De Santiago a Santiago: travesía cubana de una beca en Chile

Fueron los años más tormentosos que había enfrentado, al menos eso pensaba en aquel entonces. Ilusa. 

Cuba engalanaba la cúspide del absurdo. Dalí en su contexto hubiese hecho costumbrismo; nosotros, alterábamos como rutina el nivel de realidad de nuestra historia, mudas sostenidas a los hilos mágicos de un Dios nada idílico. 

Antes de la COVID, ya el paisaje era bastante nefasto. Una vez superado el período de pandemia, si es ese el adjetivo que pudiera usar en este caso, el desconcierto se convirtió en el nuevo virus, cuya fase de latencia venía persistiendo desde muchísimo antes que “el murciélago infectado llegase a la boca del primer chino”. 

La fiebre migratoria estaba en su pico de máxima psicosis colectiva. Los colegas se esfumaban, como abducidos, y nadie más sabía al respecto, hasta haber llegado al más allá, al otro lado del charco, al yuma. Entiéndase “yuma” ya no como “yunaitestei”, sino como cualquier sitio fuera de la Isla que brindase el chance a las necesidades básicas: comer dignamente y tener electricidad. 

Monotemáticos se tornaban todos los entornos: la falta de alimentos, las filas enormes para cualquier cosa, por elemental que fuese, los alumbrones, horas y horas sin corriente, la comida de los muchachos echándose a perder, la leche de 2,500 pesos (más que el salario básico) cortándose en el armario que hacía de refrigerador. 

No se hablaba de otra cosa que no fuese una vía de escape. Se declaró al descontento Patrimonio Nacional y los jóvenes encarnábamos el espíritu de la resistencia más humillada en la historia. 

La fuga de cerebros había dejado la primera línea temática, no era tiempo de seguir pensando en ello. La misma plaga en todos los sectores: salud, educación, cultura. No, política no, los tanques pensantes de ese gremio no califican en masa para el plan de fuga, su estrategia es otra. Orwel nos ilustró sobre ello. 

Entonces, entro yo, como tantos, engrosando la lista de esa generación que con suerte estudiarán mañana como “los huidos”. A menudo pienso en la frustración a coro que emanábamos. 

Nunca antes padecí de la fiebre migratoria que invadía a mis compañeros de universidad, a los vecinos del barrio, a los amigos. Los amigos que empezaron a menguar, como las horas de luz. Con cada apagón desaparecía uno. ¡Qué solos quedábamos, pinga! Y…

—Asere, te fuiste.

—Claro, mija, eso está de pinga. 

Ahora divago. Hablando de investigaciones póstumas, me divierte pensar en el momento en que la lingüística teorice sobre las populares siglas DPEPDPE (De Pinga El País De Pinga Este), nueva consigna patria. Ahora, en vez de la estrella, es esto lo que se lleva en la frente.

Entonces, ¿en qué contexto supe yo de la beca de estudios que me proporcionaría la huida? Ese que está ahí detrás, sin maquillajes, como las ojeras que me decoraban el estrés de aquellos días, meses, años…

Rusia fue el punto en la mira por algunas semanas, antes de que un colega cambiara el curso de la historia. Otro más corroído por la miseria y la lucha, otro más con una familia a cuesta, otro más con un puñado de versos mal pagados y otro puñado más grande de tiempo en abstinencia escritural, porque uno no puede escribir con el estómago vacío y la mente destragada. 

—Lo de Rusia es una locura, hermana, el frío, el idioma, la plata que hay que pagar… Olvida eso, hay otras vías. Échale un ojo a ésto —me dijo y envió el enlace. 

Fue así como descubrí el universo académico que Chile estaba ofreciendo. Y de los muchos cubanos que desde hacía pocos años ya estaban enfocando ahí su búsqueda de oportunidades. Esas que, por más que deseásemos, jamás tendríamos en la Cuba que alguna vez nos formó. Adoctrinados, sí. Pero cuando aquello todavía no era mayor el panfleto que la mediocridad. 

Supe de la convocatoria en septiembre del 2022, ya estaba próxima la fecha del cierre. Así que debí ponerme los patines y jugarles cabeza a los apagones para que no fueran a impedir “mi plan estratégico imperialista”. 

