Discurso pronunciado el viernes 3 de octubre de 2025 por el presidente francés Emmanuel Macron en la ceremonia conmemorativa del Día de la Unidad Alemana, en el Centro de Congresos de Saarbrücken, Alemania.
Versión en español:
Hemos logrado algo formidable y, a diferencia de nuestros predecesores, nunca habíamos tenido décadas de paz en nuestro continente. Y, sobre todo, nosotros, franceses y alemanes, éramos, en el período reciente, los expertos de la guerra civil europea. Hemos logrado eso. La guerra entre nosotros ya no existe.
Este formidable logro de Europa, y a todos aquellos que nos explican que la solución del mañana sería sacudir esta Europa, recuérdenles la fragilidad de esta paz. Recuérdenles el carácter excepcional de las décadas que acabamos de compartir juntos. Jamás nuestro continente, durante los siglos anteriores, lo había vivido.
Es la fuerza de alma de nuestros predecesores, y luego la nuestra, la que lo ha permitido. Pero la guerra regresa a nuestro suelo con la agresión rusa en Ucrania. La guerra también regresa bajo formas más híbridas cada día: violaciones de nuestros espacios aéreos, rutas de inmigración, manipulación de la información, ciberataques, provocaciones en el espacio. Lamentablemente, estamos nuevamente en una era de confrontación.
Frente a esto, hemos sabido mantenernos unidos. Unidos desde el primer día para sancionar a Rusia, unidos desde el primer día para estar al lado de Ucrania en esta guerra de resistencia; seguimos unidos hoy, y lo estaremos hasta el final, porque está en juego la seguridad de los europeos en Ucrania, la nuestra también; porque está en juego la dignidad de Europa; porque está en juego el respeto a la Carta de las Naciones Unidas, es decir, al derecho internacional, y, por tanto, a las condiciones de la paz que se están definiendo ahora en Ucrania. Por todas estas razones, permaneceremos unidos al lado de Ucrania, por la paz.
Pero lo que se juega desde hace casi cuatro años, remontándonos a 2014 en Ucrania, es el inicio de una nueva era, de una nueva época, aquella que llevará a los europeos a elegir también: continuar aceptando estar en una forma de vasallaje —feliz o infeliz, según las decisiones de quien dependa— o convertirse finalmente, por primera vez, en una potencia militar.
Es decir, no un continente que decide armarse solo, sino un continente que decide estar en la vanguardia para disuadir a otros de atacarlo, para proteger su territorio y sus valores. Esa es exactamente la pregunta que se nos plantea.
Esto es lo que hemos logrado hacer en los últimos meses construyendo esta coalición de voluntarios donde, por primera vez, reunidos alrededor de nosotros aliados fieles —somos 35, desde Canadá hasta Australia— hemos diseñado garantías de seguridad para Ucrania. Por primera vez, los europeos, sin esperar la respuesta desde el otro lado del Atlántico, dicen: “Se trata de nuestro suelo. Si mañana se firmara la paz, ¿cómo protegerla?” Nos organizamos, decidimos.
Es lo mismo que estamos haciendo ahora: nos reequipamos, invertimos en nuestras capacidades, modernizamos nuestros ejércitos en todos los ámbitos, desde el ciberespacio hasta el espacio, y en todas las capacidades terrestres, marítimas y aéreas.
Este momento debemos entenderlo por lo que es: un momento plenamente europeo. Este momento debe ser justamente aquel que nos imponga no volver al nacionalismo, que es la traición del patriotismo. Es decir, el apego que tenemos a nuestras patrias; es el patriotismo, pero en un apego gemelo, inseparable, con el de nuestros vecinos. Donde el nacionalismo es un apego exclusivo a la nación, que se manifiesta por el odio al otro, al vecino, y conduce a la guerra.
Este momento de rearme de nuestra Europa es un momento para la paz. Es simplemente el de una Europa que decide no depender más; que no solo va a comprar, sino que debe producir, innovar, diseñar programas comunes, llevar a cabo los programas que se ha propuesto, y, juntos, construir las capacidades para proteger su territorio y su futuro.
Este es nuestro desafío para el mañana: que nuestros hijos puedan nuevamente tener una Europa como un continente de paz.
De la misma manera, la duda se ha instalado sobre nuestros modelos sociales y, con nuestras poblaciones envejecidas, sobre la capacidad de sostenerlos y financiarlos. Se ha instalado porque el crecimiento ya no es el mismo. Y miremos con lucidez nuestro continente europeo. Observemos las dos décadas que acaban de transcurrir. Hemos logrado cosas formidables. Hemos consolidado una moneda común. Hemos resistido las crisis financieras, la pandemia.
Pero veamos las cosas con franqueza. Teníamos una obsesión: la estabilidad. Una preocupación principal. No vean aquí ninguna provocación cuando lo dice un francés sobre la inflación. Hemos logrado la estabilidad, y tenemos mucha menos inflación que otros. Pero nos falta una cosa: el crecimiento.
Si miro las dos décadas pasadas, el Producto Interno Bruto de Europa por habitante ha crecido el doble menos que en Estados Unidos. La brecha se ha ensanchado dramáticamente y, en nuestro continente que al mismo tiempo tiene el modelo social más generoso, esto es insostenible. Y debemos enfrentar esto. Hemos logrado la moneda común. Hemos logrado la estabilidad. No hemos logrado el crecimiento. ¿Por qué? Es un desafío que debemos asumir ahora.
