Me he propuesto muchas veces reconstruir la cronología de aquellos años, pero se desvanece. Una noche de finales de 1960 me llamó Carlos Franqui para decirme que había una invitación del Gobierno británico para visitar el país. ¿Estaba yo dispuesto a ir? Se trataba de llevar la imagen revolucionaria a un Gobierno conservador que nos podía ser útil.
De pronto me vi aterrizando en el anticuado aeropuerto de Heathrow. Conmigo iban José Aníbal Maestri, decano de la prensa cubana; Enrique Labrador Ruiz, que representaba al Diario Nacional; Enrique Grau Esteban, por el conservador Diario de la Marina. Nos encontramos con una Gran Bretaña austera. En las calles, sobre todo en la City, quedaban las huellas de los bombardeos. Nos recibió un esbelto ex alumno de Oxford, Sinclair, cuya tarea era demostrar la amabilidad del gran anfitrión de Inglaterra. En Coventry tuvimos noticias del primer acto significativo de sabotaje ocurrido en Cuba. Nos paseábamos Enrique Labrador Ruiz y yo en torno a Lady Godiva, bellamente desnuda en la estatua ecuestre que le rinde homenaje, cuando vimos un periódico que anunciaba en grandes titulares que algo había estallado en América. Era La Coubre, el barco dinamitado en el puerto habanero.
Nuestro embajador en Londres estaba alarmado. Desde el día en que llegamos no nos ocultó su inquietud. ¿Qué pretendía el Gobierno cubano? En Londres reinaba la confusión tocante a lo ocurrido en Cuba, y él no podía aclarar nada. Procedía de las filas del Movimiento 26 de Julio, del grupo de Venezuela, y se dolía de la falta de información oficial. En la mesa del comedor de nuestra sobria Embajada, sentada aparte, una hermosa institutriz inglesa orientaba a la hija del embajador en los pormenores de una educación británica que meses después carecería de sentido para la niña y sus padres.
La breve estancia en Gran Bretaña me convirtió en el primer Jefe de Corresponsales de Prensa Latina en una capital europea. Las noticias que envié desde Londres (Gran Bretaña compraría toronjas cubanas en grandes cantidades; no permitirían que la contrarrevolución utilizara cayos británicos para lanzar ataques contra la isla) fueron publicadas en las primeras páginas de los periódicos cubanos. En Prensa Latina estaban radiantes. Mazetti me dijo: “El Che Guevara autorizó treinta mil dólares para que abras la oficina de Londres. Están puestos a tu nombre”.
No tuve que hacer gran cosa en Londres. Cuando pasó una delegación de periodistas cubanos por París, me pidieron que fuera a buscarlos. Guillermo Cabrera Infante estaba entre ellos. Me dijo: “Hay un tipejo en la delegación llamado Pastor Vega que afirma que has abierto la oficina de Prensa Latina en el mismo local de las agencias norteamericanas”. Lo que yo había hecho era abrir un pequeño despacho en Frarringdon Street, cerca de la Prensa Asociada inglesa, que se dedicaba a la información interna de Gran Bretaña y de cuyos servicios me beneficié más de una vez.
Mazetti, asediado por los viejos militantes comunistas, que insistían en dar a la agencia un carácter oficial, un equivalente de Tass en Cuba, estaba inquieto. Rodolfo J. Walsh, el jefe de servicios especiales, con quien yo mantenía relaciones muy cordiales, me llamó para decirme que la confusión suscitada por Pastor Vega aconsejaba mi regreso.
Dos hijas, la familia de nuevo a los aviones.
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Moscú fue una experiencia diferente. La elegí a sabiendas. Tenía la certeza de que en aquella tierra distante yo tocaba la forma del porvenir cubano, entonces vago e indefinido.
Cabrera Infante fue nombrado Consejero Cultural de la Embajada cubana en Bélgica, Pablo Armando Fernández ocupó el mismo cargo en Londres, y a mí se me ofrecía la oportunidad de trabajar en las Embajadas de México o Londres, o aceptar la invitación hecha por la Unión Soviética como corrector de estilo en el semanario Novedades de Moscú, que ese año había empezado a publicarse en español.