En menos de un mes hice la postulación. No tenía claro un montón de cosas, ni siquiera era consciente de que esa sería la primera de muchas postulaciones a lo largo del proceso. Gané el programa de estudios en noviembre de ese mismo año. Pasé la primera eliminatoria y la entrevista definió mi entrada en el Magíster Estudios Literarios y Culturales Latinoamericanos, de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, en lo subsiguiente: PUCV. 

Aquello fue toda una odisea, podrán imaginarse. Una entrevista virtual, por Zoom. Una aplicación restringida en mi país, donde, para colmo, la conexión a internet también depende de la electricidad y de esa teníamos unas pocas horas al día. 

La entrevista la hice fuera de tiempo, como era de esperar. Cuando tocó, a mí no me tocó electricidad, ni conexión a internet, ni alcancé turno en la bodega para el módulo de aceite, ni había gas en la casa para prenderle fuego a to’ pa’ la pi… 

Pero la hice, con el incondicional apoyo de ese amigo que se echaba encima la candela de un segundo Doctorado, a ver si en otro sitio comenzaban a pagarle como merecía su intelecto. 

Para mí también sería un segundo Máster. Tampoco me bastó con las peripecias del primero: recién parida, interrumpida por la pandemia; luego, viuda. No, no me bastó. La primera vuelta había sido perversamente entretenida. La segunda, de seguro lo sería más. Solo que ni yo imaginaba cuánto. 

El programa de estudios, que no es lo mismo que la beca, me resultó interesantísimo, sobre todo porque se divide en tres líneas temáticas que incluyen Literatura Latinoamericana y Teoría Crítica, áreas en las que venía trabajado desde hacía un tiempo, y en las que presenté mi propuesta de investigación: literatura latinoamericana escrita por mujeres nacidas después de 1970, vinculada a cuestiones de género. Eso sin duda impulsó mi afán desesperado. 

El plan de escape debía ser lo más seguro posible; aunque en algún momento llegué a perder los estribos, a ser invadida por la fiebre colectiva de la homogénea falta de empatía por la vida misma, dispuesta a ponerla en riesgo para lograr algo de dignidad. Si no, de qué servía. 

Me obstiné de la espera por los papeles y empecé a buscar las mismas opciones mundanas que el resto: Nicaragua y sus volcanes, Guyana, Brasil… Tuve ganas de lanzarme a la selva latinoamericana, sin pensar ya en la orfandad de mi hijo. 

Recuerdo habérselo propuesto a un amigo, otro más que tuvo su crisis y terminó lleno de agua en la patana casi hundida, allá en las periféricas aguas de Baracoa. Para cuando le expuse mi enésimo plan, ya su resignación podía más que el desespero.

Sola no iba a lanzarme, así que no hubo de otra: tocaba esperar. Después de supurar las pérdidas en aquel fallo, o mientras las supuraba aún, él volcó su fe en mi proyecto de fuga y fue también un gran apoyo durante los dos años que duró el proceso. 

Entre tanto, la PUCV, universidad que hizo por mí lo que jamás pensé posible, aceptó postergar mi entrada al programa de estudios para marzo del 2024, en vez de marzo de 2023, como tocaba. 

Me dio ese lapso de tiempo para lanzarme a otra guerra infinita: legalizar una lista inmensa de documentos en el Ministerio del Exterior (MINREX). Comencé por la Certificación de Nacimiento, ya sabes. No basta tu presencia sin un certificado de nacido vivo que lo atestigüe. 

Luego, el título y la certificación de notas de la licenciatura, algo que para este Magíster poco valía, pues, aunque escribo desde los catorce años y mi vinculación al mundo de las letras siempre ha estado, mi formación académica es netamente científica. Me gradué de Biología por la Facultad de Ciencias Naturales y Exactas de la Universidad de Oriente, y mi primer Máster había sido en Antropología Física por la Facultad de Biología de la Universidad de La Habana. 

Con esto incumplía uno de los requisitos indispensables para la postulación al programa de estudios humanísticos y, por consiguiente, a la Beca. Pero mi empeño pudo más que las normas, amén de un currículo en el ámbito literario que respaldó el proyecto postulado. 

