La Habana de Lezama Lima

Es posible ofrecer las coordenadas geográficas de cualquier ciudad, ubicarla en el mapa, describir el trasvase humano de sus pobladores y viajeros, contar su historia, fiestas y ceremonias, o enaltecer a sus personajes. 

Es casi absurdo, sin embargo, predecir el destino y el ritmo de una ciudad, aproximarnos a su espíritu, apresar su estilo y poetizar los límites y contornos que configuran su carapacho arquitectónico y social.

Pero hay ciudades que desafían el imaginario de poetas y viajeros, quienes, al describir los nudos ilegibles de la sorpresa, colorean la alfombra urbana grabada en su interior y regurgitan las emociones. 

La Habana, Buenos Aires y Nueva York son, quizás, las ciudades de América más descritas por cronistas, poetas, pintores y cineastas. 

La Via Cubis pasa por La Habana, venida a menos, como la Isla, pero aún en pie. 

La Habana de la Condesa de Merlín, de Jorge Mañach, de Joseph Hergesheimer o de José Lezama Lima, Cabrera Infante y Zoé Valdés, van del impresionismo al realismo mitificador, pero coinciden en el aire de irrealidad y ensueños entrevistos desde el mar, cuyo puerto parece bombardeado, no así el Malecón, sofá de la ciudad y trinchera de los edificios blancos de donde emerge el bullicio vital que inspira a fotógrafos y poetas.

De esas “miradas evocadoras”, retomo la más inquietante y profética, la del gran poeta José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976), autor de Muerte de Narciso (1937) y Paradiso (1966), ícono de las letras de Hispanoamérica y testigo del ritmo, el destino y “la trágica perdurabilidad” de la capital cubana: 

La Habana puede demostrar que es fiel a un estilo. Sus fidelidades están en pie. Zarandeada, estirada, desmembrada por piernas y brazos, muestra todavía ese ritmo. Ritmo que entre la diversidad rodeante es el predominante azafrán hispánico. Tiene un ritmo de crecimiento vivo, vivaz, de relumbrante presto, de respiración de ciudad no surgida en una semana de planos y ecuaciones. Tiene un destino y un ritmo.

Sus asimilaciones, sus exigencias de ciudad necesaria y fatal, todo ese conglomerado que se ha ido formando a través de las mil puertas, mantiene todavía ese ritmo. Ritmo de pasos lentos, de estoica despreocupación ante las horas, de sueño con ritmo marino, de elegante aceptación trágica de su descomposición portuaria porque conoce su trágica perdurabilidad. Ese ritmo —invariable lección desde las constelaciones pitagóricas— nace de proporciones y medidas.

La Habana conserva todavía la medida humana. El ser recorre los contornos, le encuentra su centro, tiene sus zonas de infinitud y soledad donde le llega lo terrible.

—Y el habanero, ¿qué? —preguntamos.

El habanero se ha acostumbrado, desde hace muchos años, a ese juego donde silenciosamente se apuestan los años y se gana la pérdida de los mismos.

No importa, “la última semana del mes” representa un estilo, una forma en la que la gente se juega su destino y una manera secreta y perdurable de fabricar frustraciones y voluptuosidades.





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1 Comentario
  1. Esa Habana de Lezama, tan poética como rítmica, bulliciosa y expresiva, me impresionó desde niño por el mar y por su historia de marineros, piratas, mercaderes, músicos y poetas. Desde la penúltima década del siglo XX La Habana padece su declive programado por guerrilleros insensibles que llegaron del extremo de la isla. Por eso la evocó en la voz de su poeta mayor.
    Saludos a Orlando Luis y a los lectores de éstas páginas.
    Miguel Iturria.

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