Miami: Quo Vadis?

“No te deleitas en las siete o setenta maravillas de una ciudad, sino en la respuesta que te da a una pregunta tuya”.
Ítalo Calvino: Las ciudades invisibles.


I. Bienvenidos a Miami: La ciudad del futuro

Miami es una ciudad estereotipada. Joven, extrovertida, contradictoria, caprichosa. Vista durante mucho tiempo como un pantano indeseable, plagado de mosquitos, que hoy la GaWC denomina como Alpha Level Global City. 

Miami es eso: contrastes y más contrastes. 

Como un desafío a la naturaleza, Miami se levanta sobre la porosa piedra caliza oolita a la que rinde tributo el recién bautizado Oolite Arts (antes ArtCenter/South Florida) y de la que el enigmático Coral Castle, en Homestead, se erige su mejor monumento. Considerado a un tiempo enigma constructivo —cuentan que el genial y ermitaño Edward Leedskalnin construyó el antojadizo castillo y jardín de oolita con herramientas manuales a lo largo de veinte años, moviendo por sí solo, quién sabe cómo, piedras de hasta 30 toneladas— y uno de los lugares más embrujados del país, quizás porque el descorazonado Leedskalnin decidió establecerse en el sur floridano después de que su media naranja cancelara la boda, la noche antes de la ceremonia, aduciendo que Leedskalnin era viejo y pobre. 

Así pues, aunque no esté localizado en el circuito turístico de preferencia de la ciudad, el Coral Castle, deviene símbolo del desafío constructivo que es Miami, su caprichosa y portentosa industria inmobiliaria y, no menos importante, ese perfecto enclave para siempre empezar de cero. 

“Miami es una ciudad estereotipada. Joven, extrovertida, contradictoria, caprichosa. Vista durante mucho tiempo como un pantano indeseable, plagado de mosquitos, que hoy la GaWC denomina como Alpha Level Global City. Miami es eso: contrastes y más contrastes”.

Las chapas de los automóviles del estado de la Florida ostentan orgullosas un par de naranjas con azahares. La conclusión es obvia: la Florida es, como reza el lema: The Orange State —confieso que ahora mismo me da pavor repetir este lema. (Para mí, sin embargo, el familiar ícono —uno pasa demasiado tiempo circulando entre las autopistas como para no elucubrar al respecto— se ha convertido en un símbolo por excelencia de la ciudad de Miami). 

Después de visitar Jacksonville por primera vez en 1878, Henry Flagler regresó a la Florida entusiasmado por su potencial económico. Convencido de que únicamente un sistema ferroviario único, así como la infraestructura necesaria, podrían hacer florecer la región en la que había comenzado un incipiente desarrollo a partir de lo que ha trascendido como The Orange Fever The Florida Gold Rush, que atraía inversores del norte a la región; Flagler puso manos a la obra. 

Por su parte, en 1886 y tras la muerte de su esposo, Julia Tuttle también se había mudado al sur, comprando acres de tierra alrededor del río Miami. Varios fueron los intentos, en vano, de Julia por ganar el favor de Flagler y convencerlo de extender, hasta el área donde se encontraban sus propiedades, lo que más tarde se conocería como el Florida East Coast Railway. Entonces sobrevino The Great Freeze (1894-1895) arruinando la producción de los naranjales y muchas fortunas asociadas a esta, en el norte y centro de la Florida. 

Julia, mujer persistente, juega su carta de suerte y envía a Flagler un peculiar obsequio: naranjas y azahares frescos, prueba fehaciente de que en el sur de la Florida no llegaba el invierno. Tras otras negociaciones no menores, Flagler, quien quizás igual ya tenía en mente llevar el ferrocarril hasta el extremo sur de la Florida, como efectivamente hizo, acordó hacerlo a cambio de cientos de acres de tierra pertenecientes a Tuttle y William y Mary Brickell, los otros propietarios principales de la zona. Es así como llega el primer tren a las márgenes del río Miami el 13 de abril de 1896, y con su llegada queda inaugurada la ciudad de Miami. 

“Miami se ha movido entre clichés perniciosos, muchas veces construidos desde la propia imagen publicitaria que la ciudad convenientemente ha querido dar de sí misma para atraer forasteros de todo tipo: turistas, inversionistas, retirados, traficantes, nuevos ricos, you name it”.

A Flagler debemos también el extendido epíteto de The Magic City. El término deriva de un escrito de E. V. Blackman, quien publicara un artículo homónimo bajo comanda del propio Flagler para su revista East Cost Homesseker

Henry Flagler y Julia Tuttle transcenderían más tarde como los padres de Miami. Y son, sin duda, el justo ejemplo de esa larga saga de desarrolladores inmobiliarios indisolublemente ligados al ulterior desarrollo de la ciudad. 

