Sarcopenia mental
¿Dónde está el texto? Está cerca. Puedo sentir su olor podrido alrededor de mi cuerpo. Casi puedo tocarlo.
Toda la mierda que escarba mi escritura lo llena.
Para mí no existe otro lenguaje que el del dolor. O, lo que es lo mismo, revolver la mierda. Para mí no existe el lenguaje de la felicidad, el texto patético de la alegría o el amor.
Tengo que sumergirme en la mierda, entre la sangre y la bilis, con ardor en la piel y los ojos, con dolor en los dedos que raspan hasta des-garrar-se.
Soy la falsedad que habita detrás de las palabras, el fantoche que intenta levantarse de la cama y no mirar las cucarachas en el suelo y las garrapatas en las paredes. No sucumbir a la náusea y al sonido agresivo que se cuela por mis oídos de la gente en la calle que sigue caminando como si nada.
Tomar café con el Ángel y repasar su miseria aún peor que la mía.
El sentido del poema se vuelve forma monstruosa, me agrede, se yergue y me traspasa.
Eso quiero. Traspasar. Herir. Abrir una llaga supurante y crónica. Lastimar.
Pero mi texto es débil y no está sucio del todo. Mi texto no asquea lo suficiente, mi texto es vago e incompleto.
Así revuelvo, cambio sonidos, intento exprimir el músculo de mi cerebro, pero tengo el tumor del arte instalado en la silla turca.
El arte, la escritura, el texto. Como si fuera suficiente.
Si se llena la primera página, es posible llegar a la segunda. Solo preciso sostener el tono, forzar la carga, aguantar el peso. Pero es inútil.
El cansancio me gana. El texto queda a medias y entonces ya no es nada, un pataleo sin sentido ni justificación.
Es necesario escribir para hacer oficio, dicen.
La escritura está en la reescritura, repiten.
Para mí es necesario que duela, tonto texto donde dejo un trozo que nadie ve.
El collage que improviso quiere tener el color de aquel jarrón de porcelana chino, la textura que es capaz de estremecerse al tacto, la temperatura exacta y febril.
Otra falacia.
La mierda nunca es parte del cuerpo, aunque de él provenga. La mierda es el resultado de procesar la vida. Pero no es la vida. Y tampoco el texto.
Sarcopenia mental, es mi diagnóstico.
Para tratar la enfermedad: perseguir el texto y desangrarlo.
Todo texto apesta a mierda hasta tanto se demuestre lo contrario.
Jamila Medina
Había una vez un hombre al que llamaban el-hombre-de-las-ratas. Se apareció una tardecita sobre el diván rojo, para contar su historia. Era un loco como otro cualquiera.