Nitrógeno y mangostas: Julio Cortázar y la Revolución Cubana

Bajo el notorio influjo de Borges, he imaginado este argumento que posiblemente no escribiré porque no alcanza a justificar mis tardes. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 7 de octubre del 2019, la vislumbro así.

Un escritor, entusiasta admirador de una revolución triunfante, digamos la de la Francia de Robespierre, la Rusia de Lenin, o la China de Mao, ha sido invitado a conocerla en carne propia, por así decirlo. O tal vez ni siquiera se trate de la primera visita, sino una de tantas en que viaja para confirmar y enriquecer su devoción, puesta a prueba por ciertos rumores que propala la prensa burguesa. 

“Más que nunca me interesa darme una vuelta —le confiesa en carta a un colega—, hablar con los amigos de la Casa, y hacerme una idea más clara de algunas cosas”.[1]

Digamos, para comodidad narrativa, que se trata de un viaje a la Cuba de Fidel Castro entre los últimos días de 1966 y finales de enero del siguiente año, y el escritor —que bien pudiera llamar Juan, Pedro o Gabriel— se llama Julio y es argentino. Julio Cortázar, para que la aspereza del apellido vasco equilibre la blandura de su oficio. 

Luego de un largo silencio epistolar —el escritor suele llevar una correspondencia intensa y compulsiva—, que se corresponde más o menos con los días que pasa en Cuba, el escritor emerge nuevamente en sus cartas con no menor entusiasmo que el que lo impulsó a hacer el viaje: 

“Volví contento porque creo que los males están infinitamente por debajo de los bienes, y que aquello sigue adelante como un torrente”, le escribirá al mismo colega al que le ha manifestado sus preocupaciones antes del viaje y al que por comodidades narrativas llamaremos Mario Vargas. Mario Vargas Llosa, para que la elegancia del apellido materno compense la vulgaridad del paterno. “Aquello” que avanza como un torrente es, por supuesto, la Revolución Cubana.

El entusiasmo del escritor por la Revolución triunfante no se apagará ni en los momentos más difíciles, cuando años después, un grupo de colegas se distancien de aquella Revolución a raíz de la prisión de cierto poeta cuyo nombre no viene al caso. Luego de un breve desliz pidiendo cuentas por el poeta encarcelado, Cortázar se mantendrá, hasta su muerte en 1984, como uno de los ejemplos más hermosos de compromiso intelectual con esa y otras revoluciones latinoamericanas. 

El narrador de esta historia es un crítico contemporáneo nuestro, alguien dedicado a estudiar la obra de un escritor del que le atraen sus muchas confirmaciones de que la invención de misterios simétricos y sorprendentes no anula la capacidad de entregarse a una causa hermosa, de que la amoralidad del oficio literario no exime de ciertos compromisos con la realidad. El propio estudioso se llama Julio, ya que su nombre fue decidido por la devoción con que su madre, en su juventud, leía al autor que ahora se siente predestinado a estudiar. 

Sin embargo a Julio Mestre, nuestro investigador, desde hace tiempo lo atormenta su incapacidad para explicar uno de los cuentos del escritor, redactado aproximadamente por los días de aquel viaje a la isla. El relato se llama “Con legítimo orgullo” y aparecerá, meses después de aquel viaje, en La vuelta al día en ochenta mundos, un libro que trae, justo en las páginas que lo suceden, una decidida defensa de la obra de un escritor cubano al que por comodidad narrativa llamaremos José Lezama Lima

(Comentemos incidentalmente que la aparición previa de dicha defensa en una revista del país “causó sensación en Cuba en momentos en que Lezama era objeto de duros ataques por razones de ‘obscenidad’; me alegré de que el azar (¿) —le escribirá a su amigo editor mexicano— me hubiera llevado a escribir inocentemente ese trabajo en un momento en que caía tan a tiempo para enderezar las cosas”).

