Aún te oigo cantar en la cocina
una especie de lamento cubano
inarmónico y monótono.
Anaïs Nin.
Manzana ciruela, filete de alfombra,
almeja de semilla, vino colorado, vista calma.
Gertrude Stein
El señor Dodin Bouffant cocina expresamente para su mujer. Aunque cocinar juntos es un ritual, es raro que le haga una cena. En este hecho hay una salvedad, pues constituye una declaración amorosa de las más reales.
Eugenie aún no ha perdido su esplendor a sus cuarenta y tantos años. Es pálida, de cabello liso y oscuro que lleva, invariablemente, recogido atrás. Es la hembra madura que comparte su cama, aunque no es su esposa.
Cocinera o esposa, ¿qué soy? Le pregunta. Tal asunto no es fácil de dilucidar, porque llevan juntos dos décadas. Y ella pasa la mayor parte del día en su cocina y, bajo su dirección, elabora platos dignos de reyes.
No sospecha que su energía mengua, que no va a ser un pozo infinito o una vela perenne, de una luz que nunca se va a extinguir. En algún momento esta mujer le será arrebatada. La tragedia llegará como un ladrón que arrasa con la despensa y no deja nada para comer.
La adora y, para él, nadie es capaz de hacer guisos tan majestuosos, de colores que se entrelazan, formando una densidad desde el sepia hasta el naranja y el rojo. Existen comidas de intrigante color azul, como los arándanos, el queso, y algunos mariscos.
En la cocina no todo transcurre igual. Esta vez hay una novedad. Han tomado a una niña de aprendiz. Es curiosa, aprecia y evalúa cada receta. La fémina en miniatura posee un don en su tierno paladar para descubrir los tipos de carne, sabores y especias.
En la casa también hay movimiento, invitados, amigos que no sólo comen, sino que elogian el sofisticado menú. Bouffant sirve vinos añejos, tarta y café para la sobremesa.
Aquí se distingue la gastronomía francesa como un arte bien coreografiado. Lo primigenio es ir al huerto, mancharse las manos para recoger vegetales, hierbas y viandas.
Más tarde, se seleccionan la carne, el pescado, los mariscos. Surge, a continuación, la idea del postre. Es imprescindible la combinación de vinos, de acuerdo a los colores y sabores de los alimentos.
Seguramente que en esta cocina existen reglas, aunque no se haga tal mención. Se habla lo imprescindible, como un pacto tácito. Nada de chismes de pueblo. Las ollas rebosan, hirviendo de animales muertos. Imagino que los veganos pegarían un grito en el cielo, al ver tantos cadáveres que luego serán digeridos sin remordimientos.
Los animales son el destino de bocas y estómagos. Son muertes aderezadas con especias. Crímenes para venerar el antiguo placer.
En el espacio, la iluminación es cálida. Predomina un sonido frecuente, como una especie de música: el entrechocar de las cazuelas y los cucharones, cuchillos que se hunden sobre lo blando, sobre lo duro. El borboteo del caldo, el crepitar del fuego.
Después, en el comedor, las manos toman y las bocas sellan. Moran los alimentos en los estómagos, aunque sólo sea por un corto tiempo.
Entrada la noche, el hombre se asoma a la habitación de su cocinera-amante. Observa su cuerpo blanco, lavándose en una palangana. Su mirada es de voyeur, mas en su boca se dibuja una expresión dulcísima. El deseo es una fuerza inminente. Volverá a acostarse con ella. A penetrarla.
El amor, igual que la cocina, se nutre de peculiaridades, de la pareja del drama La passion de Dodin Bouffant a nosotros hay un abismo. Nuestra pareja (si es que lo fuimos) no se manifestaba, estábamos obligados a permanecer a la sombra. A pesar del mutuo sentimiento, las reglas de la sociedad nos impedían ser normales.
Billie Holliday nos servía la mesa. Eso decía Antonio mientras sonaba Strange Fruit:Southern trees bear strange fruit / Blood in the leaves, Blood at the root.
Solíamos escuchar la melodía que, sin embargo, no tiene relación alguna con la comida. Diríase que nos provocaba esa tristeza ligada al romance, cuando se sabe que el sexo es la cúspide de la pirámide y que en algún momento todo terminará.
A pesar de esto, había alegría y bastaba cualquier pretexto para entrar en la cocina. Él tenía dotes culinarias y lo demostraba.
Aquella vez fue camarones a la mexicana. Puso la sartén a calentar con aceite de oliva, mientras yo me bajaba el zíper del vestido. Al sofreír el ajo y los pimientos, el vestido lucía arrugado en la cintura y el ajustador suelto en la espalda.
