Es una lástima que en la correspondencia de José Lezama Lima publicada por su hermana Eloísa en España, apenas se aluda a los acontecimientos que todos vivimos desde el año 1971. Sin duda aquellas experiencias lo tocaron muy vivamente, pero él no pudo escribirlo en las cartas dirigidas a su hermana.
Recuerdo perfectamente aquella mañana en que un grupo de amigos nos reunimos en su casa, acompañados por un oficial de la Seguridad del Estado. El propósito era elaborar las formas en que se llevaría a cabo la reunión de la UNEAC en la cual me tocaba protagonizar una autocrítica que escandalizaría al mundo. Durante más de media hora, el diálogo con Lezama no avanzaba satisfactoriamente. El oficial se movía incómodo en el asiento. Era obvio que estaba perdiendo la paciencia. Lezama había asegurado que aceptaba, como el resto de nosotros, el espectáculo de la autocrítica, pero le hurtaba el cuerpo a las preguntas del oficial, se envolvía en metáforas, en alusiones que iban desde los ángeles negros de William Blake hasta la casa filosófica (era la expresión que usaba) de George Simmer; siempre encontraba el modo de convertir la entrevista en una forma de anularla. El policía hablaba desde el poder —en ese momento le parecía omnímodo— y buscaba el medio de amedrentar, de estimular la cobardía de los indefensos.
Tal vez por su asma, por su corporación de casi trescientas libras, o por la especificidad de su mundo poético, tan distante de la historia concreta, o por todo ello junto, el que más vulnerable aparecía a sus ojos era Lezama. Sin embargo, ese poeta los irritaba como ninguno. Acaso se debiera a la influencia que ejercía su figura en las nuevas generaciones. Doce años de revolución no habían menguado su atractivo; por el contrario, los jóvenes habían aumentado su relación con el poeta.
En mi caso, y pese a mi impugnación, a veces furiosa, de la poesía de Lezama y de casi todos los poetas de Orígenes, me preocupé de separar al Lezama de carne y hueso de sus posiciones estéticas que, por parecerme de un provincianismo desmesurado, no podía compartir. Sin embargo, los poetas españoles y latinoamericanos, de antes y después, lo admiraban y reaccionaban con auténtico asombro ante su obra.
Vicente Aleixandre llamó a la poesía de Lezama “entrañada, ahondadora… que cava en el alma… ¡hermosa y trascendida poesía!”, y Luis Cernuda le escribe: “hablé de su poesía con Octavio Paz… y los dos sentimos muy vivo interés por sus escritos”, y hasta Wallace Stevens le dice que no sabe suficiente español para comprenderlo, pero que sus libros son de esa clase que le hace lamentar su falta de dominio del español: “all your pages tantalize me”. Lo cierto es que en su obra están, en mi opinión, los peores vicios de la literatura en lengua española, si bien su barroquismo no es de ese estilo “que linda con su propia caricatura” del que habló Jorge Luis Borges. Él rebasa estas clasificaciones con una impresionante desmesura; era, para decirlo a su modo, un tenaz pregonero de lo inaudito, de lo deslumbrante. Cada vez que me acerqué a su sistema poético, a sus “doctrinales de la anémona”, me sentí remitido con violencia al ámbito puramente verbal que era su verdadero reino. Amaba a Valéry, no es difícil encontrarlo disuelto en muchos de sus planteamientos teóricos, pero así como Valéry proclamaba que la poesía es un lenguaje dentro del lenguaje, sin que sus poemas se nieguen a la comunicación inmediata, el lenguaje dentro del lenguaje era para Lezama una especie de metalenguaje. Al igual que Valéry, alababa los libros que se resisten; la claridad le parecía una facilidad y en más de una ocasión se refirió con entusiasmo a la frase de Huizinga en que éste dice: “lo demasiado claro pasa en los skaldas como fatiga técnica. Una vieja exigencia, que también ha regido entre los griegos alguna vez, es que la palabra poética debe ser oscura. Entre los trovadores, cuyo arte delata, como ningún otro, su función de juego de sociedad, tenemos el trobar clus, que literalmente significa ‘poetizar hermético’, poetizar con sentido oculto como un mérito especial”.