El relato que inquieta a nuestro crítico —y el que, por cierto, no es incluido en la edición de Alfaguara de sus Cuentos completos— cuenta en la primera persona del plural la historia de un país entregado a un extraño ritual: cada noviembre todos sus pobladores se entregan a la recogida de hojas secas, solo que en lugar de recogerlas directamente utilizan mangostas, luego de haber rociado previamente las hojas con extracto de serpiente. 

Poco a poco nos enteraremos de cómo están repartidas las funciones entre la población: a los niños que “son los que más se divierten […] los destinan a diversas tareas livianas pero sobre todo a vigilar el comportamiento de las mangostas”. Por su parte, a “los viejos se les confían las pistolas de aire comprimido con las que se pulveriza la esencia de serpiente sobre las hojas secas”; a “los adultos nos toca el trabajo más pesado, puesto que, además de dirigir a las mangostas, debemos llenar las bolsas de arpillera con las hojas secas que han recogido las mangostas, y llevarlas a hombros hasta los camiones municipales”.[2]

Sin embargo, no es hasta el final que se revela quiénes son los encargados de una misión decisiva y peligrosa en exceso: la de cazar las serpientes en las temibles expediciones a las “selvas del norte”. A ellas se destinan los que no cumplen con las normas de recolección de hojas secas, los que piden que se pulverice el extracto de serpiente con más cuidado y los que incurren en cualquier otra falta menor, casi siempre relacionada con el ejercicio de la crítica o de la simple curiosidad. Aunque tampoco ser reclutado para tales expediciones puede verse como un castigo, nos advierte el narrador de “Con legítimo orgullo”: “llegado el caso —nos instruye—, reconocemos que se trata de una costumbre tan natural como la campaña misma, y no se nos ocurriría protestar”.

Nuestro narrador, Julio Mestre, comprueba que los escasos análisis de ese cuento por parte de otros estudiosos son vagos y esquemáticos. Se identifican los absurdos esfuerzos que recoge el relato con la funcionalidad del mito “como formalización de esas invariantes arquetípicas” que “implica ya un principio de orden y, por tanto, una racionalización, aunque, como ya hemos dicho, su componente es esencialmente irracional”.[3]

De esta manera, por ejemplo, se concluye que:

“En el cuento ʻCon legítimo orgullo’ el poder impone el cumplimiento de cierto ritual (recoger las hojas secas del cementerio) que implica el sometimiento del pueblo a una atroz circularidad, típica del mito y el rito, que lo inmoviliza y lo aturde y que no se cuestiona porque ni siquiera se percibe. Por eso el ritual se cumple con legítimo orgullo”.

Hay algo que sin embargo no convence a Julio Mestre, y es que el otro Julio, su admirado autor, se conformase con escribir una fabulita limitada a satirizar el empecinamiento de la humanidad en generar ciertos rituales absurdos. ¡Como si no se hubiese hecho antes, tantas veces! Llegado a este punto Julio, el estudioso, comienza a convencerse de que el enigma rebasa lo puramente fantástico, y a sospechar que se encuentra frente a una alegoría a cierta realidad, política por más señas. 

No sería la primera vez. Como recordaría todo cortazariano de bien, uno de los cuentos más conocidos y tempranos que publicara el autor es, entre muchas cosas, una crítica en clave a la pasividad de la sociedad argentina ante el ascenso del peronismo: se titulaba “Casa tomada”, y reproducía a nivel doméstico y familiar la actitud pusilánime de los argentinos no seducidos aún por Juan Domingo Perón mientras veían que el país iba siendo dominado por una fuerza todopoderosa y turbiamente amenazante. 