No lo hemos logrado porque no hemos hecho de nuestra Europa suficiente tierra de innovación, tecnología y transformación. Por eso, el desafío que tenemos es continuar, cada uno en nuestros países, reformando. Lo están haciendo con valentía. Hemos avanzado en los últimos años y haremos todo para seguir haciéndolo, porque nuestros modelos sociales necesitan reformarse para adaptarse al envejecimiento de la población y a las transformaciones climáticas y demográficas, con coraje y lucidez.
Pero debemos, juntos como europeos, lograr crear mucha más riqueza, y, en el fondo, decirnos que no se trata simplemente de discutir sobre un pastel cuya tamaño no crece, sino de cómo ampliarlo. Cada vez que nuestras discusiones se centran en un juego de suma cero, son discusiones que nos dividen. Cada vez que ponemos en el centro del debate económico la cuestión de cómo expandir el campo, cómo favorecer más crecimiento, apaciguamos y construimos el futuro. Esto es exactamente hoy el desafío de Europa.
Necesitamos una Europa que proteja mejor sus sectores más expuestos. No es un viejo proteccionismo, es lucidez. Allí también, China se sobreprotege, Estados Unidos protege. Somos el único espacio donde no hay preferencia por lo producido aquí. El único. Si no protegemos nuestro acero hoy, si no protegemos nuestra química, si no tenemos preferencia europea en el contenido de nuestros vehículos, seremos consumidores felices dentro de diez o quince años, pero comprando productos chinos, software estadounidense, o lo que sea; debemos aceptar lo que ha sido tabú durante décadas: proteger este espacio.
Al mismo tiempo, necesitamos simplificar nuestras reglas europeas, resintonizarlas. Somos demasiado lentos porque somos demasiado complejos. Somos poco competitivos porque somos demasiado complejos. Por eso debemos resintonizar las reglas europeas, para que todas las personas que crean en Europa puedan moverse a la misma velocidad que en Estados Unidos o en China. Allí donde somos más lentos, ya hemos perdido. Necesitamos simplificar.
También debemos avanzar más rápido y con más fuerza en la profundización del mercado único europeo. Si queremos que nuestras startups tengan éxito, que nuestros campeones en inteligencia artificial, tecnología cuántica y espacial triunfen, es necesario que desde el primer día su mercado doméstico sea un mercado de 450 millones de habitantes, y no de 80 millones al crearse en Alemania o 68 millones en Francia, teniendo luego que enfrentarse a 27 regulaciones diferentes. Esa es su realidad hoy. Debemos ir mucho más rápido y con más fuerza en el mercado único en todos estos ámbitos. Debemos avanzar también más rápido y con más fuerza en un mercado único en tecnología, telecomunicaciones, energía y finanzas.
Por eso, juntos, defendemos la idea del mercado único de financiamiento, la Capital Market Union, como se dice en “buen” francés, que será la única forma de permitir que nuestra Europa financie esta innovación y prosperidad. Imaginen: somos la región del mundo con más ahorro. Simplemente, este ahorro está mayoritariamente invertido en bonos estatales o privados —es decir, en el financiamiento de deudas públicas y privadas— o bien, en parte, sale del suelo europeo para financiar el crecimiento de otros, porque nuestras reglas también han sido demasiado complicadas, y porque no hemos construido un verdadero mercado de capitales.
Hacer esta transformación, unificarlo, es dar la posibilidad de que el ahorro de todos los europeos se invierta en la innovación de hoy y del mañana, y construya esa prosperidad de la que hablaba. Solo bajo esa condición podremos estar en la vanguardia de la independencia en investigación, tecnología e innovación, pero también en creación de empleos, industria y agricultura.
Si queremos hacer de nuestro continente un continente más independiente, más rico, debemos tomar el giro hacia la innovación, la competitividad y la simplificación. Esa es la clave para la prosperidad del siglo XXI.
Y solo este giro nos permitirá financiar, impulsar y transformar nuestro continente mientras lo descarbonizamos. Si somos un espacio de prosperidad e innovación, podremos crear empleo mientras reducimos emisiones. Allí también, en el fondo, está el desafío de Europa, y lo que podemos lograr —y tal vez lo que nos puede colocar a la vanguardia del crecimiento internacional— es ser el único espacio que piensa simultáneamente en: prosperidad y creación de empleos, descarbonización y exigencias climáticas, soberanía. Podemos lograrlo si nos dotamos de estos instrumentos a nivel europeo y actuamos juntos. Este es el corazón de la agenda franco-alemana que reafirmamos hace unas semanas en Toulon.
Finalmente, nos corresponde a nosotros, los europeos, asumir el desafío de la democracia. Qué época más extraña en la que un presidente de la República francesa viene a Alemania a explicar que uno de nuestros retos es la democracia. Pero estamos en ese punto, y debemos mirarlo no solo con una voz teñida de tristeza, sino con lucidez y, también, determinación.
Si hemos llegado aquí, es porque se ha instalado una duda: una duda sobre nuestras instituciones, sobre lo que mantenía nuestra democracia unida, fruto probablemente de lo que no hemos hecho lo suficientemente bien. Por eso siempre debemos cuestionarnos. También es, sin duda, el fin de una época, pero algo está ocurriendo en nuestros países: una especie de degeneración de nuestras democracias.