Lejos de considerarlo como función de juego de sociedad, Lezama ve “la presencia de ese juglar hermético, que sigue las usanzas de Delfos, ni dice, ni oculta, sino hace señales”. De hecho su sistema poético, su obra toda, es un universo de señales y, semejante a Góngora, “esa raíz juglaresca hermética tiene vastísima tradición soterrada, sólo que a veces el rayo lanzado como una cometa por el juglar se devora en su propia parábola, sin alcanzar este oscuro cuerpo oracular, pues, las señales del señor de Delfos surgen en un pizarrón nocturno que tiende afanosamente a borrar”.
Me decía que el cubano era un hombre solar, que no sabía vivir el mundo subterráneo al que obligaba la represión política y en el cual podían moverse los esclavos con gran desenvoltura.
En los años cincuenta, cuando leyó su conferencia sobre Mallarmé, los críticos de la izquierda y otros se mofaban de él con un juego de palabras: “oí a Lezama hablar de Mallarmé y me alarmé”. A Nicolás Guillén le gustaba repetir esta chanza, porque justamente su poesía era la que el sistema poético de Lezama condenaba con mayor vigor. En el “Coloquio con Juan Ramón Jiménez”, aparece su negación de una poesía que toma a la raza, a la sangre, como punto de partida. Para Lezama lo cubano era una categoría del espíritu. Creó el grupo Orígenes, compuesto por poetas en su mayoría parecidos a él, herméticos y católicos. Siempre fue superior a los diez poetas que reunió en Orígenes. Aunque se le consideraba católico, los ortodoxos de la Iglesia (algunos de su propio grupo) criticaron duramente su novela Paradiso y muchos prohibieron a sus esposas que la leyeran, porque en ella se expresaba con absoluta claridad el mundo homosexual al que Lezama no temió nunca.
En sus últimos años vivió muy preocupado por la situación política de Cuba. Me decía que el cubano era un hombre solar, que no sabía vivir el mundo subterráneo al que obligaba la represión política y en el cual podían moverse los esclavos con gran desenvoltura.
Por respeto a su prestigio literario, por temor a la influencia que ejercía en los escritores más jóvenes, fue tolerado y vigilado; pero tan pronto se publicó Paradiso comenzaron los ataques solapados hasta de sus antiguos acólitos. Lo que más les irritaba en él eran sus opiniones, que tenían generalmente una acentuación irónica y hasta sarcástica. A su casa de la calle Trocadero empezaron a llegar los informantes, los que querían hacerlo desaparecer de la escena literaria y de los cargos que ocupaba en la Unión de Escritores. Formaba parte, como yo, de la Sección de Literatura y del Consejo de Dirección de la revista de la Unión, y nunca dejó de asistir a las reuniones, ni dejó de leer el material que se publicaba en cada número. En el consejo editorial, sus opiniones tenían gran peso en la selección, y mucho realismo socialista y mucho texto oportunista cayó despedazado por sus aplastantes argumentaciones. Intrínsecamente polémico, defendía sus posiciones con seguridad, pero era de gran amplitud estética. Cuando mi libro Fuera del juego obtuvo el Premio Nacional de poesía de la Unión de Escritores, Lezama, que era miembro del jurado junto con Cohen, Tallet, Díaz Martínez y César Calvo, fue uno de sus principales defensores. No cedió a las múltiples presiones que se ejercieron sobre él para que variase su criterio. Sin embargo, después de haber sometido mi libro al concurso, al enterarme de que él sería uno de los integrantes del jurado, temí que su juicio poético me fuera hostil. Jamás pensé que pudieran interesarle aquellos poemas, gobernados por una voluntaria economía de medios, que utilizaba la imagen o metáfora como meros incidentes. Pero no sólo aprobó mi poemario con su voto, sino que, como uno de los vicepresidentes de la UNEAC, se opuso a la decisión del ejecutivo de condenar el libro, y redactó con los demás miembros del jurado la defensa del premio que aparece al comienzo de la edición cubana de Fuera del juego. Así era ese hombre.
