En el Período Especial circulaban aquellas enormes rastras habilitadas como ómnibus. La que hacía la trayectoria de Alamar-Vedado estaba pintada de un rosa tierno y su número era M1. Porque el vagón tenía los extremos más altos que el centro (como dos jorobas rígidas, sin poesía), la gente los llamó: camellos.
Cuando se detuvo el monstruo, el aire dejó de circular.
—¿Y ahora qué pasa? ¿Por qué no seguimos?
—Parece que hay un tranque en el túnel.
—¡Lo que faltaba!
—¡De pinga…!
Desde la plataforma, miro hacia el centro del vagón. Manos amontonadas, aferradas al tubo, manos grandes, manos frágiles, manos tersas, arrugadas.
Caras que brillan por el sudor, ojos que buscan alivio en lo que alcanzan a ver por la ventanilla (un trozo de mar, un parque, un edificio en ruinas).
Qué diferente es el metro de París. Sólo ves las estaciones con enormes carteles, las luces que corren por los cristales, algún que otro grafiti en los muros sorbidos por la velocidad.
—Cada día tengo que pasar por esta jodienda —dice de pronto una voz a mi izquierda—, ¡qué ganas tengo de salir de este país, oye, esto no hay quien lo aguante!
Me doy cuenta de que me habla a mí.
Asiento con la cabeza. Intento sonreír.
Está tan cerca que puedo ver las líneas alrededor de los ojos, bajo el maquillaje. Antes de salir, se depiló con esmero. Se puso su mejor ropa, se perfumó la nuca, el canal entre los senos, se imaginó en el malecón, abrazada a alguien.
Me da miedo esta hora, la luz es tan fuerte que atraviesa los cuerpos, como rayos X. Veo cosas que no quisiera ver, historias que se enredan en el vaho del calor, que flotan.
El hombre pegado a mi derecha también vive solo, cada milímetro de su ropa destila ausencia. Se masturbó esta mañana antes de salir al trabajo.
El muchacho a su derecha es un adicto a las computadoras. Sus amantes están apiñadas en archivos con password, más y más bytes se acumulan en la carpeta XXX. Bajo las cejas, una mirada sombría que desmienten labios blandos y húmedos.
La mujer que está a su lado alterna el peso en las piernas. Bajo la saya, algas violáceas descienden por los muslos aún tersos, aún codiciables. En sus ojos hay motas de pensamiento: el hijo ya adolescente que odia la escuela, las goteras del techo, el refrigerador vacío, el marido que llega tarde, sus camisas plagadas de olores extraños.
El señor detrás de ella la roza con su portañuela abultada. Observa su reacción, vuelve a rozarla.
Me pregunto qué pasaría si se quebrara esa ley intangible que los separa. Ella se volvería y él la abrazaría con fuerza, buscaría sus labios.
Pero qué estoy pensando, la luz saca a los demonios que saltan a mi alrededor. Con la mano trato de espantarlos. Nadie más parece percatarse. Y más historias salen de los cuerpos hirvientes, pegajosos.
Ay, como extraño París, esa gente que sabe respetar el espacio ajeno, musitar Pardon, cuando sin querer, te toca.
El trópico es tan distinto, viola las distancias y confunde las auras. El calor penetra, respira procaz contra mi espalda. En pocos minutos de estatismo, el aire hierve. Baja y tantea con lengua viscosa, pienso en los cuadros que intentan describir el infierno justo cuando desde el fondo surge una voz:
—¡Hermanos, no pierdan la fe…! La buena nueva es que Jehová está con nosotros.
Sigue una pausa cargada, tensa. Y de pronto el estallido:
—¡Comemierda, cállate!
—¡Que se baje!
—¡Tírenlo por la ventanilla!
La risa se hace coro, corre por el interior del camello.
Me taparía los oídos, si no tuviera que sujetarme. Jamás vi algo así en París, ni siquiera en el metro.
De pronto, el monstruo deja de vibrar, de respirar. Un rumor de desaliento recorre el gentío. Me estiro y logro ver un segmento de calle, la fila de carros que espera su turno para pasar el túnel.
Una oleada de calor me llega hasta el estómago, me afloja las corvas en un vahído. El metro tarda dos minutos, pero los parisinos corren desenfrenados. Hay un tiempo exacto para subir, para bajar. Todo está diseñado para el movimiento.
—¡Hasta cuándo es esto!
—¡Chofe, abre, aunque sea…!
Las puertas se abren con una especie de aullido. Una masa de gente se empuja y logra bajar, se desparrama por la acera. Con el repentino espacio, los que quedamos arriba vamos soltando el tubo, relajamos el cuello, los brazos, la espalda.