En la entrevista, no pretendí alardes de ninguna índole, sino todo lo contrario. Hice uso de la astucia, vinculando el conocimiento holístico que podía articular en pos de las preguntas. Fui muy sincera sobre mi formación autodidacta en cuanto a Teoría Crítica y Literaria, cosa para la que bien basta una vida activa como lectora voraz, sin renegar que la guía académica perfila y brinda herramientas poderosas para análisis más agudos, por supuesto. Era esa la motivación primaria de mi interés en el programa.

Pasaron once meses hasta tener todos los documentos legalizados para presentarlos a la Secretaría de la Universidad, los mismos que iba a necesitar entonces para la postulación a fines de ese 2023 a las Becas Internas que ofrece la PUCV. Previo a eso, entre octubre y noviembre de ese año, presenté otro expediente de postulación a la Agencia Chilena de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AGCID), un Programa de Becas de la Cooperación Sur-Sur que brinda beneficios para estudiantes de maestrías que postulen desde fuera del país al que aplican.

En mi caso, me servía, pues estaba aplicando desde Cuba a un programa de estudios en Chile. Por más que fui metódica y cuidadosa con la preparación del expediente, no la adjudiqué. Así que la única oportunidad que me quedaba eran las Becas Internas. Y fui a por ellas. 

Ese año no solo sirvió para preparar tres expedientes distintos de postulaciones, sino también para aprender sobre cuestiones legales, sobornos y diplomacia. Creé cierta adicción por los trámites y, viendo las ventajas de tener lista en tiempo toda la documentación que siempre piden, comencé a legalizar las certificaciones de nacimiento de la familia, la cual me apoyó incondicionalmente en mis planes, fuesen cuales fuesen los derroteros de la huida. Pero esa es otra historia. 

Para último, en tema de documentación: los antecedentes penales. Esos son los que tienen menos tiempo de vida útil. Habían pasado apenas unos días cuando solicité los míos y entonces cambió la Resolución Ministerial, aumentando la vigencia del documento de seis meses a un año. Nada, ¡mala suerte la de una! 

Chile tiene muy buen ranking académico dentro de las universidades latinoamericanas. La PUCV está entre las cinco mejores del país, siendo la más extensa territorialmente hablando, con un sistema de becas y convenios inter-universidades que brindan posibilidad de intercambio y pasantías académicas, financiamiento para proyectos y congresos, además de las propias becas de aranceles y manutención para programas de magísteres y doctorados. 

De los varios países que revisé con buenos sistemas de becas estudiantiles, el proceso de postulación acá siempre me pareció el más potable. No requerían tanta documentación, ni permisos más allá de lo básico: certificación de nacimiento, antecedentes penales, currículo, título y certificación de notas legalizadas ante el MINREX y luego apostilladas en el Consulado Chileno (esto último para el proceso de visado). 

La propia Secretaría de la Universidad se encargaba de convertir el promedio de notas a la escala de Chile, que es en base a 7 puntos como máximo, no 5 como en Cuba. 

Realmente la universidad fue de mucho apoyo a lo largo de todo el proceso y la directora de mi programa de estudios también fue vital para entender los mecanismos. Hasta sugirió vías para hacer más orgánico todo. Vamos, que, después de tantas peripecias en el camino, pese a los apagones, los conflictos legales, la demora y todo lo demás que matizaba el contexto surrealista cubano en el que vivía, al final siento que académicamente valió el sacrificio. 

El 20 de diciembre del 2023, en medio de otra de mis mudanzas, esa maña de nómada que me habita casi patológicamente, me enteré que no había adjudicado la beca AGCID. El saber que aún me quedaba un último proyectil no dejó que menguara mi persistencia. Además, quizá también el hecho de haberse dilatado tanto el proceso, ya me hacía tomarlo con más calma, insensibilizada ante las fugas de los amigos, muchos de ellos también aspirantes a vivir de sus cerebros. 

Anestesiada ante la demora de los documentos, la ineptitud y la desfachatez de los funcionarios, y ante el entorno hostil en el que vivía, recargué mis pilas con más angustia, combustible indispensable para azuzar el desánimo en una situación así. 

Entonces seguí en función del próximo paso: el tercer expediente, esa vez para la Beca de Manutención, ya que la de Arancel la había ganado un poco antes. Al menos tenía asegurado el pago de mis estudios. 




En enero envié la postulación y el 13 de marzo de 2024, finalmente, comencé la maestría de forma online. Sí, desde esa Cuba surrealista, sin corriente, sin conexión y sin acceso a Zoom, a no ser con VPN, y todo lo que ya he contado.