Merecía ser respetado, pero los practicantes del realismo socialista no le perdonaban la vida. Y no era una impugnación estética, que poco les importaba, sino la negación de su figura, que los escritores extranjeros empezaban a mirar con reverencia y de quienes siempre recibió admiración y simpatía. A los realistas socialistas no los buscaba nadie.
Durante la estancia en Cuba de Hans Magnus Enzensberger, nos encontramos con Lezama en varias oportunidades. En una ocasión Magnus lo invitó a que almorzáramos juntos en el Hotel Nacional. Lezama había leído mis traducciones de los poemas de Magnus y le gustaba especialmente su Lachesis lapónica. Fue una comida espléndida. Lezama habló y fumó largamente. Magnus lo observaba, atento a cada una de sus palabras. Lezama hablaba de literatura alemana, se remontaba a sus orígenes, mencionaba nombres y fechas como si se tratara de sus contemporáneos. Fue el año del Congreso Cultural de La Habana. En el Hotel Nacional se reunía parte de los escritores y artistas de todo el mundo. Creo que por los inconvenientes del clima varios visitantes norteamericanos llegaron a La Habana días después. El editor de The New York Review of Books, Robert B. Silvers, asistió acompañado de Emma Roschild y de Susan Sontag, que traía a su hijo, David Rieff, entonces de poco más de quince años. En uno de los salones preparados para los visitantes, Magnus y yo nos encontramos con el grupo, después se nos sumaron Cortázar y varios escritores más. Por el mundo editorial norteamericano se había extendido el nombre de Lezama, y Robert Silvers me dijo que tenía interés en conocerlo. Dos días después fuimos a visitarlo a su casa de Trocadero. A Bob Silvers le cautivó la personalidad de Lezama. Una vez más mostraba su pasión por la literatura, su conocimiento de los escritores norteamericanos. Bob le hizo preguntas sobre poesía y ciencia, en qué medida diferían o coincidían. Lezama habló de la energía que estaba en el centro de toda creación y veía coincidir ambos mundos en la hipótesis, en la conjetura. La proposición científica es poesía y la escritura poética y la demostración científica son, de algún modo, el delirio del hombre.
A medida que Bob Silvers ahondaba el tema con nuevas preguntas, Lezama se iba transfigurando en el pequeño salón de su casa, en medio del calor que no parecía atenuarse pese a que, según el calendario, estábamos en invierno. Fumaba, respiraba a intervalos de asmático; pero las preguntas sobre literatura, sobre Cuba, parecían estimularle una oculta energía, su lenguaje se iba trenzando en las más sorprendentes alusiones. Es una lástima que solo el Departamento de Seguridad del Estado disponga del admirable despliegue de su expresión oral. Recuerdo que habló con gran entusiasmo de la poesía de Emerson, y recitó las versiones en prosa de Juan Clemente Zenea. En un momento de la charla, Bob le preguntó su opinión sobre la figura de José Martí, y Lezama lo miró con entusiasmo, como si le hubiese preguntado sobre un familiar cercano. “De Martí podemos decir lo que él dijo de Quevedo”, le respondió, “los que venimos detrás, con su lengua hablamos”.
Estábamos en la atmósfera de la invasión a Checoslovaquia, en el ámbito tenso de la polémica en torno a Fuera del juego, en los meses del ascenso triunfal de la mediocridad en la vida cultural cubana, el período de la sumisión abyecta a la política de la URSS, es decir, los meses de las decisiones cruciales.