En estos países todas las sombras están vigiladas y protegidas y hasta el sitio y la mujer con quien fornicas tienen una posteridad asegurada en los archivos policiales; sobre todo si eres extranjero y tienes vínculos con la cultura.
No sentía entusiasmo alguno en trabajar de funcionario diplomático. Las Embajadas que conocí durante mi etapa de corresponsal en Gran Bretaña eran jaulas de gatos donde el embajador y el consejero comercial luchaban por el predominio de sus respectivas importancias, y como los funcionarios de cada centro eran nombrados por dos Ministerios diferentes, Relaciones Exteriores y Comercio Exterior, cada jefe de misión recibía órdenes y orientaciones de una jefatura diferente también. Detrás de ambos estaba, desde luego, el omnipotente Ministerio del Interior, que disponía de un treinta por ciento de los empleados, tanto en la misión diplomática como en la comercial. Más de una vez —debido a mi supuesta imparcialidad de periodista— escuché las diatribas de embajadores y consejeros comerciales acuciados por sus esposas.
De manera que decidí viajar a Moscú. Llegué en un otoño lluvioso para no tardar en entrar en el invierno permanente de Rusia. Me gustaba Moscú, me dominaba el singular embrujo con que los países totalitarios borran el fragor de las discrepancias públicas con el secreto de sus unanimidades aparentes. En estos países todas las sombras están vigiladas y protegidas y hasta el sitio y la mujer con quien fornicas tienen una posteridad asegurada en los archivos policiales; sobre todo si eres extranjero y tienes vínculos con la cultura.
La actividad cultural en la URSS es adjetiva de la acción política. El aparato identifica siempre a la cultura como el partido de la oposición, de modo que uno llega a sentirse ministro de un poder hipotético, y toda palabra que uno dice es escuchada y analizada como un decreto en ciernes. Y, desde luego, es imposible escapar a la indirecta satisfacción de ser observado por el poder.
Es fácil detectar a los agentes y a los informantes por el modo impasible con que nos oyen suicidarnos en público y por la respiración anhelante, satisfecha, con que registran nuestros estados de ánimo, nuestros humores. Casi todos los informantes que conocí en Moscú eran de estatura muy baja y muy atildados y ceremoniosos. Casi todos hablaban español, un español tan memorable que una vez Juan Marinello no pudo reprimir un comentario simpático cuando su intérprete se despidió de él después de conducirlo hasta el hotel donde tomaríamos el desayuno: “Bueno, Usía, retornaré al atardecer”. Esto era demasiado hasta para el retórico comunista cubano: “Tiene uno la impresión de habitar un capítulo de Cervantes”, me dijo.
Otro de los encantos del totalitarismo es el poder con que acrecienta las relaciones de amistad. En Moscú, además, no había barras, el mundo social se desarrollaba en pequeños apartamentos familiares. Son como refugios en que el disfrute de la fraternidad no es nunca excesivo, pues está atemperado por el peligro exterior. Alguno de estos informantes se las ingeniaban para estar presentes en las reuniones, sobre todo cuando asistían extranjeros, y no dudo que fuesen invitados ex profeso por los anfitriones para garantizar el orden familiar.
En estas reuniones bebíamos, comíamos y oíamos música norteamericana grabada en los discos más raros que he visto en mi vida: placas plásticas que se usan para radiografías; de suerte que nunca he podido separar de mi memoria el hueso de una cadera de las canciones de “Los Beatles”. Las pobres víctimas de los accidentes de tráfico contribuían de ese modo a la difusión de la música más reverenciada por los jóvenes rusos de la década del sesenta.
Cuando el periodista Yuri Poporov me vio descender del avión con mi familia, en la que se incluían una niña de cinco años y otra de dos, exclamó: “Eres un oso”, no sé si alabando mi coraje o mi vieja afición por la nieve; pero no estaba nevando cuando llegué a Moscú en 1962, llovía y siguió lloviendo hasta que irrumpió el verdadero invierno.
