Dime si tú toma’, dime si fuma’,
dime si te la da’, pa’ salir poripallá.
Chacal y Yakarta
I
Guillermo espera en una cola. Está corto de tiempo, como casi siempre, pero no se pudo resistir. Los guarapos que venden en La Alameda, frente a La 1200, son los mejores de la ciudad. No le molesta llegar tarde a la pincha. Ahora mismo, realmente, le molestan pocas cosas. Siempre ha sabido manejar con prudencia sus responsabilidades. Aun así, desde hace unos meses, la desidia parece haberse impuesto a la sensatez. Hoy tuvo que salir sin desayunar.
Pide un guarapo doble. No. Uno triple. Tiene la boca seca, tremenda sed.
El dependiente del lugar friega los vasos mientras otro muchacho, apenas veinteañero, hace funcionar el mecanismo del trapiche. La manivela gira hasta exprimir todo el jugo que le resta a la caña, permitiéndole caer sobre una vasija de plástico que descansa en un extremo de los engranajes.
Una botella cercenada, gruesa y de base amplia, hace las veces de recipiente para la clientela. Guillermo toma la suya, luego de haber sido repletada por casi medio litro de guarapo junto a algunos cubitos de hielo que pretenden atenuar la canícula.
El vaso tintinea. Guillermo lo agita con suavidad, obrando un intento inconsciente por prolongar el murmullo placentero que surge del roce entre la escarcha y el cristal. La fila es larga y avanza despacio, pero Guillermo no tiene prisa: le importa poco la puntualidad y quiere vacilar su guarapo, bajarse su trago sin preocupaciones.
Escasean las jarras. La cola se impacienta. El dependiente les pide a los clientes que colaboren, que terminen su bebida de una vez, que “aquí todos tienen derecho”. Guillermo escucha el barullo, entiende sus razones e incluso disfruta siendo parte del problema. El mundo le resbala.
Hoy, como cada mañana de este septiembre, Guillermo detendrá su mirada durante un rato en La 1200 y elucubrará, cuidadosamente, las posibilidades de su adolescencia. Todo, mientras dure su guarapo.
II
Ni siquiera quiso probar la leche que su madre le preparaba y que, sin falta, le acercaba a su cama todas las mañanas. Era de buen dormir, pero en vísperas de tal acontecimiento le fue difícil descansar más de tres horas seguidas. Al fondo, la música de Amanecer feliz le ponía banda sonora, otra vez, al arduo negocio de madrugar.
La funesta combinación que conformaban su delicado estómago y la asistencia al primer día de clases en la Secundaria habían desencajado, sin dudas, el esquema de sus hábitos. No podría comer, descansar ni existir adecuadamente hasta que no superara este desafío escolar y advirtiera que su rutina nunca más volvería a ser la misma.
“Todo parece estar cambiando”, pensaba mientras se cepillaba los dientes. Poco antes de partir, su madre le cedió diez pesos para que pasara el día y, de ser posible, la semana.
Inquieto pero optimista, Boris salió de casa decidido a disfrutar de todo lo que recién empezaba.
Ya en la calle, retomó un intenso debate que traía consigo mismo en los últimos días con respecto al ropaje que debía llevar a partir de entonces, de lunes a viernes, entre 8:00 a.m. y 4:20 p.m.
No le parecía el amarillo un color adecuado para un uniforme. En sí, el amarillo no le parecía un color adecuado para nada. Él mismo semejaba una jirafa, larguirucho y pecoso, cubierto por un pantalón terriblemente amarillo que no combinaba con zapato alguno.
Sin haber llegado a la esquina de su cuadra, ya Boris había tenido que admitir el primer cambio que experimentaba su vida, acaso el más visible, aceptando la nefasta tonalidad de su uniforme. Por suerte, la camisa seguía siendo blanca. Se despidió de su madre antes de doblar la calle, agitando su mano de un lado a otro y se auguró a sí mismo un gran día.
Boris le había prometido a un socio que lo pasaría a buscar. Responsablemente, Guillermo lo esperaba en la próxima cuadra, muy cerca del arroyo Galeano, un espejismo fluvial de aguas albañales que atravesaba buena parte de la ciudad y delimitaba con exactitud la frontera natural del barrio. Se saludaron y, de seguida, pusieron rumbo hacia la escuela.
