His master voice

La Habana que encontré en 1967 estaba dominada por la reserva y por el miedo. Allí estaba también Alberto Mora, pues el Gobierno había cancelado todas las becas otorgadas para países capitalistas por creer que ejercían una nefasta influencia en nuestros ciudadanos. Oficialmente se decía que Europa los incitaba a vivir la dolce vita, que los hacía objetivos del enemigo, y se mencionaba el caso de Rolando Cubela, que había planeado la muerte de Castro desde Madrid, donde había sido “reclutado por la CIA”. Cubela fue juzgado por un tribunal revolucionario que pidió para él la pena de muerte, que luego el propio Castro conmutó por una condena de veinte años; pero desde entonces la vigilancia en el seno de las distintas organizaciones revolucionarias hizo reinar sobre el país una moral de la sospecha.

En la Unión de Escritores se había hecho más ostensible la presencia de la Seguridad del Estado. Para asegurar que la dolce vita fuera erradicada por completo, se había llegado a la conclusión de que era necesario sanear la institución de homosexuales, los cuales iban a dar a los campos de concentración que, desde 1965, funcionaban en Camagüey con el nombre de Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) y adonde enviaban también, valiéndose del mismo expediente del Servicio Militar Obligatorio, a desafectos al sistema por sus creencias religiosas, especialmente Testigos de Jehová. 

Estas unidades se crearon a instancias de Raúl Castro, que descubrió en Bulgaria los nuevos métodos puestos en práctica para tratar de curar a los homosexuales. El procedimiento era casi rudimentario: se trataba de alternar el placer y la repugnancia frente a los estímulos eróticos utilizando el principio del reflejo condicionado de Pavlov. Se mostraba a un homosexual la relación entre dos hombres y, según las pulsaciones del paciente, cuando este lograba la mayor excitación se aplicaba la descarga. La operación se repetía frecuentemente hasta lograr un reflejo condicionado de rechazo.

*Fragmento tomado de La mala memoria (Hypermedia, 2018).

El método solo sirvió para aumentar la nómina de locos, pero lo cierto es que la UMAP fue una de las instituciones más crueles que inventó la imaginación del sistema. A pesar de las opiniones críticas de algunos dirigentes sensatos, la Seguridad del Estado aún seguía enviando jóvenes a la UMAP en 1967, sobre todo estudiantes y artistas que no habían cometido ningún delito por el cual pudiera juzgárseles.

En una ocasión me encontré con Juan Marinello, que salía del Hospital Nacional. Me saludó con efusión, pero con visibles muestras de nerviosismo. Me preguntó sobre mi viaje y elogió “la hermosísima ciudad de Nezval”. Me pareció fatigado y viejo. Sus compañeros del Partido Comunista prerrevolucionario estaban siendo vigilados. Para nadie era un secreto las críticas que muchos militantes hacían a la dirección política y económica de Castro, pero nadie ignoraba tampoco que Castro estaba al tanto de cada movimiento del viejo partido.

En la cultura no era menos tensa la situación. Reacio a crear un Ministerio que se ocupara de los asuntos culturales, Castro utilizaba cualquier pretexto para insistir en el mantenimiento de un simple Consejo Nacional de Cultura que terminó por poner en las manos de José Llanusa. Sin embargo, al margen de la autoridad de Llanusa, aceptó la idea propuesta por Carlos Franqui de trasladar a La Habana al prestigioso Salón de Mayo de París y el propio Franqui llevó a cabo el proyecto.

Fueron años cruciales: Salón de Mayo, Congreso Cultural de La Habana, el escándalo de la llamada microfracción que sirvió para liquidar la más mínima sombra de disención entre los revolucionarios militantes. La época de “donde sea, lo que sea y para lo que sea, Comandante en Jefe, ordene”, quedó inaugurada en ese instante. Si en algo difería la sociedad cubana de sus semejantes en la Unión Soviética y Checoslovaquia era por el tono chabacano que lo presidía todo.

Una noche me llamaron del semanario El caimán barbudo. Estaban preparando un número dedicado a una novelita insignificante de Lisandro Otero, a quien Llanusa había nombrado asesor en el Consejo Nacional de Cultura. Querían publicar mi opinión en una página junto con otras dos y bajo el título de “Tres generaciones opinan”. Y bien, di mi opinión, que no vale la pena reproducir aquí. Me limité a criticar la novela de Otero y a defender Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, que se leía en ese momento en Cuba de forma clandestina. Guillermo había sido separado de su cargo de Consejero Cultural de la Embajada de Cuba en Bruselas por las intrigas de la policía política, que no toleraba su independencia de opinión ni su carácter comunicativo y punzante. 

