Doña Gerania Solamata y del Montuno

Esa vieja se llamaba Gerania. Era militante del Partido Comunista de Cuba, informante de la policía, y considerada por los propios militantes y revolucionarios de la cuadra como la lengua más larga y peligrosa del barrio.

La vieja Gerania se acostaba a dormir a las seis de la tarde como las gallinas. Y, después de las doce de la noche, poseída por los demonios de su soledad, salía volando por el balcón montada en su palo de escoba.

Que era bruja lo supe por mi vicio de pescar en el muro del malecón. Y la primera vez que la vi, pasó volando por encima de mi cabeza, gritó mi nombre a modo de saludo, pero como iba envuelta en las brumas que se desprendían de las aguas putrefactas de la bahía, no la reconocí. Y pensé que era la muerte que venía a buscarme.

Parecía una mariposa gigante, planeando, impulsada por la brisa del verano, y no la bruja trepada a un palo de escoba que, como más tarde ella misma me confesó, se estremecía de placer por el continuo roce de su arrugado clítoris sobre el palo contundente.

La vieja siempre salía del oeste, desde Monserrate y Obrapía, hacia el este, pasando sobre los muros fortificados de La Cabaña. Una noche que me encontraba yo pescando en absoluta soledad, y nadie en mi derredor a 500 metros a la redonda y me había sacado el rabo para orinar sobre las aguas de la Estigia habanera, Gerania, que en esos momentos efectuaba su nocturnal recorrido, al verme desde lo alto, se precipitó temblando de lascivia porque imaginó que me estaba rayando una yuca.

Aterrizó en su palo de escoba sobre el muro del malecón con el pretexto de platicarme hacia dónde se dirigía cada noche en sus viajes misteriosos. Como era un espíritu o un cuerpo astral lo que tenía a mi lado, no sentí vergüenza ante la mirada fija de la bruja sobre la punta de mi tolete, y dijo:

—Aunque odio el lugar donde nací, todas las noches voy hasta Oriente, específicamente a Granma. Allí me reúno con mis antepasados, mi gente, que también salen a volar y echan su palo por las noches. Yo siempre he criticado esa singadera que ha generado una numerosa prole que, cuando Batista, sirvió para fortalecer las guerrillas en la Sierra Maestra, pero después del triunfo de la Revolución, esos orientales (entre los cuales no me incluyo porque yo sí tengo categoría) llegaron por primera vez a La Habana como si fueran los amos, a destruirla por la envidia de que era la capital de la nación. Y treinta años después (que por ser una militante debiera callarlo) la han convertido en una aldea palestina con barbacoas; sin dejar, por supuesto, de continuar singándose entre sí. Y han incrementado no una prole, sino una plaga llamada a convertirse en los presentes y futuros delincuentes que, pasando por las sucesivas etapas del pillaje, se han transfigurado en activistas políticos del Movimiento Nacional Pro Defensa de los Derechos Humanos.

Días después, mientras dormía, fui despertado una mañana por toques histéricos en mi puerta. Me incorporé del piso de la barbacoa y por la estrecha ranura del dintel, sin poder ver bien de quién se trataba (aún tenía el cerebro medio turulato), pregunté quién cojones me molesta ahora que no me deja dormir.

Abriendo mejor los ojos me fijé, espantado, que era doña Gerania Solamata y del Montuno. Pidiéndole perdones y disculpas, pues ya me veía entre las rejas de una prisión, le dije que de inmediato bajaría a recibirla.

Abrí la puerta y exclamé con la voz velada por el terror político:

—¡¡¡Doña Gerania Solamata!!!

—¡Y del Montuno, que madre he tenido! —aclaró, mientras sacaba una libreta escolar y con un mocho de lápiz escribía rápidamente algo.

—¡Por favor, pase usted, sea honrada mi humilde morada con la majestad de su presencia! ¡Pase y dígame en qué tendré el honor de convertirme en su fiel lacayo!

—¡No puedo pasar a su habitación! ¿Qué se ha creído, usted? ¡Yo soy una mujer decente! ¿Qué diría el vecindario si me ven entrar a su habitación?