―Este uniforme está de pinga ―sentenció Boris ante el desacostumbrado silencio de su amigo.
―A mí me gusta, no está tan mal ―ripostó tímidamente Guillermo.
―Cheísimo, me lo pongo porque es obliga’o y no me queda más remedio, porque el colorcito este no puede estar más feo.
―Por lo menos pudimos entubarle un poco las patas. Espero que no nos digan nada por eso.
―A mí me da igual. ¿Qué nos van a decir? Esto no es la primaria, donde te dicen hasta cómo amarrarte los zapatos porque eres un fiñe ―afirmó Boris con seguridad―. Aquí es otra talla. ¿Tú no has visto cómo andan Ronald y Mayito, que ya van pa’ noveno? Entubaísimos.
―Es verdad. Aunque a las niñas les queda mejor. Bueno, no a todas, solo a algunas.
―Apúrense, que van a llegar tarde ―señaló jocosa una muchacha que acababa de sobrepasarlos. Ella, de piel muy blanca, cabello ondulado y trigueño y un uniforme lo bastante ajustado como para descubrir ciertas curvas incipientes, los saludaba risueña mientras avanzaba hacia la escuela.
―Qué bolá, Aurora ―respondió Boris―. Viste, Guille, esa es la jevita que te presenté en el Parque, en las vacaciones. Va estar en el aula con nosotros.
―Sí, verdad ―dijo Guillermo.
Boris alcanzó a intuir lo que sucedía, descifrando, en parte, la situación. Aun así, decidió permanecer callado.
Casi al término del recorrido, con La 1200 a la vista, Guillermo ralentizó el paso, apartándose visiblemente de su amigo. Tenía la boca seca y las mejillas enrojecidas. Boris no tardó en percibir dicha maniobra y, pretendiendo motivar a su compañero de clase, lo invitó a un guarapo.
El quiosco se encontraba justo frente a la escuela, por lo que no era extraño que algún estudiante decidiera apuntalar allí su desayuno. Una transacción como esta esfumaría casi la mitad del dinero que le había entregado su madre, pero valdría la pena.
―Nunca lo tomo, no me gusta, es demasiado empalagoso ―confesó Guillermo, apenado pero sincero.
―Ah, bueno, ´tá bien ―dijo Boris con resignación, poco antes de que descendieran a través de la escalinata que conducía hasta el patio principal de La 1200, donde apenas cinco minutos atrás había dado comienzo el Matutino Especial por el inicio del curso escolar 2009-2010.
Boris se acomodó con discreción en la fila de su grupo, pensando detenidamente en cómo la vida, sobre todo la “nueva”, no parecía esperar por nadie.
III
―¡Tremendo empingue, loco, tremendo empingue es lo que tengo! ―le repetía Guillermo a su socio, mientras las carrozas bajaban arrollando por la Calle Real, el olor a fritura recién cocinada inundaba el Parque de la Independencia y la cerveza dispensada no terminaba de hacer efecto alguno en los presentes.
Era el primer día de los Carnavales. Todo parecía reluciente, los puestos de venta se repletaban de carritos, pistolas y soldaditos manufacturados y la música, que surgía al unísono desde varios establecimientos, superponía los acordes del reggaetón, la salsa y la bachata en una mixtura poco menos que barroca.
Este era, definitivamente, el momento para disfrutar de los Carnavales, durante su jornada inaugural, cuando aún no había comenzado a escasear la bebida y el ciudadano promedio llegaba ávido de fruición, loco por derretir las balas que componían sus ahorros más recientes.
Guillermo tenía un plan, concebido con esmero desde el día anterior. Había logrado barajar de tal forma el contenido de su escaparate que, en un trance de prestidigitación textil, conformó cuatro mudas de ropa medianamente “modernas” que diferían entre sí desde el pullover y el short hasta los zapatos. Una para cada día de carnaval, reservando la mejor, por supuesto, para el inicio de las fiestas.
Solo un par de tenis Adidas constituía la excepción, puesto que Guillermo no tenía más que tres y debía, por lo tanto, repetir. “El primer y último día, para que la gente no se dé cuenta”, había proyectado con satisfacción.
―Asere, tienes que sacarle el pie a eso, no te puedes amargar la noche porque no se te haya dado esa jugada ―aconsejaba Boris mientras llenaba de cerveza, otra vez, su pomo de litro y medio.