Cuando se publicó mi artículo, Alberto Mora apareció en mi casa consternado. Era lo único que esperaba la Seguridad del Estado para dictar mi fin. A partir de ese instante, mi vida entró en la marginación más absoluta. Me quedé sin trabajo, y cuando Llanusa y Haydée Santamaría quisieron ayudarme —el primero dándome el cargo de Director Internacional del Consejo de Cultura, y la segunda en el Instituto de Literatura de la Casa de las Américas— recibieron la orden directa de Raúl Castro de vetarme.

Solo me quedaba una opción literaria y política para que mi ostracismo tuviese una verdadera razón de ser. Di por terminado Fuera del juego —algunos de cuyos poemas fueron publicados en la revista Casa de las Américas y en el Consejo Nacional de Cultura— y a las doce de la noche del día en que se cerraba el concurso nacional de literatura de la Unión de Escritores, cuando ya la Seguridad del Estado daba por seguro que todos los libros del concurso estaban bajo control, Belkis Cuza lo entregó personalmente a un empleado de la Unión, amigo nuestro, que le dio entrada en el mismo minuto del cierre. Cuando lo descubrieron, ya el texto había sido enviado a los miembros del jurado.

A su manera, también Jorge Edwards sufrió mi caso, así como mis amigos más cercanos, que parecían destinados al ostracismo, acabaron por beneficiarse del lamentable incidente.

De nada valieron las presiones de la Unión de Escritores y de la policía. Ni Lezama, ni J. M. Cohen, ni José Z. Tallet, ni Manuel Díaz Martínez cedieron ante la coacción para que mi libro fuese descalificado. Obtuvo el premio por unanimidad; pero jamás me fue otorgado oficialmente. Consistía en un viaje a la Unión Soviética y mil pesos en efectivo.

Entre ese premio y mi encarcelamiento bajo la acusación de realizar actividades contra la Seguridad del Estado se extendieron tres años de aislamiento.

La presencia en Cuba del primer diplomático chileno acreditado en Cuba después del triunfo de Salvador Allende contribuyó a que mi situación se hiciera aún más difícil, pues se trataba de Jorge Edwards, el novelista con quien yo mantenía una vieja amistad. Hombre de izquierda desde su juventud, Jorge había apoyado la revolución cubana en sus momentos más críticos, y siendo diplomático de carrera no vaciló en expresar públicamente su solidaridad con el gobierno de Cuba en tiempos en que nuestros países no tenían relaciones diplomáticas. Era lógico que un hombre con esa trayectoria fuese escogido para representar a Chile en mi patria. Todo el mundo pensó que Allende había acertado; todos, menos Fidel Castro. La historia de su corta estancia en la misión chilena, no más de tres meses, ha sido contada por Edwards en las 478 páginas de su libro Persona non grata. Cada vez que nos hemos encontrado después, en Nueva York, Barcelona o Madrid, nos entregamos a la recordación de aquella etapa. La versión que más me gusta es la suya, la mejor contada, o fraguada, qué sé yo; cuando quiero aprender del ser desesperado y autodestructivo que fui entonces, leo alguno de esos capítulos por donde me deslizo como terco polichinela de quien el autor no puede separarse.

A su manera, también Jorge Edwards sufrió mi caso, así como mis amigos más cercanos, que parecían destinados al ostracismo, acabaron por beneficiarse del lamentable incidente.

Por La Habana de 1969 a 1971 pasaron políticos, profesores, editores, novelistas, poetas. Pasaron, es decir, rozaron apenas nuestra realidad y con ninguno pude hablar en profundidad de nuestros problemas, salvo con Mauricio Wacquez, Enrique Linh, Mario Vargas Llosa y Ángel Rama. Los demás estaban demasiado embebidos en el delirio de una revolución que “les cantaba las cuarenta” al imperialismo norteamericano. Para ellos el cubano por sí solo era anécdota y, además, muy inferior al Comandante Castro, el único capaz de hablar cara a cara con la Historia.

En esa época quise expresar de algún modo el contexto sobre el que se proyectaba la realidad cubana y me salió la novela En mi jardín pastan los héroes. No es una denuncia, ni un alegato, ni siquiera un testimonio que aspirase a la verosimilitud; es un texto por donde pasan, como sombras, ciertos conflictos, ciertos seres. Como no tenía por qué ocultar lo que hacía, puse mi novela a disposición del rector de la Universidad de La Habana, a cuyas órdenes trabajaba por orden de Castro; pero el rector no quiso leerla. Él no ejercía, me dijo, el oficio de censor. Sin embargo, la Seguridad del Estado convenció a Castro de que Jorge Edwards, que no había leído ni una sola línea de este libro, era el intermediario que yo había elegido para hacer llegar la novela a Seix Barral y promover un escándalo político.

