La obra de Ernesto Domecq, de ese Ernesto que es pasión redoblada, entrega sin límites, tenacidad de la buena, es, con mucho, una de las mejores propuestas del actual arte cubano. Resulta casi insoportable la gravedad de su técnica y la impermeabilidad de sus superficies.
Cada obra de Ernesto Domecq tiene la cualidad, peligrosa e interpelante siempre, de un espejo refractante. Su grado de pulcritud, de obsesión por el detalle y la ambición que revela cada lámina, hablan, como poco, de un artista total. Si la levedad se representa con imágenes, esas no serían nunca las que engendra Ernesto.
Si la gravedad, por el contrario, admite la imagen para fagocitar la cúpula entre lo visual y el anclaje tropológico, entonces, claro, su obra sería la encargada de satisfacer las demandas de ese ritual erótico.
Almendrones peligrosos y tremendamente sofisticados, retratos extraños que hablan de la hibridez entre el cuerpo del sujeto y el cuerpo de la máquina y espacios de representación frentes a las que yo experimento un orgasmo sin excusas.
Así, tal cual, se me presenta el trabajo de este joven artista. Ernesto es un dandy de la gramática objetual escenificada, un hacedor de metáforas, un fino de mucho cuidado. Domecq lo entrega todo, y digo todo, cuando de “construir” una pieza se trata. Hablo de construir no por gusto, sino como consecuencia de una obviedad que salta a la vista.
La obra toda es una gran puesta en escena, un paisaje de ingeniería ficcionada, la certificación -ponderada y amena- de que la invención es la base de todo gesto renovador y subversivo. Es precisamente desde esa capacidad para gestionar el montaje y yuxtaposición de objetos y de realidades distintas, que nace ese ámbito de mestizaje en el que se dan cita la metamorfosis, el travestismo y la transfiguración del artefacto.
En su obra adundan dos principios fundamentales que justifican, con mucho, su enunciación. Ellos son, sin dudarlo, la invención exponencial como asidero de la metáfora y el principio alquímico que transforma lo pedestre en magia.
Yo, en lo personal, y aunque me cueste segregar “lo personal” del “crítico de arte”, me declaro un amante furibundo del trabajo de Ernesto. He sabido, incluso, que ha tardado hasta diez meses en dar por terminada una pieza, algo que -nada cuesta reconocerlo- le convierten una rara avis del arte contemporáneo donde la celeridad, los “triunfitos”, las pseudo-estrellas y los impostores reciben la oda más falsa y fútil de cuantas se puedan profesar.
El tiempo, por suerte, es una lápida (también una aplanadora). Es, será, ese mismo tiempo el que ponga todo en su lugar. Si, por regla general, los críticos son presa de lo evidente; los artistas no lo son menos. Pero lo cierto es que me desconcierta el modo cómo los primeros, los críticos, no pueden, les resulta imposible, despeinarse y leer obras sin la tiranía que ejerce el conocimiento de la historia del arte más reciente.
Hace algún tiempo leí un texto sobre la obra de Domecq y confieso que, pese a su momento de lucidez, se me empachó su lectura por exceso y pesantez. Es un texto que hace alarde de saber más no de sensibilidad o de cercanía para con el objeto de la escritura. El texto en cuestión se debate en buscar relaciones “posibles” con la tradición duchampiana y la herencia del objeto en la trama enfática del arte cubano.
En ningún momento, tal vez solo en un párrafo, advierto en el autor de este ensayo el fluir de la verdadera conciencia crítica, la emancipación de esa voz que resguarda el valor -inconmensurable- del juicio personal por encima de toda referencia (y convalecencia) a la historia o al juicio de los otros.
Creo que más allá de todas esas referencias o apostillas está la obra de un artista impecable. Una obra que debe, me temo, ser leída en su autonomía más soberana. Los dibujos de Ernesto contribuyen, eso pienso, a la más rabiosa de las reconciliaciones con un género a ratos depreciado en los mercado(s) del arte.