Había llegado hasta allí, ahora no podía parar. Para ese momento, aún no sabía si me darían la Beca de Manutención o no, pero, al menos la de Arancel la había ganado y, por ende, era mi derecho recibir las clases. 

Ahora que recuerdo, en realidad la postulación para el estipendio de la beca no fue la número tres que hice, sino la cuatro, pues, a fines del 2023, por protocolo, tuve que actualizar el expediente enviado cundo me gané el programa de estudios y simular de nuevo otra solicitud. En conclusión, hice cinco postulaciones ese año, porque no había contado tampoco la de la Beca de Arancel. Todas llevaban un expediente diferente, aunque casi compartían la misma información. 

Motivada por la necesidad de salir de Cuba a como diera lugar y firme en la causa de que la vía más segura iba a ser una beca de estudios, presenté interés también por otros programas, algunos doctorados en Literatura y ciencias afines, así como otro magíster en Biología. 

En total, no sabría decir cuántos expedientes preparé y cuántos postulé, pero, finalmente obtuve todos los beneficios que ofrece el programa de estudios del MELCLA: Magíster en Estudios Literarios y Culturales Latinoamericanos del Instituto de Literatura y Ciencias del lenguaje (ILCL) en la PUCV. 

Me han financiado el monto de matrícula de los cuatro semestres, el pago de toda la malla curricular y dos años de manutención. Por supuesto, todo ello ha ido acompañado de un compromiso académico que, sin duda, ha influido sobremanera en mi formación profesional y en mi crecimiento personal. 

A día de hoy, mi intelecto, desde lo más básico en ese ámbito que vendría siendo la comprensión lectora, hasta lo más erudito que se espera en el programa, ha estado mediado por la excelencia del claustro y los perfiles lectivos. Hoy, un texto literario, ya sea de ficción o no, es material crítico para desentrañar conflictos sociopolíticos y culturales que me interesan y ocupan. 

Desde marzo hasta julio duró el primer semestre lectivo. Ahí batallé entre conferencias y evaluaciones diarias, exposiciones de trabajos y análisis de obras en medio de apagones, donde de buenas a primeras me quedaba en total oscuridad o perdía la conexión y terminaba frisada, boquiabierta en las pantallas del resto. 

De a poco, se fueron acostumbrando a mi realidad, deseándome pronto escape de todo aquello. Finalmente, septiembre de 2024 fijó la pauta. Fue tan desgastante todo el proceso, que pretender escribir sobre ello ahora, casi un año después, me provoca una pereza imposible de ignorar. 

Realmente quisiera sacarlo fuera, para quedar en paz con ese pasado, exorcizar los demonios que todavía alimentan el dolor. Pero esa también es una tarea que hinca. No hay medias tintas en esto, tiene que doler y doler mucho, para ver si logra una mitigar el daño. Voy a intentarlo.

La espera del visado fue igual de tormentosa y, a todo esto, les recuerdo que estaba en medio del semestre. No fue hasta mitad de julio que hicimos un receso docente durante un par de semanas. En agosto, reiniciamos. 

Mi madre ya había viajado a México. Otra misión internacionalista, otra vía de escape. Huidas y más huidas de la gente imprescindible. Para ese entonces, mi depresión aumentó. Desde hacía poco más de un mes mi pareja y yo habíamos decidido irnos con el niño a casa de mi madre y mi hermana, para estar todos juntos antes de la despedida. Pero no fue buena idea. 

Nosotros ya estábamos desgastados. Los meses idílicos de inicio en la relación habían durado poco. En menos de lo esperado, los papeleos, la dinámica atroz de vida que siempre he llevado, el niño y su escuela, mis trabajos, la maestría en medio de apagones interminables, la burocracia y el copón divino nos comieron por una pata. 

Para colmo, hubo otras desgracias nefastas en el camino, a las que prefiero no mentar, que significaron un resbalón profundo en el andar, ya bastante endeble.

Caí entonces en un letargo angustioso de mucho llanto, insomnio, y la afagia me hizo bajar al menos diez kilos. Comer era tortuoso. La comida no encontraba los conductos digestivos, se me atarugaba en la boca, hasta no saber hacia qué otro lado moverla. Podía, porque pude, hoy estoy acá, del otro lado del hemisferio, pero no quería seguir pudiendo.