Sí, estamos siendo atacados desde fuera. Somos atacados por enemigos de la democracia. Hay que verlo, y eso justifica defenderla. Cuando propagandistas de regímenes autoritarios atacan nuestros espacios públicos y redes sociales para difundir desinformación, estamos amenazados desde fuera. Pero sería ingenuo no ver que, desde dentro, también nos retraemos sobre nosotros mismos. Dudamos de nosotros mismos.
Ya no estamos completamente seguros de esta democracia. He escuchado el discurso del canciller. Coincido con todas esas palabras. Pero, ¿cuántos líderes en nuestros países nos dicen que el problema de nuestras democracias hoy es el estado de derecho? Muchos. ¿Cuántos compatriotas piensan que el problema de nuestras democracias es la manipulación por parte de los gobiernos y que la ciencia ya no es libre? Muchos. ¿Cuántos nos dicen que, hoy, en nuestras sociedades, tantos compatriotas dudan de la verdad, de lo que es verdadero o falso? Muchísimos.
A veces, estos fenómenos se ven intensificados por interferencias extranjeras y manipulaciones. Es cierto. Pero tenemos un problema con nosotros mismos, con las estructuras de nuestras democracias, por así decirlo.
Primero, debemos recuperar la eficacia colectiva. Creo que una de las crisis de la democracia surge porque hemos creado sistemas que, con el tiempo, se han sofisticado, pero se han vuelto demasiado lentos o incompletos para enfrentar los desafíos de nuestro tiempo. Estamos en momentos de grandes cambios. Debemos recuperar esa eficacia colectiva. Y donde sea necesario simplificar, avanzar más rápido y con más fuerza, siempre respetando el estado de derecho y nuestras normas, estamos en lo correcto. Y lo digo porque a veces eso genera tensiones; debemos ser conscientes de ello. Es justo —y absolutamente necesario— acelerar y hacer nuestras decisiones políticas más eficaces mientras respetamos el estado de derecho.
Si no lo hacemos colectivamente, si no hacemos el esfuerzo de fortalecer nuestras democracias, entonces, colectivamente, queramos o no, alimentaremos discursos que hacen dudar de las reglas mismas o del principio de estas reglas, es decir, del estado de derecho. Debemos trabajar todos para tener democracias más eficaces y fuertes.
La segunda cuestión es que, en nuestras sociedades, debemos recuperar también el sentido del respeto: en particular, el respeto entre todos los ciudadanos y hacia quienes tienen mandatos democráticos. Lo digo con mucha gravedad, porque vemos en todas partes algo que disuelve la democracia: el debate público se ha convertido en un debate de odio. El debate público se ha vuelto un debate de violencia hacia los responsables políticos. Es un debate que, de alguna manera, en nombre de la libertad de expresión, justifica la violencia.
El corazón de la democracia es que podamos confrontar opiniones en el espacio público. Podemos manifestarnos, votar, elegir a nuestros dirigentes, y nuestros representantes hacen la ley. Pero la regla absoluta que acompaña esto es el respeto. Cada vez que fallamos en justificar la violencia, verbal o física, en nuestras democracias, contribuimos a que degeneren.
Y luego, con ingenuidad —lo digo también por mí mismo— subestimamos que una democracia no solo son elecciones, representantes con mandatos y leyes votadas por los elegidos, sino también un espacio público, una opinión pública que se forma y construye mayorías de opinión. La savia de la democracia son nuestros pueblos y las opiniones que allí se forjan.
En los últimos años, especialmente durante esta década que acaba de transcurrir, hemos dejado que nuestro espacio público, informativo y democrático se transformara por completo. Y lo hicimos como si, en el fondo, eso permitiera seguir viviendo como siempre habíamos vivido en democracia.
Hemos permitido que se instale un espacio público democrático en el que la gente está, en gran parte, encapuchada y anónima; donde la regla parece ser insultar al otro para ser popular. Imaginen: en este espacio público, imaginen una gran plaza con personas reales o ficticias, y se le da igual valor a alguien que grita más fuerte y dice: “Esta vacuna no es una vacuna. Lo que me dicen es falso”, y profiere palabras contrarias a la verdad. Vivimos en una plaza pública que tiene este aspecto.
¿Cómo no va a existir un enorme cansancio democrático y que la gente se sienta cada vez más emocionalmente agotada? Lo diré más directamente: hemos sido extremadamente ingenuos al confiar nuestro espacio democrático a redes sociales que están en manos de grandes empresarios estadounidenses o de grandes empresas chinas, cuyos intereses no son en absoluto la supervivencia ni el buen funcionamiento de nuestras democracias.
Viven en espacios donde, desde muy jóvenes, sus hijos están expuestos a los peores contenidos. Y vean la epidemia de trastornos mentales y de conducta alimentaria entre adolescentes y jóvenes: está totalmente correlacionada con la aparición de estas redes sociales.
Hemos dejado que se instalen espacios públicos donde todo está hecho para impedir el razonamiento, ya que, al fin y al cabo, la regla del mérito se ha sustituido por la emoción: la emoción supera al argumento, y la emoción negativa supera a la positiva.