Ya se sabe que un cuento surge “sin razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y a respirar hondo”, y que de pronto el autor debe enfrentarse a “una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin pero ya un cuento, algo que solamente puede ser un cuento”.[4]

No es su carácter cíclico, repetitivo sino el absurdo excepcional en la manera en que se teje la trama de mangostas —recolectores de hojas— rociadas con extracto de serpientes —cazadas en remotas expediciones, lo que invita a Julio Mestre a darle espacio concreto de nacimiento a ese prodigio de imaginación. Hay en ese tono falsamente triunfal de “Con legítimo orgullo”, en su miedo soterrado a la autoridad, en la movilización estatal de todo un país en pos de un objetivo común pero difícilmente comprensible a primera vista, cierto perfil definido que no es reconocible en el continente más que en ciertos momentos de la Historia cubana. 

Nuestro Julio suda frío. ¿Acaso podría concebirse semejante hipocresía en su autor favorito? ¿Es posible que escribiera una burla tan artera y minuciosa en los mismos días en que le escribe en una carta a una amiga cubana: “no es fácil salir de tu país […] me llevará mucho tiempo adaptarme nuevamente a la vida francesa, cortés y fría, correcta e indiferente”? 

Julio Mestre piensa en la famosa zafra de los Diez Millones que movilizó a toda la población de la isla para producir aquella cantidad de toneladas de azúcar y sacar de una vez el país de la asfixia del subdesarrollo. Comprueba las fechas y suspira aliviado: La vuelta al día en ochenta mundos apareció publicado tres años antes que el proyecto que trascendió justo por no alcanzar la meta que anunciaba en su título. 

De manera que el cuento no puede referirse a la magna cosecha más que como profecía, género quizás aceptable en el Vaticano pero no en los departamentos de literatura. No obstante, siguen ahí esas expresiones colectivas del miedo discreto y la adulación desvergonzada como “La generosidad de nuestras autoridades no tiene límites”, que solo fructifican con tal desparpajo en los Estados totalitarios. Y luego están las alusiones a labores no retribuidas que en Cuba llaman “trabajo voluntario”: “Los adultos dedicamos cinco horas diarias a recoger las hojas secas, antes o después de cumplir nuestro horario de trabajo en la administración o en el comercio”.

Con desgano, pero sin plantearse siquiera la posibilidad de renunciar a su búsqueda —porque la honradez de nuestro investigador es asunto serio—, Julio Mestre recorre el epistolario del escritor durante los meses que precedieron a la salida del libro. En una carta a su editor mexicano, intermediario del libro que ahora escribe, le comenta que:

“La verdad es que a pesar de los infinitos problemas, los errores y la tensión entre los sectarios y los fidelistas, siempre latente y a veces operante, Cuba sigue adelante de una manera admirable. Cada vez sé más que es el único país latinoamericano que ha asumido su historia, su destino, suena a frase, pero allí es una vivencia permanente y bien que se nota en la gente, en los libros, en la música. Estuvimos nueve horas corridas con Fidel, que es realmente un caballo, como le llaman cariñosamente sus compatriotas; ese hombre es sobrehumano, y nos dejó a todos literalmente pulverizados”.

A nuestro Julio se le hincha el pecho y descubre a continuación que el otro Julio había asistido a un discurso de aquel a quien llaman el Caballo. En el discurso que menciona el escritor, el del 2 de enero de 1967, el líder de la Revolución Cubana no se limita a saludar “al comandante Guevara, allí donde esté” o a la más bien aburrida exaltación de los logros económicos de su gobierno. En algún momento, cuando se refiere a los planes agrícolas, el estudioso cree hallar la misma desmesura, la misma lógica de lo irracional que se observa en el relato “Con legítimo orgullo”. 

La activa participación de niños y ancianos en la recogida de hojas secas del cuento es reemplazada en el discurso por la de las mujeres en la recogida de café —porque los hombres están empeñados en tareas aparentemente más duras como es el cultivo y la cosecha de la caña de azúcar— y el extracto de serpiente del cuento es el equivalente de los fertilizantes en el discurso. Específicamente: ese nitrógeno del que el líder revolucionario anuncia que “para 1971 aproximadamente, o 1972, estaremos aplicando a nuestra agricultura más nitrógeno que el total de nitrógeno que aplica hoy día a su agricultura uno de los países agrícolamente más desarrollados de Europa, que es Francia, con una población como de siete veces más habitantes que nosotros”.