Hasta el corazón del camello se filtra un soplo, una promesa de oxígeno. Pero la señora que se abanica con un cartón frente a mí, no parece sentirlo. Está a punto de empezar a gritar.
—Es por eso que nunca vengo a la Habana.
—Tú nunca quieres salir a ningún lugar —interrumpe la hija con un gesto de fastidio.
La mujer suspira. Su cuerpo es fláccido, asexuado. Hace años, muchos años, que no siente una caricia, una oleada de aliento sobre su cuello.
Cambio la vista para no ver más. Si pudiera ser como todos, no detectar historias que salen de la piel, de los gestos, de los ojos. Pero, ¿cómo coaccionar la mirada?, ¿cómo reprimirla?
No se deja intimidar con códigos ni leyes. Si al menos la luz fuese tenue, como en París, si no diseccionase todo.
Miro hacia el malecón: tres pescadores acechan la inocencia de un pez. Un chiquillo salta en el aire antes de caer al agua. No basta la advertencia en el muro: “Prohibido bañarse”, ni el recuerdo de los que se estrellaron contra el arrecife. Siempre hay algún turista dispuesto a apostar por una dosis de suspenso o de tragedia.
Unas nubes oscuras se arremolinan en el horizonte. ¿Irá a llover? Sí, sí, que llueva, no me importa si se inunda la Habana, con tal que arrastre olores y malas palabras. Que desgaste el color, que nos deje en sepia, en blanco y negro.
El camello inicia un ronquido, empieza a vibrar. Un murmullo de alegría recorre la multitud. Los que bajaron se apuran a trepar, se apretujan para que cierren las puertas.
Entramos al túnel, como si una bestia mayor que el camello nos engullese. Primero la oscuridad, luego ramalazos de luz corren, se persiguen mientras brama el camello como si lo empujaran hacia un abismo.
Nos hundimos a doce o catorce metros bajo el agua. Pero sólo veo siluetas, ahora manos aferradas al tubo, ahora rostros que no expresan nada, que esperan el próximo sorbo de aire: 733 metros construidos por la Societé de Grand Travaux de Marseille, 733 metros de ingeniería arriesgados con este sobrepeso.
Siempre pienso que se va a abrir una grieta, que la vibración va a sesgar el hormigón, que de un tajo nos inunda el agua.
Cierro los ojos. Pero el ruido cambia, se hace un zumbido, un ronroneo, un murmullo.
En el vagón hay sólo tres personas reclinadas al espaldar de verdes arabescos. Nadie habla, nadie se mira. Un señor hojea su diario en silencio. Una señora de abrigo gris, anuda su chal morado. Una joven mira por la ventanilla. Cómo pesa el silencio, inunda el vagón, escapa afuera, a los prados amarillos, las vacas cabizbajas, ¡zas!, pasa una casa blanca, un campanario. Y otra ráfaga de casas que corren hacia atrás, se esfuman junto a los árboles desnudos contra el vacío sin fin del cielo.
Nos detenemos. La señora del chal morado se levanta, coge su maleta y baja. Es Nogent-sur-Seine, dice una valla. Tras el cristal, filas de pasajeros arrastran sus valijas en silencio, todos de gris o negro, nadie mira hacia nadie.
¿Cuántas millas desde Champvans, con sus bosques desvaídos? ¿Cyril ya habrá vuelto a la casa? Qué incierto se ve todo ahora, como si él, sus labios color fresa y esa sonrisa que tanto me irritaba, hubieran desaparecido no sólo del campo visual, sino incluso de la memoria.
¿Estará Cyril Viverge en algún rincón del mapa donde Jean Paul buscaba con incredulidad? De repente, apuntó con un dedo: ¡Oh, sí, Ud. tiene razón, está en Jura, ese lugar de verdad existe!
Qué vergüenza confesar que no ibas a París, sino a un perdido rincón de Francia que no conocía ni siquiera un nativo. Una persona que sepa escuchar música como Ud. puede venir a mi casa cuando quiera, dijo Jean Paul, escuche este, el Stabat Matter de Vivaldi…
Y la música en CD grabada con láser parecía venir directamente del cielo. Con Cyril no se podía hablar de música. Apenas de nada. En los bancos de Prado nos sentábamos a reír, a intentar entendernos con palabras que buscábamos por turno en el diccionario. A reír otra vez. A besarnos. A aspirar el animal extraño bajo el perfume extraño, su boca fresa pulposa con sabor mentado.
¡Qué suerte tuviste!, dijo la hermana de Marlene porque la visa fiancé me permitía viajar sin tener que casarnos.