―Es que habíamos quedado en algo, desde hacía rato lo habíamos planeado ―se quejaba Guillermo, intentando ahogar parte de sus penas en el recipiente etílico que su socio le acercaba.
―Es verdad, pero si ya no pudo venir, por lo que haya sido, ahora tienes que disfrutar tú y gozar el concierto ―remató Boris, en un intento por revertir la inconformidad que molestaba a su interlocutor―, que andan diciendo que El Chacal no viene más después de esto.
Elena lo había dejado quema’o, frustrando así un encuentro apalabrado con semanas de antelación. “No puedo salir, tengo que cuidar a mi abuela” no fue la mejor excusa de la vida, pero Guillermo prefirió creerla antes que agrietar a base de incertidumbres sus dos meses y medio de relación.
El problema no había sido el potencial embuste, posibilidad que Guillermo solo valoró durante el primer minuto, mientras Elena cimentaba su futura coartada desde el teléfono público de su edificio, sino el simple pero trascendental hecho de su ausencia.
Guillermo había notado cierta indisposición en el comportamiento más reciente de su novia. Sin embargo, depuso tales sospechas, todavía escasas para cualquier veredicto definitivo, en favor de su equilibrio emocional.
Ambos comenzarían la universidad en septiembre, en La Habana. Guillermo había diseñado esta salida como la presentación decisiva y formal de Elena frente a su piquete, antes del ya próximo traslado a la capital.
Todos sus socios estarían ese primer día en el Parque, pero no sería así en lo que restaba de Carnaval: muchos debían respetar compromisos familiares, encuentros con otros grupos de amigos o, simplemente, elegirían permanecer en casa tras haber agotado por completo la mesada de sus padres.
Así, Guillermo desfogaba su decepción entre Boris, la promiscuidad del pomo de cerveza y Mayito, que acababa de llegar.
―A ti lo que te hace falta es botar ese veneno con alguna jevita de por aquí ―dijo este último, tirando a bonche la situación, que por repetitiva y cansona ya se prestaba para eso.
―Asere, a mí lo que me hace falta es algo frío para tomar, que tengo la boca seca y esa sopa que hay en el pomo no ayuda ―aclaró Guillermo poco después de divisar, no muy lejos de su posición, una guarapera sin mucha cola.
Con motivo de las festividades, el centro de gravedad comercial de la ciudad había prorrogado sus funciones hasta bien entrada la madrugada. La extensa calle a la que todos se referían como “Real”, en alusión a cierto abolengo aristócrata, vertebraba la existencia carnavalesca de la urbe, al tiempo que regulaba el instinto gregario de residentes y viajeros.
Atendiendo a esta circunstancia, los pequeños negocios que yacían desparramados entre callejuelas, rincones y repartos marginados ganaban un protagonismo excepcional que les permitía afrontar decentemente la segunda mitad de las vacaciones, gracias en buena medida a los ingresos generados durante esta época de celebración.
La Guarapera, que solía prestar sus servicios frente a La 1200, se había desplazado hasta las inmediaciones del Parque de la Independencia, trayendo su trapiche a cuestas. Guillermo la identificó, les preguntó a sus amigos si les apetecía una jarra y, ante la negativa de estos (“Aquí lo que hace falta es lague”, aclaró Mayito), se dirigió hacia el establecimiento.
―¿Pero tú no dices que no te gusta el guarapo? ―alcanzó a vociferar Boris mientras su socio cruzaba la calle.
―Sí, pero tengo que refrescar ―respondió Guillermo, ya con pie y medio en la cola de La Guarapera.
La fila avanzaba sin demora. La dependienta y el señor que manipulaba el trapiche se jactaban de una eficacia prodigiosa. Un niño, presumiblemente el hijo de ambos, los observaba desde una esquina del local, acaso tomando notas mentales de todo lo que sucedía mientras sus padres trabajaban.
Ya con su guarapo en mano, Guillermo pensaría en Elena por última vez durante la noche, recordando esa pasmosa serenidad con la que su novia le había deshecho sus planes. Respiró hondo, agitó el vaso con suavidad y le dio un sorbo, disipando finalmente una porción de su malestar.
