Yo también fui parte del pueblo de los prisioneros. No por mucho tiempo, sólo unas semanas. Y el motivo no fue en esencia político, aunque debo decir que estaba relacionado con mi negativa a portar armas: fui un desertor del Ejército francés.
Más tarde, también fui detenido en Cuba. Por menos tiempo, sólo una noche. Porque no tenía autorización para entrar en mi país natal. Pero allí sí tuve miedo de quedarme. Me expulsaron: tuve suerte.
¿Será esta la génesis de mi vínculo con esa fusión de sentimientos, alegrías y padecimientos de los prisioneros de todo el mundo? No, no lo es. Esto viene de mucho antes, de tiempos inmemoriales, el tiempo de los judíos, de recuerdos familiares, también del tiempo de los judíos. Estoy encerrado en prisiones interiores, donde los barrotes son invisibles, tengo ese deseo urgente de libertad, para los demás, diseminados.
Hablaré un poco de mí, antes de darles la palabra a ellos.
La primera vez que caí en manos de carceleros fue en la frontera hispano-francesa, en Hendaya, el día después de la navidad de 1979. Iba en el tren La Puerta del Sol. Fue durante la noche, mientras cambiaban el ancho de la vía, lo que llevó bastante tiempo, cuando dos gendarmes vinieron a buscarme a un vagón-literas.
Esperé nervioso. Sabía que corría el riesgo de perder mi libertad al regresar a Francia. Pero ya había deambulado, errado, vagabundeado demasiado y quería volver a ver a mi madre. Al fin y al cabo, era ella quien me había inculcado el gusto y el ejemplo de la libertad.
A mi madre la volví a ver solo una vez, mientras estuve en prisión. Durante cinco años, me había visitado de manera esporádica, en Barcelona o Madrid, pocas veces. Esta vez quería estar cerca de ella, como un niño perdido.
Mi madre nunca le tuvo miedo a nada ni a nadie. Siempre quiso proteger a los suyos, especialmente a su hermano pequeño David, a riesgo de su propia vida. Pero no lo logró.
David fue capturado por gendarmes franceses, igual que su padre Yankel, y encarcelado, primero en Nexon, cerca de Limoges, un campo poco conocido, olvidado, luego en Drancy y, finalmente, en Maidanek, en su Polonia natal, de donde nunca regresó, mientras que Yankel fue asesinado en Auschwitz.
Después de todo aquello, ¿cómo podía temer por mí? Eran otros tiempos y ella sabía que el horror, aquel horror, no volvería jamás.
La protección de mi madre, eso era lo que quería. Al menos, durante un tiempo: su pequeña estatura no era impedimento para plantarle cara a los gendarmes que me habían detenido en la frontera. Pero no tenía cómo hacerlo.
Me habían condenado a tres años de prisión en rebeldía por deserción. Lo único que mi madre podía hacer por mí era venir a verme de visita, una vez que me trasladaron a la cárcel de Gradignan, cerca de Burdeos, después de pasar una noche infernal en el interior de una celda en una gendarmería del País Vasco, un lugar perdido en medio de la nada, un campo. Después de haber sido golpeado brutalmente por cuatro gendarmes, porque había sufrido un ataque de asma en plena noche, en aquella celda completamente cerrada, sin barrotes, en la oscuridad total, y haber exigido mirar al exterior para poder respirar.
La prisión fue un alivio. Allí podía leer y escribir las cartas de otros prisioneros a sus novias perdidas, con cierto éxito, y a sus abogados, por lo que era respetado. Había también una asistente social que me cogió simpatía y me concedía sus favores, en la forma de una mano que se deslizaba por debajo de la mesa que nos separaba en su oficina y llegaba hasta mis muslos, a pesar de la vigilancia descuidada de un guardia que no se daba por enterado.
En el fondo, fue un interludio de tranquilidad en una juventud completamente caótica, una vuelta a un marco impuesto que no tenía desde hacía mucho tiempo. También había una cierta fraternidad entre los reclusos. Por ejemplo, en víspera del año nuevo, cuando sus amigos venían a verlos, pasaban en autos por delante de la cárcel y les enviaban sus mejores deseos de felicidad y libertad. Durante sus visitas, mi madre me contaba lo segura que estaba de que pronto me pondrían en libertad.
En el juicio, que tuvo lugar ante el Tribunal Militar en el Fort du Ha, en Burdeos, se sentó en primera fila, justo detrás de mí, profiriéndome su bondad. Sabía que yo no iba a acabar en la cárcel, a pesar de lo que le decían algunos policías y militares. Lo que había hecho no era tan grave. Ella había visto cosas peores, a fin de cuentas… Sus prisioneros nunca habían regresado.
