Conocí a Allegra Pacheco en La Habana. Corría el mes de abril del año 2017. El clima no podía ser menos clemente, ardían las calles abrasadas por el vértigo de un calor asfixiante y el aire caliente tejía una estela fulgurante con un sello extraño sujeto al erotismo, de un lado; al padecer, de otro. De repente, y por esas torceduras de la vida que en lugar de achatarla la hacen tan rica, se suscitó entre nosotros un cruce de miradas desafiantes que mantuvimos —en silencio— hasta hace muy poco. Entonces, y como consecuencia de esa suerte de desencuentro, me pudo el prejuicio y la actitud reactiva. Hoy, con distancia crítica de por medio, observo el trabajo de esta joven artista y me sorprende —a mí mismo— el poder descubrir en él no una obra acabada, sino, y mejor aún, una poética en proceso.
La obra de Allegra Pacheco atraviesa —con una sutileza filosa— varios umbrales de realización y de plenificación de sí misma. El suyo es un enunciado que busca, desea y procura la recuperación de un estado primigenio en el que se rinde culto a técnicas tradicionales del hacer y a elementos propios de la artesanía. Podría resumir el cuerpo central de su operatoria estética según su sujeción a unos cuantos ámbitos que así la explican: la predisposición afectiva hacia las técnicas menores (léase el dibujo, el tejido, etc.); la búsqueda permanente por advertir la relación entre el arte y la vida y, por último, la determinación de una fuerte posición femenina que modula toda la obra o el hecho estético consumado por ella.
Desde sus dibujos de arquitecturas (en verdad versiones libres de las formas estructurales del Sushi, de la que se declara adicta; lo mismo que yo), pasando por su exponencial repertorio de «tetas blandas», hasta su producción cinematográfica focalizada en las dinámicas de sobreexplotación capitalista, todo su hacer revela una preocupación por lo social y lo subjetivo. Salaryman, según su realizadora, por ejemplo, sigue la vida de los hombres de negocios japoneses que le otorgan todo a las compañías que los emplean, al punto de la Karoshi, lo que es lo mismo decir: muerte por exceso de trabajo. Allegra Pacheco es, para mi sorpresa, una especie de juglar contemporáneo que mira el mundo y lo piensa. Procura, por medio de ese «noble repertorio», una dinámica de aproximación a los estados pre-conceptuales, pre-lógicos, pre-destructivos.
Habita en ella un deseo, seguramente más intuitivo que consciente, de contestación. Pero no desde las posiciones de un tipo de arte reactivo, sino, y antes bien, desde de la aceptación del arte —por antonomasia— como el espacio del goce y de ciertas cuotas (a ratos tormentosas e ingratas) de realización personal. De hecho, resulta incluso tremendamente irónico la coincidencia fonética que se detecta entre su nombre y el mundo de las nomenclaturas musicales. Nada más significativo si se colige que su personalidad se descubre abierta y penetrada por la influencia de los signos creativos y de sus tempos: a veces rápido, a veces alegre, a veces —tal vez las menos— melancólicos.
Todo artista joven, aunque lo niegue por el afán de parecer serio, se reproduce a sí mismo en los remolinos subjetivos e intermitentes que mezclan lucidez, improvisación y ceguera. Muchas (y muchos) revelan sin disimulo su cansancio frente a las doctrinas y relatos más ortodoxos del arte contemporáneo. Esa es la razón por la que algunos de sus proyectos juegan a moverse en las arenas de una sensibilidad menos tóxica y más dada al divertimento. Fue este, precisamente, el punto de partida de su exposición DIY, la que devino en una especie de juego y de terapia.
Sobre sus dinámicas internas y arbitrajes, señaló en su momento la artista: «pensé esta muestra como un ejercicio lúdico donde buscaba exaltar los aspectos divertidos de la creación artística mediante el uso de técnicas artesanales simples e ingenuas que se ven con mayor frecuencia en los panfletos de una tienda de arte o pasamanería, clases de arte para niños o la fuente de todo DIY aficionado: videos de Youtube». «Soy consciente, continúa Allegra Pacheco, de lo importante que resulta el hecho mismo de relajarse, de divertirse, de meditar o simplemente de crear por crear, como respuesta al mero hecho de disfrutar creando, sin tener que responder todo el tiempo (o responderme) acerca de las intenciones, los conceptos o las narrativas discursivas que se advierten como el rostro o los aspectos más dogmáticos del arte contemporáneo […]».
Infiero de sus palabras que los órdenes del conocimiento en modo alguno tienen por qué ser excluyentes de las dimensiones del regocijo. Esa ecuación es otra de las tantas máculas de una «modernidad discursiva» cuya esterilidad práctica llega al paroxismo de la mueca. Conocer y vacilar, aprender y disfrutar, crear y crecer, son, con mucho, facetas de un rostro cubista y poliédrico más cerca de la realidad misma que de la gravedad de las abstracciones propuestas por esos relatos ecuménicos y salvíficos.
El eclipse de ese mito y su bancarrota es lo que hace que exista, entre la rectitud y la academia rancia, un gesto lúdico-emancipador que reserva, para el arte, el beneficio de la duda y los remanentes de una práctica del placer.
Galería:
Tú y yo somos amantes
De un extraño cruce entre los impulsos racionales y una seducción confesada y palmaria nace esta aproximación a la poética del artista Maikel Domínguez.