Alejo Carpentier: Imágenes y oraciones negras en ¡Écue-Yamba-Ó!

Desde de su invención en el siglo XIX, la fotografía se convirtió en un soporte fundamental de las ciencias sociales. Fotógrafos y científicos combinaron sus fuerzas para explicar culturas lejanas, formas y texturas de diferentes grupos étnicos, que como en el caso de Narciso Mestre y Henri Dumont eran los esclavos africanos que convivían con los criollos.

En estos ensayos la imagen visual ayudaba a explicar las ideas científicas, mostrando cuerpos y objetos en su rutina diaria o en poses que identificaban rasgos de su personalidad.[1] De esta forma, la fotografía y el discurso médico/etnográfico se identificaron mutuamente y más tarde se reprodujeron en otros medios. Dicha relación, sin embargo, no siempre respondía a los mismos objetivos, ni estaba exenta de tensiones, ya que como afirma Graham Allen en Intertextuality, la cita de un texto, escrito o visual dentro de otro, establece una tracción propia de significados que pertenecen a diferentes contextos y lenguajes (p. 177). 

En este ensayo me interesa explorar la tensión que surge entre la imagen visual y el dispositivo textual en un artículo y en la primera novela de Alejo Carpentier. Estudiar la relación que tienen las fotos y las oraciones religiosas con la historia que cuenta e identificar los espacios de dónde proceden. ¿Qué información se transfiere con estos textos? ¿Qué zonas del otro texto tiene que reprimirse en función del mensaje?  

En 1928, Alejo Carpentier logró salir de Cuba rumbo a Francia gracias a los documentos que le proporcionó su amigo, el poeta surrealista francés Robert Desnos (1900-1945). Un año antes, había estado preso acusado de comunista por haber firmado el manifiesto número 1 del Sindicato de Trabajadores Intelectuales y Artistas de Cuba, y su situación se complicó cuando el juez dictó dos nuevos autos en su contra amenazando al escritor con extraditarlo por ser extranjero.

Carpentier había nacido en Lausana, Suiza, y había llegado de niño a la Isla junto con sus padres, pero había declarado nacer en Cuba, y para solucionar aquel problema recurrió a su amigo, el intelectual Emilo Roig de Leuchsenring (1889-1964) para que avalara su ciudadanía cubana. Gestión que dio resultado porque poco después salió de la cárcel, y un año más tarde llegó a Francia.[2]

En los meses que estuvo en la cárcel, Carpentier escribió la primera versión de su novela, que en 1933 daría a la imprenta. Una vez en París, se rodeó de un grupo de poetas surrealistas, amigos de Robert Desnos y publicó artículos en las revistas Social y Carteles de Cuba, y al menos otros tres en la revista francesa Le Phare de Neuilly. En esta revista, que dirigía Elisa Deharme, escribían algunos escritores asociados al movimiento surrealista, y tanto ella como su esposo, estaban íntimamente ligados a André Breton (1896-1966). 

Uno de los artículos que publicó Carpentier en este mensuario se titula “Imágenes y oraciones negras” (en francés “Images e prières nègres”) en el cual el cubano narra una supuesta visita que había hecho al “cuarto fambá”, o el recinto secreto de los ñáñigos, una sociedad de hombres solos, establecida en Cuba a principios del siglo XIX, y famosa en esta época por los delitos de sangre. 

En su artículo, Carpentier incluye, para probar su visita al famoso recinto, seis fotografías de altares, santos e instrumentos que había encontrado allí. Dice:

“Las fotos que acompañan estas líneas han sido tomadas por mí —otoño de 1927— en el ‘cuarto fambá’, un cuarto prohibido de un brujo negro, Taita José, en la cabaña coronada de un cuerno de macho cabrío, que se eleva en el corazón de una de las regiones más apartadas de la provincia de Santiago, en Cuba. Los negativos de estas fotos, ya que no existe más que una copia, fueron destruidos en presencia del brujo” (Carpentier, 1933a, 42, traducción nuestra).