Difícil de aprehender incluso por aquellos que la habitan, Miami se ha movido entre clichés perniciosos, muchas veces construidos desde la propia imagen publicitaria que la ciudad convenientemente ha querido dar de sí misma para atraer forasteros de todo tipo: turistas, inversionistas, retirados, traficantes, nuevos ricos, you name it

Desde las postales que anunciaban a Miami como balneario y/o ciudad de retiro, pasando por la extendida y perversa iconografía visual derivada de series televisivas como Miami ViceNip/TuckDexter, o películas como ScarfaceBad BoysMiami BluesAdiós Miami, entre otras, y hasta su proyección más reciente como ciudad del futuro, Miami ha sido reducida a la imagen del placer, el glamour y el paraíso inversionista. Flamencos, palmeras, neones, discotecas, playas, autos deportivos de lujo, rascacielos flirteando con la arena, bilingüismo y fisicoculturistas, han sido los mejores aliados de esta imagen comercial de la ciudad. 

“Comenzaron a aflorar las palmitas-pinguitas de Hamlet Lavastida, que poblaban de modo subrepticio las paredes y aceras de Wynwood en silenciosa resistencia contra un sistema del arte harto viciado”.

Progresivamente, el ángulo de mira se ha sido ensanchado, siempre incentivado por el dinero del real state y los inversionistas con peso en el gobierno de la ciudad, hasta incluir a Miami como ciudad de las artes. 

En ello, sin duda, fueron instrumentales las figuras de Don y Mera Rubell al pujar por la celebración de Art Basel en Miami, no sin antes haber invertido en la compra de 45.000 pies cuadrados a finales de los años noventa, en lo que luego devendría el distrito de las artes. El período escogido (diciembre) tampoco sería fortuito: una feria de tales proporciones llenaría los entonces casi vacíos hoteles de Miami Beach. Aparejado a ello, Tony Goldman, el mismo real state mogul detrás de Soho y Miami Beach, comienza a comprar grandes lotes de terreno en el área. Pronto Wynwood, un vecindario histórico de clase trabajadora venido a menos, se convertiría en Wynwood Art District. Estimulados por las bajas rentas e incentivos varios, las galerías de arte y los estudios de artistas comienzan a concentrarse en el vecindario. Los antes auténticos grafitis urbanos son suplantados por el flamante proyecto Wynwood Walls, también de Goldman, y el distrito deviene punto obligado del arte contemporáneo en la ciudad. 

A modo de resistencia, se hicieron comunes entonces las intervenciones de David Anasagasti (Aholsniff glue), cuya marea de ojos somnolientos, saturados por las emanaciones tóxicas de la pintura de aerosol, denunciaban la marginalización creciente de la ciudad y su clase trabajadora. Por esa fecha también, y a escala más discreta, comenzaron a aflorar las palmitas-pinguitas de Hamlet Lavastida, que poblaban de modo subrepticio las paredes y aceras de Wynwood en silenciosa resistencia contra un sistema del arte harto viciado. 

Le sigue, ya sabemos, la especulación inmobiliaria y el fenómeno de la gentrificación. Hoy casi todas las galerías se relocalizan —no sabemos hasta cuándo— en Little River
y el próximo punto de mira parece ser Allapatah, donde Dan y Mera Rubell, entre otros tantos, han comprado 100.000 pies cuadrados y se preparan a mover su colección de arte contemporáneo. No es un fenómeno aislado en la ciudad: lo mismo podríamos decir de Ocean Drive, Lincoln Road, Design District, Brickell, o el Downtown; este último, exponente del frenesí constructivo del nuevo milenio conocido como the Miami Manhattanization. 

“En Miami, el hipertrofiado tráfico asoma como sufrible paliativo al crecimiento antojadizo de la ciudad a modo de ‘caserío’ donde, de vez en vez, te encuentras un oasis para cargar más gasolina y seguir dando rueda”.  

Mientras tanto, las comunidades que antes habitaban estas zonas se ven forzadas a migrar a otras áreas de la grilla urbana menos apetecibles por el real state. Y queda, por supuesto, el gran Miami, esa extensa área metropolitana que no sale en las postales y que crece silenciosa, bajo las autopistas, hasta los Everglades. 


II. Miami: Ugly Feelings

Miami, el gran Miami, es un lugar extraño. Una ciudad de destino. Y no, no me refiero aquí a esa mirada foránea que abusa del tan traído y llevado estereotipo que convierte a esta ciudad en destinación temporal o definitiva. Maniqueos y no menos ciertos clichés que construyen esta ciudad, que es a un tiempo enclave de veraneo o majestic shopping center para recargo de provisiones; última estación para la tercera edad que busca huir del frío ante la inminencia de la osteoporosis; resguardo de políticos corruptos y paraíso fiscal de dólares mal habidos; resquicio último de gente honrada que huye la pobreza, la muerte o la persecución, y cuantos otros in-between posibles en la enumeración que siempre quedará corta a falta de poder resumir todas las motivaciones personales que nos congregan en este extraño paraje. 