La pasión y la entrega con la que este joven artista realiza sus obras es merecedora de la mejor de las escrituras. Merecen, cuanto menos, de un texto que rinda culto a la belleza de sus obras, a lo sofisticado de las relaciones que éste propone, a la elegancia y pulcritud de su entrega.
Me asiste la idea de que es en el retorno a lo imposible o en la heterogeneidad de lo posible, donde reside una de las claves fundamentales para entender su discurso. Retorno y heterogeneidad porque son estas las palabras que explican un procedimiento basado en la recuperación casi arqueológica y en la metamorfosis de acento futurista.
Basta una observación a su imaginario para corroborar la existencia de un clarísimo paradigma de la mezcla y de la contaminación como respuesta a la asepsia y la esterilidad del presente. En un mundo esquizofrénico de la saturación donde el impulso utópico convive con los síntomas de su propio desgaste, estos escenarios híbridos de Ernesto parecen refrendar el valor de la metáfora y la credibilidad amparada en los resortes de la imaginación.
Estos extraños ¿seres? ¿objetos? se sitúan, por decirlo de algún modo, en una suerte de post, en un más allá de lo evidente (y regente). Es como si, a ratos, desearan fundar el relato de una ritualización de experiencias otras, traer al espacio del ahora lo que fue y lo que será, bajo el enunciado del cruce y de la ambigüedad permanente.
Todo ello para decir, entretanto, que su obra traba, aunque pudiera pensarse lo contrario, una particular relación de pertenencia con el horizonte de su mismo tiempo. En los perfiles enfáticos de estos objetos se advierten tensiones contradictorias y complementarias que le llevan a convertirse en los depositarios privilegiados de las resonancias y aprehensiones de los conflictos circunstanciales de su época.
La obra, con independencia de su poderosa fabulación, no deja de reseñar ese contexto sustancial de contradicciones que la embargan. De ahí, también, esa otra cualidad suya que la hace digresiva y expectante, radiográfica y emulante.
Ernesto no busca definir una línea literal para sus objetos; tampoco le interesa priorizar un único contexto de existencia para estos. Prefiere, me temo, una perspectiva un tanto más abstracta en la que ellos puedan convertirse en índices o en relatores eficaces de un estado cultural.
Cuando uno observa con atención este repertorio de artefactos ingeniosos y perturbadores, no puede abandonar ese pensamiento recurrente que conduce a la localización de uno de los rasgos más sobresalientes de la ontología del cubano: la invención y la fuga.
Hubo una época, seguimos en ella, en el que cualquier objeto, desgastado o en desuso, se convertía en otro para suplir las funciones de un primero y convertirse en la solución transitoria y volátil de una gran carencia. Cuando se escriban todas las historias —no la historia— de una Cuba del Período Especial permanente convertido en radical eufemismo, tendrá que salir a la luz la narración de todas aquellas invenciones cotidianas de una nación que gestionó maniobras infinitas para conservar la fe. Cuando esa historia, insisto, sea escrita con la gracia y la agudeza que sus referentes demandan, los objetos de este artista ocuparán un lugar relevante en el epicentro de esas escrituras.
Aún recuerdo a mi abuela, en el año 94, haciendo su café todas las mañanas con algo que ella llamaba cafetera. Aquello no era otra cosa que un objeto travesti, la mezcla de partes de entidades objetuales distintas y hasta contradictorias que, al término, puro desvío mágico, colaban el café. Esa evidencia, tan natural y tan asumida, puede que sea el punto de partida de la narración de Ernesto. A fin de cuenta a éste le tocó montar en camellos, en cocotaxis y en cuanto objeto extraño habitó La Habana. Seguramente, también, hubo en su casa unos cuantos inventos parecidos o similares al de mi abuela. Esa plusvalía de la invención frente a la miseria y la locura nos salvó, aún nos salva.
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Acerca de lo dócil y lo inservible
Si te dicen que te quiero, eso no lo dije yo. La evidencia de tal afirmación es precisamente este libro, Lenguaje sucio (narraciones críticas sobre el arte cubano), en el que trabajé durante tres intensos meses como un auténtico lunático o un porno-voyeur de los textos y las escrituras de los otros.