Me alojaron en el Hotel Moscú, situado a unos metros de la Plaza Roja. Era una habitación amplia, casi una suite, con comedor y un piano en el foyer de la entrada. El hotel estaba lleno de rusos que venían de las distintas repúblicas y vestían como en los años veinte, casi todos de azul prusia, trajes pasados de moda en 1962, pero que fueron los precursores de los pantalones de corte acampanado que se pusieron en boga unos años después. El edificio del hotel era enorme, típicamente ruso. Alfombras, escaleras doradas, grandes lámparas colgantes, muebles rojos, de terciopelo, madera de abedul trabajada y pulida. Era otro mundo.
Después de dejar las maletas en la habitación y despedir a Yuri, bajé a la calle. Niebla, lluvia y frío, pero las estrellas de la torre Spaskaya se abrían rojas en la penumbra sobre el arco de la puerta que daba acceso al Kremlin.
Este escenario pertenecía más a la literatura que a la vida. No tocaba allí ninguna realidad que no estuviese transfigurada por mis propias visiones literarias, que en nada diferían del escenario de mis viejos ensueños. La catedral de San Basilio con sus cúpulas bizantinas, las callejuelas del viejo Moscú rodeándolas, y la tumba de Lenin y la tribuna, los únicos elementos que desentonaban por su falsa modernidad en medio de aquel conjunto coherente de arquitectura y época.
Los malos tiempos habían terminado para él. Pero en el lluvioso otoño de 1962 era una criatura escuálida que fumaba cigarrillos búlgaros, uno tras otro, con un viejo gabán y un sombrero gris hundido hasta las orejas.
Viví en Moscú en un momento muy interesante de la historia soviética, cuando, hacia el final de la era de Jruschov pero antes de las crisis internacionales que aceleraron su deposición, parecía inaugurarse una nueva época en que la política de “la guerra fría” cedía el paso a un período de distensión entre las grandes potencias y la “coexistencia pacífica” se alzaba como un objetivo de auténtico equilibrio internacional.
En el aeropuerto de Moscú me habían ido a recibir, además de Yuri Poporov, encargado de la dirección española del semanario Novedades de Moscú, un funcionario de la Embajada de Cuba y dos traductores hispanosoviéticos.
De uno de ellos, del malagueño Pedro Cepeda, llegué a convertirme en verdadero amigo.
A Pedro se lo llevaron a la URSS como a miles de otros niños españoles durante la Guerra Civil; solo tenía un vago recuerdo de su patria. Llegó a magnificarla de tal modo en la lejanía que entabló amistad con un funcionario de la Embajada argentina a quien propuso que lo mandara al extranjero oculto en un baúl; pero los giros del avión lo marearon de tal modo que comenzó a quejarse y a vomitar a la hora de bajar la carga y fue nuevamente embarcado a Moscú. Con la boca destrozada a golpes por la policía política, lo encarcelaron “como enemigo del pueblo” y lo enviaron a un campo de concentración donde habría de pasar más de diez años. El XX Congreso del Partido que reveló y condenó los crímenes de Stalin, redujo su condena a la mitad, fue rehabilitado y enviado al semanario como traductor. Tenía espléndidas dotes literarias y una magnífica voz para el canto. Los sufrimientos no menguaron en él la risa amplia y efusiva ni su propósito de regresar a la tierra de su nacimiento y de su amor.
