Pereira y Peri Rossi nunca jugaron al bingo

Hace apenas unos días fue anunciado que la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi fue distinguida con el Premio Cervantes. En algún momento anterior a esta nominación, el escritor cubano Manuel Pereira me había mencionado que tenía alguna anécdota con ella y yo, que no olvido tan fácil, le he pedido ahora que me cuente los pormenores. Pereira es un gran conversador y su vasto anecdotario va desde haber participado del Curso Délfico en el sillón de Trocadero 162 hasta haber recibido postales de Marguerite Yourcenar desde la isla de Mount Desert. 

Antes que nada, me gustaría que te refirieras a cómo tuviste las primeras referencias  de Cristina Peri Rossi, teniendo en cuenta que hasta donde sé su obra no ha sido publicada en Cuba. 

Yo no la había leído en Cuba, me enteré de su existencia por Cortázar, pues la mencionaba como gran escritora de su área, el Cono Sur. Era la década del 80 y yo empezaba a viajar fuera de Cuba. Así conseguí algunos de sus libros; pocos, porque la dieta que nos daban en el ICAIC era austera.

Dices haber visto su rostro por primera vez en un catálogo que promovía un evento en un país europeo donde finalmente no pudiste acudir. ¿Nos darías pormenores de ese deslumbramiento? 

Yo estaba invitado al festival Horizontes 1982, en Berlín, junto a otros escritores latinoamericanos y el catálogo tenía tal calidad de impresión, que aunque yo había visto fotos de ella, ninguna tan nítida y perfecta como la del catálogo de marras. Por eso exclamé aquello de qué bonita. Julio me miró de medio lado: “¿Tú crees?”. “¡Claro que sí, mira qué nariz tan fina y ese mentón partido!”. Él se inclinó para ver mejor la foto: “Yo no la veo tan bonita”, comentó sarcástico. “Me gustan sus fosas nasales”, agregué yo. Julio meneó la cabeza y sonrió sutilmente. Finalmente, nunca fui a ese Festival donde esperaba conocerla personalmente, porque un funcionario mediocre, de cuyo nombre no quiero acordarme, se atravesó esgrimiendo falsos argumentos de la Guerra Fría para ningunearme y retrasar mi rápido ascenso como novelista a nivel internacional.

Ya que has introducido al escritor Julio Córtazar en este idilio platónico-literario, ¿por qué crees que no ahondó contigo en detalles acerca de lo importante que fue para él la existencia de esta mujer, a quien dedicara sus “Poemas a Cris”?

A lo largo de los años he pensado (son conjeturas) que él se puso un poco celoso. También creo que pensó de mí: “Carajo, este Pereira es la segunda vez que se me atraviesa”. Porque en 1968 yo tuve un romance con una cubana cantante de jazz, Maggie Prior, y resultó que Cortázar también, unos años antes, en 1961. Y eso sí lo habíamos hablado Julio y yo

¿Cómo conociste al autor de Rayuela? ¿Dices que se reencontraron alguna vez en París? 

Lo conocí en La Habana, en enero de 1978, acababa de salir El Comandante Veneno. Yo estaba dando una charla ante un nutrido grupo de jóvenes escritores cubanos, sobre el barroco, pues ya estaba en imprenta mi segunda novela, El Ruso

Mi primera novela ya él la había leído, pero yo lo no sabía. Era lector rápido; ahora creo que abundan los lectores lentos. Él no viajaba a Cuba desde hacía años por el caso Padilla, la carta famosa, todo aquel proceso.  De pronto, yo estaba hablando sobre mi segunda novela y él apareció, en Casa de las Américas, y se sentó a mi lado para oírme y hacerme preguntas. Yo estaba boquiabierto. El resto de la audiencia también. 



Manuel Pereira y Julio Cortázar.


Fue a principios de la década de los 90 cuando finalmente conoces a la escritora, de la manera más casual posible. ¿Cómo y dónde se dio ese encuentro?

Ella sabía de mí tanto como yo de ella, porque así éramos los animales literarios de la fauna de aquel tiempo. Yo había publicado ya dos novelas en España, y en esos días, Toilette, en Anagrama, Barcelona. Aparte, había sido jefe de redacción de la revista Quimera, en la propia Barcelona. Ya hacía traducciones del inglés y del francés para las más famosas editoriales de esa ciudad mágica. Y ya yo la había leído también. Eso es algo que en ese tipo de tertulia estilo París ni siquiera se dice; con las miradas y dos o tres palabras ya los conversadores saben todo el background de quien tienes delante. Eso, sin contar que Horacio Vázquez-Rial, escritor argentino y entrañable amigo mío y de ella, le había hablado de mí. Ahora no tengo ni la más remota idea de cómo serán las tertulias. Pero yo tuve la suerte de participar en ese estilo, digamos, clásico, universal.