Y las movilizaciones de la población son tan desmesuradas como las que aparecen en “Con legítimo orgullo” y no menos militarizadas, porque, para los incontables planes que esboza el líder

“[…] necesitamos mucha fuerza de trabajo. Y los soldados están participando cada vez más; los compañeros de la fuerza aérea serán responsables de fertilizar unas 70 000 caballerías de caña en avión con nitrógeno; los compañeros de ingeniería del ejército están haciendo ahora los caminos de Las Villas, están incluso ayudando con sus equipos durante esta sequía a desbrozar terreno. Ya el año que viene tendremos más equipos, los equipos de fortificaciones seguirán en fortificaciones; pero ahora los equipos de fortificaciones de las fuerzas armadas han estado en la agricultura también haciendo caminos y desbrozando terrenos”.

La obsesión azucarera —que los líderes revolucionarios ridiculizaban en el texto de Sartre bien conocido por Cortázar: “Huracán sobre el azúcar”— ha sido retomada por esos mismos líderes con la misma urgencia y fatalismo con que se afronta la recogida de hojas secas en “Con legítimo orgullo”. 

Solo que la voz narrativa del cuento —ese “nosotros” recurrente— no es la del discurso del poder que se quiere confundir en la supuesta voz de la multitud. Es un “nosotros” cuyo “legítimo orgullo” apenas puede disimular el terror a que se siente expuesto mientras apela a un entusiasmo que le suena falso incluso a nuestro estudioso

“[…] estamos convencidos de que a nadie se le ocurriría que puede dejar de recogerla”, dice esa voz atemorizada en algún momento del relato. “[…] solo un loco osaría poner en duda la utilidad de la campaña y la forma en que se la lleva a cabo”, dice en otro. No hay que tener demasiada imaginación para reconocer en esas frases la voz de un pueblo sometido —empezando por sus intelectuales— a partes variables de entusiasmo y terror. 

“[…] recuerdo que te ibas a practicar filología entre los guajiros y a desmantelar cañaverales”, le comenta Cortázar en una carta a su amigo Roberto Fernández Retamar, en una combinación de absurdos que recuerda la de “Con legítimo orgullo”.

Las aterradas palabras del cuento son el espejo —o sea: exacto pero invertido— de otras palabras dichas en el discurso escuchado por el escritor a su llegada a Cuba: 

“[…] nadie podrá pretender que un grupo de hombres desde el poder le imponemos esta política —que entraña riesgos— a nuestro pueblo, sino que un grupo de hombres, sólidamente integrados con el pueblo, los dirigentes de la Revolución absolutamente identificados con el pueblo, interpretan los sentimientos, la voluntad y la conciencia de ese pueblo”. 

Se trata de reproducir —da igual quién lo propusiera primero: el discurso o el cuento— el sistema de imponer a un pueblo una norma de conducta como si surgiese de su propia voluntad.

Nuestro investigador se siente abrumado. Una vez reconocido su parentesco, las similitudes entre el cuento y el discurso saltan por doquier. ¿Qué hacer entonces con tanto compromiso ejemplar? ¿Con la “Policrítica a la hora de los chacales”? ¿Con “Reunión”? ¿Con El libro de Manuel?

Pero sobre todo: ¿por qué Cortázar habrá escrito ese texto, que ahora se le antoja taimado, en lugar de la crítica franca, abierta y constructiva? 