Es un mecanismo perfecto para que nuestras democracias se polaricen hasta los extremos, para que el ruido y la furia prevalezcan sobre el argumento razonable, para que la música desaparezca y dé paso al grito, y cuyos algoritmos están diseñados para favorecer la excitación cognitiva, la sobrerreacción y la amplificación de lo que nos gusta o disgusta, promoviendo nuevamente los extremos. Todo esto, además, está pensado para generar ingresos publicitarios.
No hemos diseñado nuestras democracias para esto. Estamos muy lejos del ágora democrática de la Antigüedad.
Si no nos despertamos, nosotros, los europeos, y no decidimos recuperar el control de nuestras democracias, les aseguro: dentro de diez años, todos aquellos que manipulan esta infraestructura o la utilizan habrán ganado, y seremos un continente como muchos otros: lleno de conspiracionistas, extremismos, ruido y furia.
Si creemos en el orden democrático, debemos volver a colocar la ciencia y el conocimiento en el centro. Debemos devolver la autoridad científica a su lugar central. Debemos reinstaurar la cultura, la educación y el aprendizaje en el corazón de nuestra sociedad. Debemos proteger a nuestros adolescentes y jóvenes de estas redes sociales. Debemos imponer reglas a estas plataformas para que, de alguna manera, se rijan por las mismas normas que el espacio democrático: que no haya personas escondidas, que no existan cuentas falsas generando alarmas ficticias.
Y hagamos cumplir esas reglas: si tienes un periódico, eres responsable de lo que se publica; si tienes una red social, debes ser responsable de lo que allí se difunde. De lo contrario, el racismo, el antisemitismo y el odio al otro triunfarán en nuestro continente.
Tenemos los medios para reconstruir una democracia del siglo XXI. Solo necesitamos ese despertar. Depende de nosotros hacerlo.
Sí, señoras y señores, frente a las “luces negras” que regresan, a los regímenes iliberales y autoritarios que se sienten impulsados y que, cada vez, se convierten en aliados objetivos de los extremistas, hay un camino para una nueva iluminación. Hay un camino para creer y querer todavía la luz. Hay un camino para amar la cultura, la música, la literatura, la conversación y la controversia; para pensar que el respeto y la ciencia son más fuertes que el odio y la furia.
Este camino consiste nuevamente en que nuestra Europa salga de una especie de estado de minoría en el que ha caído en los últimos tiempos. Y sí, nuestra Europa, que ha sabido mantenerse unida, que es la fuerza de todo lo que hemos logrado en estas décadas, debe saber aprovechar esta nueva época y, como hace treinta y cinco años, ser el continente de la audacia y la determinación para construir una potencia estratégica, económica, tecnológica y democrática.
Eso es, en este Día de la Unidad Alemana, lo que quiero decirles en nombre de la unidad europea: ganaremos, consolidaremos nuestra unidad —la de cada uno de nuestros países y la de nuestro continente. Si tenemos la audacia y la determinación de quienes, hace treinta y cinco años, derribaron muros, depende de nosotros actuar.
Y lo que debemos pensar para el siglo que viene es en una Europa de potencia.
Y eso, en el fondo, es todo aquello que nos habíamos prohibido pensar durante décadas, pero hacerlo juntos. Y si estoy aquí hoy, es para decirles estas palabras: hacerlo juntos. La potencia era un término prohibido en Europa cuando esta era una potencia nacional o nacionalista que dividía el continente y amenazaba con guerra civil. La potencia es un deber para los europeos si se concibe colectivamente: para proteger su espacio, sus fronteras, su potencia económica, para convertirse en una potencia geopolítica y construir la potencia democrática que es necesario refundar.
Así que tengamos esa audacia, esa determinación y, con mucha humildad, una inmensa amistad y admiración por lo que ustedes han hecho durante estas décadas. Déjenme decirles que hoy me presento ante ustedes con confianza, entusiasmo —y como habrán notado— audacia y determinación, para que sepamos aprovechar esta época y hacerla aún más bella.
Gracias a todas y todos por su paciencia conmigo hoy. Y, al final, concluyo: “Der deutschen Einheit drückte aus: Wir Staaten, wir Menschen — unsere Aufgabe ist es, jeden Tag für diese Vereinigung, diese Einheit zu kämpfen, uns jeden Tag aufs Neue dafür einzusetzen. Werden wir dieser Aufgabe gerecht! Es lebe die deutsch-französische Freundschaft! Es lebe Europa!”.[1]
Versión en francés:
Nous avons réussi quelque chose de formidable et, contrairement à nos prédécesseurs, jamais nous n’avions eu des décennies de paix sur notre continent. Et surtout nous, Français et Allemands, étions, dans la période récente, les experts de la guerre civile européenne. Nous avons réussi cela. La guerre entre nous n’existe plus.
Ce formidable acquis de l’Europe, et à tous ceux qui nous expliquent que la solution de demain serait de bousculer cette Europe, rappelez-leur la fragilité de cette paix. Rappelez-leur le caractère exceptionnel des décennies que nous venons de partager ensemble. Jamais notre continent, pendant les siècles précédents, ne l’avait vécu.
C’est la force d’âme de nos prédécesseurs, puis la nôtre, qui l’a permis. Mais la guerre revient sur notre sol avec l’agression russe en Ukraine. La guerre revient aussi sous des formes plus hybrides chaque jour : violations de nos espaces aériens, voies de l’immigration, manipulation de l’information, cyberattaques, provocations dans l’espace. Nous sommes à nouveau, malheureusement, dans une ère de confrontation.