Entonces Bob le espetó a quemarropa: “¿Y usted piensa que Martí se sentiría feliz con el cambio político que ha habido aquí en Cuba, con la situación cubana actual?”. Lezama apretó el cigarro, se lo llevó a la boca, lo chupó tres o cuatro veces, a su modo peculiar, y aspiró el humo durante unos breves instantes sin dejar de mirar a los ojos de su visitante. “Bueno, bueno”, exclamó a breves intervalos, sin responder, sin agregar una palabra más, como si fabricase una intención en lo que fue su única reticencia de la tarde; porque estábamos en la atmósfera de la invasión a Checoslovaquia, en el ámbito tenso de la polémica en torno a Fuera del juego, en los meses del ascenso triunfal de la mediocridad en la vida cultural cubana, el período de la sumisión abyecta a la política de la URSS, es decir, los meses de las decisiones cruciales.
Fue aquélla una larga conversación de la que Bob Silvers salió repitiendo fragmentos de las sorprendentes aseveraciones de Lezama, aseveraciones que no quería olvidar y que, casi veinte años después, sigue recordando. Cuando comenzaba a anochecer, en el momento en que el cielo se torna encendido, apareció Julio Cortázar acompañado del fotógrafo Chinolope. Llevaba un regalo ostensible en las manos que Lezama advirtió de inmediato con gran alegría: una caja de habanos.
—Amigo mío —le dijo a Cortázar—, usted contribuye a que mis sueños de esta noche sean distintos. El humo es un aliado de mi felicidad y de mi muerte. Me asfixia y me cierra los pulmones; pero me hace vivir. Y seguidamente comentó con ironía—: La gente de la Casa de las Américas me regala una de esas cajas cada dos o tres meses, como si fuesen una provisión interminable. Yo me fumo cinco de esos tabacos en menos de un día.
Y era cierto. Y aquella ansiedad por fumar que aumentaba en la medida en que esperaba la autorización de salir de Cuba para recibir premios en España e Italia —autorización que nunca le llegó y que él comentaba con tristeza, como podemos comprobar en sus cartas a Eloísa— precipitó su muerte.
Había que ver cómo se agitaba la policía política tratando de convertir su funeral en una recepción cortesana. A todas las casas llamaron por teléfono los burócratas de la cultura para que asistiéramos a sus exequias. Aquel deseo de juntar a todos los escritores en el enorme salón de la funeraria, era una de las famosas imágenes oblicuas de que hablaba Lezama: un modo de festejar su muerte.
Pero aquella tarde, mientras Bob Silvers y yo nos despedíamos, mostraba el ánimo de siempre. Aprovechando que se encontraba presente el fotógrafo Chinolope, le pidió que nos hiciéramos una foto con él, que aún conservo y en la que aparecemos, de derecha a izquierda: Cortázar, Chinolope, Lezama, Bob Silvers y yo. Un misterioso designio hizo que alguien, tal vez para ocultarla, la doblase en el punto mismo en que aparece la figura de Lezama. “Impresionante que la línea lo atraviese sólo a él”, me comentó hace un tiempo Bob Silvers.
Meses antes de su muerte, aún parecía con fuerzas para resistir. Un día me llamó por teléfono para decirme que había recibido una carta de España, firmada por Félix de Azúa, pidiéndole que me comunicase el interés de su casa editorial en publicar la versión que hiciera hacía ya tanto de la Anábasis de Saint-John Perse; poco después de eso me envió su hermosísimo poema al pintor Víctor Manuel con esta dedicatoria: “Para Heberto Padilla que un día me regaló el cielo de Cuba en un poema, y para Belkis que tiene los milagros de la alianza”.
Durante la estancia de Jorge Edwards en Cuba, nos reunimos con mucha frecuencia. A veces Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar, de paso por La Habana, se sumaban al grupo. Una noche Jorge y César López se pusieron de acuerdo para celebrar los sesenta años de Lezama. César y Micheline hicieron una cena espléndida. Como Jorge era diplomático pudo obtener todo lo necesario: aparte de la carne, podían ser cosas tan simples como aceite, sal o vinagre. Comimos y fumamos por obra y gracia de Edwards, y a la medianoche sentimos unos golpes a la puerta. Todos nos miramos con inquietud. Sabíamos que cada momento de fraternidad compartida se la arrancábamos a nuestros enemigos, por eso no nos sorprendió ver aparecer en la puerta al ser que encarnaba lo maligno: lánguida criatura en la delación, cabellera negra y larga, piel suave y morena, grandes ojos —porque también el mal puede ser hermoso— que venía a pedir, por favor, un poco de aceite para cocinar. El burdo pretexto no logró engañarnos; cuando se fue, Lezama comentó con voz lenta y grave: “He ahí cómo quien vive para saciarse con la espada fálica, puede ser también una espada sobre nuestras cabezas”. Reímos todos, pero los más sabíamos que aquellas palabras estaban cargadas de premonición.
