las otras: desde una lógica alternativa, perfilada como un desahogo al estanco institucional. 

Ahora bien, una vez que nos adentramos en este caso excepcional y conocemos de su notable influencia en años recientes, podríamos preguntarnos qué cosa, en definitiva, le confiere tal excepcionalidad, ese carácter exclusivo que seduce por igual a los distintos públicos: el entusiasta, los académicos, los propios artistas y los coleccionistas que peregrinan por las ferias internacionales. Después de todo, ¿de qué está armado El Apartamento? ¿Qué poderosas razones se ocultan bajo esa nómina heterogénea, que denuncia la convivencia de múltiples sensibilidades, poéticas, discursos y generaciones? ¿Desde qué presupuestos e intereses ha construido su perfil el comisario Christian Gundín? 

Ciertamente, la nómina de El Apartamento parece armada con pinzas, aunque da cuenta de un proceso combinatorio de registros, donde cada artista ostenta su propia marca sin renunciar a un concepto esencial, relativo al culto del objeto artístico. He sido propenso a calibrarla desde dos posibles nomenclaturas: el pedigrí estético (Flavio Garciandía, Raúl Cordero, Juan Carlos Alom, Reynier Leyva Novo, Arles del Río, José Manuel Mesías, Leandro Feal, Luis Enrique López-Chávez, jorge & larry, Osvaldo González, Ariel Cabrera, Yaima Carrazana) y el sibaritismo intelectual (Eduardo Ponjuán, Ezequiel Suárez, Orestes Hernández, Lester Álvarez, Levi Orta, Víctor Piverno, Diana Fonseca, Yornel Martínez). 

Sin embargo, esto no significa que no existan militancias variadas, autores que se deslizan por cada una de estas nomenclaturas y hasta las desbordan. Uno de los méritos del galerista reside tal vez en imaginar un rasero desde el cual aunar semejante conjunto, y luego hacer que funcione como producto depurado y afín a una expectativa que supera los arquetipos y la banal construcción simbólica que se ha hecho del arte cubano en los centros foráneos. 

“El Apartamento es una galería concebida desde el perfil de cualquier galería privada, autogestionada y comercialmente rentable, pero el sistema prefiere llamarla ‘galería-taller’, ‘estudio-taller’, o de cualquier otra forma disimulada”.

Precisamente es esto último, a mi juicio, lo que le ha aportado mayor credibilidad y sustento al proyecto de Gundín. 

Si revisamos los últimos catálogos en torno al arte cubano que han visto la luz —sobre todo fuera de la Isla—, intentos que establecen una comprensión banal y, por ende, distorsionada de estas últimas dos décadas, podríamos leer El Apartamento como un contrargumento, divorcio intencionado de esos clichés tendenciosos y oportunos que funcionan a los intereses de un coleccionismo reducido, de medio pelo. Porque es un hecho que ni todo ha sido tan apolítico, ni tan descomprometido, ni tan esteticista, ni tan vulgarmente frívolo, ni tan apocalíptico, ni tan contestatario o desapegado de la tradición insular. En todo caso, hemos visto confluir todo eso a fuerza de una cuota equitativa. Y en ese criterio, con diferencia, más atinado, pareciera refugiarse y poner el acento el roster armado por Christian. 

Por otra parte, considero que justo ahí se equipara su gestión a la forma de un complot. El suyo, digamos, se trata de un complot en contra de otro ya existente; urdido, en principio, para desmitificar las narraciones que habitualmente circulan y moderan el interés a propósito del arte made in Cuba. De esta manera, se hace claro que Christian Gundín ha pretendido una reinvención de los imaginarios del arte cubano, alentado, en buena medida, por la necesidad de establecerse comercialmente bajo nuevos matices, desde una ficción compacta e inusitada, que no le pertenece a nadie más que a él mismo. 

Sencillamente, el joven galerista rehuyó de ciertas trampas, de los lugares comunes que modulan casi artesanalmente la imagen de la Isla. Desdeñó traficar con la miseria y el bodegón, el folclor y la politización, el trauma migratorio y la experiencia postsoviética. Todas esas fórmulas, garantes de un mercado estático y aficionado, se despejan al interior de esa trama que ha dispuesto como nueva y efectiva lógica. O bien, para decirlo como Piglia, apostó por “desmontar y reconstruir la mirada artística”, estrategia que actúa directamente sobre la expectativa, el gusto estético y los diálogos con la tradición visual del contexto. 

“Christian Gundín ha pretendido una reinvención de los imaginarios del arte cubano, alentado, en buena medida, por la necesidad de establecerse comercialmente”.

Estoy lejos de pensar que Christian le ha construido la carrera a alguno de los artistas con los que trabaja. En cambio, sí considero que les ha reorientado el sentido sin acercarlos al prejuicio de decir o hacer ciertas cosas. Debemos recordar que, en su mayoría, esa nómina compila una buena cantidad de becas y residencias, además de un notable e influyente recorrido en los predios institucionales. Cada artista, a su modo, patentiza un modelo inimitable que el galerista ha sabido conjugar dentro de un relato englobante, suerte de statement que parece decirnos: sabemos que esto no es todo, que hay otras cosas atendibles en el arte cubano, pero estas últimas están dispersas, fragmentadas y, en el peor de los casos, permeadas de cierto provincianismo. 