Face à cela, nous avons su rester unis. Unis dès le premier jour pour sanctionner la Russie, unis dès le premier jour pour être aux côtés de l’Ukraine dans cette guerre de résistance ; nous restons unis aujourd’hui, et nous le serons jusqu’au bout, car c’est la sécurité des Européens qui se joue en Ukraine, la nôtre aussi ; car c’est la dignité de l’Europe ; parce que c’est le respect de la Charte des Nations Unies, c’est-à-dire d’un droit international, et donc des conditions de la paix qui se jouent maintenant en Ukraine. Pour toutes ces raisons, nous resterons unis aux côtés de l’Ukraine, pour la paix.
Mais ce qui se joue depuis maintenant près de quatre ans, en remontant à 2014 en Ukraine, est le début d’une nouvelle ère, d’une nouvelle époque, celle qui va conduire les Européens à choisir là aussi : continuer d’accepter d’être dans une forme de vassalisation — heureuse ou malheureuse, selon les choix de celui dont on dépend — ou devenir enfin, pour la première fois, une puissance militaire. C’est-à-dire non pas un continent qui décide de s’armer seul, mais un continent qui décide d’être aux avant-postes pour dissuader les autres de l’attaquer, pour protéger son territoire et ses valeurs. C’est exactement cela, la question qui nous est posée.
C’est ce que nous avons réussi à faire ces derniers mois en bâtissant cette coalition des volontaires où, pour la première fois, réunis autour de nous des alliés fidèles — nous sommes 35, du Canada à l’Australie — nous avons conçu des garanties de sécurité pour l’Ukraine. Pour la première fois, les Européens, sans attendre la réponse venant d’outre-Atlantique, disent : « Il s’agit de notre sol. Si la paix demain devait être signée, comment la protéger ? » Nous nous sommes organisés, nous avons décidé. C’est la même chose que nous faisons en ce moment : nous nous rééquipons, nous investissons dans nos capacités, nous modernisons nos armées dans tous les domaines, du cyber au spatial, et dans toutes les capacités terrestres, maritimes ou aériennes.
Ce moment, nous devons le comprendre pour ce qu’il est : un moment pleinement européen. Ce moment doit justement être celui qui nous impose de ne pas revenir à un nationalisme, qui est la trahison du patriotisme. C’est-à-dire l’attachement que nous avons à nos patries ; c’est le patriotisme, mais dans un attachement jumeau, inséparable, avec celui de nos voisins. Là où le nationalisme est un attachement exclusif à la nation, qui se fait par la haine de l’autre, du voisin, et mène à la guerre.
Ce moment de réarmement de notre Europe, c’est un moment pour la paix. C’est simplement celui d’une Europe qui décide de ne plus dépendre ; qui non seulement va acheter, mais doit produire, innover, concevoir des programmes communs, mener à terme les programmes qu’elle s’est donnés, et, ensemble, bâtir les capacités pour protéger son territoire et son avenir.
C’est là notre défi pour demain : que nos enfants puissent à nouveau avoir une Europe comme un continent de paix.
De la même manière, le doute s’est installé sur nos modèles sociaux et, avec nos populations vieillissantes, sur la capacité à les soutenir et à les financer. Il s’est installé parce que la croissance n’est plus la même. Et regardons avec lucidité notre continent européen. Regardons les deux décennies qui viennent de s’écouler. On a fait des choses formidables. On a réussi à consolider une monnaie commune. On a résisté aux crises financières, à la pandémie.
Mais regardons les choses franchement. Nous avions une obsession : la stabilité. Une inquiétude principale. Ne voyez pas là une quelconque provocation, quand c’est un Français qui parle d’inflation. Nous avons réussi la stabilité, et nous avons beaucoup moins d’inflation que les autres. Mais il nous manque une chose : la croissance.
Si je regarde les deux décennies passées, le produit intérieur brut de l’Europe rapporté au nombre d’habitants a progressé deux fois moins dans notre Europe qu’aux États-Unis. L’écart s’est creusé dramatiquement et, dans notre continent qui a en même temps le modèle social le plus généreux, c’est insoutenable. Et cela, nous devons le regarder en face. Nous avons réussi la monnaie commune. Nous avons réussi la stabilité. Nous n’avons pas réussi la croissance. Pourquoi ? C’est un défi que nous devons maintenant relever.
Nous ne l’avons pas réussi parce que nous n’avons pas suffisamment fait de notre Europe une terre d’innovation, de technologie, de transformation. Et donc le défi qui est le nôtre, c’est de continuer, chacun dans nos pays, à réformer. Vous êtes en train de le faire avec courage. Nous avons fait des progrès ces dernières années, nous ferons tout pour continuer à le faire, parce que nos modèles sociaux ont besoin d’être réformés pour s’adapter au vieillissement de la population et aux transformations climatiques et démographiques, avec courage et lucidité.
Mais nous devons ensemble, en tant qu’Européens, réussir à créer beaucoup plus de richesse, et, au fond, nous dire que ce n’est pas simplement la discussion permanente autour d’un gâteau dont la taille ne grandit pas, mais la question de savoir comment l’étendre. Chaque fois que nos discussions sont celles autour d’un jeu à somme nulle, ce sont des discussions qui nous divisent. Chaque fois que nous remettons au cœur du débat économique la question de savoir comment étendre le domaine, comment précisément favoriser plus de croissance, nous apaisons et bâtissons l’avenir. C’est exactement cela, aujourd’hui, le défi de l’Europe.
