Mariana tenía los cabellos negros, rizados, también largos y con mucho volumen. Así se usaba en los años ochenta. Ahora las mujeres se lo estiran con emplastos químicos, abrasivos, que casi queman el cráneo.
Por sus condiciones físicas, fue modelo de pasarela. Un fotógrafo se enamoró de su cuello y sus largas piernas. Solía tomarle imágenes en una habitación del Hotel Riviera. Hasta le rogó que posara desnuda, pues un extranjero amigo pagaba una cantidad considerable por las fotos.
Ella lo pensó dos veces. Y accedió. Le vendría bien el dinero. Aclarándole de entrada que su rostro no debía verse nunca; o al menos, podría usar algún efecto para hacerlo lucir fuera de foco.
El artífice se lo prometió e hicieron varias sesiones. Entonces notó que, mientras cambiaba de posición, el bulto de su pantalón se hinchaba gradualmente. Ese no era el comportamiento de un profesional.
Le dijo que no iba a seguir. Y el tipo se le arrodilló, quería tomarle una de su montecito enredado y prieto. Ella se voló como una cafetera y le propinó una bofetada, gritándole que más nunca le iba a ver el pelo. O sea, de ninguna parte de su cuerpo. Y que el dinero del yuma se lo podía meter por el trasero. Con esa frase se despidió.
Cuando empezaron aquellos inolvidables años noventa, se encontraron en una fiesta. Luis andaba con una mexicana gordísima, con cuerpo de tortuga. Y Mariana con su novio, un muchacho con pinta de seguroso. Vestía una camisita a cuadros y un pitusa recién planchado.
Se miraron y se reconocieron rápidamente. Aunque evadieron el saludo. Desde lejos, ella vio cuando salía de la cocina con un vaso. Seguro que era ron Carta Blanca, su preferido. Se dirigió luego al balcón donde había varias parejas conversando.
Ella sintió calor y decidió salir al balcón también. Era inevitable que se cruzaran. Él la miró, acariciándola entera, aunque no pronunció palabra. Ella lo miró, y sintió que empezaba a gustarle después de no verlo por más de diez años.
A la medianoche, volvieron a verse en el hall que daba a las habitaciones. Se esforzaron por sonreír. Abruptamente, se colaron en uno de los baños y él le levantó el vestido, enredándoselo en la cintura.
Bebió hasta saciarse y Mariana lo dejó mancharse el rostro con sus jugos. Encima de la taza del baño eran caracoles aferrados al blanco, rechinando sobre la tapa plástica a punto de hundirse.
Alguien tocó la puerta y ella dijo: “ocupado”.
Esperaron unos minutos, salieron y tomaron distintas direcciones: ella, a buscar a su novio. Él, a su tortuga mexicana.
No hubo ánimo de concertar una cita. De volver a ser infieles. Aquello fue un impulso natural. Quizás se veían más atractivos después de la treintena. Frutos maduros, apetecibles.
En el hospital, después que su hermana diera a luz, se encontraron en el cunero, casi sin darse cuenta. Luis miraba a un varoncito rubio. Mariana parecía la madre de su sobrinita, una bebita de abundante pelo negro. Podría ser su hija, con esa piel trigueña y el cabello renegrido.
Esta vez iban a encontrarse en el Bosque de la Habana. En un picnic para hablar del desenchuche, del desperdicio de todos aquellos años sin verse.
Allí, en medio de un paisaje de encaje verde, con miradas hacia el río, él le preguntó por qué lo rechazó la primera vez. Y ella le preguntó sobre el extranjero adicto a los desnudos de mujeres. Además, ¿quién era el niño rubito que estaba en el cunero el mismo día que su sobrina?
Se hicieron innumerables preguntas, como un cuestionario de trabajo, incluida la prueba del SIDA. ¿La tenían hecha, él, ella?
Hicieron el amor bajo los árboles, sobre una manta a cuadros que parecía un mantel. Las bocas se metieron por los hoyos, atravesaron montículos y laderas. Querían ser sabias y lo fueron.
Estaban cobrando el placer que no se hizo a su debido tiempo. Despedazaron relojes y almanaques. ¿Acaso podrían atrapar lo que no sucedió antes?
Salieron dos o tres veces, siempre mintiendo a sus parejas. No pensaron que hacían mal. Sin embargo, ninguno propuso divorcio, y convivencia tampoco.
La situación de cada uno tenía ciertas particularidades. Nadie debía salir lastimado. Fingieron ser novios. Se encontraban en la calle, compraban una botella y cosas de comer. A veces iban al apartamento de un amigo, o a un sitio alquilado previamente.
Dejaron de verse. Nadie tuvo la culpa. Luisito se dedicó a hacer fiestas de quince y bodas. Ella empezó a trabajar en un café.
Una noche en que Mariana estaba trabajando, Luisito entró en el café con unos amigos.