La intriga, amigo mío, es como la calumnia de la ópera: va creciendo, va creciendo, se introduce sin cesar.
Cuando fui detenido por la Seguridad del Estado, muchos de sus visitantes le dijeron que no se trataba de una política general, sino exclusivamente del “Caso Padilla”; pero él, viejo abogado (como me dijo en la ocasión en que se negó a autorizar a Ugné Karvelis que Julio Cortázar supervisara la traducción francesa de Paradiso publicada por la editorial Du Seuil, “porque eso va dirigido únicamente contra Severo Sarduy”), movía la cabeza y afirmaba: “No, eso va contra todos”.
No se sorprendió cuando fue convocado para discutir la farsa, los pormenores de la autocrítica que yo habría de escenificar en la UNEAC poco después. Fui a su casa acompañado de dos amigos y, luego de escuchar la perorata política del oficial de la Seguridad del Estado, Lezama le dio una larga chupada al cigarro que éste le había obsequiado minutos antes. Si aquella reunión de la Sección de Literatura de la Unión servía para atenuar el escándalo internacional, desatado con motivo de mi detención, no se negaba a que se celebrase. El oficial le dijo que no tenía que asistir a ella, que incluso Nicolás Guillén, presidente de la UNEAC, rehusaba estar presente y que José Antonio Portuondo se ocuparía del asunto. Lezama lo escuchó muy atentamente y, después de una pausa, dijo: “Lo que no me explico es el valor que puede tener una reunión entre nosotros para frenar el escándalo”. El oficial le interrumpió: “Es una decisión de alto nivel”.
—Pero esta campaña se frenaría en dos minutos si enviaran a Padilla de consejero cultural aunque sea a Bulgaria —respondió Lezama—, y a Pablo Armando otra vez a Londres, y a César López al Ministerio de Relaciones Exteriores de donde fue separado por intrigas.
El oficial respondió con violencia:
—¿Usted insinúa que la separación de ese compañero es producto de la intriga? ¿De la intriga de quién?
—La intriga, amigo mío, es como la calumnia de la ópera: va creciendo, va creciendo, se introduce sin cesar.
El oficial se puso de pie:
—Yo a usted no lo entiendo.
—Ni yo a usted, oficial. No creo que tenga más de treinta años, y ya disfruta del poder suficiente para ponernos en la picota. Usted es el poder del Estado, oficial.
El oficial lo interrumpió, nervioso:
—Tenemos pruebas y podríamos llegar más lejos, señor.
—Amigo mío, no sé hasta dónde se extiende su distancia, pero no le temo a ninguna.
—Lezama, yo he venido a buscar su colaboración.
—Que tendrá.
—Pero usted ha empezado por atacar decisiones del Gobierno Revolucionario.
—Es su modo de ver las cosas, oficial; yo no lo creo así.
—No soy ningún estúpido.
Lezama no lo contradijo; lo dejó continuar:
—Usted ha difamado a la Revolución más de una vez. No debería obligarme a que se lo pruebe.
Entonces Lezama, haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, se puso de pie, oprimiendo el cigarro a medio consumir.
—Alférez —comenzó a decir con agitación.
—Subteniente —exclamó el oficial.
—Subteniente, toda vida está amenazada por chismes y malas interpretaciones. No debo ser una excepción: pero usted no puede probar nada que yo no sepa, a menos que mis sueños o pesadillas me traicionen, lo cual no excluyo. El hombre es un ser imprevisible.
Es doloroso que todos los gobiernos de este país hayan encontrado en los escritores sus enemigos.