Le dije que haría todo lo que estuviera a mi alcance para ayudarlo. En una de mis visitas a España conté a Carlos Barral el sueño de mi amigo, y Carlos logró que una importante figura —no precisamente política— se preocupara por gestionar el regreso de Pedro. Un día recibí una carta suya, escrita desde Madrid: “Espero que podamos vernos pronto. Estoy con toda mi familia en mi patria”. Finalmente, en 1981, nos encontramos. Él estaba alegre, rejuvenecido. Nos fuimos a cenar acompañados de Svetlana, su mujer, que ahora hablaba en perfecto español, y quedamos en reunimos para conocer a una hija que le había nacido en Madrid. Me recibió con su entusiasmo habitual en una España donde la libertad era el principal atributo de orgullo. Los malos tiempos habían terminado para él. Pero en el lluvioso otoño de 1962 era una criatura escuálida que fumaba cigarrillos búlgaros, uno tras otro, con un viejo gabán y un sombrero gris hundido hasta las orejas.
Dejamos el aeropuerto en coches diferentes y me senté junto a Poporov mientras la negra limusina oficial se adentraba por las anchas avenidas en dirección al Hotel Moscú. Tuve la impresión de que entraba en el Chicago de los años veinte.
—Tengo que decirte algo y tengo que decírtelo sin rodeos. Aníbal Escalante se encuentra en Moscú —dijo Yuri.
—Eso lo sé desde Cuba —le respondí—. Fue enviado por el mismo Fidel Castro cuando lo separaron de la Secretaría de la ORI y no tengo nada que ver con ese hombre.
—Pero trabajará en Novedades de Moscú, junto a ti —continuó Yuri sin mirarme—. Aquí se sabe que fue uno de los principales enemigos de tu periódico y de Carlos Franqui. De todos ustedes.
Era innegable que Aníbal Escalante se hizo ilusión de ir controlando en Cuba, desde el secretariado de la organización, la estructura que Iósif Stalin creó en el momento decisivo de tomar el poder a la muerte de Lenin.
—¿Qué temes? ¿Piensas que sería capaz de armar un escándalo? Por mi parte puede trabajar donde quiera. Está aquí como estoy yo, aunque por distintas razones.
Yuri sonrió y me palmeó la espalda con afecto.
—Se decidió que era conveniente que lo supieras antes de que visitaras el periódico. Queremos evitarte la sorpresa.
Vi al vencido ex dirigente comunista cubano en varias ocasiones. Como ocurre en presencia de gente discutida o controvertida, su aspecto me pareció insignificante. El ataque de Fidel Castro había operado el milagro de hacer de un tipo cualquiera una imagen casi furiosa de adversario.
Era innegable que Aníbal Escalante se hizo ilusión de ir controlando en Cuba, desde el secretariado de la organización, la estructura que Iósif Stalin creó en el momento decisivo de tomar el poder a la muerte de Lenin. Cuando Fidel decidió crear su propia estructura política los encasilló a todos en lo que llamó el primer partido comunista de Cuba, la primera agrupación marxista-leninista de la que el comandante se separaba cronológicamente. El “verdadero” partido comunista nacería con Fidel Castro Ruz.
En medio del conjunto heterogéneo de integrantes de la redacción de Novedades de Moscú (hispanosoviéticos, rusos, gente que representaban con sus fisonomías las distintas repúblicas soviéticas, pero que hablaban el español correctamente) el viejo Escalante era un pez fuera del agua. Desde septiembre adoptó un atuendo invernal que contrastaba con el del resto de los periodistas. Todos sonreían —de un modo que se quedaba a medias entre la sorna y la piedad— al verlo subir las escaleras, fatigado; pero el viejo llegaba y se integraba al grupo corrigiendo las traducciones que le ponían delante.
Al atardecer miraba con evidente melancolía a través de los gruesos cristales de la ventana por la que se veían los árboles desnudos de la Plaza de Pushkin. Era un hombre del sol que se iba consumiendo a medida que avanzaba el invierno, y cuando la nieve lo cubría todo parecía encogerse dentro de su abrigo negro, como una tortuga en su concha, mientras atravesaba la plaza en dirección al periódico Itsvestia, donde un coche oficial lo llevaba a su casa. Llegué a pensar entonces que toda carrera política terminaba siempre de esa forma, a la que un hombre que tuvo poder apenas sobrevive. El cuerpo arropado inclinándose para entrar en el auto cobraba un insólito aspecto entre el blanco sudario de la nieve y el color de luto del automóvil, su último vínculo con el poder. Fidel Castro había decretado su extinción, y nunca más pudo recuperarse.