Sus socios, entretanto, disfrutaban sin preocupación de los bafles que acababan de ser instalados en el Parque, las cajitas de pollo y congrí que vendían en los alrededores y la sempiterna cerveza aguada.
El ambiente parecía haberse animado todavía más, sobre todo después de la llegada de Ronald, quien había arrastrado consigo a unas cuantas jevitas que merodeaban la zona, amigas del piquete.
Guillermo, que había distinguido a una de ellas con particular interés, apuró lo que restaba de su guarapo en un gran buche y cruzó la calle de vuelta al Parque.
―Ya me contaron en lo que andabas. ¿Te refrescaste, pipo? ―lo recibió Ronald.
―Majomeno, asere ―contestó Guillermo entre risas, mientras abrazaba a su colega y concretaba la ceremonia masculina de salutación con un roce de mejillas y un sonido labial que semejaba el eco de un beso.
Acto seguido, Guillermo se acercó de manera similar a las muchachas, aunque sin la familiaridad que había mostrado ante su amigo. La última de ellas, sin embargo, se adelantó al rito casi maquinal de las presentaciones estampándole con estruendo la marca de su creyón en uno de sus cachetes.
Todos lo habían notado, pero disimularon sus reacciones entre la bulla, el alcohol y las risas. Guillermo se había percatado de que, definitivamente, Tamara estaba en uno de esos días.
La noche transcurría con aparente normalidad. El Parque se llenaba de gente y se dificultaba un poco la circulación. Los mayores ocupaban los bancos y los más jóvenes, que iban de un lado a otro, fumaban, bebían y bailaban a placer.
En el piquete iban ya por el tercer pomo de cerveza, cuya escasa gradación etílica los motivaba a agitar nerviosamente la cabeza mientras aún conservaban el trago en la boca, pretendiendo así favorecer el mareíto que dicha bebida era incapaz de causar. Tamara, risueña y elocuente, no se despegaba de Guillermo.
“Ese huevo quiere sal”, le había dicho Mayito al oído. Boris lo miraba con curiosidad, como intentando arriesgar un pronóstico de lo que iba suceder, al tiempo que Ronald se desentendía casi por completo del asunto, guarachando gustosamente con una de las jevitas que se habían incorporado al piquete.
Guillermo, por su parte, se mostraba cordial hacia Tamara, cediendo cada vez más en su postura de novio fiel e inabordable. Aun así, él la conocía lo bastante bien como para caer redondito ante su primera carnada. Necesitaba, al menos, una segunda.
Tamara y Guillermo habían tenido una relación de poco más de cuatro meses, sesgada abruptamente por ella, quince días antes de su cumpleaños, el de él. “Eso fue pa’ no tener que hacerte un regalo”, lo consolaban sus consortes en clave de jodedera, remedio acostumbrado y efectivo entre ellos.
Sin embargo y a pesar de la condición aparentemente inesperada de la ruptura, Guillermo había percibido en aquel entonces ciertas conductas inusuales en su novia, como esa ocasión en la que rechazó una salida grupal alegando que “tenía que estudiar”.
Ahora que no estaban juntos, Tamara insistía en mostrarse muy lacónica o demasiado cercana, una intermitencia semejante a la que solía exteriorizar durante los tanteos erótico-afectivos previos al noviazgo. Esa noche, en el Parque, lució su versión más amelcochada.
De súbito, Tamara había pasado a la acción más frontal, tomando a Guillermo de la mano y solicitándole que la acompañara a buscar a su hermana menor, que había salido desde temprano con unas amigas y ya debía regresar a casa.
Guillermo asintió, entre pusilánime y convenientemente cómplice. “Toma esto, loco, que te va a hacer falta”, le dijo Boris sonriendo mientras le acercaba un preservativo con discreción. “Yo no estoy pa’ na’, asere”, respondió Guillermo, rechazando la oferta de su amigo.
―No se demoren, que ´horita arranca el concierto ―les recordó Ronald desde la distancia.
Bajaron la Calle Real. Tremendo molote, la gente se apilaba en cualquier parte y el ruido de pitos y trompetas se antojaba universal, caótico. Pese a todo, aún era posible caminar.
La vía marcaba una angulosa pendiente que comenzaba en el Parque de la Independencia y terminaba en el Malecón, una suerte de paseo sin agua que, rodeado de negocios todavía incipientes, se postergaba hasta la misma salida de la ciudad.