El oficial lo observó sin pronunciar una sola palabra. Tomó la cartera que había puesto sobre una silla desde el comienzo, la abrió y sacó una pequeña grabadora Sony, que puso en marcha con violencia. Una voz de inflexiones confusas, pero harto conocida, iba surgiendo del aparato; a pesar de sus dificultades respiratorias, aquélla era la voz de un hombre que se expresaba con extraordinaria elocuencia:
“Es doloroso que todos los gobiernos de este país hayan encontrado en los escritores sus enemigos. Son como los sucios tribunales de la colonia, que siempre le estarán gritando a Zenea, al Zenea de turno: tú eres cubano, tú eres delicado, como nosotros somos groseros, tenemos para ti el manotazo de plomo. Si eres traidor, te rodeamos con nuestras carcajadas, y si eres puro, si sientes vaharadas germinativas de tu tierra, te rodeamos con nuestras carcajadas. Y como van las cosas, uno de estos días no quedará nadie en la Isla, sólo yo, para entregarle las llaves de la ciudad al señor Masferrer”.
El oficial detuvo la cinta y miró fijamente a Lezama:
—¿Qué le parece?
Pero Lezama no lo miró a la cara. Se limitó a decir:
—Un día las conversaciones de sobremesa, y hasta los espasmos de los amantes, se convertirán en figura de delito político. Usted, señor alférez…
—Subteniente —volvió a corregirle el oficial con visible irritación.
—Usted, en fin, me tiene en sus manos.
El oficial reaccionó con nerviosismo:
—Estoy autorizado —dijo— para comunicarle que la intención oficial no es destruir a nadie. Lamento darle el disgusto de esta demostración.
Pero Lezama lo interrumpió de súbito:
—De ningún modo, teniente, ese es mi discurso, esas han sido algún día mis palabras. No creo que sea esta la primera ni la última vez que un hombre se enfrente a su discurso.
Creo que todos los presentes, salvo la figurilla que se agitaba con la fuerza del mando, teníamos un nudo en la garganta.
—Ahora me voy —dijo el oficial.
Lezama se limitó a responderle:
—¡Que Dios le proteja!
Y el oficial lo miró como si oyera una mala palabra.
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La noche de mi retractación terminó como había sido prevista en el guión ensayado horas antes. Una estampida se lanzó rumbo a la casa de Lezama. El primero en llegar fue Luna. Le contó temblando lo ocurrido, ignorante de que Lezama estaba al corriente de todo.
—Pero usted, amigo mío, que es un apasionado de Derrida, a usted, ¿puede sorprenderle que un hombre se haga polvo frente a su propio discurso?
El día de su entierro hubo hasta ascensos en el departamento de la policía política que vigila a los escritores. Pensaron que después de su muerte se expandiría la cizaña, que las intrigas para dividir a los escritores y artistas que aún quedaban en Cuba no tendrían obstáculo alguno. Y recuerdo el entierro en que todos, cabizbajos, no dejábamos de advertir, de reojo, las activas brigadas del Departamento de la Seguridad del Estado que se desplegaban en torno como si realizaran maniobras de rutina.
Ahora bien, los cultos estrategas de la política cubana no pudieron prever el desafío histórico que culminó en el éxodo del Mariel. No importa que hayan querido neutralizar su efecto aduciendo que se trataba de la escoria social del país. Esos estrategas sí saben la verdad, hasta tal punto que, a última hora, han tenido que recurrir a escritores marginados y odiados por ellos y por sus figurones realistas socialistas. El triunfo ha sido, pues, de la poesía.
Y esta es la lección inolvidable de José Lezama Lima: él sabía que el mundo de la poesía estaba obligado a rechazar las fáciles tentaciones de la función que quieren asignarle los que la odian, los que nos odian. Por eso en la heráldica de la poesía cubana, en que él colocó a Zenea como príncipe de la sangre, habrá que colocarlo a él como príncipe de la resistencia y del honor.
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© Fragmento tomado de La mala memoria (Hypermedia, 2018), de Heberto Padilla.
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