De modo que no es El Apartamento un modelo declaradamente crítico con la gestión oficial, o el resto de los espacios alternativos que funcionan en la ciudad, sino un apartado que, al desarrollar una gestión demasiado eficiente y, además, encomiable en términos estéticos, ha terminado desprendiéndose de ese grupo amorfo y subalterno que conforma eso que piadosamente llamamos “movida independiente”. 

En este punto vienen a comprobarse mis sospechas: en El Apartamento el complot sustituye y hasta destierra cualquier indicio de crítica. Es el positivismo cultural emergiendo bajo el espaldarazo económico. 


De otra manera podría leerse el impacto de Galleria Continua en la trama de nuestro contexto. No bien se tuvo la certeza de que, efectivamente, la nave italiana de Lorenzo Fiaschi y Maurizio Rigillo aterrizaría en La Habana, comenzaron a correr los rumores en torno a cómo se daría tal fenómeno, quiénes serían los elegidos, y qué impacto tendría, después de todo, en el discurso que regula y proyecta cierta imagen del arte cubano internacionalmente. Hay, sin embargo, un detalle demasiado significativo que a la postre vendría a resultar la clave de lo sucedido: desde hace años Continua trabajaba con el que sin dudas es nuestro artista de mayor peso en la escena global: Carlos Garaicoa

El artista fue una suerte de lazarillo cuya impecable gestión les ahorró tiempo y un exhaustivo trabajo de campo a los mecenas italianos. Por supuesto, Continua no aterrizaba aquí a ciegas, pretendiendo hacer una zapa en terreno de nadie. Es obvio que manejaron algunos nombres a priori; apuestas iniciales que flotaban en el comentario y el trasiego de currículos armados especialmente para la ocasión. 

“El joven galerista rehuyó de ciertas trampas, de los lugares comunes que modulan casi artesanalmente la imagen de la Isla. Desdeñó traficar con la miseria y el bodegón, el folclor y la politización, el trauma migratorio y la experiencia postsoviética.

A fin de cuentas, echaron mano a un reducido grupo de artistas emergentes, defensores de una obra potente y gestual, atenta a los presupuestos y dinámicas que estandarizan las élites foráneas. Aunque en nuestro caso se trataba de empacar la experiencia local, los traumas que nos abordan desde inicios de la era postsoviética, en una visualidad depurada, exenta de prejuicios llanos, esencialista, digamos. Empacar —nunca mejor dicho— a la manera del propio Garaicoa en uno de sus gestos más simbólicos de la última década: Louis Vuitton viaja con Karl Marx, y nosotros viajamos con Louis Vuitton (2009). Desde ese paradigma vendría a filtrarse nuestra expectativa (est)ética. 

Por otro lado, quienes aprobaron ese casting vivieron la ilusión de un “nuevo destino”, reinvención mediática que marcó un súbito ascenso en el escalafón del gremio. Asumamos que si Continua te escoge es porque algo tienes, un atractivo individual, una marca de estilo, algo, en fin, que en muchos casos hasta puede volverse abstracto e irreconocible. Ante esto, se produjo un efecto conspirativo entre los artistas, quienes comenzaron, entre ellos, a cuestionarse bajo el típico cinismo que impone el terruño. 

Charlas y desbordantes exposiciones colectivas matizaron el acto de plantar bandera. Sobre estas últimas, podríamos advertir un pretendido intento de “coloniaje” discursivo, perceptible sobre todo en la ambigüedad de los títulos manejados en algunos casos: Anclados en el territorio (2015), Nido sin árbol (2016) y Diamante en bruto (2018). Es esta otra evidente tentativa de complot donde la galería se adjudica el descubrimiento de un territorio y un capital simbólico virgen, del cual dispone con el fin de situarlo en el mapa internacional. Sin embargo, es sabido que tal verdad está dicha a medias, pues si de algo no ha carecido el arte cubano de la última década es de experiencias relativas a los centros meridianos del arte global. 

Continua, podríamos decir, reactivó entre nosotros un estado similar al que el célebre coleccionista alemán Peter Ludwig generara a inicios de los noventa, un exorcismo de la expectativa y una nueva trama de intereses legitimadores. Si no bastaba con las sectas que ordinariamente se venían construyendo desde el ejercicio curatorial, ahora llegaba este fenómeno de alto estándar artístico a redefinir “los nombres” y, desde luego, la imagen toda del arte cubano. 

“No es El Apartamento un modelo declaradamente crítico con la gestión oficial, o el resto de los espacios alternativos que funcionan en la ciudad”.


Hasta aquí he esbozado algunas ideas en torno a esos dos fenómenos que me parecen indispensables en el acto de narrar lo que ha sido de nuestro contexto en el último lustro. Pero no todo ha quedado dicho. En un último momento de estos apuntes, me inclinaré por repasar las condiciones dentro de las que han fluctuado los discursos, los posibles gestos de vanguardia y la propia autonomía en la expresión de los artistas, dentro y fuera de la Institución. 