La noche antes de la partida de Jorge Edwards tuve la certeza de que este sería el pretexto para mi detención. Y hasta le dije a Belkis que telefoneara al hotel Habana Riviera, donde estaba hospedado Jorge, para que estuviera informado de mis pasos. Regresé a mi apartamento a medianoche y a las siete de la mañana del día siguiente la Seguridad abrió la puerta de un empujón y fui conducido en automóvil, entre dos policías, hasta la antigua residencia de los Hermanos Maristas, casi en las afueras de La Habana. Por fuera es el lugar más plácido y agradable que pueda contemplarse; por dentro es un laberinto de pasillos y escaleras, con celdas consecutivas como un remedo de las prisiones medievales.

Al llegar, uno de los policías me pidió todo lo que llevaba encima. Contó el dinero, escribió la cifra en un papel y lo colocó dentro de un sobre que selló de inmediato. Después pasé a un cuarto donde me hicieron las fotos de frente y de perfil con un número en el pecho. En otra habitación fuertemente iluminada, donde había grandes butacones verdes, un escritorio y dos sillas, me pidieron que me desnudara. Revisaron mi ropa interior, mis zapatos y calcetines, y cuando estaba nuevamente vestido apareció un oficial pequeño, de tez casi negra, que me mostró un documento donde aparecía una acusación contra mí “por atentar contra los poderes del Estado”. Debajo aparecía el nombre del subteniente Álvarez, que suscribía la acusación. El oficial señaló el lugar de mi nombre. Le pregunté si él era Álvarez. Me respondió que el teniente vendría después. Le dije que esperaría la llegada del teniente.

—Pero aquí se contempla la posibilidad de que usted niegue los cargos. Niéguelos y firme. Eso es todo.

Poco rato después fui conducido a través de múltiples pasillos y puertas vigiladas por policías portando armas largas que admitían nuestro paso después que mi guardián daba la contraseña oficial. En una pequeña habitación había montones de uniformes entre los que fue seleccionado uno para mí. Finalmente me condujeron a una oficina amueblada casi igual a la otra, pero en ella había varios equipos semejantes a los que se encuentran en la cabina de una emisora de radio. En el escritorio central, con un reluciente uniforme de gala y moviendo el documento acusatorio entre las manos, estaba sentado otro policía de tez más clara que trataba de intimidarme con su gesto de enfado y apremio.

Finalmente todos hicieron silencio cuando una voz femenina anunció la llegada de Jorge Edwards. El anfitrión tenía acento mexicano, lo llamaban Carlos, y casi todos los demás hablaban como él. De pronto cesó el sonido.

—¿Nunca llegastes a pensar que te detendríamos, no?

—No.

—¿Te creías intocable, el artista rebelde e intocable que se pasa el tiempo acusándonos de fascistas? ¿Que te íbamos a perdonar todas tus travesuras contrarrevolucionarias? ¿Qué podías atentar contra la seguridad del Estado sin ser puesto a disposición del tribunal militar número uno de La Cabaña? Firma este documento como te dé la gana que no será el único documento que tendrás que firmar. Con el veneno que riegas contra nosotros, todos nosotros, podrías tener tu pequeña historia de infamia.

—Es un error.

—Así que también te permites juzgar las medidas legales de la Revolución.

—Es un error acusarme de algo que todo el mundo sabe que no es cierto.

—Por lo que habrá una gigantesca reacción internacional —dijo con ironía.

—Yo no he atentado contra los poderes del Estado.

—Pues escribe que no y firma.

Entonces firmé.

—Una reacción internacional.

—Eso lo ha dicho usted, teniente.

—Eso lo esperas tú. Los intelectuales son intocables. En eso confiabas tú. Tus amigos comenzarán a movilizarse; si hicieran lo mismo con el trabajo voluntario habría aquí más bienes de consumo que en todo el mundo.

—Mis amigos fuera de Cuba se preocuparán y todos ellos son nuestros amigos, nos apoyan —dije.

—¿A quién?

—Nos apoyan. Apoyan a Cuba.

—¿Que apoyan a Cuba tus amigos…? —dijo el teniente con vehemencia y agregó—: Estos amigos tuyos apoyan a Cuba? ¿Estos, por ejemplo?

La habitación se llenó de ruidos como de fiesta, voces de acentos latinoamericanos se mezclaban a un tiempo, sin oírse. Las risas ahogaban las palabras de los que hablaban. Oí que alguien decía un cuento en un inglés impecable, los típicos cuentos obscenos que suelen hacerse en América con la pronunciación exagerada de un lord. Finalmente todos hicieron silencio cuando una voz femenina anunció la llegada de Jorge Edwards. El anfitrión tenía acento mexicano, lo llamaban Carlos, y casi todos los demás hablaban como él. De pronto cesó el sonido.