Pero no me refiero a eso. Habiendo morado en esta ciudad ya por algún tiempo, hablo desde la perspectiva del transeúnte habitual de estos designios donde el punto de partida y el punto de llegada anulan la posibilidad de todo punto intermedio. La distancia euclidiana es imposible en estas tierras arenosas, de rocosos estratos, donde pululan los canales que a modo de barrera limítrofe van reconfigurando la travesía sobre un enclave siempre amenazado por las aguas. 

En Miami, el hipertrofiado tráfico asoma como sufrible paliativo al crecimiento antojadizo de la ciudad a modo de “caserío” donde, de vez en vez, te encuentras un oasis para cargar más gasolina y seguir dando rueda. Así, el encuentro fortuito no existe. Todo encuentro es planificado de antemano y predeterminado por el GPS —casi siempre infalible— que sortea el absurdo de los embotellamientos a toda hora, las remodelaciones viales interminables y las ondulantes autopistas que como tubos de absorción te chupan y te escupen sin saber nunca a ciencia cierta qué sucede bajo el asfalto serpentino que se eleva desafiando toda gravedad. A eso me refiero, a la gravedad de barrios oscuros que ignoramos, la gravedad de los homeless debajo de las autopistas, la gravedad de los amigos que creemos conocer y no conocemos. 

“El encuentro fortuito no existe. Todo encuentro es planificado de antemano y predeterminado por el GPS”.

Las autopistas se insertan dentro de la tipología de non-lieux (Augé: 1992) o liminal space (Latour: 2005), donde la supuesta estructura facilitadora aísla y enajena anulando todo contacto social. No puedes confiar al evento fortuito la posibilidad de entablar nuevas amistades significativas fuera de tu propio gremio o grupo sociocultural. Los espacios comunes, como ocurre en toda gran urbe contemporánea, devienen, paradójicamente, socialmente vacuos. 

Desde fines de los años ochenta, Miami ha crecido en dos sentidos opuestos que parecen coexistir el uno de espaldas al otro. De un lado, el Miami publicitario, cosmopolita, exuberante y estridente; del otro, los suburbios que siguen avanzando hacia el oeste. El obvio mapa étnico que configura la ciudad, tan diversa como segregada, confirma este fenómeno de aislamiento social en el que resaltan dos grandes bloques: el Northwest, confinado mayoritariamente a la población negra, y el Southwest (“La Sagüesera”), de población mayormente latina, y donde el río Miami todavía funciona como importante arteria de decantación. 

Esta caracterización, que puede parecer caricaturesca o trágica —o las dos a un tiempo—, es secundada por otras concentraciones poblacionales que, a modo de excepción, confirman la regla. Así, por ejemplo, el fenómeno de la guetización de las comunidades negras se extiende también al suroeste de la ciudad, a barriadas como West Grove, Richmond Heights, Goulds, Perrine, Naranja, Florida City, entre otras; mientras Hialeah y El Doral, localizadas al Norte del mapa metropolitano, ejemplifican comunidades eminentemente latinas (cubanas y venezolanas, respectivamente). 

La llegada de inmigrantes que buscan asideros en su comunidad de origen, asentada en el nuevo enclave, genera nuevas microbarriadas que pronto son rebautizadas por el vox populi no sin cierto tono despectivo: Little San Juan (hoy desparecida), Little Havana, Little Managua, Little Haiti, Little Odessa, Little Tel Aviv, Little Caracas, Little Bahamas, entre otros “Little” que confirman el carácter de patchwork que presenta el Miami metropolitano. 

“Los espacios comunes, como ocurre en toda gran urbe contemporánea, devienen, paradójicamente, socialmente vacuos”.

Por supuesto, estos departamentos no son estancos y la sucesión étnica va reconfigurando un mapa en constante movimiento. Así, la barriada de Little Havana acoge hoy a muchos centroamericanos, mientras gran parte de los cubanos se han ido moviendo a los suburbios y barriadas otrora ocupadas mayoritariamente por la población “blanca” que abandonó Miami en los años ochenta, ante la creciente pujanza del idioma español, para relocalizarse en Fort Lauderdale y Palm Bach. 

En otras ocasiones, sin embargo, la redefinición de los vecindarios no ocurre de manera orgánica, sino que es impulsada por la discriminación flagrante o la presión del empuje inmobiliario, asociado siempre al gobierno local, como han sido los casos de la comunidad negra en Overtown o la comunidad judía de Miami Beach. 