Primero, llegó mi visa. No la de mi hijo, ni la de mi marido. Encaprichada primero, juiciosa después, concluyo hoy, en la idea de que sola, con un bebé de cinco años, me iba a ser imposible la vida en un país con un sistema, ideología y cultura completamente desconocidos, decidí seguir esperando. Y esperé. 

Lanzarme y dejar a mi hijo en aquel martirio lo había descartado desde muchos meses antes. Así que seguí en la espera. 

En septiembre, tal vez fines de agosto, llegaron la de ellos dos. La alegría era a buchitos. Acá en el fin del mundo, los amigos que ya lo habían logrado fueron indispensables, al igual que otros también regados por la diáspora. Acompañaron mi proceso tormentoso desde el inicio y, para ese momento, parecía que lo peor llegaba a su fin. Solo quedaba la compra de los pasajes y aguardar el vuelo. Pero, nada, los problemas persistían. 

Como cubanos, condenados al presidio, solo podíamos pasar por Panamá con una visa de tránsito, así que la única aerolínea disponible venía siendo Copa. Sin embargo, la embajada de dicha nación se había pronunciado con cambios migratorios a fines de julio y aún no publicaban los nuevos términos para hacer escala, antes de seguir rumbo a Santiago de Chile. 

No obstante, vadeé esos obstáculos y supe que podíamos hacer escala sin necesidad de solicitar visado transitorio por Panamá, porque ya contábamos con la visa de un tercer país. 

Desde inicios de año, mantuve comunicación con una parienta fuera de Cuba y habíamos convenido el préstamo del dinero para los pasajes, el cual devolvería, una vez llegados a Chile, con lo acumulado de mi beca de manutención durante los meses que estuve haciendo el magíster online. De otro modo, imposible. No tenía forma de pagar semejante monto, jamás en mi vida había tenido tanto dinero junto. 

Cuando llegó el momento de concretar, la parienta me dijo a rajatabla que ya no podría ser. Muchos meses habían pasado desde entonces y su situación económica actual no se lo permitía. 

Una vez más estaba de vuelta al hoyo, al hueco rumiante que no dejaba de tragarme y regurgitarme. Ensalivada hasta el tuétano, masticada más que los mascones de comida que yo misma mareaba de un lado a otro sin poder aprovechar, volví a quedarme sin recursos. Pero no por mucho tiempo. 

Alguna estrategia necesitaba para terminar todo aquel envuelto que ya venía fraguando desde un año y tanto. Darme por vencida jamás era una opción. Flaca como nunca, ojerosa, insómnica y paranoica, recurrí a la fuerza más poderosa: mis amigas. 

Una tarde de domingo, de esas en las que parecen haber arrastrado un muerto por el Parque Céspedes en mi ciudad, Santiago de Cuba, un Santiago que ya no sabe de congas ni tumultos, a no ser los de la cola pa’ cualquier inmundicia que se pueda comer, sentados en un banco, mi hermana, mi esposo y yo, mientras el niño daba vueltas en el correcalles, decidí usar los pocos megas de conexión que me quedaban para llamar y pedir dinero prestado a mis amigas. 

Llamé a la primera, cuya ciudad europea es la misma que la de la segunda, y es de nacimiento la misma que la de mi tercera amiga, pero, cuando aquello aún esa tercera estaba en Cuba, atravesando la misma crítica situación, sin un medio en los bolsillos. Esa no pudo ayudarme, pero viajó un par de semanas antes que yo y, desde que llegué a Chile, su apoyo, tanto moral como económico, ha sido de mucha ayuda. 

Así, fueron sumándose otros colegas a la ponina, gente que ni siquiera imaginé nunca que pudieran ser esa última tablita a flote.  

Logré reunir el dinero suficiente para los tres pasajes. Entonces vino odisea la definitiva: comprarlos. 

Copa Aerolínea no permite la compra online de los boletos por otro modo de pago que no sea con tarjetas de crédito. Descubrí entonces que ese es un beneficio que en Chile no cualquiera tiene. Y todo el dinero lo había reunido en pesos chilenos, porque desde ahí se facturaría el pago. Conclusión: otro problema. 

Estuve días gestionando entre mis conocidos alguien que tuviese crédito bancario, y nada. Según pasaba el tiempo, subían los precios de los boletos. Debía encontrar una solución lo más rápido posible. 

