El sufrimiento es una verdad última encerrada en el tesoro mismo de la vida y, con todo cuanto diré, no hago otra cosa que abogar por la senda de quebrarse.
La condición que nos define como seres que expresan su universalidad es precisamente nuestra inconmensurable capacidad para sufrir. Ello nos coloca en un imperativo ético que no debemos pasar por alto.
La integridad de la persona no puede ser socavada con impunidad y lastimosamente ocurre tan a menudo que se ha llegado a naturalizar el maltrato, sea tanto físico como psicológico, mientras que ambos atentan contra la vida.
Ahora bien, podemos decir que nuestras propias contradicciones, nuestras compulsiones y nuestras incoherencias nos sumen bajo un yugo que hace peligrar la mismísima libertad del ser y nos termina por arrastrar hacia los condicionamientos que en un principio nos crean.
Es indispensable que el ser humano se responsabilice de sí mismo y asuma el control sobre las realidades mentales que lo expresan para comprenderse a sí mismo y hallar la paz de quien asume sus propias heridas. Para ello, debe atravesar sin lugar a duda su universal camino del héroe, siempre en busca de la trascendencia y con plena conciencia de la fugacidad.
El arte de quebrarse es el arte de hurgar en la herida hasta que ya no quede dolor posible. Para hallar la raíz de nuestro sufrimiento es preciso diagnosticar la angustia fundamental, para luego extirparla quirúrgicamente a través de prestarle la más valiente atención.
Es indispensable estar atentos en plena vigilia. Volverse cada vez más lúcido a base de observar el propio divagar mental. Localizar las imágenes repetitivas, comprender su dolor y acariciarlo despacio.
No es una tarea fácil, pero hemos de acometer la batalla sin desaliento. La guerra más santa es la que se hace desde dentro de uno mismo. El sufrimiento de abandonarse, de dejar a un lado las ilusiones de la personalidad, del rol a desempeñar. Libre de todo ello, se encuentra la verdadera paz.
Un quiebre que es a lo sumo visceral es la comprensión de la fugacidad, de la impermanencia. Hay diversos quiebres necesarios, pero este es el punto cero del que parten todos los demás.
Ya lo decía un sabio: la verdad yace en aquello que perdura. Así como la muerte y la vida son dos caras de la misma moneda, aunque no perdure ni el muerto ni el vivo, perdurarán la vida y la muerte.
Todo lo que vive, ha de morir. Sin embargo, lo que ni nace ni muere no puede ser anulado jamás. Así como un rayo de luz dispersa la oscuridad más antigua, la vivencia de la ausencia de dolor está en el dolor mismo.
Estamos buscando las respuestas en los contrarios, sin escudriñar aquello de lo que siempre seguimos huyendo. Una vez que enfrentamos la ponzoña de la flecha que permanece clavada en nosotros, crecemos e integramos ese dolor para liberarnos de él a través de una profunda comprensión y compasión, dos aspectos claves para hallar la realización plena.
Toda vez acogida la desesperanza, la esperanza también es anulada, pues la trampa que nos hacemos a nosotros mismos es la de vivir proyectando, en vez de vivir siendo.
En este libro podrás encontrar los sufrimientos raíces que nos alejan de nuestro despertar de libertad plena. Al nacer, experimentamos el sufrimiento inefable de ser recibidos por el aire. Cuando aún nuestro lenguaje se resume a un grito de dolor, a un llanto, la madre sufre dolores y el recién nacido siente su piel incendiarse, al exponerse por primera vez al espacio fuera del líquido vital en el interior del vientre.
Más tarde, vivenciamos nuestra juventud siendo gobernados por nuestras propias compulsiones, descubriendo la vida y, cuando ya es tarde, has envejecido, no queda rastro de tu juventud, más que en tus recuerdos editados una y otra vez en la mente.
En ocasiones, los jóvenes persiguen ilusiones esperando tiempos mejores, postergando la felicidad en la trampa de la esperanza. Las enfermedades no se hacen esperar y nos provocan un tipo de sufrimiento a lo sumo físico, que nos coloca en un estado decadente.
Con ello, llegamos al otro punto de quiebre que es la muerte misma. Esta no nos acompaña cuando se acerca el fin de nuestros días, sino que permanece perennemente en la conciencia de nuestra mortalidad. Un indudable memento mori nos habita si permanecemos un tanto despiertos. Lo precioso es que, al escudriñar nuestra mortalidad, podemos hallar nuestra condición de eternidad.
A su vez, la pérdida constante de nuestra autonomía, al no ser capaz de concebirnos en soledad, provoca que necesitemos constante contacto humano. Lo percibimos como nuestra compulsión más sublime. Le llamamos la necesidad por los amigos. El refugio que ellos representan nos subyuga ante lo más volátil y cambiante en toda la naturaleza: el ser humano.
El punto de quiebre en este caso consiste en perder a los amigos para hallarlos. Aquel que abandona el apego a las amistades particulares logra alcanzar la amistad universal, que incluye a todos los seres del planeta.
En busca de perpetuar nuestras particularidades, nos aferramos a personas que subsisten a través de provocarnos sufrimiento. Aquel que está herido, está condenado a herir, por lo que terminamos infligiendo dolor y a su vez recibiéndolo.
Aun sabiendo este mecanismo, somos víctimas de él y, a su vez, nos aferramos a ello. Abandonar aquello que amamos en una búsqueda incansable de sufrimiento es un punto de quiebre fundamental.
Por último, debemos afrontar el sufrimiento de los cinco detonantes identitarios que nos condicionan. Nos identificamos con la forma. Es decir, con nuestro cuerpo y nuestras posesiones, pero ellos volverán a sí mismos, se degradarán y dejarán de ser. Confrontar la realidad sin forma, experimentando una conciencia sin centro ni límite, nos concede la posibilidad de desvelar nuestra condición ultima.
Luego, están las sensaciones. Estas son experimentadas a través de los sentidos. Una vez vivenciado aquello que experimentan las sensaciones, y no la mera sensación, se halla uno más vívido que nunca. Este dolor de comprender que las sensaciones no nos definen, termina por quebrarnos para liberarnos.
La percepción es el sentido que construimos de la realidad. Nuestros recuerdos y nuestra subjetividad están sujetos a ello, de manera que nos permiten crear realidades.
El conflicto es que vivimos construyendo narrativas ficticias, incapaces de percibir la esencia pues, en vez de accionar, vivimos proyectando nuestras propias creaciones distorsionadas.
Esto nos conduce a las constantes formulaciones mentales de dar un sentido a la realidad. Nuestras formas mentales son tan poderosas como peligrosas, debido a que son capaces tanto de elevarnos como de encarcelarnos.
Sin diferenciaciones, ni compulsiones, ni dependencias, ni distorsiones, nos hallamos frente a la conciencia desnuda. Ese es el verdadero vigilante silencioso que todo lo anima. Eres para entonces plenamente tú y te liberas de la constante dualidad de la vida y la muerte.
Ha sido alcanzada la conciencia de la eternidad y la infinitud. Has hallado tu victoria. Has vuelto a tu centro.
Los cuatro pilares de la civilización moderna
Por Vaclav Smil
“Cuatro materiales forman lo que he denominado los cuatro pilares de la civilización moderna: cemento, acero, plásticos y amoníaco”.