Sólo fui condenado a libertad condicional. Me llevaron de regreso a la prisión, para recoger mis cosas: algo de ropa, algunos libros, y despedirme rápidamente de aquellos que se habían convertido en mis compañeros: el joven argelino reincidente, el primero al que, con mis palabras, le había devuelto a su prometida; otro desertor que cantaba canciones pasadas de moda en nuestra celda común; y algunos atracadores a mano armada que me habían tomado bajo su protección, vaya uno a saber por qué.
Intercambiamos nuestras direcciones, aun sabiendo que probablemente nunca nos volveríamos a ver: a ellos todavía les quedaban bastantes años por cumplir. Curiosamente, me había sentido protegido en prisión. Una vez despojado para siempre del Ejército, tendría que reaprender a vivir en París. El tren Corail que me llevaba de vuelta era la última etapa de una fuga errática que había durado demasiado.
Recobrar la libertad significaba también el fin de aquella aventura: la de mis años de idas y venidas, de un país a otro, de una chica a otra o a ninguna, de la lectura de un libro a muchos otros, sin ninguna disciplina de estudio.
Aunque, sí, en España había redescubierto, junto con mi lengua materna, fragmentos, esencias, reminiscencias de mi país natal: Cuba, a donde había regresado varias veces para unirme a la Revolución, que me repugnó desde la primera noche.
Aquella fue mi segunda experiencia en prisión, muy corta, pero con el corazón en la boca, sólo de pensar que podía quedarme allí para siempre. Comprendí que esa mentira, esa propaganda, no eran más que el fruto destilado por la delación permanente y el terror, algo que pude ver en el rostro desencajado de una mujer amada.
No quería volver: prefería tratar de entender qué había llevado a todo aquello. Y, sin embargo, tuve que regresar, durante una escala en La Habana de un avión que me llevaba de México a Francia. No tenía mis documentos en regla, según el teniente que vino a interrogarme, tras las dudas del oficial de aduanas: había entrado ilegalmente en mi país natal. Absurdo, ¿no?
No para ellos: el teniente, con rostro impasible y rodeado de un grupo de mujeres uniformadas, me aseguró que mi caso era grave (hasta entonces, el oficial de aduanas sólo me había dicho que faltaba un sello en mi pasaporte) porque era cubano y, justo después, me preguntó si hablaba español.
Mi respuesta: “¿En qué le estoy hablando, en chino?” no le hizo ninguna gracia. Me dijo: “Espere aquí”, en medio del aeropuerto José Martí de La Habana, prácticamente vacío. Todos los demás pasajeros del vuelo —nocturno, aunque estaba previsto para mucho más temprano— habían recibido una invitación para pasar la noche en el cabaret Tropicana antes de alojarse en un gran hotel, sin preocuparse por mi destino, sin dedicarme un solo pensamiento.
Luego me hizo salir y me subieron a la parte trasera de una patrulla, apretado entre tres de esas mujeres que tenían serio el semblante, sin decir una palabra, mientras otra iba delante y él mismo conducía.
No reconocía el trayecto (quizás nunca lo había conocido). Miraba hacia afuera: los escasos transeúntes se apartaban rápidamente del vehículo, desviando la mirada con miedo, como si yo fuera un enemigo peligroso o, más bien, como si quisieran hacerme saber que no podían hacer nada por mí. Silencio y miedo: esas fueron las dos características de mi arresto.
Finalmente llegamos frente a una casona imponente de tres pisos, muy señorial, que seguramente había pertenecido, antes de la Revolución, a una familia exiliada. Frente a la puerta, un mulato alto, uniformado, con un arma medio oculta a un costado, vino a recibirme sin dirigirle una sola palabra al teniente y a sus amazonas de rostro sombrío, a quienes vi partir con alivio.
Curiosamente, el guardia me sonrió y me hizo entrar en el salón, vacío. Luego me condujo a una habitación espaciosa y bastante cómoda. Bajé de nuevo y pude comer algo, tal vez las sobras de las comidas del día, frente a un televisor que transmitía una hermosa película estadounidense que ya había visto muchas veces.
Aquella noche no me crucé con nadie. Solo tenía dos opciones: mirar la televisión o volver a la habitación. En ese momento, me invadió un deseo irresistible de escribir. Le pregunté al guardia si tenía algunas hojas.
