Gua-gua
Gua-gua… Suena como si un niño llorase. ¿Por qué los chinos tendrán palabras que parecen jerigonza? ¿Eran chinas? Da lo mismo.
Vinieron regaladas. Seguro el líder les dejaba tirar su mierda en el río a cambio de perico y buses de baja calidad. ¿Todavía estas serán las famosas guaguas traídas solidariamente por nuestros amigos o habrán sido sustituidas por un modelo ruso?
Quizás este era el único lugar del país donde existía este tipo de transporte. Todo puede pasar en un pueblito pequeño que mantiene relaciones amistosas con asiáticos de pito chiquito.
El Sol y la sed me hacen delirar. Creo tener peste en el sobaco. Ni siquiera lo compruebo. Dicen que, si lo haces, se vuelve más fuerte el olor. Mejor ser precavido. Una señora cualquiera podría desmayarse dentro del ómnibus por culpa de mi excesiva testosterona. Tengo que dejar de pensar por un rato o no me voy a montar en la gua-gua.
Todos se empujan para entrar. Yo creo que tienen miedo de quedarse. ¿Quién no lo tendría? Pero eso no justifica que aquella señora, la del pelo morado y los collares que suenan al moverse, me clave sus uñas postizas en la espalda baja. Estoy empezando a sangrar. Me arde mucho la herida.
No me puedo mover y se me empieza a olvidar como respirar. Gracias a dios no me quedé colgado de la puerta. Una mujer negra de mediana edad con una sonrisa irritante fue decapitada al entorpecer con su cabeza el cierre automático.
Lo peor de todo fue escuchar el crac de la goma al reventar en pedazos el cráneo sin cuerpo. Menos mal que no nos ponchamos. La gente se hubiese puesto furiosa.
Probablemente el pajuzo frente a la muchacha del vestido negro, no tanto. Hubiese contribuido a su comodidad. Debe ser complicado resguardar el pene ante un freno imprevisto. Siempre he pensado que masturbarse montado en un vehículo en movimiento debe provocar mareo.
La joven le mira el miembro de reojo, suelta una risita y se acomoda el pelo. Una ráfaga morada la suplanta en su lugar y la chiquilla termina desplazada. Los collares suenan más que nunca ahora que la vieja se atraganta con la hombría del pervertido. Se saca y masajea en círculos sus tetas flácidas con las inmensas uñas de colorines. Tres vueltas a la izquierda una a la derecha y repite.
Su amante transitorio gime en voz alta, tres niños sentados cerca le sacan ritmo a los sonidos aplaudiendo. La vieja parece atorarse con el semen y acaba muerta por asfixia debido a su propio vómito. El hombre se baja una parada después. Me da mucho asco la gente en este pueblo.
Resulta un poco inmaduro ser el tipo que se cree mejor que los demás, pero es que a veces parecen retrasados mentales bajo los efectos de la Viagra. Tengo miedo de que se rompan las puertas automáticas y no poder salir de aquí en toda mi vida. No puedo terminar como el enfermo sexual aquel o el gordo sudoroso en camiseta con la cara del líder tatuada en su hombro. Quiero ser una persona, es un derecho elemental.
Una compañera mayor de cachetes gordos y cara noble toca la herida en mi espalda para pedirme permiso. Supongo que quiere un espacio para bajarse. Parece demasiado agradable. Su voz distorsiona toda la maldad de alrededor. Me resulta imposible de procesar.
La agarro por sus suaves rizos blancos y le reviento la cara contra una de las barandas del transporte. Sus espejuelitos de abuela se rompen en pedazos que le quedan incrustados en los ojos. Después de unos cuántos golpes solo es un cuerpo inerte sin cara que cae rodando a la calle cuando se abre la puerta.
Mi cuerpo gasta sus últimas fuerzas en broncoaspirar. Aunque el ruido de mis inhalaciones se ve opacado por aplausos y chiflidos de victoria. Algunos incluso gritan “bravo”. Una niña brinca entre las personas para llegar a mí y entregarme un gladiolo junto a un diploma.
Ciudadano de Honor, dicen las letras grandes. Es extraño que no logre encontrar las ganas de llorar.
Maternidad
He soñado frecuentemente con el mar en estos días. Intento flotar a la deriva, pero siempre termino interrumpida por las olas. La frustración puede conmigo y decido hundirme.