Pero ni siquiera nuestro candoroso investigador se hace ilusiones al respecto. Al propio Cortázar, años después, cuando insistía en hacerse ilusiones sobre su propia libertad, un comisario de ocasión le leería públicamente la cartilla: 

“Cuando una sociedad está en vías de construcción […] las palabras […] se vuelven rigurosamente significantes”, le advierte, y le recuerda que “dentro y fuera de la revolución, participantes o espectadores de ella, no podemos seguir permitiéndonos la vieja libertad de escindir al escritor entre ese ser atormentado y milagroso que crea y el hombre que, ingenua o perversamente, está dándole la razón al lobo”.[5]

Pero todo esto el escritor lo debería saber desde mucho antes, por mucho que se resistiera a aceptarlo. Y ser tan cauto y astuto conspiraba contra la inocencia con la que el escritor quería dotar su entrega a la causa. Si escribió y publicó “Con legítimo orgullo” es porque le era absolutamente necesario. ¿Para qué? Pues para decir algo nuevo y distinto —piensa nuestro Julio—: eso bastaría para justificar el texto. 

Y ahí es donde yerran la mayoría de los críticos —sigue pensando Julio Mestre— esos que asumen que lo que aborda “Con legítimo orgullo” es la reproducción de los patrones inmemoriales del mito. Lo que deslumbrará a Cortázar en el caso cubano —piensa Mestre—, no es la supervivencia de los antiguos patrones, sino el veloz enquistamiento de los nuevos, algo que también sorprende a Fidel Castro en el discurso ya mentado: 

“Y es para nosotros una gran suerte que nuestro pueblo, en solo ocho años, haya adquirido esta conciencia”, dice. Y cuando trata de encontrarle una explicación a tanto entusiasmo, se encuentra que, al no contar con el miedo que insinúa Cortázar como origen del “legítimo orgullo”, el líder de la Revolución no puede responder más que con meros retruécanos

“¿Por qué el entusiasmo no decae al cabo de estos ocho años? Porque lejos de decaer —y esto es lo más impresionante y alentador de nuestro proceso revolucionario—, ¡cada año que pasa, en vez de disminuir el interés, el entusiasmo y el fervor revolucionario, crecen!”.

La conciencia a la que se refiere el orador es la fraguada al calor de la Revolución en reemplazo de la conciencia anterior. Y esa nueva conciencia ya es capaz de renunciar a rituales tan arraigados como la celebración de la Navidad: 

“Y por eso en estos días decenas de barcos con sus tripulantes —se calcula unos 2000— han pasado esta Nochebuena y este fin de año pescando en los océanos (APLAUSOS). Mas no solo pescando, sino pescando con qué espíritu, con qué fervor, con qué orgullo, con qué conciencia revolucionaria”. 

Ocho años le han bastado a la realidad cubana para que sus rituales absurdos resulten, como se dice en “Con legítimo orgullo”: “tan naturales que solo muy pocas veces y con gran esfuerzo volvemos a hacernos las preguntas que nuestros padres contestaban severamente en nuestra infancia”. 

Ocho años son suficientes para que los jóvenes con que Cortázar se debió haber encontrado pudieran decir igualmente: “hemos crecido en una época en que ya todo estaba establecido y codificado”. Incluso un joven tan cuestionador como el Reinaldo Arenas de 1969, reconocerá que “Mi obra, quiéralo o no, propóngamelo o no, está en relación con la Revolución”.[6]

Lo que parece decirnos Cortázar, piensa nuestro estudioso, es que la clave de tales absurdos, más que en la inercia del tiempo y las costumbres, radica en que alguna fuerza —ya sea la de la fe o la del miedo— anule toda inquietud crítica. Y esa fuerza puede provenir del temor que inspiran las expediciones a las selvas del norte de “Con su legítimo orgullo”, o en los muy reales y cubanos campos de concentración conocidos como UMAP, de los que ya Cortázar tenía noticias, aunque solo fueran de oídas: 

“¿[…] se escribe así?”, le pregunta a su corresponsal cubana cuando de pasada menciona “el problema de las UMAP”. Como si solo retuviera el sonido de aquellas siglas terribles y no su significado, porque como dice el narrador de “Con legítimo orgullo”: “De las expediciones a las selvas se habla poco entre nosotros, y los que regresan están obligados a callar por un juramento del que apenas tenemos noticia”. 