Inician otra temporada, como en una serie televisiva, aunque ya tienen más de cincuenta años, asemejan dos adolescentes. Queda un halo de frescura. Ahora lo cogen en serio. Se hablan y se cuentan todo, sin secretos. El sexo es tranquilo, lo disfrutan como un ritual.
Luis no ha dejado la fotografía artística. Eso fue lo que envenenó a su esposa.
La mujer lo agredió, al descubrir montones de mujeres impresas en cartulinas. Rollos y más rollos de senos y vulvas por revelar. Se metió a husmear como un sabueso en el cuarto oscuro, en un momento en que a Luis se le quedó la llave puesta en la cerradura.
Mientras estaba leyendo en la cama, empezó a propinarle golpes, enfurecida. Él se defendió y le apretó un brazo. Apareció un cardenal, grande, morado, como un tatuaje mal hecho. La mujer hizo la denuncia en una estación de policía.
Fue retenido unos días en un calabozo. Hasta que la fiscalía decidió enviarlo a una cárcel bastante alejada de la ciudad.
La amante actuó rápido, contrató un abogado, pero los procesos judiciales siempre tienden a ser lentos y alargarse durante meses. Así que no le queda más remedio que tener paciencia y esperar.
Aun así, no ha dejado de visitarlo en la cárcel. Antes de entrar, se advierte que no se puede pasar con celulares, ya que serán decomisados.
El lugar no puede ser más feo e impersonal. La entrada es un patio cuadrado con un largo pasillo y dos altos muros a cada lado. Seguido de un patio trasero, con una dependencia, donde hay otro pasillo aún más estrecho; finalizando con una nave enorme, donde se reúne la familia con los presos.
En el salón abundan mesas con sillas de hierro. Las mesas están desvencijadas y sucias. Las paredes son blancas, con consignas pintadas en rojo.
Los reclusos salen en fila y con lentitud se sientan para compartir con sus familiares y amigos. La vestimenta de los reos consiste en un uniforme gris, con chaleco y bermuda. Usan pullovers blancos, debajo de los chalecos. Los pullovers deben ser blancos totalmente, no pueden tener dibujos ni carteles.
Luisi es un esqueleto andante y lleva la cabeza rapada. Es mucho mayor que los demás presos. Ella se pregunta, ¿por qué habrá tantos jóvenes recluidos? ¿Qué habrán hecho?
Antes de acceder al recinto, varios empleados revisan los paquetes. Van leyendo la lista del visitante y cotejando cada artículo. Hay cosas prohibidas, como el arroz crudo. El café debe ser hecho y sin azúcar. No se permiten espejos de cristal. Ni cubiertos metálicos.
Sin embargo, admiten llevar cigarros, aunque abren las cajas y sacan los cigarrillos, pues han ocurrido incidentes relacionados con drogas más duras.
Él le ha contado sobre las pocas condiciones, predomina la mala alimentación. A veces les dan masa de croqueta hervida y viandas. La comida es desabrida y mal preparada. Por eso le pide cebolla y ajo en salmuera. Ella los envasa en pomitos plásticos. Después, los besa con cariño.
La noche no transcurre apacible, un ejército de chinches extrae la sangre de los reclusos. En general, el tiempo en la cárcel no tiene importancia, pero toda actividad debe ser cronometrada, como la hora del baño, que debe hacerse en un tiempo record.
Con bastante asiduidad, a los presidiarios los llevan a la calle para hacer trabajos; mientras otros se quedan sin hacer nada. Luis estuvo un tiempo muy aburrido. Luego, le asignaron un empleo en la biblioteca. Los libros se abren y se cierran. Por el momento, nada cambia. La libertad es más que una página.
Mariana no sabe qué va a pasar con esa relación, ahora mucho más extraña. Cada vez que regresa de verlo, trae un agudo dolor de cabeza. Se marea con el enjambre de voces de diversos timbres y acentos, como una ola murmurante que no se detiene.
Ya en su apartamento, se da un baño con sal y se lava el pelo, para quitarse la carga negativa de aquel ámbito.
Por otro lado, cada visita le cuesta un dineral, entre la gasolina para el chofer que la traslada, las medicinas y los víveres.
El día de visita es tristísimo; alegre, a ratos. Desciende el calor, las personas lloran, se besan y se cogen de las manos.
Ella siente lástima, sufre por toda la gente. Observa a las familias cargando enormes jabucos, con niños a cuestas y hasta bebitos.
Muchas veces se traba el paraguas, cuando sólo hay un revisor de la paquetería. Así que los visitantes deben esperar horas en un estrecho pasillo, sin apenas ventilación, y pasan de uno en uno.
La demora termina desgastándola. No sabe cuánto resistirá. Ni cuánto los relojes. Ni cuánto los almanaques. O el amor.
Un ‘working class heroe’ en la superficie de Marte
Por Ahmel Echevarría
“It’s expensive to be poor”.