Debajo del agua nada parece tener importancia, todo yace colocado de manera perpetua en su sitio. A pesar de estar ahogándome, siento el pecho libre. Cada vez que tengo este sueño, me despierto de buen humor. Quizás por la facilidad con la que respiro en mi fantasía.
La realidad me provoca asma. Voy rumbo a la cocina, despacio para no levantar al niño, con intención de preparar el desayuno. No hay harina en el pueblo. De pronto un día se volvió malo el funcionario que la importaba y perdimos el contacto de los proveedores.
Le preparo un vaso de leche, después de caer en cuenta de que los últimos dos huevos nos los comimos ayer. También nos quedamos sin café. Necesito que Nelson me envíe de inmediato el dinero o empezaré a dar el culo para conseguir la comida de su hijo.
No he recibido nada desde hace dos meses. A veces lloro por las noches, pensando que se olvidó de mí por culpa de una cualquiera. Me aterra la idea de quedarme sola en este lugar.
Mi marido y yo tuvimos a Alejandrito por mi culpa. Nunca estuve enamorada. Solo teníamos sexo para molestar a mamá. La ponía tensa que aquel blanquito con cara de malo andara sin pullover por su casa.
Me advirtió varias veces que no traería nada bueno nuestra relación, pero cuando ese intento de delincuente me agarraba por detrás, venía a mi mente el ceño fruncido de la vieja. Un día se rompió el condón y en un ataque de disgusto mi señora madre me abandonó. Vendió nuestra casa para irse a vivir con su prima al norte del país.
Nelson me trajo a vivir a este edificio gris. Siempre supe que la mayoría de la gente que se queda en este pueblo son vejestorios. Los fracasados y oportunistas somos minoría, pero mi nueva residencia realmente me sorprendió. Los otros tres departamentos están habitados por seres solitarios hechos de arrugas que nunca salen a la calle.
Una señora muy gorda y presidenta de la Asociación de Vecinos Iluminados junto a su hermana menor, una tipa igual de vieja, pero casi raquítica, que se babeaba al saludar, ocupan el primer piso. Pueden pasarse meses sin dar señales de vida hasta que te las encuentras un día juntas, paradas en la puerta del edificio, mirando a todos los transeúntes con caras de bruja detrás del cristal.
El otro vecino, en cambio, se hace notar un poco más por la cantidad de sonidos que produce. Al principio, pensamos que le pasaba algo. Un día a las 3:33 am comenzó a gemir. Nelson tocó su puerta gritando su nombre. Nadie respondió.
A partir de ese momento sus sesiones de gemidos in crescendo fueron diarias y con una duración de 3 a 6 minutos. Todavía no le he visto la cara al hombre. Mi marido me contó que era un negro pianista que un día lo diagnosticaron de esquizofrenia y lanzó el instrumento por la ventana. Según él, nadie lo veía desde hace seis años.
Al principio, no tenía tiempo para las extravagancias que me rodean. Vivía la película romántica adolescente con Nelson y me convencía de que seríamos felices. Poco me hubiese importado coexistir con monos que solo supiesen lanzar mierda. Mi suerte no era tan mala hasta que nació Alejandrito.
Aquel día oscuro de octubre, Maternidad de Luz Mariano transmitía una sensación que recordaba la forma de la instalación. La leyenda contaba que el arquitecto había sido encargado a la construcción del edificio justo después del fallecimiento de su mujer embarazada. Como forma de homenaje había elegido que el lugar de nacimiento en su pequeño pueblo tuviese esa forma tan lúgubre.
Las enfermeras vestían trajes ajustados y de un blanco empercudido. Movían en exceso sus labios rojos que imaginaba besando pañales sucios de recién nacidos. Tuve fiebre por dos días seguidos y el parto duró 99 horas. Un llanto demasiado ronco para un bebé me sacó de mi trance.
Lo primero que pensé al ver a mi hijo fue en la fachada de nuestro edificio. Protegido por una puerta de vidrio con la piel de dos caras viejas pegadas que parecían mirar un piano destruido en medio de la calle. Esa fue la primera vez que caí en la cuenta de haber cometido un error.
A los once meses de nacido, comenzó a resoplar como si fuera un caballo. Era gracioso al principio, pero se volvió irritante con el tiempo.
Después vinieron las serenatas nocturnas de gemidos acompañando al pianista y los guiños espontáneos seguidos de silbidos. El niño había salido mongo. Eso trajo las discusiones constantes a nuestra convivencia. De ahí salió su primera palabra: “pinga”.