No obstante, el narrador del cuento se apresurará a aclarar que “[…] estamos convencidos de que nuestras autoridades procuran evitarnos toda preocupación referente a las expediciones a las selvas del norte, pero desgraciadamente nadie puede cerrar los ojos a las bajas”. Porque las bajas, esas ausencias que fomentan el terror que recorre en el cuento, son al mismo tiempo la fuente de su insistente entusiasmo. 

Las bajas crecen, el cementerio debe ser ampliado, y entre la profusión de tumbas y de hojas cada vez es más difícil dar con la tumba correcta pero “en cierto modo nos alegra haber tropezado con tantas dificultades para encontrar las tumbas porque eso prueba la utilidad de la campaña que va a comenzar a la mañana siguiente”. 

Nuestro investigador emerge de estas constataciones extrañamente orgulloso. Sabe que será menos difícil explicarlo que ser aceptado. Incluso cuando en la obra de Cortázar sean numerosas las alusiones a la libertad de crítica en medio del compromiso. 

“Hay cosas que no puedo tragar en una marcha hacia la luz”[7], se atreve a decir en uno de sus textos más obedientes. Defender la autonomía de lo literario ya ha pasado de herejía a lugar común. Otro lugar común es que un texto apenas mencionado tenga más peso que toda una obra porque, al igual que ocurre con los contratos, EN LITERATURA LA LETRA PEQUEÑA ES LO MÁS IMPORTANTE. 

Pero justo ahí se detiene nuestro estudioso. Esta vez no se trata de la reafirmación de la capacidad subversiva del escritor. O de ver la ficción como el espacio donde decimos con mayor o menor claridad lo que nunca nos confesaremos a nosotros mismos. Después de todo, llegar a esas conclusiones no haría más que reavivar el interés por Cortázar. Lo tremendo será que en lo adelante él, Julio Mestre, será visto como un revisionista de la peor especie, como un reaccionario que pretende denunciar una extendida complacencia en la lectura de viejos clásicos latinoamericanos. 

Y ese es el momento en que Julio cae en cuenta que su descubrimiento no es demasiado revelador y que los detalles que convierten “Con legítimo orgullo” en una sátira de los rituales (im)productivos de la isla de Fidel fueron intercalados para que los académicos del porvenir, incluso sin ser demasiado avispados, dieran con la verdad. Comprende que ellos también forman parte de la trama de Cortázar, que es la del romance con esa cosa que siguen llamando, para que no se note su olor a rancio, Revolución Cubana. 

Al cabo de tenaces cavilaciones, Julio resuelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la comprometida gloria del escritor. También eso, tal vez, estaba previsto.




Notas:

[i] Cortázar, Julio: Cartas 1965-1967, Alfaguara, Buenos Aires, 2012.
[ii] ____________: La vuelta al día en ochenta mundos. Editorial RM, México, 2010.
[iii] Huici, Norman Adrián: “El mito y su crítica en la narrativa de Julio Cortázar, en Cauce. Revista de Filología y su didáctica, Números 14-15, (1991-1992), p. 414.
[iv] Cortázar, Julio: “Del cuento breve y sus alrededores”, en Último round, Siglo XXI Editores, México, 1969, p. 72.
[v] Collazos, Oscar, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa: Literatura en la revolución y revolución en la literatura (polémica), Siglo XXI Editores, México, 1970, p. 37.
[vi] Arenas, Reinaldo: Libro de Arenas. Prosa dispersa. (1965-1990), DGE Equilibrista y CONACULTA, México, 2013, p. 99.
[vii] Cortázar, Julio: “Policrítica a la hora de los chacales”, en Cuadernos de Marcha, 1971, 49, p. 35.




Bajanda: El fin del Gran Relato

El fin del Gran Relato: bajanda

Antonio Correa Iglesias

El miedo que experimentó Virgilio Piñera se convierte en sorna, en socarrona ironía ante la obstinada tozudez de un totalitarismo que, travistiéndose de futuro, sigue negando la esperanza y la libertad.