Me pidió que esperara y regresó con dos hojas diminutas de libreta, en las que escribiría el primer cuento que publiqué, mucho tiempo después, bajo el título (en su versión francesa) de “Lui”.
Originalmente se llamaba “Caballo”, el apodo que se le daba a Fidel Castro. Un relato fantástico en el que, mientras Él hablaba interminablemente en la Plaza de la Revolución, la multitud, de manera imperceptible, se alejaba. Se quedaba solo.
Casi de manera espontánea, adopté los reflejos de los prisioneros: escribía con caracteres diminutos, ocupando cada espacio de las minúsculas hojas de papel. Por suerte, mi relato era conciso…
A la mañana siguiente, miré por la ventana de mi prisión sin barrotes. Enfrente había otra casona, casi idéntica, pero con las ventanas completamente tapiadas: nadie debía ver, sin duda, lo que ocurría en la que yo estaba encerrado.
Bajé. Mi guardia seguía en la puerta. Vi a dos jóvenes caminando por la acera con toallas, en dirección a la playa. Creí entender que estaba en el barrio de Miramar. Di algunos pasos hacia el exterior. Entonces, el mulato alto me detuvo bruscamente: “¡¿Coño, Jacobo, ¿quieres volver a entrar?! ¿No entiendes que esto es una prisión?”
Un centro de detención muy particular de la Seguridad del Estado. Un oficial vino a interrogarme en la habitación. Parecía bastante afable. Respondía a sus preguntas con una risa nerviosa. No debí parecerle muy peligroso: se equivocaba.
Al final del interrogatorio, me dio a entender que podría salir de Cuba en el mismo avión en el que había llegado, al caer la noche.
La espera fue interminable. En esa prisión sin barrotes, aparentemente destinada a extranjeros o a personas vinculadas con ellos, como yo, sólo me crucé con tres personas: un nicaragüense completamente mudo; un ex Black Panther, que había pasado muchos años en la Isla y que, finalmente decepcionado por la acogida revolucionaria, esperaba ser exfiltrado a algún país del Caribe; y un hombre de cierta edad, bajo, fornido, de rostro impasible, que nos servía la comida.
Este último me susurró al oído: “Habla lo menos posible. Aquí todo se escucha. Y suerte”.
Inmediatamente comprendí que no era un preso común, sino un preso político. Mi primer contacto con ese pueblo de prisioneros.
Por la tarde, no podía estarme quieto, preocupado ante la posibilidad de quedarme por tiempo indefinido en una prisión cubana. Conversaba, un poco apartado de la entrada, con el mismo guardia, aquel que me había dado las dos hojas de papel y que, sin saberlo, había despertado mi vocación —el oficio de escritor—, cuando, de repente, me anunció que venían a buscarme y que debía recoger mis cosas, apenas una mochila, en la habitación de arriba.
Dos tipos uniformados me esperaban. Subí solo en el asiento trasero de una patrulla, sin estar aprisionado entre mujeres de semblante serio como cuando llegué, rumbo al aeropuerto.
En la aduana, un oficial de alto rango no quería dejarme salir: les explicó a los demás que le faltaba una autorización. Uno de mis acompañantes, que debía tener un rango superior, le ordenó que se olvidara de eso, que ya que tenía la nacionalidad francesa no quería problemas reteniéndome en el país.
Finalmente, pude entrar a la sala de espera, sin mirar ni hablar con los que me acompañaban en el vuelo, quienes me observaban con cierto asombro mientras esperaban el embarque.
Por fin despegué, alejándome de Cuba, exiliado, con un sentimiento de libertad suprema, que vino tras la ansiedad provocada por mi estancia en aquella prisión revolucionaria.
Las dos hojas de papel diminutas iban a proliferar, convirtiéndose en miles, con las palabras de los prisioneros que habían estado en otras cárceles durante mucho tiempo, en los calabozos inmundos de esa Isla que ni pensaba ni quería volver a ver, salvo a través de las palabras de los testigos. Y las mías propias.
Desde Francia, quería conservar el recuerdo de Cuba y mantener al mismo tiempo la Isla a distancia. La literatura del exilio era la solución: ya me nutría desde hacía mucho tiempo de las reminiscencias de La Habana desaparecida.
Empecé a elaborar una tesis, que abandoné varias veces antes de concluirla mucho más tarde, sobre tres escritores: Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas, mientras publicaba artículos sobre ellos y otros (como Heberto Padilla, el poeta del “Caso”) en revistas y suplementos literarios prestigiosos, como el Magazine Littéraire y Libération.