Advertirá el lector que hasta este momento no he puesto sobre el tapete la figura del curador, ni mucho menos la desestimada pertinencia de la crítica de arte en este proceso de reinvención narrativa y funcional. Y es que, en apariencia, dicho proceso no se ha amparado ni en unos ni en otros como instancias de poder social e intelectual. 

Al margen ha venido quedando, en años recientes, esa actividad que al despegar la década pasada se volvió fundadora de conciencia, generadora de propuestas discursivas que el tiempo se encargaría de legitimar o desaprobar. El curador, según lo veo, ha sido despojado en nuestro contexto de su poder nominal. Se ha prescindido bastante de sus servicios en el intento de armar conjuras cuyos intereses se plantean como fin último el éxito comercial. Más que incidir, los curadores se han dedicado a conservar el estatus, y en algunos casos, a pactar su presencia como actores secundarios, poco o nada definitivos. 

No obstante, siempre habrá quienes desafíen la norma y mantengan el valor del gesto autónomo, al tener por único compromiso la voluntad de sostener ideas y discursos que reconduzcan la expectativa estética. Pero es un hecho que muy pocos han conseguido —incluso suponiendo que lo deseen— afectar el equilibrio que ordena las prácticas simbólicas en nuestro contexto. 

“Si no bastaba con las sectas que ordinariamente se venían construyendo desde el ejercicio curatorial, ahora llegaba este fenómeno de alto estándar artístico, Galleria Continua Habana, a redefinir ‘los nombres’ y, desde luego, la imagen toda del arte cubano”. 

Un hecho muy reciente funciona como efectivo reflejo de esta realidad, donde el curador queda relegado por el poder de otros actores: pienso en la exposición exhibida en España para mostrar y socializar la Colección de Arte Cubano perteneciente al mecenas Luciano Méndez. El problema, desde luego, no es la exposición misma, con la que por demás estoy de acuerdo. En todo caso se trata de cierta ausencia de criterio, de un discurso rector orgánico que proponga algo más allá del mero gusto que distingue a Méndez. 

Aunque trazada desde una intención legítima y “desinteresada”, favorable como se mire al contexto cubano, dicha muestra es susceptible de construir precisamente eso que soslaya de intento: un relato visual que, sin una debida modulación, podría acabar distorsionando y omitiendo ciertas realidades simbólicas de igual o mayor impacto en nuestra producción plástica. 

Bajo esa misma falta de autonomía curatorial se ha ido sosegando también la voz crítica de los artistas cubanos, quienes prosiguen comentando la realidad, aunque desde una postura más cautelosa y rebuscada; una postura que les permita, en principio, pasar desapercibidos a la censura, y luego permanecer establecidos en esa cómoda franja donde se aguarda la posibilidad, cada vez menos concurrente, de una gestión comercial. A esto se le denomina hoy producir un “arte rentable”. 


Epílogo necesario 

En los últimos años el arte cubano ha adoptado la forma de un ecosistema cuya esencia consiste en desmontar y resolver la parcial dicotomía entre arte y mercado. Algunos, la minoría, lo consiguen a ratos, mientras que otros se dedican a permutar constantemente de identidad. En ese drama, por supuesto, se sacrifica cualquier intento rupturista, la apertura hacia otros sentidos y experiencias estéticas, la posibilidad de alcanzar un ambiente propicio a ciertas prácticas vanguardistas.

“Los curadores se han dedicado a conservar el estatus, y en algunos casos, a pactar su presencia como actores secundarios, poco o nada definitivos”. 

Por otro lado, la apertura política que comenzó a insinuarse a finales de 2014 trajo consigo una fuerte ilusión de liberalismo en los predios de la cultura oficial, y esa idea, aunque manchada por el espectro del fallido Decreto 349, ha perdurado hasta hoy. Mientras esté en circulación semejante falacia, relativa a la democracia de sentidos y la libertad de acción por parte de los artistas, no va a suceder algo trascendente en cuanto al destino de la plástica nacional. 

De modo que nos urge un complot dispuesto a liquidar esa ilusión. 




Notas:
[1] Ricardo Piglia: “Teoría del complot”, en Antología personal, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2014, p. 99. 
[2] Una Bienal marcada por los primeros pasos de Galleria Continua en la ciudad y el despliegue anecdótico-social de Michelangelo Pistoletto. La misma donde Luis Manuel Otero sedujo a Andrés Serrano con su performance Miss Bienal, ácida parodia que intervino el proyecto Zona Franca, en La Cabaña, para denunciar el cínico retorno del espíritu jinetero a los predios del arte cubano. 
[3] Ricardo Piglia: Ob. cit., p. 111. 




Conversación en La Catedral - Magela Garcés

Conversación en La Catedral

Magela Garcés

¿De qué otra manera pueden sobrevivir los artistas cubanos si no es por el yuma?Aquí nadie compra arte, no hay un mercado nacionalLos yumas son los que permitenque exista arte en Cuba”.