Il nous faut une Europe qui protège mieux ses secteurs les plus exposés. Ce n’est pas un vieux protectionnisme, c’est de la lucidité. Là aussi, la Chine surprotège, les États-Unis protègent. Nous sommes le seul espace où il n’y a pas de préférence pour ce qui est produit chez nous. Le seul. Si nous ne protégeons pas notre acier aujourd’hui, si nous ne protégeons pas notre chimie, si nous n’avons pas une préférence européenne sur le contenu de nos véhicules automobiles, nous serons des consommateurs formidablement heureux dans dix ou quinze ans, mais achetant des produits chinois, des logiciels américains ou — que sais-je ? — et donc il nous faut accepter ce qui a été tabou pendant des décennies : protéger cet espace.
Dans le même temps, il nous faut simplifier nos règles européennes, les resynchroniser. Nous sommes trop lents parce que trop complexes. Nous sommes trop peu compétitifs parce que trop complexes. Et donc il faut resynchroniser les règles européennes pour que toutes celles et ceux qui créent en Europe puissent aller à la même vitesse qu’aux États-Unis ou qu’en Chine. Partout où nous sommes plus lents, nous avons déjà perdu. Il nous faut simplifier. Il nous faut aussi aller plus vite et plus fort sur l’approfondissement du marché unique européen.
Si nous voulons que nos start-ups réussissent, que nos champions dans l’intelligence artificielle, le quantique, le spatial réussissent, il faut que dès le premier jour leur marché domestique soit un marché de 450 millions d’habitants, et non de 80 millions quand il se crée en Allemagne ou de 68 millions quand il se crée en France, ayant ensuite à lutter avec 27 régulations différentes. C’est leur réalité aujourd’hui. Allons beaucoup plus vite et plus fort sur le marché unique dans tous ces domaines. Allons aussi beaucoup plus vite et plus fort sur un marché unique dans la technologie, les télécommunications, l’énergie et la finance.
C’est pourquoi, ensemble, nous défendons l’idée du marché unique de financements, la Capital Market Union, comme on le dit en bon français, qui seule permettra à notre Europe de financer cette innovation et cette prospérité. Imaginez : nous sommes l’espace au monde qui a le plus d’épargne. Simplement, cette épargne est massivement investie dans les emprunts d’État ou privés — c’est-à-dire le financement des dettes publiques et privées — ou bien, pour une part, elle quitte le sol européen pour aller financer la croissance des autres, parce que nos règles, là aussi, ont été trop compliquées, et parce que nous n’avons pas bâti un vrai marché des capitaux.
Faire cette transformation, l’unifier, c’est donner la possibilité que l’épargne de tous les Européens soit investie dans l’innovation d’aujourd’hui et de demain, et bâtisse cette prospérité dont je vous parlais. C’est à cette condition que nous pourrons être aux avant-postes de l’indépendance en matière de recherche, de technologie, d’innovation, mais aussi de création d’emplois, d’industrie comme d’agriculture.
Si nous voulons faire de notre continent un continent plus indépendant, un continent plus riche, il nous faut prendre le virage de l’innovation, de la compétitivité, de la simplification. C’est la clé pour la prospérité du XXIᵉ siècle.
Et ce n’est que ce virage qui nous permettra de financer, de porter, de transformer notre continent tout en le décarbonant. C’est en étant cet espace de prospérité, d’innovation que nous pourrons créer de l’emploi tout en faisant la décarbonation. Et là aussi, au fond, le défi de l’Europe, et ce que nous pouvons porter – et peut-être ce qui peut nous placer aux avant-postes de la croissance internationale –, c’est d’être ce seul espace qui pense tout à la fois : la prospérité et la création d’emplois, la décarbonation et les exigences climatiques, la souveraineté. Nous pouvons le faire si nous nous dotons de ces instruments au niveau européen et si nous agissons ensemble. C’est le cœur de l’agenda franco-allemand que nous avons réaffirmé il y a quelques semaines à Toulon.
Enfin, il nous revient, à nous Européens, de relever ce défi de la démocratie. Drôle d’époque qui voit un Président de la République française venir en Allemagne expliquer qu’un de nos défis est la démocratie. Mais nous en sommes là, et il faut le regarder non pas simplement, peut-être, avec une voix teintée de tristesse, mais avec lucidité et, là aussi, détermination.
Si nous en sommes là, c’est qu’un doute s’est installé : un doute sur nos institutions, ce qui tenait notre démocratie ensemble, qui est sans doute le fruit de ce que nous n’avons pas assez bien fait. Et c’est pour cela qu’il faut toujours nous remettre en cause. C’est aussi sans doute la fin d’une époque, mais il y a comme quelque chose qui se passe dans nos pays, qui est une forme de dégénérescence de nos démocraties.
Alors oui, nous sommes attaqués de l’extérieur. Nous sommes attaqués par des ennemis de la démocratie. Il faut le regarder, et cela justifie de le défendre. Quand des propagandistes de régimes autoritaires viennent attaquer nos espaces publics, nos réseaux sociaux, pour répandre la désinformation. Nous sommes menacés de l’extérieur, mais nous serions bien naïfs de ne pas voir que, de l’intérieur, nous nous replions sur nous-mêmes. Nous doutons de nous-mêmes.