Escritores exiliados, pero ninguno había pertenecido, salvo Reinaldo y, en circunstancias extrañas, Padilla, a la categoría que había conocido lo peor de lo peor: la prisión revolucionaria.
Luego, en 1989, conocí a Jorge Valls. Acababa de publicar un libro en Francia. Aquel hombre de cabello largo y blanco me fascinó. Había pasado un poco más de veinte años en prisión y hablaba de ello como una experiencia de fe, casi divina, evocando el salmo titulado “Lamento de los cautivos” de la Biblia, de la cual Jorge, ferviente católico, pero no beato, estaba profundamente impregnado.
Lo entrevisté y, a pesar de cierta oposición no declarada, publiqué la entrevista en el “Cuaderno de libros” de Libération, bajo el título “Abajo Fidel, sin rencor”, un título mordaz y sarcástico.
Desde entonces, con Jorge, pasé al campo de los opositores exiliados que se habían vuelto importantes. El oficial de la Seguridad del Estado que me había interrogado en la prisión sin barrotes de La Habana jamás lo habría imaginado.
A partir de ese momento, quise conocer más de cerca, desde dentro, a ese pueblo tan particular y valiente que Jorge me había revelado. Para ello, debía viajar a la capital de nuestro exilio y de nuestros ex prisioneros: Miami.
“En Cuba, le echan veinte años a cualquiera por cualquier cosa”. Esa sentencia de Jorge resonaría en mis oídos por el resto de mi vida.
Al llegar a Miami, la de “Little Havana”, no la de Miami Beach, acogido también por Roberto, un periodista amigo, Jorge me dijo: “Ven, te voy a llevar a ver a un grupo de amigos”.
Eran diez en total. Entre los diez, habían cumplido alrededor de doscientos años de prisión en Cuba.
Después de las primeras presentaciones, durante las cuales ni siquiera me atreví a contar mi única noche en un centro de detención, sintiéndome indigno de comparar mi pequeña experiencia con las de ellos, comenzaron a recordar entre ellos los lugares donde habían estado encarcelados, a sus guardianes, a sus compañeros maltratados o muertos, preguntándome a veces si alguien en Europa conocía de su existencia.
Les mentí, asegurándoles que sí, que algunos los habían defendido en ciertos momentos, pero también reconocí que habían sido olvidados.
Me encargaría de devolverles visibilidad, la mayor posible. Iría en su búsqueda, la de ellos y la de muchos otros, por decenas. Los interrogaría, recogería sus testimonios, los publicaría, los haría revivir, aquellos que ya no estaban, como ya lo hacía con mi tío David y con mi abuelo Yankel.
Desde ahora, formarían parte de mi familia y de mi pueblo en el exilio, con la mirada siempre puesta en aquellos que nadie quería escuchar, por indiferencia o por complicidad.
Otros engrosarían más tarde sus filas, en oleadas sucesivas. Aquellos primeros plantados, que se negaron a someterse a los planes de reeducación o de rehabilitación ideológica del régimen desde sus inicios, en 1959. Luego vendrían los “75” y más, en 2003, que “solamente” cumplieron ocho o nueve años antes de ser liberados y de partir también al exilio. Y después los del “11J”, el 11 de julio de 2021, incontables, que siguen muriendo en las mismas cárceles inmundas, con menor indiferencia, pero sin una reacción a la altura.
Es en compañía de este cortejo de fantasmas, los que me presentó Jorge y todos los demás, que he recorrido el mundo. Continúo llevándolos sobre mis hombros, aunque pesen demasiado para mí.
A veces no puedo evitar lanzar gritos de alegría, aunque casi nunca se escuchen, cuando algunos de ellos son liberados, poco a poco. A veces desterrados de su propia tierra, que también es la mía, como moneda de cambio en un trato con otro país.
Y al escuchar a uno de ellos, José Daniel Ferrer, que estuvo entre los “75” y luego entre los del “11J”, llamar a los demás, a los indiferentes o a los más temerosos, para que se unan a la lucha —“No tengan miedo…”—, como lo hizo en su momento el papa polaco Karol Wojtila, ayudando a abrir las puertas de las prisiones para pueblos enteros que yacían bajo la bota de la opresión comunista, me sorprendo soñando con que estos hombres y mujeres, humillados, golpeados, torturados, sean la llama que despierte a los otros. A todos los otros, para que rompan de una vez los lazos que los atan a nuestros eternos tiranos y avancen, aunque con el cuerpo roto, aunque en desorden, pero con la esperanza en el pecho, hasta hacer caer un muro que sigue todavía en pie: el del Malecón. Por eso sigo viviendo.