Con cuatro años era un saco de tics nerviosos que casi no podía tener interacciones normales. Su padre no aguantó y cruzó en una lancha el río Almendros hacia el oriente del país. Un día hizo la maleta y me dijo que me sacaría de aquí pronto.
No hablamos desde entonces. La única interacción que teníamos era el depósito que me hacía cada mes. A lo mejor no me abandonó y está pasando por un mal momento financiero. Tal vez simplemente lo mataron por mirar mal a alguien. La gente de Luz Mariano no resulta muy confiable ahí fuera.
No sé qué puedo hacer para seguir con todo esto. Hace un año que estoy sola y había comenzado a acostumbrarme a vivir con el dinero que me mandaba Nelson. Vivimos humildemente y sin pretensiones. Incluso, para hacer un dinerito extra, vamos al parque del río a vender durofríos.
No se hace demasiado, pero damos una vuelta. Ayuda a despejar. Los bloques de hielo azucarado calman las manías de Alejo. Y mirar el agua, las mías.
Mi hijo me toca los muslos para llamar mi atención. Despertó la bestia. ¿Algún día saldremos de aquí?, me pregunto mientras lo cargo en brazos.
Le doy su vaso de leche que agarra con sus manitas y me mira feliz con esos ojitos pequeños. Desearía necesitar tan poco como él.
―¿Qué se dice cuándo uno se despierta? ―le hablo con voz de retrasada mental, es lo que se supone que una madre debe hacer, ¿no?
―Buenos días, ¡pinga! ―responde con una voz chillona mientras guiña el ojo derecho.
Yo tengo que estar pagando una condena muy grande. Llego a esa conclusión cuando lo dejo en el piso. Los espermatozoides de su padre seguro venían con problemas por culpa de todas las drogas que usaba. O tal vez era mi destino convertirme en una vieja bruja que cuida de su retoño anormal hasta la muerte. Pronto nos uniremos a la reclusión de la comunidad. Estoy empezando a deprimirme.
El celular está sonando. Debería hacer algo para el almuerzo. Un mensaje de Estela. Convendría decirle que nos invitase a comer un día. Le encantaría la idea de restregarme en la cara lo bien que le ha ido en la vida y nosotros comeríamos gratis.
Somos amigas desde la primaria, pero siempre me ha tenido rencor, aunque no lo demuestre. Nelson decía que su problema era que le gustaban las mujeres. A lo mejor siempre estuvo enamorada de mí. Antes yo era el centro de atención y ella la niñita rubia que andaba conmigo, eso amarga a la gente.
Al final, la vida nos puso en el lugar que merecíamos. Ella casada con un alto diputado de la Asociación de Vecinos Iluminados y yo desesperada, todos los días más cerca del éxito. En el momento que le doy “me gusta” a una de sus fotos usando los vestidos de las revistas que leo de noche, obtiene un año más de juventud. Las dos nos merecemos nuestro destino, es lo más justo.
Mi marido tuvo que irse de viaje a un congreso. Tengamos una noche solo de chicas, igual que en los viejos tiempos. Me río al terminar de leer el mensaje. Parece que todavía no ha desistido en su conquista. Debería darle una oportunidad.
Ser su amante sería la solución a mis problemas. Nunca más tendría que preocuparme del dinero. Pudiera incluso ahorrar y escapar de este pueblo en un futuro. Un par de tijeretazos a la semana y mi vida estaría resuelta.
Claro, me parece bien. Llégate a la casa y vemos una película. Es mi respuesta.
Me arreglo frente al espejo. Desde mi adolescencia no me pongo este vestido rojo. Ahora que lo pienso, tengo días en que no luzco tan desesperada.
El niño me mira sentado en el borde de la cama. Hoy la tía nos trae comidita rica, le digo contenta. Él comienza a chiflar y a parpadear. Suena el timbre de la casa.
―¡La puerta! ―grita mi hijo de manera tierna.
―¡Ya va…! La resingada de tu madre.
Son las vecinas de abajo. Sonríen, parece como si lo hiciesen por primera vez en sus vidas. Van con atuendos victorianos y una torta de maquillaje en sus caras.
―Buenos días, mi niña ―toma mi mano con cariño la gorda presidenta―. Vengo para confirmar tu asistencia a la fiesta por el aniversario de la instauración de la asociación.