Horacio Vázquez Rial es el de la anécdota de los espaguetis…

El mismo. En 1993, viviendo yo en Barcelona, fui a casa de este gran amigo, que en paz descanse. En la casa de Horacio había siempre espaguetis calientes que cocinaba él mismo. Estaban allí su esposa y sus dos lindas niñas. Cuando él me invitaba era porque había tertulia. Allí conocí, por ejemplo, a Luis, el menor de los tres Goytisolo. Cuando Horacio abrió la puerta, me dijo: “Esta noche te tengo una sorpresa”. El departamento arrancaba con un largo pasillo hasta el fondo donde estaban la amplia sala, el comedor, la biblioteca y el estudio de mi amigo argentino. 

Y allí estaba ella: Cristina Peri Rossi, muerta de risa, pues Horacio conocía mi anécdota con Julio Cortázar y se la había contado. Tenía la sonrisa fácil. Había otras personalidades allí que he olvidado porque yo me concentré en aquel rostro que tanto amé años atrás y que no había perdido ninguno de sus encantos. Todos comíamos espaguetis en platos hondos y enrollándolos en el tenedor (como manda Dios).  De pronto ella me preguntó si me gustaba jugar al bingo. Desconcertado, le expliqué que no sabía nada de juegos de azar porque en mi país estaban prohibidos desde que yo era un niño y que, por ese motivo, lo único que sabía jugar era dominó y ajedrez. 



Cristina Peri Rossi y Julio Cortázar.


“¡Ella es ludópata!”, bromeó Horacio, trayendo más pastas calientes, queso parmesano y verduras. Le dije a Cristina que yo recordaba vagamente a mi abuela en su solar jugando con tres vecinas usando unos cartoncitos donde ponían frijoles negros. A ella le hizo mucha gracia esa imagen borrosa de mi niñez y, alegre como un cascabel, se lanzó a detallarme cómo era el bingo en las grandes salas y cuáles eran los mejores salones para jugarlo en Barcelona. De pronto me dijo que allí cerca había uno y me invitó a ir con ella esa noche, pues quería enseñarme todo ese mundo.

Mientras la oía seducido por su voz —pues me encantaba que conservara su acento uruguayo a pesar de tantos años de exilio—, yo pensaba de qué modo iba a excusarme educadamente, pues de un momento a otro llegaría mi compañera española y, además, ya teníamos otro compromiso después de comer con Horacio.

Mi pareja llegó, se sentó a mi lado, y yo las presenté. Todo se disolvió en risas. Aparte de sus virtudes literarias y culturales, Cristina era una mujer de mundo, que se movía sola y sin miedo en la peligrosa noche barcelonesa, así que nos miramos como los animales inteligentes que éramos y pasamos a otros temas entre carcajadas. 

Nunca más la vi. Aquel amor platónico se me había frustrado dos veces, primero en el Festival Literario de Berlín y luego en la noche promisoria de un bingo barcelonés. 

¿Hay alguna relación entre el título de su primera novela publicada en Barcelona, La nave de los locos (1984) y el de tu libro de ensayos, La quinta nave de los locos, que vio la luz en 1988?

Hablamos de eso, riéndonos, porque esa fue una de las casualidades que misteriosamente nos unieron, lo que sucedió es que ambos teníamos la fuente arqueológica:  en mi caso un cuadro del Bosco que cuelga en el Louvre, y recuerda que yo escribí mis cinco ensayos en París, estando en la UNESCO.  Ella, por su parte, había usado otra fuente antigua, si mal no recuerdo un tapiz románico llamado La creación. El tema de la nave de los locos era muy frecuente en Europa hace siglos; yo estudié eso en Alemania y viene de la Narrenschiff de Sebastián Brand (1494). Eso sin contar que ella coleccionaba barquitos dentro de botellas, pues de niña sus mayores la llevaban a contemplar los barcos en el Río de la Plata. Cualquier forma de exilio es siempre montarse en una nave de los locos.

¿Cuáles han sido tus pensamientos al saber que a una escritora de filiación sexual abiertamente lesbiana y que nunca coqueteó con la Revolución cubana precisamente por su persecución a los homosexuales, le han otorgado el mismo reconocimiento que ganara nuestra Dulce María Loynaz, quien tampoco fue seducida por los cantos furibundos a una causa de la que supo estar distante? 

En tu pregunta está mi respuesta. No he pensado en nada. En todo caso, lo que se premia no es el ser, sino la escritura. Y aunque uno contiene al otro, para el lector lo que vale son las letras.


Ana Teresa Toro

Ana Teresa Toro: “Soy puertorriqueña y en mi país no soy migrante”

Dainerys Machado Vento & Melanie Márquez Adams

“Si bien Puerto Rico comparte con América Latinatanto el idioma y un pasado histórico colonial bajo España, la realidad inescapable es que es el único país latinoamericano que nunca se independizó”.