A pesar de todo, no he encontrado nada mejor que expandir este universo en el que, sin embargo, me siento bien.
Ese mundo se extiende cada vez más, hasta confines infinitos, a los que me siento unido por un reflejo atávico de solidaridad espontánea, como si me jugara la vida. Igual que con Cuba.
Así sucede con un hombre, Boualem Sansal, un ser humano maravilloso, un escritor argelino extraordinario. Fue arrestado en el aeropuerto de Argel en noviembre de 2024 y, desde entonces, se pudre en una prisión-hospital.
Los pretextos esgrimidos por el gobierno son ridículos. Entre otras cosas, mencionan la acusación de terrorismo. ¡Si Boualem, que es mi amigo, es la persona más pacífica del mundo!
Lo conocí por pura casualidad un día, el 11 de septiembre de 2023, mientras estaba sentado en el borde de una acera, al lado de una panadería en la esquina de mi calle, tomando un café, como suelo hacer para contemplar mi barrio en soledad, sin tener que compartir con nadie en un bar.
Lo vi acercarse, acompañado por un joven con el que apenas hablaba. Me levanté: “Usted es Boualem Sansal”.
Se sorprendió de ser reconocido en la calle, como si fuera una estrella de rock. Le conté que había leído algunos de sus libros, incluido 2084, aquel que vislumbraba, más que el fin del mundo, el fin de nuestro mundo, una distopía aterradora en la que el Islam había reducido a la nada toda forma de vida y de amor.
El fin de la existencia, con solo mujeres cubiertas de pies a cabeza, como las valientes iraníes humilladas, sin posibilidad alguna de amor, apenas un atisbo de atracción, rápidamente reducido a la nada al final de la novela, que recordaba, por supuesto, al libro de referencia de George Orwell sobre el sistema comunista, 1984,del cual se consideraba una continuación.
Le expliqué que yo mismo era escritor y que mi país de origen, Cuba, estaba intrínsecamente ligado al suyo: misma época de opresión, mismo partido único, mismo discurso socialista.
Lo sabía, por supuesto, y nos reconocimos de inmediato como semejantes. El joven nos tomó una foto, enlazados, en una intimidad inmediata de lucha. Nos parecemos, incluso: mismos espejuelos ovalados, mismo cabello largo y blanco, como el de Jorge Valls, recientemente fallecido, misma sonrisa, tal vez. Boualem es mi hermano.
Me prometió, en algunos intercambios posteriores por correo electrónico, que iríamos a comer juntos un cuscús, prueba de su apego inquebrantable a su tierra natal, y a beber una cerveza, como un gesto de desafío a los islamistas, cuyo peligro no ha dejado de denunciar, en Argelia, en Francia, y en todas partes. Tal como lo había hecho antes, arriesgando su vida, Salman Rushdie, con quien tuve el privilegio de conversar, aunque nunca a solas, en dos ocasiones en París.
He decidido hacer todo lo que esté en mi poder para liberar a Boualem, para que no muera tras las rejas o abandonado en una prisión-hospital custodiada por los esbirros del régimen, sabiendo que no es joven, que está enfermo, que es vulnerable, como yo. Pero, ¿tengo ese poder?
Lo he tomado, agarrando la pluma para gritar mi solidaridad en un gran diario español, difundiendo así su historia más allá de Francia, atrapada en un enfrentamiento con su antigua colonia, de la que Boualem Sansal es una víctima expiatoria.
También hablé de él en la radio… en la Patagonia, que me ha dado la palabra en varias ocasiones sobre la lucha por la libertad en Cuba. Así, su nombre resuena hasta el fin del mundo.
Otra cosa me une a él: el Premio Jerusalén de Literatura le fue otorgado. Antes de eso, viajó a Israel, lo que demuestra su valentía frente a las autoridades de su país de origen (también ha adquirido la nacionalidad francesa).
Contó que quedó fascinado por la diversidad étnica y cultural de la gente, especialmente de los escritores que conoció allí. Ha sido objeto de ataques despiadados, tildándolo de “sionista”.
No cabe duda de que él siente en su propia carne el sufrimiento de otro tipo de prisioneros: los rehenes secuestrados y martirizados por los terroristas de Hamás el 7 de octubre de 2023. Ellos también forman parte de esta humanidad universal. La suya, la mía.