Así comienza la crónica, que debió captar la atención de los lectores, muchos de los cuales seguramente no había viajado a Cuba, ni conocían los ritos secretos y las deidades afrocubanas. No obstante, para la fecha en que el cubano escribe estas líneas, sus amigos hallaban sus artículos muy entretenidos. Al extremo que cuando publica “Lettres des Antilles” en Bifur en 1929, la revista lo describe en el glosario como un joven cubano de La Habana que “il connait come personne les plus belles histoires de couleur” (Carpentier, 1929, 190, “conoce como nadie las más bellas historias de color”). 

Gracias a su “extranjería”, Carpentier les ofrece a sus lectores una ventana a un mundo sobrenatural y maravilloso que era el mismo que buscaban los escritores de este grupo cuando iban tras la caza de objetos raros en Oceanía, África y Latinoamérica. Después de todo, la narración que hace Carpentier del origen de aquellas fotos parecía que tenía que ver más con la experiencia de un aventurero o de un etnógrafo que con la de un escritor. Un etnógrafo que se había ido a algún lugar apartado del planeta y había regresado a casa con un baúl lleno curiosidades. En este caso, de fotografías y plegarias de los negros cubanos como la del Ánima Sola y la de la Virgen de la Caridad del Cobre, que Carpentier traduce para el público francés y crean esa idea de lo extraño. Si no, ¿cómo entender tantas alusiones a lo peligroso y “prohibido” en esta narración? ¿Cómo entender ese impulso por dar a conocer los secretos del “brujo”?    

Al inicio del artículo, Carpentier dice que había ido a Santiago de Cuba para encontrar estas fotos, pero a continuación afirma que no hubiera tenido que ir tan lejos si las hubiera podido conseguir en La Habana, donde también había “brujos negros”, “pero se muestran tan desconfiados de los blancos, que hubiese sido imposible fotografiar las imágenes de sus altares” (Carpentier, 1933a, 42, traducción nuestra). 

El problema está en que las fotos que aparecen en este artículo y en su novela, Carpentier no las sacó de ninguna de estas casas de culto, ni se sabe tampoco que el escritor haya viajado al otro extremo de la isla aquel año en que estuvo preso en La Habana. 

Carpentier vio las fotos en dos números de la revista Orbe de mayo y junio de 1931, ilustrando allí dos artículos del investigador cubano Juan Luis Martín, quien había publicado un libro sobre el tema: Ecué, Changó y Yemayá: ensayo sobre la subregión de los afrocubanos (1930). El propio Carpentier se lo cuenta a la madre en una carta donde le pide que le consiga estas fotos. Afirma: 

‘He visto en dos números de Orbe, unos artículos de Juan Luis Martín, sobre cosas de brujería (artículos confusos y poco interesantes). Pero esos artículos estaban ilustrados con unas fotografías realmente interesantes, que quisiera tener. Si se han reproducido, es porque existen en alguna parte, no son patrimonio exclusivo de un individuo privilegiado, debe haber manera de obtenerlas. Creo que reproducen objetos expuestos en la Sociedad Económica de Amigos del País. Tal vez ahí haya manera de obtener copias. Es un asunto que me interesa capitalmente, pues tengo el proyecto de editar el ‘Écue’, con fotografías —como se hace en los libros modernos alemanes— en vez de ilustraciones. Te ruego te ocupes de esto” (Carpentier 2011, p. 283).

Esta es toda la información que Carpentier le da a la madre. No dice ni en qué número, ni en qué año se publicaron estas fotos y para colmo, por lo común Carpentier tampoco fechaba sus cartas por lo que las pistas eran imprecisas. Razón tal vez por la cual ningún investigador se interesó en buscarlas, y mucho menos en constatar si lo que había dicho el novelista cubano en su artículo era cierto. 

Siguiendo entonces las indicaciones del escritor pudimos ver que, en efecto, las colaboraciones que publicó Juan Luis Martín en Orbe están llenas de fotos de altares, objetos de culto y santos. Algunas de las cuales son las que reproduce Carpentier en su artículo y primera novela.


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Figura 1. Fotografía del artículo de Juan Luis Martín: “El lenguaje y la música de los ñáñigos” publicado en la revista Orbe en 1931. (Martín, 1931a, 12-13).