Tamara lo guiaba entre la multitud, lidiando zigzagueante con las botellas que se acumulaban en el suelo, las extensas colas para comprar fritas o cervezas y el júbilo de algunos bailadores entusiastas que hacían del asfalto su escenario. Guillermo se dejaba llevar.
Finalmente, casi al borde de la intersección que juntaba en una misma esquina la inercia de las calles Real y Vélez Caviedes con la arboleda que descollaba desde el Parque del Bosque, Tamara detuvo el paso, aún sin rastro de su hermana.
―Creo que vamos a tener que llegar hasta mi casa para comprobar que esté ahí ―dijo ella, resolutiva.
―Si no tienes dinero en el teléfono, te puedo prestar el mío, aunque el saldo que me queda es para un mensaje, imagínate ―ofreció Guillermo.
―No, ella no tiene móvil todavía, no se lo van a comprar hasta que no termine la Secundaria. Guarda tus quilos, no te preocupes.
―Ok, si tú lo dices.
―Mejor nos apuramos y vamos caminando hasta mi casa, que la gente del grupo nos espera y el concierto está al empezar ―determinó Tamara, al tiempo que marcaba con sus pasos el camino que Guillermo habría de seguir.
Habiendo dejado atrás las ruinas del antiguo Hotel Comercio, la dulcería Doña Neli y el policlínico Turcios Lima, ambos atravesaban Vélez Caviedes sin mucha prisa, dilatando el diámetro de cada paso.
No hablaban. Solo el bullicio del carnaval, que atenuaba sus vítores a medida que se apartaban del centro de la ciudad, impedía el mutismo de la medianoche.
Guillermo no resistía los silencios incómodos, pero, al menos él, advertía cierto ademán de complicidad en la calma de este recorrido. Ella, de vez en cuando, lo miraba, sonreía y lanzaba alguna pregunta retórica sobre el estado del clima o la ineficiencia del alumbrado público. De a poco, Guillermo se le acercaba, respondiendo a estas frivolidades con otras igual de irrelevantes.
Así, buscando infringir de una vez el equilibrio de la cautela, Tamara se detuvo bajo un foco fundido, poco antes de llegar a la Catedral de San Rosendo. Convencida de haber enviado la señal correcta, aguardó por la reacción de su acompañante. Guillermo se aproximó, tomó las mejillas de Tamara entre sus manos y la besó resuelto.
El ímpetu de la tocadera los apartó del centro de la vía, conduciéndolos hasta un pasillo cercano todavía más oscuro. La penumbra exacerbaba los deseos, el calor, la humedad.
Un besuqueo distendido precedió al movimiento propiciatorio de Tamara, que desabrochó la portañuela de Guillermo e introdujo su mano con lascivia. Este, desbocado después de haber compartido masturbaciones mutuas por un rato, le pidió que se bajara el pantalón, que se pusiera de espaldas.
―¿Tienes condón? ―preguntó ella.
Guillermo, recordando con disgusto el ofrecimiento de su socio Boris, negó arrepentido. De nada sirvieron sus juramentos prometiendo que “tendría cuidado, que solo sería la puntica, que la sacaría antes”.
Tamara no transigía. Finalmente, asumiendo otra vez la iniciativa, la muchacha echó sus rodillas al suelo y llenó su boca de carne ajena.
Guillermo fue incapaz de pensar durante la mamada. Ni Elena ni sus amigos ni la propia Tamara, que no dejaba de succionar, parecían mantener trascendencia alguna. Solo pudo escuchar, como un eco distante e impreciso, el alboroto simétrico de la ciudad, señal inequívoca de que el concierto había comenzado.
Instantes después, descargaría extasiado en el rostro de Tamara la excesiva consecuencia de haber bebido medio litro de guarapo apenas un par de horas atrás.
Al filo de la madrugada, Guillermo volvía a tener sed. Llevaba, de nuevo, la boca seca.
© Imagen de portada: “Odiseo recupera a sus compañeros” (grabado del siglo XVIII).
Catherine Zuaznábar: “Yo quería volver a bailar en Cuba” (I)
“A veces los bailarines se exigen demostrar que son buenos. Esa etapa para mí ya pasó. He estado en grandes compañías. He bailado obras de grandes coreógrafos”.