Mis amigos realizaron otras búsquedas en LATAM, pero el dinero solo alcanzaría para mi pasaje. No era prudente seguir demorándolo. Privada en llanto, con los dedos temblorosos al teclado, obligada a dar el sí para la compra de ese único boleto, a instantes de hacerlo, leí en sus chats:

—Espera Lisbe, un profe del programa de estudios ha respondido al correo que hicimos solicitando ayuda y… Lisbe, dijo que sí, que le transfiriéramos el dinero para hacer la compra de los pasajes.

Cada vez que pienso en ese instante, se me revuelve un cosquilleo ambiguo en la boca del estómago. Mi patología de colon irritable y reflujo biliar gozaban de su máximo esplendor aquellos tiempos.

El día 26 de septiembre esperábamos abordar el avión en el aeropuerto José Martí de La Habana, cuatro horas rumbo a Panamá, para después seguir por seis horas más hasta Santiago de Chile. Sin embargo, un mal tiempo impidió el vuelo. 

Ahí estuvimos, merodeando los suelos del aeropuerto internacional nacional, hasta que regresamos al cuartico de Arroyo Naranjo, en el que estuvimos quedándonos unos días. 

Definitivamente, aquello trajo envuelto algo raro desde el principio. Nada, que no se daba la cosa. 

En la madrugada siguiente, de nuevo rumbo al aeropuerto. Al taxi se le ponchó una goma y hubo que cambiársela. Los nervios ya me tenían con los intestinos virados al revés. En mi cabeza solo se agitaba una frase: “vamos a perder el singao avión, tú vas a ver…” 

¡Ay, Virgencita!, cuántas veces me hinqué ante la bóveda espiritual a pedir claridad en el camino, fuerzas para mantenerme firme a la causa, resiliencia para no perder la cordura. Cuántos babalawos advirtieron los contratiempos y no leyeron viaje en el camino de los míos. Pero, al vernos montados todos en aquel avión, me cercioré de que yo soy más fuerte que la peste a ajo. ¡Ahé! 

Las piernas nos temblaban al pasar por Aduana. Recuerdo a mi marido bromear con el escáner del consolador que llevaba en la mochila y la peste a sicote en los zapatos cuando pidieron quitárnoslo. Era como si los años de trámites los llevásemos añejados en los poros. 

Una vez montados en el avión, ya no podía pensar en ninguna otra desgracia. De lo contrario, no estaría aquí contando la historia. Apenas hablábamos, el paisaje era hermoso y nuestro cansancio infinito. 

En Panamá, primera vez en suelo extranjero, estuvimos dos horas y pico. La escala demoró más de lo estimado, pero la aerolínea se hizo cargo del almuerzo, pagando diez dólares por cada uno en comida chatarra deliciosa: nuggets de pollo, papas fritas, hamburguesas, Coca Cola y una variedad de salsas peruanas que jamás en nuestras vidas habíamos visto. 

Nos hartamos y guardamos para el resto del viaje. De regreso al avión, rumbo a Chile, ya íbamos más próximos al estallido. Nada comparado con la sensación de triunfo al llegar finalmente a Santiago de Chile, y con el desconcierto al cruzar la zona horaria y ver que, aún dentro del avión, los relojes marcaban una hora y que, al aterrizar, ya hacían dos de diferencia por encima. 

Lloramos como perros. ¡Lo habíamos logrado, coño! 

La universidad, en su inmensurable misericordia, había arrendado un taxi para nosotros. Los gastos corrieron por su cuenta. 

Atravesar la ciudad de noche, llena de luces, matizaba nuestra perplejidad. De Santiago de Chile hasta Valparaíso, las inmensas avenidas eran la metáfora perfecta para reflejar lo que nos habitaba: un largo camino de casi dos años invertidos en trámites y supervivencia, con una paciencia ancha y lisa como el asfalto que transitábamos. Lisa, ya sin pliegues de tanto estirarla y reacomodar sus hendiduras. 

Fuimos directo hasta la renta que teníamos reservada. Un casero muy amable esperaba por nosotros pasada la medianoche. Llegamos en la madrugada del 28 de septiembre.

Dormir, pese al cansancio, resultaba imposible. Cerré los ojos y descansé el escudo y la espada sobre los párpados de mi conciencia.






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