En el artículo titulado “El lenguaje y la música de los ñáñigos” Juan Luis Martín publicó las fotos de un diablito, la de Changó y la de la Caridad del Cobre, tomada desde un ángulo que no permite ver el trozo de coral que se ve a la izquierda en el libro. 

Por otro lado, en su otro ensayo titulado: “Los falsos dioses del panteón afro-cubano” reprodujo otras cinco: la foto del hacha de Changó, un primer plano de la virgen Obatalá, así como la deidad con el hacha, que Martín identifica con uno de los jimaguas y Carpentier con Eshú en Le Phare de Neuilly. También reproduce la foto de la escultura de Babayú-Aye (sic) o San Lázaro y la representación de Yemayá, colocada sobre dos tambores pequeños. 

En total, el etnólogo publicó diez fotografías, que no son todas las mismas que reprodujo Carpentier, ya que las que aparecen en Orbe están recortadas para que quepan en la página y una de las que publicó el escritor reúne tres deidades (San Lázaro, Yemayá, y Obatalá) mientras que en otra aparecen juntos Changó, la Virgen de la Caridad del Cobre, Eshú, los cuernos y otro santo que Carpentier no identifica. 

Es decir, mientras que en los artículos de Orbe se privilegian las tomas en primer plano, muchas veces sobre un fondo negro para resaltar la figura, como en el caso de Changó, en los textos de Carpentier se privilegia el conjunto, enmarcado en una escenografía que deja ver la pantalla posiblemente de papel arrugado sobre la cual se colocan las deidades. Con lo cual debemos suponer que la madre de Carpentier tuvo que enviarle desde Cuba fotos nuevas, que no aparecen en Orbe, incluyendo las que Carpentier identifica por el nombre de “Atabales ñáñigos” (Carpentier, 2012, p. 208) y el retrato de la diminuta Virgen de Regla “encarcelada en una botella de cristal” (Carpentier, 2012, p. 119).


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Figura. 2. Foto del artículo de Juan Luis Marín “Los falsos dioses del panteón afrocubano” publicado en la revista Orbe, en 1931. (Martín, 1931b, 12-13).


¿Quién fue el autor de las fotos? En la crónica de Le Phare de Neuilly, Carpentier dice que fue él: “les photos qui accompagnent ces lignes ont été prises par moi” (Carpentier 1933a, p. 42, “las fotos que acompañan estas líneas han sido tomadas por mí”), pero las que aparecen en la revista Orbe están firmadas por Lorenzo Vigos González, reportero gráfico cubano, quien colaboró con numerosas revistas de la Isla como AlboradaEl PaísPatria y ganó varios premios por sus fotografías (Diccionario, 361). 

Además, si nos guiamos por la misma revista Orbe, podemos ver que las fotos no vinieron de ningún altar, ni de la casa de ningún “negro brujo” de Santiago de Cuba, sino que estaban expuestas en el Museo de la Sociedad Económica de Amigos del País, como le dijo Carpentier a la madre que creía recordar, y varias de las tallas que sirvieron de modelo a las fotos no fueron hechas en Cuba, sino en África. 

En sus artículos, Juan Luis Martín se toma el trabajo de identificar el origen de cada una de ellas. Afirma que la talla del diablito ñáñigo era una reproducción existente en el Museo de la Sociedad Económica de Amigos del País, que el Changó, rodeado de collares, era una “figura tallada en Calabar”,  que el hacha votiva con la figura de Changó, en la misma institución, era “probablemente de África”, y si bien la virgen de Obatalá, el San Lázaro y uno de los Jimaguas habían sido hechos en Cuba, era probable que la Yemayá, colocada sobre los tambores, viniera también del otro lado del Atlántico (Martín 1931a, p. 13). 

En general las explicaciones que dan Juan Luis Martín y Carpentier en sus artículos siguen una lógica museística. Tratan de explicar el contexto cultural en que se originaron estas imágenes (qué son, de dónde provienen y qué función tienen en el grupo), creando a su vez paradójicamente, como dice Elizabeth Edwards, que se “naturalice la objetividad mediante la naturaleza fragmentadora de la fotografía” (2006, p. 255). 