Esta última, la comunidad judía en Miami, principalmente localizada en South Beach y Aventura, no ha estado exenta de tribulaciones. Los primeros conflictos se remontan al nacimiento mismo de la ciudad, cuando Henry Flagler y su Florida East Coast Railway puso restricciones a las ventas de terreno a los judíos, una práctica secundada por otro grande de la inmobiliaria local: Carl Fisher. Los judíos, como los negros, vieron pulular carteles y reglamentaciones que durante décadas les recluyó y prohibió la entrada a secciones enteras de la ciudad. De hecho, hacia los años treinta y cuarenta del siglo XX el mapa de South Beach estaba bien segregado: a los judíos no se les permitía vivir al norte de la zona; y en cuanto a los negros, que trabajaban en los hoteles y animaban las noches con los aires del blues y el jazz, tenían que portar un pase especial para acceder a ella. No fue sino hasta 1949 que la legislatura de la Florida eliminó por decreto —y solo por decreto— la discriminación en los hoteles y en el acceso a la vivienda. 

Cuando el Deco District devino objeto del deseo de la industria inmobiliaria, las presiones por parte del condado para expulsar a los judíos, una comunidad primordialmente de retirados, no se hizo esperar. La primera movida fue relocalizar en el área a una parte de los cubanos recién llegados por el Mariel, y luego tratar de demoler por ordenanza el vecindario. Por suerte, y gracias a los esfuerzos del Miami Design Preservation League, creado por Barbara Baer Capitman en 1976, el Deco District pasó a ser protegido y reconocido por sus valores arquitectónicos en 1979. Luego, otro grupo social sería fundamental en la revitalización y conservación del área. Me refiero a la comunidad gay, que durante los estragos del Sida comenzó a mudarse a la zona por los beneficios del clima y lo todavía económicamente asequible del lugar. 

“Desde fines de los años ochenta, Miami ha crecido en dos sentidos opuestos que parecen coexistir el uno de espaldas al otro. De un lado, el Miami publicitario, cosmopolita, exuberante y estridente; del otro, los suburbios que siguen avanzando hacia el oeste”.

En Miami, como en todas partes, hay ugly feelings (Ngai: 2005). Cuando yo llegué a esta ciudad, lo primero que me llamó la atención fue cómo una parte significativa de la comunidad cubana se refería con cierto patetismo de superioridad a otros grupos de inmigrantes. Así, por ejemplo, era común oírles la expresión “estos indios” para referirse a los centroamericanos, sin entender que ese despreciable cliché, lleno de sorna, encierra un microciclo de discriminaciones que perpetúa ciclos mayores de discriminación: en un pestañazo, pasaban ellos mismos de víctimas a victimarios. 

Este fenómeno no solo se registra entre diferentes comunidades: también encuentra paralelos dentro de una misma comunidad, en términos generacionales. Los apelativos derogatorios (“marielito, “balsero”, “dialoguero”) con los que las generaciones previas de inmigrantes cubanos se refieren a oleadas más recientes (o con opinión divergente) dentro de su misma comunidad, confirman el estigma. 

El especial estatus que históricamente se le ha conferido a la comunidad cubana en el sur de la Florida desde 1966, en medio del clima de la Guerra Fría, si bien por un lado contribuyó al desarrollo de dicha comunidad, también hizo mella en la propia definición identitaria del cubano, que buscaba a toda costa distanciarse del resto de los grupos de latinoamericanos que comenzaban a ser parte visible del Gran Miami. Tal vez uno de los exponentes más fehacientes de este fenómeno sea una de las pegatinas para parachoques —tanto tiempo en las autopistas termina por generar un modo de comunicación social sui generis— más populares durante los años ochenta en Miami que rezaba: “No me digas hispano, soy cubano”. 

Conocido es que el cubano posee un exacerbado chovinismo. 

“Microbarriadas que pronto son rebautizadas por el vox populi no sin cierto tono despectivo: Little San Juan (hoy desparecida), Little Havana, Little Managua, Little Haiti, Little Odessa, Little Tel Aviv, Little Caracas, Little Bahamas, entre otros ‘Little’ que confirman el carácter de patchwork que presenta el Miami metropolitano”.   

Cuando yo llegué a Miami, a mediados del 2000, había vallas publicitarias que decían Cubans made Miami. Sin embargo, habría que hurgar más en el pretendido mito de éxito de los cubanos basado únicamente en el esfuerzo y determinación de una comunidad que, a diferencia de las otras, recibió —gracias a la coyuntura antes mencionada— importantes subsidios y beneficios de programas federales (Croucher: 1996). Por supuesto, esta misma razón explica la razón del enquistamiento en las primeras décadas de una comunidad que tenía que probar a toda costa su carácter único. Tal vez uno de los ejemplos que mejor ilustra esta problemática es el hecho de que en el momento en que comenzaron a llegar masivamente inmigrantes cubanos y nicaragüenses (los primeros como parte del Mariel; los segundos, refugiados de la revolución sandinista), el exilio histórico prefirió apoyar a los segundos, que funcionaban como espejo y reafirmación de una comunidad forzada a abandonar el suelo natal por la irrupción de revoluciones marxistas y del comunismo en el área. 

