Aguas albañales

Quizás la lluvia tenga la fuerza suficiente para limpiar el mundo.

Es mayo y el aguacero difumina el paisaje, aunque nadie puede afirmar que esa sea la palabra precisa para describir el lugar.

Francisca reflexiona, melancólica, acerca del agua. Dicen que el primer diluvio de mayo es milagroso. Sin embargo, nunca lo ha comprobado en carne propia.

La vida pasa y uno solo acaba con más preguntas. Puede que haya llegado a vieja siendo un engendro lisiado por no haber creído en la maravilla del agua. Debería aspirar a hacer andar sus intentos de piernas, arrastrarse bajo la lluvia y rezar porque toda su existencia haya sido un sueño. Aunque hace mucho se dio por vencida y decidió fusionar su cuerpo con una silla de ruedas.

Las gotas que caían al suelo como si fuesen navajas decidieron tenerle lástima. La densidad de la lluvia disminuyó. El croar de las ranas calló por completo sus pensamientos. La llovizna ya no mojaba el portal, pero al mirar al suelo se dio cuenta de que estaba inundado.

Su cuerpo ni siquiera le permitía doblarse y tocar el agua. Caería de cara contra el piso mientras sus dos muñones desesperados se contraerían grotescamente. No era una buena idea.

Después de la tormenta, ya solo quedaba la humedad. El cielo continuaba negro, pero al menos la calle era visible. El pavimento expulsaba un vapor que la hacía sudar. Su rostro daba la sensación de derretirse.

Recuerda imágenes del barrio en los tiempos de su niñez. Sus memorias casi siempre tienen lugar en otoño: la ceiba desprendiendo hojas amarillas por todo el suelo, los niños jugando fútbol con piedras como portería, los ancianos sentados en la acera con un tabaco en la boca, un mundo que ya no existe.

Aquel árbol había muerto hace años y en la cuadra quedaban viejos paranoicos que poco salen a la calle. Nada más se mantenían inamovibles los baches en el asfalto y una alcantarilla desbordada desde el día de su nacimiento, que provocaba una rivera de aguas albañales. La suciedad y la peste eran lo único que se podía dar por sentado en este lugar.

Se sentía como una vieja ridícula. En su existencia no había habido jamás espacio para la nostalgia. Siempre en el papel de observadora, maldecida por su discapacidad, pasaba sus días en aquel portal mientras los demás vivían sus vidas.

Nunca tuvo esperanzas de ser normal. Ni siquiera los doctores podían ofrecer una explicación exacta acerca de sus malformaciones. Las prótesis le provocaban erupciones terribles por toda la piel y los santeros le prescribían orarle a Jesús. Los recuerdos no eran un lugar seguro al cual regresar. Le molestaba no estar acostumbrada a sentirse miserable.

Un poco después de escampar, Teresa decidió hacerle una visita. Probablemente eran contemporáneas, pero Francisca se sentía una niña a su lado.

Aquella señora había mantenido toda una vida una calma sepulcral en su expresión. Casi nunca hablaron cuando eran pequeñas, pero el tiempo les había hecho encontrar en la otra una manera de compartir la soledad.

Con ademanes cansados, se adentró en el portal para sentarse a su lado. Soltó sus trenzas canosas y suspiró con resignación, a la vez que parpadeaban sus ojos amarillos.

El día comenzó a aclarar y el verde de los helechos arborescentes que rodeaban la casa rompía con los tonos opacos del ambiente. Aquellas matas daban la sensación de ser el único ser vivo a kilómetros de distancia.

La visitante arrancó una pequeña hoja que podía alcanzar solo extendiendo un poco su mano.

—Esta humedad me tiene los huesos destruidos —comenzó la conversación, a la par que frotaba entre sus dedos la pequeña hoja.

—Ni me digas nada, comadre. Por lo menos hace falta que esta lluvia traiga fresco. Porque si no, nos vamos a asar.

Alguna enfermedad terminal se había llevado al esposo de Teresa medio año atrás. Postrado en una cama, experimentó una metamorfosis hacia un pedazo de carne sin vida.

Al verlo muerto, se le pasó por la cabeza la idea de dejarlo tendido en la cama hasta que se convirtiese en polvo y sus partículas estuviesen impregnadas alrededor de toda la habitación. Sin embargo, la pestilencia resultó ser la principal barrera para sus planes.