Pedro Cepeda ordenaba diariamente un riguroso itinerario cultural, me preparaba las noticias más importantes de la prensa soviética, me señalaba la dirección de la literatura en boga, las críticas que aparecían a los métodos de Stalin, edulcorados por un tratamiento tan prudente que para Pedro constituían la prueba de que la llamada “desestalinización” había sido frenada por los mismos que la pusieron en marcha.
En esos días se publicó la primera novela de un rehabilitado político, un profesor de matemáticas sin antecedentes literarios profesionales. Jruschov en persona apoyó la autorización de que se editara en la revista Novi Mir, que dirigía Swardovski, poeta a quien respetaba casi todo el mundo. Un día en la vida de Iván Denisovich produjo un revuelo en Moscú. Pedro se entusiasmó con el hermoso, escueto y trágico testimonio de quien había soportado la experiencia de los campos de trabajo forzado con que Stalin se obstinó en crear la industria soviética. A los opositores descarriados, a los que carecían de “conciencia de clase”, a los “enemigos objetivos del pueblo” se les daba oportunidad de reivindicarse a través de la participación en tareas grandiosas, convirtiéndose en combustible generador de fuerzas para “el joven estado socialista”.
Alexandr Solzhenitsyn daba voz a esos “enemigos objetivos”. Pedro me leyó todo el libro; dos días después le mostré el artículo que acababa de enviar a Cuba, y le gustó: “Los cubanos merecen conocer que el pueblo soviético ha sufrido esta experiencia política como ningún otro pueblo del mundo, y hay que evitar que esos errores se repitan”.
Esa tendencia a encontrar paralelismos entre historias y países distintos era característica del análisis marxista. No le presté demasiada atención.
También se publicaban poemas críticos, ensayos, y en Pravda aparecían casi a diario los poemas entusiastas con que Evgeni Evtushenko celebraba el curso revolucionario de Cuba.
Había un pequeño café en la calle Arbat, cerca de Smolenskaya Navershna, donde yo tenía mi apartamento, y allí nos sentábamos en las oscuras tardes de septiembre. Yo me tomaba una solianka, una sopa hecha con embutidos y carnes que era uno de los platos preferidos de los viejos contrabandistas y mercaderes.
—Oye —me dijo Pedro una de esas tardes—, el viejo cubano que está en la redacción, ¿es realmente importante? Creo que aquí tiene cierto poder. Todos los días lo recoge un coche oficial frente a Istvestia. ¿Cuál fue el problema de Escalante?
Le conté la versión conocida: “Es una situación rara, tal vez grave”.
—¿Por qué?
—Porque si quiso adueñarse de la maquinaria del poder de la misma manera que Stalin, no es un tonto.
—¿Hizo fusilar algún amigo de Fidel?
Me eché a reír.
—En el poder la gente se mata entre sí —insistía Pedro—. ¿No has visto lo que ha ocurrido aquí? Todo lo que ocurre en un lugar puede ocurrir en otro.
Esa tendencia a encontrar paralelismos entre historias y países distintos era característica del análisis marxista. No le presté demasiada atención.
Toda Moscú estaba inundada de tabaco cubano, sobre todo de puros, que yo compraba en grandes cantidades en las tiendecitas de la calle Arbat, todas ellas de color canela, enanas y compactas. Arbat era una de las calles que más me gustaban del viejo Moscú: al centro había dos líneas blancas que formaban otra calle, cerrada al tránsito, por donde iban y venían los negros automóviles oficiales, las ventanillas cubiertas con visillos oscuros. Yo pensaba que cualquier día un funcionario de alto copete, como en un sueño, daría la orden al chofer de detener abruptamente el coche para confiarme en secreto viejos antídotos contra el veneno del terror que en ciertas noches me invadía, cuando el análisis de la Historia empezó a transformarse para mí en pura pesadilla.
