Diana Castaños

Besitos van y besitos vienen

Eran besitos van y besitos vienen. Hasta que él me dijo: “Acompáñame al cuarto oscuro que voy a revelar todas mis fotos de los últimos meses”.

Pensé que el cuarto oscuro era, además de su habitación para la fotografía (una palangana con agua en una oscuridad hecha a falta de cableado eléctrico y el polvo de los ladrillos cayéndole arriba a obturadores de cámaras rusas) una posibilidad para el sexo. 

Me imaginé que era una de esas veces donde el sexo iba a ser bueno. Cuando está desmotivado, aunque tenga una erección permanente, el sexo con Rodrigo es muy predecible. Pero cuando se le ocurre hacerle el amor a mi mente la experiencia es más compleja. Paradójica incluso. Termina dándole besitos al nacimiento de mis axilas… y de alguna manera yo me vengo con eso. 

Sexo a lo Basquiat. Sexo a lo Dalí. 

Y luego no quiero ya salir de su red, la red de alguien que roza su pene contra la uña de mi pulgar para venirse. De alguien que escucha mi corazón (literalmente, el oído en mi pecho) mientras me mete una vela por el culo.

Así que me dijo: “para el cuarto oscuro”. Y yo: “dale”. Ya mojada y todo. Ilusionada y todo. Para allá fui.

Había un saxofón sonando. “Música de Tokio”, me dijo. Y entonces la sacó. 

Era una fotografía inmensa: representaba a una mujer transexual que (el montaje de la foto así lo inspiraba) perdía su cabeza para convertirse en Nonardo.

Nonardo es un artista plástico, homosexual e iconoclasta como él solo. Ahora también debe estar visto como disidente porque se fue de Cuba y anda viviendo en Madrid. Pero volviendo al punto. Que era una foto de una ex. Y él quería colgarla en la pared. En la pared de la sala. Y que todos la vieran. 

“Cuando se abra la puerta de la pared de la sala”, me dijo, “lo primero que verán todos será a Day”.

Day es el nombre de la ex. Una ex que tiene nombre de “día” en inglés. Y nombre de dulce de coco en cubano. O casi. 

Me saqué el blúmer, bien mojado, y se lo tiré por la cara. 

Me imaginaba a Day apretando las nalgas contra sus labios, cediéndole a Rodrigo, a mi Rodrigo, la uña de su pulgar para que él se viniera. Y Rodrigo viniéndose sobre uno de los ladrillos despintados del cuarto oscuro. Rodrigo tirándole una foto al ladrillo. Y luego el ladrillo siendo parte de su próxima exposición.

Pensó que lo de tirarle el blumito era algo sexual. Pensó que yo fingía mi cara de molestia como parte del ritual erótico. Su ignorancia terminó de molestarme. Me saqué el pedazo de vela que todavía tenía metido en el culo. La palpé y efectivamente, tenía el hilo dentro. Fui a la cocina y traje alcohol y fuego. Rodrigo aún pensando que yo estaba creativa. 

Pero yo estaba lo contrario: le prendí fuego al cuarto oscuro. Y a la foto, por supuesto. 

Me aseguré de que Day quedara irreconocible. Nada de la cara de Day. Nada de las tetas de Day. Nada de ella convirtiéndose en un intelectual iconoclasta y disidente. 

Después vino lo predecible: Rodrigo apagando el fuego, Rodrigo intentando entender cómo habíamos pasado de juegos preliminares a un incendio. Estaba patético: la erección le contradecía su cara de espanto. 

No me quedé para explicárselo. Le tomé un último vistazo a su pinga. Y ya está. No lo volví a llamar. Ni él a mí. 

Me pregunto cómo les contará a otras esta historia. Pero más me pregunto qué velas, qué uñas, qué axilas.

Qué axilas.


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