No supe qué decir. La situación se convertía en una pieza del absurdo. No comprendía cuál era el propósito de hacerme oír aquel fragmento de grabación cuyo escenario ignoraba.

—¿Los conoces?

Dije que me parecía reconocer las voces, pero no podía asegurar de quiénes se trataba y mucho menos qué se pretendía con hacerme escuchar aquello.

—Porque quería que recordaras las voces de nuestros amigos, como tú les llamas.

No supe qué decir. La situación se convertía en una pieza del absurdo. No comprendía cuál era el propósito de hacerme oír aquel fragmento de grabación cuyo escenario ignoraba.

—Tus amigos —dijo el teniente con ironía—, los que nos apoyan.

—Cuenta, Jorge, cuenta —dijo la voz del mexicano en la misma grabación que el teniente reanudó de pronto.

—Oye a los amigos Jorge Edwards y Carlos Fuentes. Óyelos bien —gritó el teniente.

La voz mexicana insistía con gravedad en que la voz chilena le contara más, aún más. La voz chilena —sonaba un poco ebria— decía que había venido a México para poder enviar a Chile el informe sobre la verdadera situación cubana sin peligro de que fuese abierta en Cuba la valija diplomática. Estaba convencido de que las relaciones verdaderas entre los dos países se estaban llevando a través de los organismos de inteligencia, que Fidel Castro había llenado el país de vino Baltazar por puro capricho, sin dar oportunidad a otros comerciantes chilenos, que Cuba se estaba metiendo en Chile por todas partes, que la Embajada de Cuba en Santiago era enorme y que la guardia personal de Allende era cubana, que cuando salió de una comida con Allende, cuando atravesó la vereda para ir hasta su coche, lo despidieron voces de indudable acento cubano que le dijeron desde los lugares donde estaban apostados: “Adiós, compañero”. 

La voz chilena siguió diciendo que una de las hijas de Allende se había casado con un oficial de la Inteligencia cubana, que Fidel Castro sabía más de Chile que el propio Allende. “La situación allá es muy seria, Carlos, yo estoy verdaderamente preocupado. El Mercurio es la única voz sensata, sus editoriales son espléndidos, tienen la razón. Menos mal que Pablo no puede soportar a Fidel Castro desde que lo atacaron los escritores cubanos, que son todos his master voice (aquí se oyó la risa del otro). “Yo siempre le dije a Pablo que Eduardo Frei fue el mejor Presidente de Chile y ahora con este Gobierno de Allende me doy más cuenta que nunca que este hombre es un idiota”.

La voz mexicana reaccionaba con inquietud, pero el que estaba aterrado con lo que oía era yo. Alguien había llevado una grabadora a aquella reunión. Hace poco tiempo, comentándolo con Edwards en Nueva York, me aseguró que sabía quién había hecho la grabación esa noche, pero no me lo dijo. Lo cierto es que aquella era su voz, y Jorge recordaba la conversación. Efectivamente, habían bebido todos, como siempre. Sí, él se había explayado. Y ahora se echa a reír cuando recuerda el final que fue para mí como un bombazo. Era la voz mexicana la que decía:

La voz chilena se ahogaba de risa. Repetía la expresión una y otra vez y todo el mundo se echó a reír. Bongosero de la historia.

—Yo he vivido en Chile y no comprendo cómo los chilenos han podido aceptar que Fidel Castro influya en su política.

—Es Allende que es un tonto. Allí nadie puede ver a Castro.

—La gente seria, como los chilenos —insistía la voz mexicana—, que se hayan dejado seducir por ese bongosero de la historia…

La voz chilena se ahogaba de risa. Repetía la expresión una y otra vez y todo el mundo se echó a reír. Bongosero de la historia. No se podía olvidar la expresión. La voz chilena empezó a tararear: “Bongosero, bongosero de la historia, caballero. ¿No les parece Nicolás Guillén, no les parece la voz del negro que dice Pablo?”

En ese punto cesó la grabación. El teniente me miró sin hablar, con visible desdén. Al rato dijo:

—Nosotros no queremos que nos defiendan esos compañeros.

Miró el reloj y se puso de pie.

—Con todo lo que has criticado tendrías unas obras completas más grandes que las del camarada Pablo Neruda. Ahora ve a tu celda.

Llamó al guardián y se alejó diciéndome:

—Tenemos mucho tiempo para seguir hablando.

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© Fragmento tomado de La mala memoria (Hypermedia, 2018), de Heberto Padilla.

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