También comprábamos los habanos cerca del apartamento de Ilya Ehrenburg. Le telefoneábamos desde el Hotel Nacional, que estaba en los bajos de su edificio, y él, anhelante, nos abría la puerta. Recibía los tabacos con la emoción de un experto.
Las memorias solo pueden escribirlas los viejos —dijo—. Boris Pasternak escribió las suyas a los treinta años. ¿Qué edad es esa? Su libro Salvoconducto no es un libro de memorias.
—Menos mal que todavía se encuentran —exclamaba—. Uno de estos días dejan de llegar. Moscú está lleno de curiosos que pueden arruinar la cuota de importación en unas horas.
Nos miraba con sus ojos azules y gastados, no menos gastados que su sonrisa: un rostro claro y expresivo sobre el que le chorreaba el cabello en desorden. Ehrenburg se jactaba de su destreza en trasladar al ruso los ritmos del verso castellano clásico. Hablábamos en francés, pero él me leía en ruso poemas muy conocidos de Antonio Machado, para que fuera descubriendo en su entonación los instantes precisos de los ritmos, del metro, sumergidos en lo hondo de su versión. A Ehrenburg lo que más le interesaba era la poesía. Toda ella. En prosa fue lacónico y sus libros de ficción no interesaban mucho a los críticos soviéticos, aunque sus ensayos y artículos los deslumbraban. El viejo era dueño de un estilo que solo Anton Chéjov e Isaac Babel —sus maestros— lograron dominar en ruso. En esos días estaba escribiendo sus memorias.
—Las memorias solo pueden escribirlas los viejos —dijo—. Boris Pasternak escribió las suyas a los treinta años. ¿Qué edad es esa? Su libro Salvoconducto no es un libro de memorias.
Para él los libros de memorias tenían que ser libros ríos, que fuesen creciendo con los años. Solo en la vejez podía uno recordar perfiles, rasgos de personas, años, gente que antes no alcanza a cobrar una dimensión verdadera.
Pedro simpatizaba con Ilya Ehrenburg. Lo consideraba uno de los intelectuales soviéticos que se había sometido menos y había logrado más; solo la gran pericia de un auténtico fondo moral podía hacer posible casos como el suyo. “Quisiera escribir un libro de memorias algún día”, me dijo pensativo mientras andábamos calle Gorki abajo.
—¿Por qué no lo haces? —le pregunté.
—Tal vez necesito la vejez, como dice Ehrenburg.
—Te sobran experiencias —le dije.
—¿Te gustaría hacer lo mismo?
—No lo sé.
—Haz un diario de todo lo que veas. Tienes el privilegio de estar presenciando una revolución en Cuba.
—Los libros sobre las revoluciones los escriben los extranjeros, los que apenas pueden recordarlas, ni lo quieren.
—Pero mi libro no podría ser tan preciso en su cronología como dice Ehrenburg —apuntó Pedro—. ¿Cómo empezarías tú?
—Tal vez como Pío Baroja, pero cambiando un tiempo verbal. En lugar de: “Yo he nacido en el País Vasco”, etc., escribiría: “Nací en Pinar del Río, Cuba”.
—¡Esas eran partidas de nacimiento! —protestaba Pedro. El suyo elegiría el verdadero momento en que se nace, el más crucial de la existencia, lo trataría de recordar bien y después haría como en los tapices del Asia Central: paneles abigarrados donde se acumulan figuras, estaciones de trenes, caballos, árboles, caminos, casas y castillos, donde el verdadero discurso no es lineal sino cargado de múltiples bifurcaciones como la propia vida.
Sonreía melancólicamente, y toda su figura se hacía más tremante, y sus ojos daban la impresión de que perdían color detrás de las gafas anticuadas; calvo, con arrugas prematuras para sus años.
—Tú eres mucho más joven que yo —insistía en decirme—. Te aconsejo que pienses en términos de experiencia. La literatura es una evaluación de la experiencia.