El hedor casi la volvió loca, así que tomó la decisión de cremar el cuerpo y esparcir un poco de cenizas en cada rincón de la casa. Habían sido meses complicados.

Todos los buenos momentos parecían alejarse. Solo le quedaba una pared de cajas de cerveza china que su marido había comprado cuando estaba sano, con la intención de emprender un negocio. De vez en cuando, dos o tres borrachines se llevaban alguna, pero no era un ejercicio próspero. En este barrio, ni de emborracharse quedaban ganas.

Observaba en las mañanas aquella multitud de botellas cercanas a su fecha de vencimiento y se reía, al pensar que la fermentación podría convertirlas en una especie de bebida nunca antes vista. Sería rica. Sin embargo, ya el dinero no tenía sentido.

—Deberíamos tomarnos unas cervecitas —concluyó Teresa en voz alta, en busca de esfumar el recuerdo de su esposo— para celebrar.

La lisiada parecía confundida. No sabía por qué motivo se podía celebrar, pero prefirió quedarse callada. Quizás esa era la solución que esperaba. Así que de su boca no salió una palabra, mientras su amiga llenaba pacientemente su portal con cajas de cervezas.

Las botellas calientes besaban sus labios y escuchaban música apropiada para restregarse de lleno contra el dolor. El alcohol hacía parecer que no era tan terrible ser dos viejas sin nada que esperar de la vida.

Las canciones tristes eran más tristes, las borracheras solo podían acabar en llanto y la muerte dejaba de dar miedo. Pronto, cada rincón del piso estaba ocupado por una botella vacía. En el proceso, habían recordado a todos sus conocidos fallecidos, pasando de la risa a las lágrimas, e incluso Francisca se había vomitado encima.

Su amiga limpiaba los trozos de comida a medio digerir, a la par que se reía de la cara de aquella mujer casi desmayada sobre su silla de ruedas. En ese momento, regresó la lluvia.

Las dos expresaron casi a la par sus deseos de bañarse en el aguacero. Teresa empujaba a Francisca hacia el medio de la calle y el contacto de las gotas de lluvia con sus cuerpos parecía rejuvenecerlas.

La vida irrumpía nuevamente en sus personas a través de los pequeños orificios de sus poros. La lisiada reía a carcajadas, sin parecer posible que se ahogase. Su amiga, la viuda, embelesada, observaba unos renacuajos existir caóticamente en un pequeño charco de agua sucia.

Se sentían niñas pequeñas, con la ropa mojada pegada al cuerpo y sin temor a contraer un catarro. La vida parecía destruirse y reinventarse en ciclo.

Un cansancio demoledor le puso punto final a la satisfacción de Francisca. Ella sola rodó de regreso a casa. Prefirió no molestar a su comadre, que en ese momento miraba con expresión pasiva al cielo.

A través de un camino de botellas rotas llegó a su cuarto y la oscuridad entró en escena. Su sueño la ubicaba en una habitación abandonada, casi repleta de agua. Los huesos de su cuerpo crujían debido a la frialdad húmeda de aquel sitio. Cada segundo aumentaba el volumen del agua sin una causa aparentemente visible.

Ya no creía que nada malo fuese posible. Sus muñones quedaron cubiertos y no le quedó otra opción que suspirar. Al verlos por última vez antes de ahogarse, pudo notar que crecían de ellos dos diminutas piernecitas.

El sol secó el pavimento después de un largo tiempo y el cielo volvió a ser azul. La alcantarilla de la punta de la loma ya no desbordaba aguas albañales. El barrio parecía parte de un desierto.

Teresa caminaba por aquel lugar con una maleta a rastras y esperanza en sus pupilas. Observó la casa de Francisca, ya cubierta por completo de helechos arborescentes. Daba el aspecto de un monstruo verde que se tragaba toda vida a su alrededor, en el intento de recuperar algo que ya no existe: un símbolo de decadencia y olvido.

A nadie le importaba ese lugar. No quedaba otra opción que seguir con la vida. Muy pronto podría volver a comenzar a llover.





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El apocalipsis somalí

Por Christian Parenti

Fue Castro quien arrastró por primera vez a la URSS al continente africano —sin pedir permiso, cabe añadir— al enviar tropas cubanas en apoyo del MPLA”.