El avión no me asustó tanto como perderme en el aeropuerto sin saber francés, sin encontrar mi equipaje entre aquel mar de valijas.
Un empleado me condujo al lobby y a un Cyril que me mira sin reconocerme. ¡Soy yo!, digo. Reacciona y agita dos dedos sobre su cabeza como preguntando: ¿Te cortaste el pelo?
Dos días en París, gracias a un primo lejano que le prestó su apartamento: la primera noche me resisto al sueño: palpo el piso de madera con los pies desnudos, reviso los baños donde están separados la taza y la bañera. Pruebo el agua caliente, tibia, fría, abro todos los frascos de champú y de crema.
Enciendo el televisor y salto los canales, me aturde el exceso de color, la velocidad de los spots. Me asomo a la ventana y trato de inundarme con las imágenes: la calle lisa, las líneas puras, todo pulcro como un set de película.
Los árboles elípticos de corteza pálida, las hojas ocres inundando el pavimento, el cielo velado por una neblina que de repente es ya amanecer sin transitar por el naranja, el azul.
Caminamos junto al Sena. Observo a los adolescentes en la orilla que fuman, se ríen, se besan contra el aire gélido. Los vendedores de libros viejos y miniaturas de la Torre Eiffel.
Mi primera discusión con Cyril, porque quiero ir al museo de Orsay, no, Le Louvre, decía desconcertado Cyril. Quiero ver pinturas de Van Gogh, insistía yo, y por primera vez sentí la barrera del idioma, la de su sonrisa ajena, casi estúpida.
El Louvre, donde todos los caminos indican dónde está la Gioconda y la Gioconda al fin, tan pequeña, tan indolente a las poses, al pestañeo sin flash de las cámaras.
En la Torre Eiffel sentí vértigo. Quiero bajar, dije. Cyril se asustó por mi cara, donde la fatiga había barrido el color, pero abajo le pidió a un japonés que nos hiciera una foto.
Trato de mirar al lente y mis ojos siguen a una paloma entre los pies de la gente. La van a pisar, la van a pisar, pienso mientras Cyril me ciñe con su brazo, intento sonreír y otra oleada de fatiga me obliga a buscar un banco.
Son grises los muros y la multitud, y gris es la impenetrable inmensidad del cielo.
El frío atenaza mis dedos dentro de los guantes. Cyril busca un restaurante. Mi cuerpo reacciona a la calefacción. Me froto las manos, agito los dedos dentro de los zapatos.
Es comida peruana. Nos atiende una mujer con rasgos indígenas y expresión circunspecta. No me gusta la sopa, ni el café aguado y amargo.
El frío se filtra en el apartamento del primo. Subo la calefacción, Cyril se queja del calor, sus manos buscan, palpan, insisten… Terminan por rendirse.
El amanecer con niebla y una llovizna tenue. Desayuno yogur de fruta, una manzana, un croissant, dos barras de chocolate.
En el metro aspiro el olor a limpio, a cosméticos, a plástico nuevo. Nadie suda, nadie se pega a mí, un músico callejero rasga su guitarra y canta: Oh, Champs Élysées, oh, Champs Élysées…
Alguien tararea a mi lado… ¿Es la voz de Cyril? La luz se ensancha, sofoca el ruido. ¿Qué es ese muro, esa mancha de hierba?
La boca del túnel nos está devolviendo: 733 metros construidos por la Societé de Grand Travaux de Marseille, 733 metros que soportaron a la bestia de metal con su carga humana.
Las siluetas recuperan sus rostros pegajosos, boquean al aire que viene de la playa.
—¡Chofe, para!
Busco de dónde sale el grito. Un anciano se abre paso hacia la puerta con expresión de susto. Varios jóvenes se ríen. La bestia sigue, enloquecida. El anciano golpea la puerta, angustiado. Por fin el camello frena, nos arrastra en diagonal.
Estoy tan cansada que dejo de resistirme, de no rozar algo, de que no me rocen. Siento un cuerpo palpitar contra el mío, me contraigo.
De un tirón, volvemos a la verticalidad. El viejo se abre paso a empujones entre los que bloquean la puerta. Miro a mi derecha para ver sobre quién caí: es el adicto a las computadoras.
Ha empezado a llover. El agua repiquetea en el techo, se filtra por las rendijas, a tirones se corren los cristales. Otra vez el aire deja de circular.
La mujer que tiene fobia a las guaguas se pone de pie. Rápida, me desplomo en su asiento. Estiro al fin las piernas, aflojo la espalda con un suspiro.
Por el cristal las gotas se deslizan, se desangran en cámara lenta. Froto un espacio en círculo, como hice esa mañana en Champvans, cuando Cyril me despertó por la primera nevada.