Nous ne sommes plus tout à fait sûrs de cette démocratie. J’ai entendu le discours du Chancelier. J’adhère à tous ces mots. Mais combien de dirigeants dans nos pays nous expliquent que le problème de nos démocraties aujourd’hui, c’est l’état de droit ? Beaucoup. Combien de nos compatriotes pensent aujourd’hui que le problème de nos démocraties est la manipulation par les gouvernements et que la science n’est plus libre ? Beaucoup. Combien nous expliquent qu’aujourd’hui, dans nos sociétés, tant de nos compatriotes doutent de la vérité, de ce qui est vrai, de ce qui est faux, tant et tant.
Alors, parfois, ces phénomènes sont, en effet, accrus par des interférences étrangères et des manipulations. C’est vrai. Mais nous avons un problème avec nous-mêmes, avec les infrastructures de nos démocraties, si je puis dire.
D’abord, nous devons retrouver l’efficacité collective. Et je pense qu’une des crises de la démocratie vient du fait que, là aussi, nous avons créé des systèmes qui, avec le temps, se sont sophistiqués, mais sont devenus trop lents ou trop incomplets pour répondre aux défis de notre temps. Nous sommes dans des moments de grands changements. Il faut retrouver cette efficacité collective. Et partout où l’on veut simplifier, partout où l’on veut aller plus vite et plus fort, tout en respectant l’état de droit et nos règles, nous avons raison. Et je le dis parce que parfois cela crée des tensions, et méfions-nous de tout cela. Il est juste, et je crois tout à fait nécessaire, d’essayer d’accélérer, de rendre nos décisions politiques plus efficaces tout en respectant l’état de droit. Si nous ne le faisons pas collectivement, si nous ne faisons pas l’effort de rendre nos démocraties plus efficaces, alors, collectivement, que nous le voulions ou pas, nous nourrirons le discours qui fait douter des règles elles-mêmes ou du principe de ces règles, c’est-à-dire de l’état de droit. Et donc, nous devons tous œuvrer pour avoir des démocraties plus efficaces et plus fortes.
La deuxième chose, c’est que dans nos sociétés, il faut aussi retrouver le sens du respect : en particulier, du respect entre tous les citoyens et à l’égard de celles et ceux qui portent des mandats démocratiques. Je le dis là aussi avec beaucoup de gravité, mais nous voyons partout dans nos sociétés quelque chose qui dissout la démocratie. C’est le débat public qui devient un débat de haine. C’est le débat public qui devient un débat de violence à l’égard des responsables politiques. C’est le débat public qui, en quelque sorte, au nom de la liberté d’expression, justifie la violence.
Le cœur de la démocratie, c’est que l’on puisse confronter les avis dans l’espace public. On peut manifester, on peut voter, on choisit ses dirigeants, et vos représentants font la loi. Mais la règle absolue qui l’accompagne, c’est le respect. Et à chaque fois que nous sommes faibles à justifier de la violence, verbale ou physique, dans nos démocraties, nous contribuons à la laisser dégénérer.
Et puis, avec naïveté — je le dis, je le dis pour moi aussi — nous avons sous-estimé le fait qu’une démocratie, ce sont des élections, des représentants avec des mandats, des élus qui votent les lois, etc., mais c’est aussi un espace public, une opinion publique qui se forge, qui construit des majorités d’opinions. La sève de la démocratie, ce sont nos peuples et les opinions publiques qui s’y forgent.
Nous avons, ces dernières années, en particulier durant cette décennie qui vient de s’écouler, laissé notre espace public, informationnel et démocratique, totalement se transformer. Et nous l’avons fait comme si, au fond, il permettait de continuer à vivre comme on avait toujours vécu en démocratie.
Et, au fond, nous avons laissé un espace public démocratique s’installer où les gens sont tous en cagoule anonyme, où la règle c’est plutôt qu’il faut insulter l’autre si on veut être populaire. Imaginez : dans cet espace public, imaginez une grande place où se trouvent de vraies personnes ou de fausses, et vous donnez une égale valeur à quelqu’un qui crie beaucoup plus fort et vous dit : « Ce vaccin n’est pas un vaccin. Ce que vous me dites là est faux », et qui profère des paroles contre vérité. Nous vivons dans une place publique qui a cette allure.
Comment voulez-vous qu’il n’y ait pas une immense fatigue démocratique, et des gens qui aillent de plus en plus vers l’effondrement émotionnel ? Je vais le dire en termes plus directs : nous avons une immense naïveté de confier notre espace démocratique à des réseaux sociaux qui sont aux mains soit de grands entrepreneurs américains, soit de grandes entreprises chinoises dont les intérêts ne sont pas du tout la survie ou le bon fonctionnement de nos démocraties.
Vous vivez dans des espaces où, dès leur plus jeune âge, vos enfants sont exposés au pire contenu ; et regardez l’épidémie de troubles mentaux, de troubles du comportement alimentaire chez nos adolescents et nos jeunes : elle est totalement corrélée à l’émergence de ces réseaux sociaux. Nous avons laissé s’installer des espaces publics où tout est fait pour ne plus raisonner, puisque, au fond, l’ordre de mérite, c’est que l’émotion est supérieure à l’argument, et que l’émotion négative est supérieure à l’émotion positive.
