La anécdota aparece en el exhaustivo libro de Yves Bonnefoy sobre Giacometti.
El artista, célebre misántropo, tuvo que cuidar al hijo de una amiga durante algunas horas. Al regresar, la mujer se dio cuenta de que algo no había ido bien: en la casa regía un silencio glacial, el niño estaba lloroso y Giacometti tenía un aire sombrío.
“¿Qué ha pasado?”, preguntó la madre.
“No quiso dibujarme un conejo”, se quejó el niño.
“No sé dibujar un conejo”, respondió el improvisado niñero.
Reconocemos el sello de una estética atormentada en esta incapacidad de aceptar un simple encargo infantil. Bonnefoy justifica este rechazo atrabiliario ante “el llamado de la realidad”, que nos recuerda también la angustiosa confesión de Giacometti a uno de sus modelos preferidos, el japonés Isaku Yanaihara.
“Es realmente curioso —le dijo una vez el artista a su modelo—, cuando hablo con usted en el restaurante o en el café, o cuando caminamos juntos, le veo y me digo que sería maravilloso poder pintarle. Pero, en cuanto me pongo delante de usted en el estudio para pintarle, deja de ser usted mismo. Lo que veo entonces ya no es Yanaihara, sino un objeto imposible de aprehender”.
Isaku Yanaihara posando para Alberto Giacometti.
Hay en esa confidencia un aire de derrota, la del artista moderno ante la vida tal cual, la adustez de un alma incapaz de salir de su burbuja para colocarse “en situación”.
Se habla a menudo de autoficción o de “literatura del yo” sin mencionar esta resistencia: el yo de cualquier artista sólo resulta interesante cuando nos propone una relación incómoda con la realidad.
No es el egotismo ni el relato sensacionalista “apegado a los hechos” la piedra fundacional de una ficción digna de tal nombre, sino el conflicto entre alguien que crea y la huidiza materia de sus días.
La historia de Giacometti y su conejo imposible parece el reverso de otra, mucho más famosa: la de Kafka y la niña de la muñeca.
Mientras paseaba por el parque Steglitz, en Berlín, el escritor se encontró con una niña que lloraba desconsoladamente porque acababa de perder su muñeca.
Para calmarla, Kafka le dijo que esta no se había perdido, sino que se había ido de viaje. Pero, como él era cartero de muñecas, al día siguiente le traería una carta de tan singular viajera.
Durante tres semanas, Kafka acudió al parque berlinés con aquellas cartas, que él mismo leía a la niña. Según contaba Dora Dymant, el estado casi febril en que las escribía era comparable al trance en el que componía sus grandes obras literarias.
Se cumple este año el centenario de aquel “cartero de muñecas”, que acabó siendo uno de los más importantes escritores de su siglo.
Isaku Yanaihara posando para Alberto Giacometti.
La anécdota no ilustra tanto los buenos sentimientos de la persona Kafka, sino un voluntarismo inseparable de las grandes empresas artísticas y literarias: dar forma a una ficción suprema requiere del éxtasis. Es decir, de una salida de la realidad más plana, de un desvío o punto de no retorno que nos lleva a creernos nuestro propio relato hasta las últimas consecuencias.
A propósito de su modelo japonés, Giacometti también detalla en sus apuntes una paradoja que es todo lo contrario de las simplonas confesiones en primera persona que hoy se encuadernan y se venden como novelas de éxito: Yanaihara le resultaba indispensable porque, mientras posaba, se convertía en alguien con quien hablar tan libremente como si estuviera solo.
Para que el artista pinte o esculpa, decía, es necesario que el modelo manifieste su impasibilidad. Necesita de esa serenidad ajena para reflexionar y ver sus pensamientos, para salir del continuum de un determinado proceso artístico que permite eliminar “la grasa del espacio”.
Hace falta que ese proceso se refleje en alguien no demasiado cercano, cuya disposición sería como la “gratuidad” esencial de la página en blanco. Es a través de esa escritura en el otro que Giacometti encuentra su punto de contacto con el mundo. Un punto riesgoso, siempre con algo de fragmentario e inaprensible.
Busto de Isaku Yanaihara por Alberto Giacometti.
El contraste entre la obcecación de Giacometti y la ternura de Kafka no ofrece una fácil moraleja psicológica. El misántropo profesa razones de índole práctica; en su problemática relación con las exigencias cotidianas de la realidad, resiente cualquier interrupción del proceso mental creativo. La mímesis es un desvío.
También hay otro tipo de artista, no necesariamente realista, pero que sabe encontrar en los reclamos de su realidad nuevos motivos de imaginación. (Los niños, la relación con ellos, suelen ser un buen detector de esta diferencia, que es parecida a la que hay entre ser reo de una obsesión y el cotidiano oficio de descubrir el mundo).
Sin renunciar a lo personal, Kafka también buscaba algo fuera de la realidad, ese famoso punto “a partir del cual no hay retorno” y que es lo que “debe ser alcanzado”.
Al final, curiosamente, Giacometti y Kafka se ocuparon más o menos de lo mismo: la soledad y el aislamiento del ser humano en el siglo XX. Cada uno bien podría ilustrar al otro, glosarlo de la mejor manera posible.
Ese punto que ambos buscaron es donde ya no hay necesidad de escoger entre la ficción y lo real, cuando algo deja de ser obligación o destino para volverse inspiración, camino elegido, conejo imposible o muñeca viajera.
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