Y, claro, me detengo en el caso cubano, pero los clichés en esta ciudad van de un lado a otro como ecos de la fractura, muchas veces desapercibida, del tejido social. Los cubanos reciben también su propia dosis: “son escandalosos”, “siempre llegan tarde”; “los cubanos son los reyes del fraude al Medicaid”, “los cubanos no saben hablar español” —yo misma soy identificada muchas veces como colombiana y no cubana porque al oído de otras comunidades latinas no tengo el acento ni el argot que se espera de un cubano de “pura cepa”. 

El cambio de las décadas de 1970 y 1980 significó un pivote fundamental para el desarrollo de ese Miami moderno y multicultural, así como de su proyección en tanto “Capital de Latinoamérica”. Aparejado a ello, se empezaron a constatar los riesgos del crecimiento urbano sin la armonía social necesaria. Los cubanos del exilio “histórico” aceptaron que su estancia en Miami no era temporal, y comenzaron a pensarse a sí mismos como cubano-americanos, imbricándose activamente en el tejido político y administrativo de la ciudad. Al mismo tiempo, Miami se convertía, irreversiblemente, en mucho más que el Miami de los cubanos, dado el arribo creciente de inmigrantes latinoamericanos. 

En la década de los ochenta, la élite local blanca no-hispana se reestructuró, aunando fuerzas con esa otra élite (mayoritariamente cubana) para capitalizar la nueva imagen de la ciudad y los fondos que esta habría de ofrecerles. El ejemplo más evidente de esta poderosa sociedad de hombres de negocios con obvios tentáculos en la administración local y federal es el Non-Group. Esta agrupación, que insiste en que no existe, fue fundada a finales de los años setenta por el difunto editor de The Miami Herald y CEO del Knight Ridder, Alvah Chapman, y gerencia —por decirlo de algún modo— a su antojo y conveniencia la agenda del Condado de Miami-Dade. 

“Cuando yo llegué a esta ciudad, lo primero que me llamó la atención fue cómo una parte significativa de la comunidad cubana se refería con cierto patetismo de superioridad a otros grupos de inmigrantes”.

El mismo período pondría también en evidencia las tensiones sociales subyacentes en la ciudad. Las pasmosas tasas de criminalidad, el alza de las drogas y las oleadas masivas de refugiados le merecieron a Miami el epíteto de “The Paradise Lost” (Kelly: 22), mientras que los crecientes disturbios —como las sublevaciones en Liberty City y las protestas de la comunidad blanca no hispana en contra del rampante idioma español— exhibieron a flor de piel la no tan armónica coexistencia de diferentes grupos sociales, al punto incluso que se llegaría a hablar de una “balcanización” (Fiedler: 4) de la ciudad. 

En el caso de lo que la literatura y los censos oficiales definen como comunidad “negra”, el fenómeno de segregación se hace aún más palpable. De hecho, el primer acto discriminatorio proviene de la homogenización chata de una clasificación basada únicamente en el color de la piel de un grupo tan diverso donde confluyen bahameños, afroamericanos, jamaiquinos, haitianos, entre otros. 

Sería ingenuo reducir el impacto de las autopistas al entuerto y la enajenación del viaje. En Miami, como en el resto de los Estados Unidos, las autopistas son a menudo, para el ojo avisado, como un surco hondo, una dolorosa herida todavía abierta que muchos ignoran. El desarrollo de la infraestructura vial ha estado directamente ligado al desplazamiento poblacional, contribuyendo significativamente a la estratificación y la marginalización de vecindarios, como es obvio en el Miami metropolitano. El caso más típico en este sentido es el de Overtown, barriada que aparece con el estigma de “colored town” hacia finales del siglo XIX y principios del XX, asociada al desarrollo del ferrocarril de Henry Flagler. 

A partir de los años treinta y hasta los cincuenta, Overtown comienza a emerger como una vibrante comunidad cultural donde confluyen figuras de la talla de Louis Armstrong, Josephine Baker, Count Basie, Ella Fitzgerald, Billie Holiday y Nat King Cole, quienes pernoctan en Overtown después de animar los clubes nocturnos, mayoritariamente blancos, situados al otro lado de la línea del ferrocarril. La segunda avenida del noroeste, que era entonces el centro de la efervescencia cultural del barrio, es bautizada como “Little Broadway”. En 1963, Sam Cooke graba allí su Live at the Harlem Square Cub. Por su fuerza cultural, Overtown es también conocida entonces como “The Harlem of the South”. 

“Cuando yo llegué a Miami, a mediados del 2000, había vallas publicitarias que decían Cubans made Miami”.