En todo caso, el énfasis que pone Carpentier en estas fotos, objetos y plegarias religiosas muestra la importancia que le daba al trabajo de campo y a la cultura material de los afrocubanos. En su primera novela, Carpentier se apoyará en ellos, al igual que en los libros de Fernando Ortiz y Juan Luis Martín, para crear un archivo al cual regresará una y otra vez a lo largo de su carrera. Con este archivo podía hablar con autoridad y aspirar a la categoría de experto. Algo que hacían los otros etnógrafos, que a diferencia de él sí reprodujeron fotos de “brujos” y delincuentes en sus ensayos.[3]

En su artículo para Le Phare de Neuilly, Carpentier usa las fotos de las deidades afrocubanas con un doble propósito: para explicar la cultura negra e indicializar la acción etnográfica. Para decir qué significan y que “estuvo allí” en la casa del brujo ñáñigo, ya que las fotos que muestra son específicas de los rituales de los abakuá como los diablitos, los cuernos o la rama. Después de todo, el artículo de Juan Luis Martín trata de ellos y estas eran las únicas fotos que Carpentier tenía. Las fotos que según el artículo se había arriesgado a conseguir, y que luego destruyó para que no se reprodujeran nuevamente. Así, podríamos decir, Carpentier crea una imagen heroica de sí mismo cuando en realidad las fotos estaban a la mano de cualquiera en el museo de la Sociedad Económica de Amigos del País, una institución que desde su fundación en el siglo XVIII se dedicó a organizar el conocimiento de los letrados criollos y apoyar sus investigaciones científicas. 

De modo que si bien, Carpentier muestra estas imágenes, realmente las utiliza para que “signifiquen” otra cosa. Las usa para crear una narrativa personal, un registro de la “verdad” del científico que reúne por sí mismo materiales de campo, objetos difíciles de encontrar en espacios prohibidos o lejanos. 

Es una narrativa heroica en el sentido que Clifford Geertz en The Interpretation of Cultures (1973) definía el papel que asumían los etnógrafos cuando se iban a sitios lejanos a investigar: “vini, vidi, vinci” (p. 20). 

Las fotos sirven para crear una historia que enaltece su figura borrando intermediarios o sujetos que le ayudaron a conseguir estas muestras, como los intérpretes o los mismos fotógrafos que los acompañaban en las expediciones. Un ejemplo es la narración que hace Franz Boas (1858–1942), el antropólogo alemán-norteamericano cuando fue a explorar los territorios de la costa del noroeste canadiense. En sus cartas privadas a su mujer, Boas le dice que los indígenas lo habían bautizado Heil’ltsalkuls, el “silencioso” o el que no habla (p. 167). Sin embargo, en una de sus publicaciones escribió después que lo habían llamado Heiltsakuls “el que dice lo correcto” (p. 170). 

La narración de Carpentier en Le Phare de Neuilly, por consiguiente, es un intento de sobredimensionar su figura, mostrarse como la persona originaria del discurso, y el dueño de las fotos cuando en realidad, no lo era, y quienes estaban encargados de recoger estos objetos eran los policías, quienes después de sorprender a los fieles en los templos los hacían llegar a los coleccionistas y museos. No por gusto, en un folleto publicado por el Museo de la Cátedra de Medicina Legal de la Habana en 1930, se nos dice que allí se exponían numerosos objetos de culto de las distintas religiones de origen africano en Cuba, porque:

“En la criminalidad cubana hay dos tipos característicos que, desde el punto de vista médico-legal, como desde el punto de vista histórico, tienen superlativa importancia: el brujo y el ñáñigo. La brujería y el ñañiguismo tienen tendencia delictiva propias, cuya etiologías, sintomatología, diagnóstico, y terapéutica, debemos precisar. El fetichismo afro-cubano que rara vez llega al derramamiento de sangre, aunque ha producido horrendos asesinatos, habitualmente ejercita el curanderismo, el ejercicio ilegal de la medicina” (Museo, 1930, p. 7).

