En la azotea

Ya están aquí, dice el más viejo mientras aplasta el cigarro. 

—¿Qué cosa? 

La pregunta viene del pequeño que intenta subirse al alambre. 

El otro muestra los dientes con desprecio: 

—Los helicópteros, mira.

Escalando con dificultad logra la altura de su compañero. Desde allí mueve de un lado a otro la cabeza. 

—¿Dónde dices que están? —las gruesas manos se aferran al alambre—, no los veo.

El primer hombre lo agarra por las piernas hasta que logra dejarlo quieto. Ya en la cima, su compañero levanta la voz: 

—Pero la radio asegura que no.

—¿Que no qué?

—Que no estamos contaminados.

El pequeño es un avestruz. Y los avestruces no pueden volar ni esconden la cabeza frente al peligro, pese a la leyenda. Mírenlo, piensa el primero, en vez de huir o de hundir la cabeza en la tierra de los maceteros, se estira sobre mis brazos como si quisiera tocar las nubes.

—Todavía no.

Abre mucho las piernas para mantenerse equilibrado. Se queda pensativo unos segundos y agrega:

—Pero lo estaremos. Esos helicópteros son el primer indicio.

Las manos hinchadas del pequeño se aferran al alambre. Abajo todo parece una postal. Nadie ha caído en la cuenta de la extraña invasión. Los helicópteros parecen sobrevolar solo para ellos. 

—¿Cómo es que aún no los veo? —solloza.

—Ah, pero están ahí. 

—Yo no los veo.

—Pero están.

—¿Es que piensan dejarme solo? —reprocha el tercer hombre acercándose. 

El pequeño aprovecha para indagar casi en tono de súplica: 

—¿Tú los ves? 

Y el último, compasivo, como trataría a un enano, responde: 

—Los veo. Sin embargo, esos aparatos no me dicen nada. 

Dobla los brazos, hace un nudo con ellos. Se acerca al más viejo y le ruega que descanse. Él lo sostendrá los siguientes minutos.

Depositado en brazos del tercer hombre, el pequeño alarga nuevamente el cuello. Todo le cuesta. Incluso reconocer que sigue ciego. Ciego como una tapia. Nadie, excepto él, parece preocupado. 

Entonces lo asalta la duda y, doblando hacia ellos por primera vez el cuello, pregunta: 

—¿Si los helicópteros no son reales? 

—Lo son.

—¿Y si no estamos contaminados?

—Estamos.

—¿Si solo nos espían porque sí? —interviene, haciendo causa común, el último hombre. 

—¿Será otro experimento? 

—No deberíamos permitir que experimenten con nosotros. 

—Es una suerte que todavía no nos hayan fumigado. 

—¿Tú crees que se atrevan a tanto? 

—¿Por qué no?

—¿Qué vendrá luego de la fumigación? 

El cuarto hombre grita que solo quedan ellos, el resto logró escapar. Sin dejar rastro.

—Pensé que estábamos solos —masculla el segundo hombre.

Y el último: Yo también, hasta que los vi a ustedes.

A pocos metros el más viejo escucha en silencio. Se acerca de nuevo y toma el relevo. En pocos minutos el pequeño ha engordado. O tal vez él ha envejecido. Piensa en el tiempo de maduración de las cosas. Luego, en los avestruces. En su incapacidad de volar. 

Espía con admiración las diminutas alas. El pico desdentado. El gaznate vanamente abierto contaminando el cielo. Por sobre los alambres el mundo es otra cosa. Conoce el latido del aire mejor que nadie, sabe que este sería el momento. ¿Por qué no lo intentaba de una buena vez? 

Los otros: ¿No te molestan los ruidos?

—Un poco.

—¿Hasta cuándo estaremos así?

—Pronto lo sabremos.

Señalando el techo que se divisa contra la medianera, dice con impaciencia el tercer hombre: 

—Ocultémonos, ahí no nos verán.

El segundo, terco, replica: 

—Pero si acabo de subirme.

—¿Y si estamos acéfalos? 

—¿Si no estamos contaminados? 

—¿Si solo somos una excusa para que ellos logren algo que no comprendemos? 

—Entonces deberíamos escapar. 

—No, no podemos.

—¿Por qué? — pregunta el pequeño vibrando todo. 

—Porque los avestruces no pueden volar —dice categórico, el primer hombre.

Y el último: 

—Porque vienen más helicópteros, mira.

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© Este cuento pertenece al libro Tres metros cuadrados de purgatorio (Hypermedia, 2018).

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