Cómplices de políticas discriminatorias como el “racial zoning”, el “redlining” y el programa de vivienda pública (Better Housing Program) patrocinado por el gobierno federal durante el New Deal, cuyos estragos son visibles todavía hoy en la guetización de la población negra en la ciudad (Overtown, Liberty City, Allapatah, Opacloka, Carol City), las autopistas de Miami son un monumento de concreto a la segregación. La extensión de la Interestatal 95 (I-95) en los años sesenta, planificada ex profeso como un sablazo sobre el corazón de Overtown, buscaba desplazar a sus habitantes hacia Liberty City, creada a tal efecto para expandir así el ya demasiado constreñido downtown. Con la concreción de la I-95 y la I-395, la otrora vibrante Overtown había sido desmantelada, los comercios destruidos, y el 80 % de sus habitantes empujados hace el noroeste del condado.

Con el tiempo, el gobierno de Miami ha impulsado la recuperación de Overtown, resurgida ahora bajo la categoría de “Historic District”. La Southeast Overtown/Park West Redevelopment Agency, creada en 1982, está a cargo de la creación de viviendas asequibles en el área, y del reciente y ambicioso proyecto I-395/SR 836/I- 95, que promete liberar a Overtown de los pesados pilares impuestos por el cruce de la I-95 y la I-395, revitalizando la zona y permitiendo un mejor acceso al downtown


III. Miami: Alpha Level Global City

Desde mi casa en el “Far West”, rodeada de palmas y festoneada por el Lindgreen Canal, la euforia del Alpha Level Global City asoma como un raro espejismo. Para llegar al centro  —ese centro flamante, donde el soberbio y efervescente skyline a la altura del Bayfront Park da su cara buena a la bahía, coqueteando con parques y museos mientras sirve también de parapeto a los homeless que esperan como zombies para salir a la vida cuando la ciudad al fin duerme— debo vencer varias autopistas que me van haciendo repensar ese variado, exuberante, apasionado y a ratos angustiado tejido social que conforma lo que se da en llamar “The Greater Miami”, o “The Miami Metropolitan”, o simplemente, “South Florida”. 

Mientras me desplazo sobre esas autopistas a velocidad alarmante, casi frenética, o a cuentagotas —igual que esta ciudad, dependiendo el punto de mira—, repaso mentalmente el Miami que se crece bajo mis pies. Una ciudad joven, muy joven, ciudad de inmigrantes y newcomers donde el deseo y la necesidad imperiosa de empezar de cero nos congrega. 

“Los cubanos del exilio ‘histórico’ aceptaron que su estancia en Miami no era temporal, y comenzaron a pensarse a sí mismos como cubano-americanos, imbricándose activamente en el tejido político y administrativo de la ciudad”.

Pienso en su población indígena, segregada como pocas, compensada con la suerte del gambling, recluida a David o los Everglades. Los repaso. Los siento a flor de piel. Pienso en los calusa, The Shell Indians, en su paz interrumpida por otras tribus del norte y por el invasor español primero y luego el inglés. Y pienso y repienso en su huida a La Habana. Pienso en los seminoles que aceptaron en su seno a los negros que escapaban del norte para hacerse de una nueva vida. Pienso en los bahameños, inmigrantes pioneros —a excepción de algún taíno empujado al extremo por los feroces caribes, o de los españoles empecinados en encontrar la fuente de la eterna juventud en estos aciagos parajes— establecidos alrededor del río Miami, quienes ayudaron a la construcción del ferrocarril de Flagler, que desde entonces miraba al mar y no al pantano. Los mismos bahameños que ayudaron a los esclavos en busca de la libertad —muchos imaginan que el Freedomtrail era solo rumbo norte, pero también bajaba al sur, a la Florida. Pienso en los judíos y en los negros y en los perniciosos No Negros. No Jews. No Dogs. ¿Habría también perros mudos en Miami? 

Pienso en los cubanos que dejaron la Isla pensando “mañana regreso”, y se resistían a reconocer que este enclave era su hoy y su mañana. Pienso en los Peter Pan y en Ana Mendieta. En los Marielitos… 

Pienso en la ironía del Woodlawn Park Cemetery donde descansan, discretos, como si no pasara nada, los restos de Gerardo Machado y los de Anastasio Somoza. El mismo camposanto donde irónicamente yace Carlos Prío Socarrás, el último presidente cubano electo en elecciones democráticas libres, hace ya más de setenta años; el mismo Prío Socarrás que en 1955 le diera a Fidel Castro, en su paso por Miami, 9.000 dólares que de algún modo servirían a la compra del Granma y al descalabro. 

Pienso en los blancos estadounidenses asediados por el idioma español y en campaña colérica y sus carteles desesperados: One Country! One Language! One Flag! y, de repente, los descubro tan cercanos, en una de las pegatinas de parachoques de la época (“Will the last American to leave Miami, please,bring the flag”) que resuena irremediablemente en mis oídos como: “El último que apague el Morro”. 