C’est un billet complet pour que nos démocraties aillent aux extrêmes, pour que le bruit et la fureur l’emportent sur l’argument raisonnable, pour que rapidement la musique disparaisse, pour laisser place au cri, et dont les algorithmes sont faits pour favoriser l’excitation cognitive, la sur-réaction, le volume de ce qu’on aime ou qu’on n’aime pas, favorisant là encore les extrêmes. Présence pour le vendre à des publicitaires. Nous n’avons pas conçu nos démocraties pour cela. On est très loin de l’agora démocratique de l’Antiquité.
Et donc, si nous ne nous réveillons pas, nous, Européens, pour dire que nous voulons reprendre le contrôle de nos démocraties, je vous l’écris : d’ici dix ans, tous ceux qui jouent sur cette infrastructure ou avec elle auront gagné, et nous serons un continent comme beaucoup d’autres : de complotistes, d’extrêmes, de bruit et de fureur. Si nous croyons dans l’ordre démocratique, remettons la science et la connaissance au cœur. Remettons l’autorité scientifique au cœur. Remettons la place de la culture, de l’éducation, de l’apprentissage au cœur. Protégeons nos adolescents et nos jeunes de ces réseaux sociaux. Donnons des règles à ces réseaux sociaux pour qu’ils aient, en quelque sorte, les mêmes que ceux de l’espace démocratique. C’est-à-dire qu’il n’y ait pas de gens cachés, qu’il n’y ait pas de faux comptes qui créent de faux emballements. Et faisons respecter les mêmes règles. Quand vous avez un journal, vous êtes responsable de ce qui s’y publie. Quand vous avez un réseau social, vous devez être responsable de ce qui s’y publie. Sinon, c’est le racisme, l’antisémitisme, la haine de l’autre qui triompheront sur notre continent.
Nous avons les moyens de rebâtir une démocratie du XXIᵉ siècle. Simplement, il nous faut ce sursaut. C’est à nous de le faire.
Alors oui, mesdames et messieurs, face aux lumières noires qui reviennent, aux régimes illibéraux, aux régimes autoritaires qui se sentent poussés des ailes et sont à chaque fois les alliés objectifs des extrémistes : il y a un chemin pour une nouvelle éclairage. Il y a un chemin pour croire et vouloir encore les lumières. Il y a un chemin pour aimer la culture, la musique, la littérature, la conversation et la controverse ; pour penser que le respect et la science sont plus forts que la haine et la fureur.
Ce chemin, c’est à nouveau pour notre Europe de sortir d’une forme d’état de minorité dans laquelle elle a un peu replongé ces derniers temps. Et oui, notre Europe, qui a su rester unie, qui est la force de tout ce que nous avons accompli ces dernières décennies, doit savoir saisir cette époque nouvelle, et, comme il y a trente-cinq ans ici, être le continent de l’audace et de la détermination pour bâtir une puissance stratégique, économique, technologique et démocratique.
C’est cela, en ce jour d’Unité allemande, que je veux vous dire au nom de l’unité européenne : nous gagnerons, nous consoliderons notre unité — celle dans chacun de nos pays comme celle de notre continent. Si nous avons l’audace et la détermination de celles et ceux qui, il y a trente-cinq ans, ont abattu des murs, c’est à nous de faire.
Et ce qu’il nous faut penser pour le siècle à venir, c’est une Europe de puissance.
Et c’est, au fond, tout ce que nous nous étions interdits de penser pendant toutes ces décennies, mais de le faire ensemble. Et si je suis là aujourd’hui, c’est pour vous dire ces mots : de le faire ensemble. La puissance était un mot interdit en Europe quand elle était une puissance nationale ou nationaliste, qui divisait le continent et le menaçait de guerre civile. La puissance est un devoir pour les Européens s’ils la conçoivent ensemble : pour protéger leur espace, protéger leurs frontières, protéger leur puissance économique, devenir une puissance géopolitique et bâtir cette puissance démocratique qu’il faut refonder. Alors, ayons cette audace, ayons cette détermination et, avec beaucoup d’humilité, une immense amitié, une immense admiration pour ce que vous avez fait durant ces décennies. Laissez-moi vous dire qu’aujourd’hui, c’est avec confiance, envie — et vous l’avez compris — audace et détermination que je me tiens devant vous pour que nous sachions saisir cette époque et la rendre encore plus belle.Merci à toutes et à tous de votre patience avec moi aujourd’hui. Et au fond, je termine : «Der deutschen Einheit drückte aus: Wir Staaten, wir Menschen — unsere Aufgabe ist es, jeden Tag für diese Vereinigung, diese Einheit zu kämpfen, uns jeden Tag aufs Neue dafür einzusetzen. Werden wir dieser Aufgabe gerecht! Es lebe die deutsch-französische Freundschaft! Es lebe Europa!».
Nota:
[1] “La unidad alemana expresaba: Nosotros, los Estados, nosotros, los pueblos —nuestra tarea es luchar cada día por esta unión, por esta unidad, y comprometernos cada día de nuevo con ella. ¡Cumplamos con esta tarea! ¡Viva la amistad franco-alemana! ¡Viva Europa!”.