En esta época al menos tres instituciones cubanas exponen objetos e imágenes de santos sacados de los altares. El Museo Antropológico Montané, fundado en 1903, adonde fueron a parar los cerebros de dos “brujos” que fueron hallados culpables de haber matado a la niña Zoila en 1904 (Bronfman, 2002, p. 550); el Museo de la Cátedra de Medicina Legal de la Universidad de La Habana, establecido en 1930, que ayudaba en la docencia; y por último, el Museo de la Asociación Amigos del País, que fue fundado en 1874, y era donde estaban estas deidades. 

Por este motivo es imposible desligar la obra de Carpentier y otros escritores y etnólogos afrocubanistas de principios de siglo, con las instituciones encargadas de coleccionar y mostrar al público estas pertenencias, sin dueños y sin historia. El objetivo de estas colecciones era archivar y estudiar estos cultos, vinculados por los mismos etnógrafos y criminalistas al bajo mundo habanero.[4]

En Cuba, Juan Luis Martín y Fernando Ortiz fueron dos de estos antropólogos, cuyos materiales le sirvieron a Carpentier para escribir su novela y explicar estos credos, que veían como si fueran rémoras del pasado o ejemplos de “primitivismo,” “fetichismo” y “brujería” en la sociedad cubana. Así, para Ortiz, quien también publicó numerosas fotos etnográficas y dibujos en Los negros brujos, decía que estos eran un buen ejemplo del “atavismo” que había explicado Cesare Lombroso. Los sacerdotes afrocubanos, afirmaba, tenían una “primitividad psíquica” (Ortiz, 1906, p. 397) que les impedía ser parte de la cultura blanca, normativa, católica, heterosexual y hegemónica. 

Siendo así, estas prácticas solo podían ser toleradas como una forma de folclore, pero nunca ser consideradas como creencias verdaderas, con valores positivos que pudieran beneficiar a los cubanos. Eran creencias estaban que unidas a formas de ilegalidad, como se dice en el folleto del Museo, como el curanderismo, el sacrificio de menores, el engaño, la explotación sexual y la extranjería de los haitianos —cuando se trataba del vudú—, que los intelectuales cubanos y la sociedad combatían.  

Este es el contexto sociocultural que da origen a la novela y al ensayo de Carpentier, en los cuales se insertan estas fotos para corroborar sus palabras, convirtiendo ambos textos en una reflexión sobre la identidad cultural de los cubanos, pautada por el discurso etnográfico (González Echevarría, 1977, p. 71; Birkenmaier, 2006, p. 55). Estas fotos, como dice Birkenmaier, tienen una relación vaga con el texto, o al menos una relación “enigmática”, “secreta”, y similar al gusto de los surrealistas (2006, p. 75).

Tal relación se explica por la función de prueba testimonial que tienen, al usarse para darle autoridad a la narración y provocar un valor estético a través del interés vanguardista en lo feo y extraño. Una estética que viene de finales del siglo XIX, del interés de la literatura naturalista y decadentista por los espacios marginales e insalubres. 

Las fotos que reproduce Carpentier vienen así a contradecir el sentido estético de lo bello que heredó el siglo XX del siglo anterior. Ahora, los pintores y poetas recurrirán a narrativas primitivas de países lejanos como Rusia o Cuba, cargarán sus paletas de colores intensos, encontrarán el crimen y la violencia fascinantes, y darán a las caras de sus modelos formas anguladas al estilo de las pinturas de Pablo Picasso. Gestos y técnicas expresivas que tenían la virtud de crear una impresión duradera en el lector y desestabilizaban los códigos de simetría, orden y normatividad a los que estaban acostumbrado los burgueses.[5] No por gusto, cuando Carpentier le escribe a la madre pidiéndole una foto para adornar un trabajo sobre la santería, le ruega que le consiga la foto 

más espantosa, la más bárbara, la más fea que puedas encontrar. Como es para ilustrar una cosa de carácter un tanto etnográfico, explicando las virtudes que los negros atribuyen a San Lázaro, hace falta que sea una cosa verdaderamente salvaje” (Carpentier, 2011, p. 160 énfasis en el original).