“Las pasmosas tasas de criminalidad, el alza de las drogas y las oleadas masivas de refugiados le merecieron a Miami el epíteto de ‘The Paradise Lost’”.

Pienso en las noches de blues y jazz en el Overtown de ayer, y en los hoy hacinados condominios al norte del condado. Pienso en las pinturas murales de Serge Toussaint haciendo frente a la gentrificación que amenaza hoy Little Haiti; en las galerías cómplices que se convierten en el avant-garde de esa gentrificación que a su vez las vomita y las tira a otro sitio cuando ya no le hacen falta. 

Pienso en las cabezas de pollo y de chivo, y los plátanos, y los cocos asediando el palacio de justicia del downtown, y en la ceiba de Ana Mendieta que casi nadie ve. 

Pienso en los miles de indocumentados sin la suerte que tuve yo —solo por ser cubana—, que esperan en el Temporary Shelter for Unaccompanied Children en Homestead, abierto en febrero de 2018 y todavía abierto, en una ciudad de inmigrantes y más inmigrantes y solo inmigrantes, que tiene la desvergüenza de no ser una ciudad santuario. 

Y mientras voy pensando llego a ese otro Miami reluciente, como candilejas, donde condominios de lujo con vista al mar, glamour, arte, yoga en la bahía y dinero, mucho dinero, parecen olvidar las autopistas.

“¿Habría también perros mudos en Miami?”.

El crecimiento exponencial de la ciudad desde los años sesenta hasta hoy, ha convertido a Miami en una suerte de conejillo de indias. Objeto de estudio por numerosos sociólogos que buscan en el “caso Miami” respuestas al creciente fenómeno de la globalización, la gentrificación y lasegregación. Somos, por decirlo de algún modo, un poco como la probeta o, al decir de Nijman: el “Laboratory of urban change in the global society”.Y si bien muchos curiosos han seguido de cerca a Miami como modelo plausible, poco a poco se han ido volviendo escépticos en tanto la ciudad no ha sido capaz de gerenciar, desde la política y la administración locales, un Miami más equitativo, más integrado. La concreción, en definitiva, de ese gran Miami metropolitano unido que puede hacer de esta una gran ciudad. 


IV. Miami o las crónicas de un sudaca, a modo de posdata

El 29 de junio, a punto de empezar el verano de Miami, Martín Caparrós publicaba, como parte de su serie “Crónicas sudacas” para el diario El País“Miami, la ciudad capital”. El artículo era secundado por un video que, confieso, me resultó una oda como pocas a la ciudad de Miami. Curiosamente, mi entusiasmo pronto encontró detractores en amigos varios que vieron en la entrega de Caparrós un discurso incompleto y prepotente, y una sarta de clichés que difícilmente contenían la esencia de “The Magic City”. Algunos incluso cuestionaron el título de la columna de por esa adjetivación: “sudaca”, que les resultaba ofensiva por el supuesto carácter peyorativo. 

La crónica, una entrega dominical y nada más, no pretendía lo que no podemos siquiera pretender quienes vivimos aquí: contener, en unas pocas cuartillas, una ciudad que se desborda y se redefine a cada instante, siempre a punto de ebullición y aprestándose a nuevas viandas sin llegar a sedimentarse el cocido. Apenas pretendía ofrecer unas pinceladas, por aquí y por allá, de lo que es esta ciudad para el ojo sobreexcitado y exógeno que, como ave de paso, la contempla. Así pues, los clichés enarbolados por Martín Caparrós yo los asumí como lo que son: un efectivo recurso literario y el mejor retrato de una ciudad maravillosa y tan dispar como la nuestra. 

¿Acaso no ha sido y es Miami un gran cliché para los que la toman como punto de llegada, o para quienes la vilipendian desde lejos sin siquiera conocerla? Sí, Miami es un gran cliché. Y sin duda Caparrós, consciente, embarcó en ellos como estructura que organizaba su escritura, usando clichés contrastados, fáciles de aprehender, que retratan el carácter de patchwork y no de melting pot que es esta ciudad. 

“Pienso en los cubanos que dejaron la Isla pensando “mañana regreso”, y se resistían a reconocer que este enclave era su hoy y su mañana. Pienso en los Peter Pan y en Ana Mendieta. En los Marielitos…”.

El video, además, ponía de relieve un epíteto que me resultó alto revelador: “la ciudad deseada”, y una confesión que me resarcía en cierto grado: “Deseada, por fin, por los que por razones oscuras, siempre quisimos despreciarla”. 