—Es cierto, y le ruego encarecidamente que me exonere de cualquier falta de respeto.

Ella volvió a garabatear en la libreta escolar y añadió: 

—Yo a usted lo miro como mujer decente y si a mí me da la gana puedo volver a ser feliz —dijo, mientras dirigía una mirada hacia mi portañuela que, como recién me había despertado, se abultaba un poco debido a que mi pene aún se encontraba alterado.

—Me parece —continuó diciendo la doña— que tendré que hablar larga y tendidamente con el responsable de Vigilancia de la cuadra. Usted hace 22 años que no trabaja. ¿De qué vive, eh? Y, para colmo, se la pasa majaseando con el tictac de esa maldita máquina de escribir que no deja dormir a los vecinos del hotel Montserrate durante la noche. ¿Qué escribe con tanta premura, con tanta vehemencia, con tanto afán, como si de repente fuese más importante teclear las 24 horas del día que vivir una vida normal, como los demás, eh? ¡Seguro que se trata de un nuevo tipo de contrarrevolución!

—¡Doña Gerania Solamata y del Montuno, yo sería incapaz! ¡Soy profunda y decididamente fidelista-marxista-leninista-estalinista! ¡Soy un revolucionario incorruptible!

—¿Incorruptible? —preguntó la bruja— ¿y tiene ese bulto en sus partes pudendas?

Y, señalando para mi portañuela agregó:

—Eso es una contrarrevolución y una contravención al orden interior de este edificio y como militante del Partido yo misma lo denunciaré a Lacra Social.

Yo, viéndome perdido irremediablemente, había retrocedido varios pasos hacia el interior de mi habitación, momento que la indignada vieja, siempre apuntando hacia mi delictiva portañuela con el índice acusatorio, aprovechó para avanzar y penetrar en mi morada.

La bruja tenía el rostro crispado por la rabia revolucionaria y, alargando una de sus garras, asió la puerta y la cerró de un tirón y, enfrentándose ante mí con las manos en jarra, me espetó:

—¿Crees que la Revolución va a seguir permitiendo que vivas sin trabajar, escribiendo a máquina el día entero con la pinga parada?

—¡Doña Gerania! —protesté ruborizado—. ¡Que no, que no! ¡Que no la tengo parada!

—¡Que sí, que sí! ¡Mira tú mismo cómo se te ha puesto!

Efectivamente, el susto en vez de engorruñarla, me la había alterado de tal modo que yo mismo fui el más sorprendido. Pero doña Gerania parecía haber tomado su propia resolución. Sin darme tiempo a reaccionar, me empujó contra la pared y, con las dos garras huesudas de sus manos, me arrancó literalmente el pijama junto con el calzoncillo de patica, del cual saltaron los botones.

—¡Doña Gerania! —fue lo único que osé decir, todo yo abochornado.

Mas la expresión furiosa en el rostro de la bruja se había transformado en una complacencia maligna. Y con una voz que jamás le había escuchado, exclamó:

—¡Pero qué pinga, compañero vecino! ¡Qué pinga tan hermosa y bien parada!

La vieja se había prosternado ante mí, como si yo fuera su Santo, y me la acariciaba con sus garras afiladas. Escupió la prótesis dental y metiéndosela en la boca comenzó a chuparla como una chambelona.

Debo reconocer que era una experta en la técnica de la mamalancia y me provocaba un placer más entregado y devoto que la indiferencia con que últimamente Ofelia (última novia que tuve) me lo hacía, y quizás ese fue el verdadero motivo de una separación.

Hubo un momento en que doña Gerania Solamata y del Montuno se la sacó de la boca y exclamó:

—¡Ahora sí te creo!

—¿De qué habla usted, doña Gerania? —pregunté.

—De tus principios ideológicos, cabronzón. Esta sí que es una pinga revolucionariamente parada para lo que sea, donde sea, y como sea: ¡dámela, coño! —ordenó.

Y toda su cara se la cubrí de leche.






la-mina-de-oro-de-la-casa-blanca

La mina de oro de la Casa Blanca

Por Yan Veselov

Cómo Trump saca provecho de su presidencia con criptomonedas, negocios familiares y alianzas extranjeras.