―Claro, por supuesto ―digo como si estuviese soñando―. ¿Qué día será?
―Hoy mismo en la noche ―con una risita deja ver los pocos dientes que tiene―. ¿Nos dejas pasar un rato para hablar de los preparativos?
―Tengo un compromiso dentro de un rato ―intento cerrar la puerta.
―Solo será un minuto ―la presidenta lo impide, poniendo su cuerpo en medio sin inmutarse.
Estoy vestida con mis mejores ropas junto a las viejas en la sala. La gorda suda gotas de maquillaje que machan su excéntrico vestido. Su hermana mantiene un semblante ausente y de vez en cuando observa una mosca que se posa sobre su nariz. El aire dentro del edificio gris se hace denso, me gustaría estar en el mar.
―Es importante que sepa la magnitud de este evento ―la presidenta habla y su hermana asiente―. Constituye el festejo por el regreso del Primer Iluminado.
Estas mujeres se han terminado de volver locas, evidentemente. La soledad de este lugar las tiene alucinando. ¿Quién se supone que va a volver?, me pregunto en el momento en que Alejandrito corre hacia ellas gritándoles “viejas putas”.
Las mujeres lo cargan antes que pueda regañarlo y empiezan a besar sus mejillas. El chiquillo no para de gritar. Alguien llama a la puerta.
Estela viste de rojo. Lo primero que veo es la seguridad en sus ojos. Mi cerebro solo procesa esa imagen en el momento que me besa. Las señoras empiezan a aplaudir y a decir que ya era hora.
La hermana mayor nos conduce a mi mesa, de repente decorada de gala y su clon anoréxico le pasa la lengua por la cara a Alejandro.
―¡Suelta al niño, vieja comepinga! ―me levanto exaltada para detenerla.
―Espera a que llegue la música, amor ―Estela me detiene con la suavidad de sus manos.
Los gemidos han empezado temprano hoy. El timbre suena y la jefa abre la puerta. Un negro flaco y jorobado entra a la sala. Desnudo por completo, da la sensación de ser un muerto. Su pene erecto parece la única parte que goza de vida.
Monta en el medio de la sala un xilófono que lleva bajo su brazo y utiliza su pene para producir sonidos con los golpes. Entre saltito y saltito suelta un gemido de lo más melódico.
―Vámonos de este lugar. Nadie lo merece más que tú ―Estela me toca la cara―. Deja que iluminen al demonio y huye conmigo.
―Este niño será la salvación de Luz Mariano ―la vieja alza a mi criatura en los aires.
―¡Pinga, cojones, pinga, cojones! ―grita el pobre, en ritmo con la broncoaspiración que le producen sus nervios.
No lo quiero abandonar, pero tengo que salir de aquí o siento que voy a morir. Estela me carga en sus brazos y lleva hasta al río. Todas las edificaciones que rebasamos parecen inmuebles grises.
En el río nos montamos en una lancha que deja atrás el pasado. Doy un asco inmensurable.
Miro mi cara reflejada en el agua y pienso en el parecido que tengo con mi hijo. Pronto se convertirá en el líder de muchos ancianos aburridos. Es triste que no haya podido elegir su destino. Yo tampoco tuve opción. ¿Es este el ciclo de las cosas?
Una espiral de culpas que se transmiten por generaciones, en los que solo se pueden salvar diferencias ínfimas para el aprendizaje.
Llegamos a tierra nueva. Después de cruzar una serie de matorrales que tapaban la vista del nuevo hogar, nos adentramos en una plaza. Lo primero que diviso son las figuras de las hermanas y el músico.
Parece que todo el país termina siendo una extensión de Luz Mariano.
Es imposible escapar.
Al acercarme a mis vecinos caigo en cuenta de que estoy en una especie de fiesta. Todo lleno de globos, carteles de felicidad e incluso tienen una caldosa. Recibo aplausos y vitoreos, incluso de Estela, la cual no parece sorprendida por encontrarlos. Ella misma me sirve un poco de sopa del festejo.
Miro el líquido amarillo y revuelvo las viandas con una cuchara. Una boquita de labios carnosos sale a flote en el plato. Todos esperan a que diga algo. Al oído, una voz de niño me susurra la palabra pinga.
© Imagen de ‘Marternidad’ (detalle), de Alejandro Estudillo.