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Fig. 3 Fotografía de conjunto aparecida en el artículo de Le Phare de Neuilly y ¡Écue-Yamba-Ó! (Carpentier, 1933a, 44).


Por eso, en su primer artículo para Le Phare de Neuilly, Carpentier mira las fotos y describe una de ellas como quisiera que los lectores la vieran. Dice que la de San Lázaro era “una estatua horrorosa”, donde el santo aparecía “apoyado sobre sus muletas, cubierto de heridas” (Carpentier, 1933a, p. 42). Al parecer, la madre no consiguió otras más dramáticas, aunque no fueron tampoco las más chocante que aparecerán ilustrando sus artículos franceses. Otra peor salió publicada en la revista Bifur con el nombre “China 1929”, que muestra 7 cuerpos desnudos y decapitados de hombres asiáticos, cuyas poses y otros detalles, demuestra que es un collage basado en otra fotografía. 

En esta ocasión la foto también estaba allí para causar el mismo efecto, incluso si solo se relacionaba vagamente con el tema que el trataba en su ensayo, el Caribe, Cuba, y donde solo se discute brevemente la diáspora china en La Habana. No obstante, la foto era tan horrorosa que el poeta norteamericano William Carlos William, que era uno de los asesores extranjeros de Bifur, y uno de sus colaboradores, le escribió a su amigo Louis Zukofsky que había recibido el tercer número de la revista, que venía “with a terrific grotesque of chinese corpses reproduced from a photograph” (Williams, 2003, p. 49). 


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Es decir, la foto de los cadáveres era “un grotesco estupendo”. Un grotesco que entra dentro del gusto surrealista por imágenes chocantes, como otra publicada en Bifur, donde aparece una mano llena de hormigas, sacada de la película de Luis Buñuel Un chien andalou (William, 1929, p. 100). Foto que apareció ilustrando el artículo del propio William “L’illégalité aux Estats-Unis” en el número anterior.  

Como dice entonces Willard Bohn, los surrealistas trataron de subvertir las dicotomías tradicionales, creando un nuevo tipo de imágenes artísticas, focalizándose en las contradicciones y la antítesis (Bohn, 2005, p. 2277). En tal sentido, el grotesco podía ser un recurso estimulante, una forma de retratar una realidad rechazada o de la cual el autor quería distanciarse y distanciar al lector. Por eso, Alexis Márquez Rodríguez señala la recurrencia en Carpentier de un grotesco cómico, relacionado con lo feo, lo caricaturesco y lo ridículo que se remonta al Barroco (2004, p. 76).     

Recordemos por eso, que cuando el crítico cubano Juan Marinello escribió su ensayo sobre la primera novela de Carpentier en dos ocasiones subrayó el grotesco de algunas escenas; como cuando le critica que lo político solo esté representado por los partidarios de los presidentes José Miguel Gómez y Mario García Menocal, “con su séquito de discursos grotescos y pícaras criollerías” (1937, p. 170). 

En su ensayo Marinello le critica a Carpentier que no profundizara en esa “relajación grotesca”, y no mostrara cómo esta era el resultado de una “efervescencia obligada de viejas y nuevas esclavitudes, como culminación de dolencias coloniales de antiguo y reciente origen” (1937, p. 171). 

Carpentier simplemente se queda la superficie, utilizando recursos como la animalización de los personajes o la distorsión del idioma para criticarlos. Las fotos que reproduce en la novela, por consiguiente, debieron también atraer la atención del lector por su primitivismo, y están relacionas con el texto principal de una forma vaga, similar a como lo hacían las ilustraciones de Bifur y Le Phare de Neuilly, con excepción del texto de Carpentier en esta última revista, que explica las imágenes y las oraciones de los negros cubanos.


Figura. 4 Fotografia aparecida en Le Phare de Neuilly y ¡Écue-Yamba-Ó! (Carpentier 1933a, p. 47).


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Figura 5. Fotografía que acompaña al artículo de Juan Luis Martín en Orbe. (Martín, 1931a, p. 13).