Más acciones: triturar el tomate con las especias, el vestido tirado en el piso, mi blúmer mojado. Los camarones dorándose a fuego bajo; él y yo, besándonos desnudos. Lenguas revolviéndose. Su mano, en la enredada y húmeda; mi mano, en el soldado intrépido.
Pimienta negra, mantequilla, especias, la salsa inunda los camarones. En el suelo, arriba y abajo, ambos concentrados, aspirando, bebiendo nuestras salsas picantes. Sexo y comida, una combinación única.
En otro ámbito, la cama era también una mesa. Un círculo al que acudíamos y nos retenía en toda su amplitud. No había espacios que no conociéramos.
Desayuno a mediodía, el domingo. Y así permanecía durante una hora, inmóvil, con las piernas cruzadas, sosteniendo en las manos uno de esos libros que no publican en mi país, el diario de Anaïs Nin: Henry y June.
Imágenes de la escritora. Mujer liberada, sensual. Posesa del amor, con aquellos ojos pintados, renegridos, que ataba a sus amantes al misterio y delicia de sus medias de seda. A los finos encajes de su ropa interior. Oliendo a mar, a dictioptereno.
La admiraba. Quería transformarme en su persona, ser lamida y penetrada por sus hombres. Dejarme abrazar por Henry Miller, por Hugh Parker Guiler. Y por René Allendy y Otto Rank, sus dos psiquiatras. Pero luego me asomaba a su espejo y me devolvía otra mujer, que no era ella ni yo, sino una mezcla de ambas, quizás más voluptuosa.
En medio de mi fantasía, Tony llegaba despacio, para sorprenderme. Traía una bandeja, vestido con el delantal rojo y el trasero al aire. Había preparado tostadas francesas, con huevo, leche y canela. En Cuba se les llama torrejas. Y ahora es un postre de lujo.
Mi amante las remojaba en vino tinto y leche, antes de freírlas, y las acompañaba con un batido de mango y leche condensada. Y lo más importante, abría una cajita de pasas y me las iba poniendo entre los senos y en el pubis. Masticándolas con lentitud, dejando un rastro de saliva, aliento suave, luego voraz y profundo.
El delantal rojo y mi impaciencia desaparecían. Hubo un hoyo que descubrió un árbol. La humedad inundó el hoyo, el árbol creció adentro. Se endureció y echó unas flores blancas, espumosas y delicadas.
Cocinar y amarnos era todo un proceso. Cada vez que regresaba de sus viajes (era marino mercante), traía nuevas recetas y extrañas bebidas. Yo me prestaba a ser su catadora. Como saben, el catador no se traga la bebida. La botella de whisky se la había regalado un amigo extranjero. Enseguida la escupí, tenía gusto a madera.
Se sirvió un poco y no quiso beber más. De algún modo, encontró cómo emplearlo en mí. A veces, improvisaba. Me desnudó y me metió en la tina del baño. Tomó la botella, empinándola desde arriba, apretándole la boca con los dedos, para que saliera el líquido como los chorros finos de la ducha.
Entretanto, me reventaba de la risa. Sentía el cosquilleo y no paraba de decirle: “¡termina ya, coño!”
Este es sólo un fragmento de una historia que he contado antes. Y no pudo ser mejor. Él era mi Humbert Humbert. Y yo, su Lolita. Treinta y tres años contra catorce. Algunos dirán: “¡tremendo abuso, tremendo rollo!”
No, la ciruela y la manzana no eran carne rancia. ¡Qué juegos hacíamos juntos y que caos nos rodeaba, sin sospechar lo que vendría!
Como se aproximaba el fin de año, se le ocurrió celebrar de manera anticipada (como una premonición ineludible). Un viernes trajo dos pollos de una finca. De noche, lo ayudé a prepararlos. Había que rellenarlos con hierbas aromáticas, previamente cocinadas y rociadas con vino blanco. También les puso dientes de ajo y, sobre todo, hierba buena. Estuvieron toda la madrugada nadando en el vino.
Por la mañana, cuando llegué a su apartamento, los metió en el horno, adornándolos con papas en rodajas empapadas en mantequilla. Recuerdo que el cocido duró más de dos horas y luego salieron dorados, como dos hermanitos suculentos. O, más bien, como novios.
Acaso era un remedo de nosotros mismos, para probarnos infinitamente.
La ciruela y la manzana.
Ciruela, manzana, pollos.
La Cuba de hoy y de mañana
Por J.D. Whelpley
“Es difícil concebir una tierra más hermosa y más desolada por las malas pasiones de los hombres”.