Cuando miro sus fotos, cuando veo y escucho los testimonios de los sobrevivientes, no puedo sino constatar su infinita belleza: la de los jóvenes masacrados o secuestrados durante el festival Nova, la de los kibboutzim, sin importar su edad.
Los bárbaros islamistas quisieron erradicar su alegría de vivir en libertad. No puedo imaginar las condiciones en las que sobreviven aquellos que aún permanecen en los túneles de Gaza o en casas de personas que los martirizan y violan a las jóvenes para humillarlas. No quiero hacerlo, así como no quise imaginar lo que vivieron mi tío David y mi abuelo Yankel en los campos de exterminio.
Tuve familia en Israel. Una prima paterna que escapó milagrosamente del exterminio de los judíos en Polonia. Ya casi no me queda familia allí, salvo su hijo, Yossi, que vive entre su país natal y el sur de Francia.
Cuando hizo su servicio militar en el Líbano en 1982, estuvo al borde de la locura. Ahora es él quien me cuenta, casi siempre por teléfono, cómo está la situación allá, ya que sólo fui una vez, en los años 1980. Pero no importa: llevo a Israel en mi corazón, así como a todos sus rehenes, que son también los míos y que forman parte de este pueblo infinito, hasta su regreso, vivos o muertos.
Y la otra rama de esta humanidad son los ucranianos: los soldados que tuvieron que rendirse en Azovstal después de una batalla épica en los subterráneos, lo que me recordaba una película polaca de Wajda sobre la insurrección de Varsovia, no la del gueto en 1943, sino la de 1944, sofocada en sangre por los nazis, bajo la mirada indiferente de los soviéticos apostados al otro lado del Vístula.
Es contra los herederos de ese Ejército Rojo que me he colocado del lado de los ucranianos, quienes se han convertido en una verdadera familia para mí, un pequeño cubano que les muestra su solidaridad en nombre de los suyos, los de la Isla, aplastados bajo la bota revolucionaria desde hace tanto tiempo, como ellos lo fueron.
La comprensión mutua fue inmediata, aunque no hablo su idioma. Pero tengo, en algún lugar de mi linaje genealógico, antepasados nacidos allí, como buena parte de los judíos asquenazíes. Amo a los combatientes por la libertad, a los verdaderos. Y a los hombres y mujeres que los apoyan y que luchan también.
Por supuesto, he admirado a los disidentes soviéticos, entre los cuales había muchos ucranianos, que purgaron condenas demenciales en hospitales psiquiátricos, en campos atroces, en gulags situados en Siberia o en el Gran Norte, y que, sin embargo, lograban hacernos llegar sus testimonios en condiciones de clandestinidad que demostraban su voluntad de sobrevivir al destierro en el fin del mundo y al olvido.
No eran personas siempre correctas: atacaban al paraíso, al mejor de los mundos. Alexéi Navalny fue su heredero. Poco antes de morir, probablemente envenenado en su celda, escribió:
“La URSS duró setenta años. Los regímenes represivos de Corea del Norte y de Cuba aún sobreviven. China, con toda una serie de prisioneros políticos, es tan longeva que estos prisioneros envejecen y mueren en prisión”.
No había olvidado a mi pobre país, incluido en esa monstruosa parte del mundo. Este hombre valiente fue homenajeado, durante su funeral, por miles de sus seguidores, que también desafiaron el frío y la vigilancia policial para acompañar su ataúd hasta el cementerio. Demostraron que su portavoz, su estandarte, su héroe, no murió solo.
Yo no quiero ser más prisionero de nadie. Mi experiencia inicial me permitió comprender a quienes lo son, en todos los países, incluso los más lejanos. Supe lo que significaba la libertad perdida, el deseo carnal de recuperar los amores, a menudo desordenados, desenfrenados, con todas las mujeres que he conocido en el sentido bíblico, cuerpos abiertos a todo, sin distinción ni medida.
Sólo tengo la palabra, susurrada o tirada sobre el papel, para expresar algo más que solidaridad: una fusión con todos aquellos junto a quienes camino, en pensamiento o en la calle, bajo cualquier clima, y lograr que mis palabras se difundan más allá de los barrotes, para devolver una voz a este pueblo diseminado, que es y seguirá siendo, hasta el final de mis días, el mío.
© Traducción del francés por Rebeca Torres Serrano.

Entrenamiento en el fin del mundo: el Ártico se convierte en zona de guerra
Por Helen Warrell
El deshielo del mar, el aumento de las tensiones y el redescubrimiento de lo que implica dominar el arte de la guerra en el Ártico.