Por eso, al observar las fotografías en ¡Écue-Yamba-Ó!, estas aparecen sobreimpuestas a la narración, estableciendo una relación vaga con el texto, lo que quiere decir que no era el objetivo de Carpentier analizarlas, sino mostrárselas como evidencia del contenido. De ahí que la explicación de las fotos sea también imprecisa y confusa, comenzando por una que dice: “Una mesa cubierta de encajes toscos sostenía un verdadero conclave de divinidades y atributos…” (Carpentier, 2012, p. 121). Oración que proviene de un párrafo de la página anterior en que se describe con detalle un altar, aunque la descripción que sigue no tenga que ver nada con la foto, ya que se dice allí que 

“En el centro, sobre la piel de un chato tambor ritual, se alzaba Obatalá, el crucificado, preso en una red de collares entretejidos. A sus pies, Yemayá, diminuta Virgen de Regla, estaba encarcelada en una botella de cristal. Shangó, bajo los rasgos de Santa Bárbara, segundo elemento de la trinidad de orishas mayores, blandía un sable dorado” (Carpentier, 2012, p. 120).

En la foto que se muestra en el libro y se supone que coincida con esta descripción, la deidad no es Obatalá, sino la Virgen de la Caridad del Cobre, quien está subida sobre dos tambores pequeños, y está rodeada por Changó, el único que lleva collares en la foto. 

Tampoco aparece Yemayá, quien en otra fotografía anterior (página 119) sí luce encerrada en una botella de cristal, junto con dos maracas, algunas pulseras y la rama o azote de los diablitos ñáñigos. Esto indica que tal discordancia debió ser prevista por él. Las únicas deidades que aparecen de esta forma son la Virgen de la Caridad del Cobre, Yemayá, y la propia Obatalá, de la que se nos dice que es un “dios andrógino, aparece aquí en su representación femenina” (Carpentier, 2012, p. 146).

Todas estas figuras, aclaro, tienen su explicación detallada en el texto de Juan Luis Martín, quien se dedicó al estudio de la religión afrocubana al mismo tiempo que Fernando Ortiz, aunque no llegó a ser tan conocido como él. Por eso, muchos de sus escritos —como estos en los que aparecen las fotos— quedan todavía dispersos en revistas. 

Carpentier, como vimos por su correspondencia, tuvo la oportunidad de leer su libro y estos artículos, pero como su novela no tiene la pretensión de ser un ensayo sobre las deidades y la religión afrocubana, el sentido de las fotos queda borrado o desplazado para privilegiar una imagen artística de la experiencia religiosa. Muestra las fotos como prueba, que legitima su narración, igual que como le dice en la carta a su madre, hacían los libros alemanes modernos, que no se limitaban a publicar dibujos. 

En efecto, en países europeos como Alemania y Francia, las primeras décadas de inicios del siglo XX coinciden con el resurgimiento del interés científico y popular en la antropología, el coleccionismo y el consumo de fotos de países lejanos. Así, Leo Frobenius (1873-1938), el etnólogo alemán, publicó The Voice of Africa, dos tomos llenos de fotos y dibujos, que Suzanne Marchand llamó “post-colonial expressionist ethnology” (Marchand, 1997, p. 169). Frobenius incluso publico dos fotos de africanos en la edición original de su El Decamerón negro (1910). 

Y lo mismo hizo Franz Boas, uno de los primeros que recurrió a la fotografía etnográfica, que publicó muchas de ellas junto con dibujos de objetos sagrados y vestidos de chamanes de los aztecas, incas, yakuts e indígenas del noroeste en Primitive Art (1927). 

Las fotos, en particular, tenían la capacidad de añadir detalles, evitar la caricatura y mostrar objetos y personas usando medidas que les sirvieran luego a los científicos para compararlas con otras. Carpentier, por tanto, no era el único interesado en llamar la atención de sus lectores con imágenes fotográficas, que intentaban revelar o naturalizar la alteridad racial, aunque a muchos les pareciera extrañas. De ahí las fotos de los altares tanto en su ensayo como en su novela, que justifica que Anke Birkenmaier dedique varias páginas a describir cada una de ellas, desde el punto de vista de un europeo inmerso en la cultura surrealista (2006, pp. 76-78). 