La nieve cubría el vidrio y él quiso que saliéramos al jardín, pero yo tiritaba. Nunca imaginé que el precio de ese paisaje de postal navideña sería aquel dolor en las manos, en la espalda. Y el peso enorme del silencio, como si el mundo hubiera muerto.
Tras el jardín sin cerca, la calle desierta, las casas cerradas. Sólo la campana de la iglesia, cruzando el aire junto con un cuervo. Y la noche prematura, con el peso de la tristeza, peor, mucho peor que el del silencio.
Pensé en Jean Paul, en aquel Stabat Matter que oíamos, los dos, sobre la alfombra de su cuarto, el orden impecable de su apartamento en Miramar, como un set de película.
Al amanecer, tenía la maleta lista. Yo sola, corriendo a la estación, preguntando en inglés, en español cómo volver a París, a la embajada cubana.
El tren, el espaldar de verdes arabescos, las ráfagas de casas, de prados amarillos, las vacas cabizbajas.
Miro a la señora frente a mí, que se anuda el chal morado, lo zafa, lo vuelve a anudar y se pregunta qué habrá pasado con el señor de Roanne que nunca más entró al chat, con el de Montpellier que no responde a los mensajes.
Abre su bolso y busca las píldoras que aliviarán el dolor, aseguró el doctor. ¿Todo el dolor?, casi llegó a preguntarle, ¿incluso ese atroz de los domingos, cuando la casa vacía la empuja a salir, subir a cualquier tren hacia cualquier parte?
La joven que mira por la ventanilla alza la mano para impedir el recorrido de una lágrima. Bajo la bufanda se distiende lentamente la marca, pero ahora sí al menos pudo decírselo: Je ne te supporte plus.
Y sacar a Clarisse que gritaba, a Roman que miraba en silencio, con ojos impenetrables.
Todas las pieles se abren, se diseccionan. No importa que el frío hermetice los poros, no importa que la luz sea tenue.
El señor que hojea el diario cierra de un golpe la página. Pensó que sería soportable después de semanas, meses. Pero el horror vuelve, nubla todo, aunque él frote una y otra vez los espejuelos, y se pregunta qué pudo haber impedido que una rueda alcance un cuerpo, que un abdomen se distienda, que una piel (lisa y compacta) esconda una cascada de sangre, una hemorragia.
Algo choca contra mi hombro. Alzo los ojos y veo al adicto a las computadoras. Nos miramos por un segundo. Él cree sellar con mi mirada un acuerdo tácito, no sabe que estoy viendo… a él sentado ante la pantalla, devorando mujeres moldeadas por cirujanos.
Su oído entrenado al chirriar del picaporte, la mano que cierra el archivo justo cuando su madre entra al cuarto. Cuántas imágenes salen de sus ojos, cuántas palabras: salir de este país de mierda, templar con dos mujeres a la vez y que no sean lesbianas.
Me pregunto si puede verme en aquella calle de Miramar, buscando un teléfono público. Mirar primero en la agenda vieja, la de carátula roja. El girar de cada dígito cayendo lentamente al infinito.
El timbre suave al fin, el temblor de mi mano y de mi voz cuando un ruido precedió a su voz (la reconocí al instante) preguntando: ¿Hola?
Soy yo, volví de Francia, ¿sabes?, de Champvans…, aquel lugar que buscaste en el mapa… ¿Qué? ¿Es Jean Paul? Sí, soy Jean Paul, ¿quién me habla? ¡Soy yo!, ¿te acuerdas del Stabat Matter, el de Vivaldi?, ya sé que fue hace tiempo. Mira, nos conocimos una tarde que me diste botella, yo estaba llorando porque unos muchachos me tiraron una lata de Coca Cola…, ¿Te acuerdas? Paraste y me dijiste: la voy a llevar para que no crea que todo el mundo es malo.
La pausa larga, mi pulso dando latidos dobles, punzadas. Y la misma voz masculla: No recuerdo nada de eso, ¿será que se equivocó de número? Marque otra vez, por favor, voy a dejar descolgado.
La calle a la inversa, lisa, limpia (como un set de película), excepto por las flores de los flamboyanes, por las hoces de las vainas.
Parar botella en Tercera, con tanta suerte que el chofer llega hasta el mismo Capitolio. Correr, porque veo al monstruo rosado doblar por Reina, cruzar la calle esquivando los carros.
Correr, correr con todas mis fuerzas porque se me va el M1.
La Cuba de hoy y de mañana
Por J.D. Whelpley
“Es difícil concebir una tierra más hermosa y más desolada por las malas pasiones de los hombres”.