Desde que tengo uso de razón, Miami se ha movido en el ideario colectivo de unos y de otros como eso mismo: clichés y más clichés. Cuando vivía en La Habana, Miami era el lugar de la “gusanera”, pero también el paraíso anhelado por muchos que —mientras apuraban el paso en alguna marcha convocada por el desgobierno contra el imperio— cruzaban los dedos esperando la suerte del “bombo”. Cuando vivía en Montreal, Miami era, como dice Caparrós, el lugar ansiado por la tercera edad para “esperar su muerte al sol”, pero a la vez era ese lugar oscuro, siniestro, donde —cito a mi amigo Pascal Gaucher, con los ojos fuera de órbita porque me aventuraba a dejar su ciudad por Miami— “solo circula Le Journal de Montreal”. Ya residiendo aquí, descubrí que Miami era definida con sorna por los cubanos emigrados que vivían en New York o New Jersey, bajo ese otro cliché dentro de otro cliché: Miami era Hialeah. 

Para mi prima Gaba, cuando todavía vivía en La Habana y tenía apenas tres años, Miami se convirtió en oscuro objeto del deseo, sin saber siquiera de qué objeto se trataba: “Mami, yo quiero un ami”, nos inquirió un día con ansiedad. Como no entendíamos a qué se refería y ella seguía insistiendo en su demanda, después de mucho preguntarle nos dijo, visiblemente frustrada, mientras aleteaba sus manitas abiertas en el aire a modo de reclamo: “¡Yo quiero un ami! ¡Un ami! ¡Todo el mundo tiene un ami! Todo el mundo dice mi-ami, mi-ami”. Mi-ami, sí; eso que dice Caparrós: “la ciudad deseada”. 

Lo que más me conmovió de aquel artículo de Caparrós fue que, en su enumeración de clichés migratorios, resaltaba algo en lo que a veces no reparamos, porque nos resulta obvio, y que para mí hace bellísima esta ciudad: Miami ha sido el espacio posible, el lugar posible, para todos los que no teníamos espacio ni lugar posible en nuestros enclaves originarios. 

“Cuando vivía en La Habana, Miami era el lugar de la ‘gusanera’, pero también el paraíso anhelado por muchos que —mientras apuraban el paso en alguna marcha convocada por el desgobierno contra el imperio— cruzaban los dedos esperando la suerte del ‘bombo’”. 

Repensemos esto por un segundo: 

Miami es la ciudad donde todos esos clichés, clichés reales e imaginados, son posibles. Es la ciudad de inmigrantes que escapan de la persecución, pero también de aquellos en busca de un paraíso fiscal; la de aquellos que huyen de la muerte a pie o que tan solo buscan mejores oportunidades de vida. Miami es el lugar tangible para todos ellos —incluida yo—, la ciudad donde hemos tenido un lugar para existir, rehacer nuestras vidas y soñar (lo cual no quita que de vez en vez uno se despierte en medio de una pesadilla). Si solo fuera eso lo que hace grande a esta ciudad —y hay mucho más, por supuesto—, bienvenida sea. 




Bibliografía mínima: 
Augé, Marc: Après La Traversée du Luxembourg, Un ethnologue dans le métro et Domaines et châteaux, La Librairie du XXIe siècle, 1992. 
Cookie, Bill: “Remembering Miami Beach’s Shameful History of Segregation and Racism”, Miami New Times, 10 de marzo 2016, p. 3. 
Croucher, Sheila L: The success of the Cuban Success Story: Etnicity, Power, and Politics. Identities, 2 (1996), pp. 351-384. 
_____________: “Ethnic Inventions: Constructing and Deconstructing Miami’s Culture Clash”, Pacific Historical Review. Vol. 68, No. 2, May, 1999, pp. 233-251. 
Iglesias Hernán, Illa: Miami: Turistas, colonos y aventureros en la última frontera de América Latina, Penguin Random House Grupo Editorial Argentina, 2018. 
Fiedler, Tom: “The Balkanization of Politics Strain South Florida’s Social Febric”, Miami Herald, 12 de julio 1992, p. 4C. 
Grenier, Guillermo J y Stepick Iii, Alex (eds): Miami Now!: Immigration, Ethnicity, and Social Change, Gainsville, Fla, 1992. 
Jan Nijman: “Globalization to a Latin Beat: The Miami Growth Machine”, AN- NALS, AAPSS, 551, Mayo 1997, pp. 164-177. 
Kelly, James: “South Florida: Trouble in Paradise”, Time, 23 de noviembre 1981, pp. 22-23. 
Ngai, Sianne: Ugly Feelings, Harvard University Press, 2007. 
Latour, Bruno: Reassembling the Social: An Introduction to Actor-Network Theory, Oxford UP, 2005. 




El nervio yuma - Michael H. Miranda

El nervio yuma

Michael H. Miranda

Si La Yuma fuera exclusivamente Miami, podríamos definirla de dos maneras muy complementarias, además de todas las conocidas: el extraño caso de las toallas fake, y la aplicación telefónica para reproducir el sonido de un ventilador.