Yo le argüía que esa evaluación no la hacían los protagonistas, sino más bien los que presenciaban esa “experiencia” con alguna distancia:
—Toma el ejemplo de la Guerra Civil española. Baroja no pudo contar lo que vivió, ni Unamuno, ni los más jóvenes. No existe una novelística de la Guerra Civil; pero están los libros de André Malraux y de Ernest Hemingway.
—A mí Malraux no me interesa, pero me gustan las novelas de Hemingway. Por quién doblan las campanas no ha sido publicada en ruso porque el Partido Comunista español la considera un libelo contra los dirigentes; pero el manuscrito ruso está listo, esperando a que muera Dolores Ibárruri, que es quien se opone con mayor insistencia. Exceptuando Por quién doblan las campanas, aquí se ha publicado toda la obra de Hemingway, que en verdad es muy popular entre los rusos. ¿Lo has conocido tú?
Aquí está publicado todo Neruda, le ponen rima consonante a sus poemas.
Pedro, que había vivido casi toda su vida en Moscú, le asombraba saber la cantidad de personajes que, en relativamente pocos años, me había tocado en suerte conocer. Sí, había conocido al viejo novelista que en los años cuarenta y cincuenta era una figura familiar en algunos bares de La Habana. Lo había visto por última vez a su regreso a Cuba, luego del triunfo de la Revolución, acompañado por Antonio Ordóñez, el torero. Conservaba la foto de su llegada en la que estoy junto a él y a Ordóñez. Venía entusiasmado por vivir la Revolución. Besó la bandera cubana en el aeropuerto, y cuando el fotógrafo le pidió que repitiera la escena, se mostró ofendido de que alguien le propusiera repetir un gesto de sinceridad. Todo eso lo puse en la entrevista que le hice para Prensa Latina.
Pedro se entusiasmaba y me inquiría sobre otros personajes. Le hablaba de Neruda, que había estado varias veces en Cuba, pero a quien había conocido en París.
—Aquí está publicado todo Neruda, le ponen rima consonante a sus poemas.
Traté de imaginar, por un momento, como el cuadro más patético del mundo, al afectado comunista chileno esforzándose por rimar consonánticamente su exultante poema a Stalin “Que despierte el leñador” —acaso la tarea que ahora le hayan encomendado en el infierno—; pero mi imaginación se resistía a ese absurdo. Le pregunté a Pedro a qué sonaba la poesía de Neruda en ruso.
—A Zorrilla; pero un Zorrilla mucho más ampuloso.
A veces Pedro me invitaba a adentrarnos más en Moscú, y recorríamos barrios de extramuros, recovecos, callejuelas apenas iluminadas. Nunca he sentido más intensamente la presencia de los seres humanos como entre aquellos rusos que deambulaban por calles de hielo, y se detenían frente a un pequeño mercado que llamaban gastronom, y se hacían la señal de dividir en dos porciones la botella de vodka que comprarían en la sección de licores, donde la abrían y se la empinaban allí mismo. Camaradas en el pago y en el disfrute. Después se abrazaban y se alejaban dando tumbos.
Un día, al pasar por la Plaza Roja, me dijo Pedro: “Ahí tienes los verdaderos monumentos de la ciudad”, y señaló hacia el mausoleo donde está preservado Lenin y hacia los viejos cuarteles de la cárcel Lubianka, donde la KGB practicaba con seres humanos el rigor de la verdadera educación comunista.
—Una de las últimas pirámides del mundo. Un faraón de la clase obrera y un templo donde se educa a sus guardianes. Ahí, en ese templo, nací yo realmente. No en Málaga. Ahí. Ese será el comienzo de mi libro.
Y tomó en serio el proyecto. Empezó a escribirlo, y me pregunto si Svetlana, su mujer, conserva aún aquellas páginas manuscritas que recogían, con dramática simultaneidad, el conjunto de múltiples instantes que llenaban el mundo, igual que en los tapices del Asia Central que él admiraba.
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© Fragmento tomado de La mala memoria (Hypermedia, 2018), de Heberto Padilla.
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