Para un lector de este tipo que no conozca la religión afrocubana, que no tuviera conocimiento del origen de las fotos y que se equivocara en atribuir un significado de las deidades y objetos que muestra, estas fotos solo podían confirmar ideas erróneas. No obstante, si bien Carpentier no se detiene en el significado de estas fotos en este fragmento de la novela, sí lo hace en el artículo publicado en la revista francesa y otro fragmento del libro que no tiene que ver de forma directa con estas imágenes. En ambos casos su explicación es detallada e intenta instruir al lector sobre la religión de los “negros”, evitando así que los lectores piensen cualquier cosa. 

El artículo y la novela, a pesar de compartir las mismas fotografías se diferencian por el propósito que persiguen. El primero es lo que podríamos llamar un ensayo fotográfico. El segundo es una novela donde lo que prevalece es el placer estético, el punto de vista artístico, las metáforas futuristas y la visión mitopoética de la realidad. 

En la revista francesa aparecen estas imágenes como si fueran trofeos y Carpentier asume la posición del etnólogo que habla con propiedad de lo que conoce, vio y puede explicar mejor que nadie. Sus descripciones y documentos debieron, por eso, impresionar a sus amigos franceses interesados en culturas, objetos etnográficos de países lejanos.  

En el caso de las oraciones como la del Ánima sola, y la de la Virgen de la Caridad del Cobre, Carpentier las traduce y agrega comentarios explicativos, como cuando dice entre paréntesis que la segunda era la “(La Vierge de la Charité du Cuivre, patronne locale des marins et des pêcheurs cubains, représente pour les noirs Yemayá, déesse des eaux et de l’enfantement. Le blanc est sa couleur rituelle)” (Carpentier, 1933a, 45). 

Cualquiera, sin embargo, que lea este comentario y esté familiarizado con el proceso de sincretismo religioso en Cuba, sabrá que la Virgen de la Caridad del Cobre se asocia con Ochún y el color amarillo, no con Yemayá y el color blanco. La foto que muestra Carpentier para ilustrar este punto está en blanco y negro, por lo cual es imposible distinguir a través de ella el color de su capa. 

A esto se suma el hecho de que Carpentier tampoco estuvo allí para verla, aunque a juzgar por la foto el atributo que tiene a un lado es un coral blanco, lo que coincidiría con los objetos que tendría Yemayá, “diosa de las aguas y del parto”. 

En la religión sincrética cubana, Yemayá es representada por la Virgen de Regla. ¿De dónde sale pues la idea de equiparar la Virgen de la Caridad del Cobre con Yemayá? Del mismo artículo de Juan Luis Martín, quien junto con la foto que reproduce Carpentier agrega: “Ochún de los brujeros, algunas veces Yemayá, madre común de los carabalíes o ibos, que importaron en Cuba el ñañiguismo. En el lenguaje, sin mencionarla por su nombre, hay muchas alusiones a la deidad poseidonica de los pueblos de Guinea” (Martín, 1931b) 13). Después de escrito este ensayo fotográfico, no obstante, Carpentier debió cambiar de opinión ya que en su novela asocia la Virgen de la Caridad del Cobre únicamente con “Ochum” (sic) (Carpentier, 2012, p. 144). Esta vez, describe el altar a través de los ojos de Menegildo, quien explica o traduce el significado que tienen los santos africanos en el santoral católico. Afirma:

“Los ojos del mozo quisieron ver las figuras de yeso pintado que se erguían sobre el altar domestico de Salome. Cristo, clavado y sediento, eres Obatalá, dios y diosa, en un mismo cuerpo, que todo lo animas, que estiras palio de estrellas y llevas la nube al rio, que pones pajuelas de oro en los ojos de las bestias, peines de metal en la garganta del sapo, pañuelos de seda morada en el cuello del hombre. Y tú, Santa Barbara, Shangó de Guinea, dios del trueno, de la espada y de la corona de almenas, a quienes algunos creen mujer. Y tú, Virgen de la Caridad del Cobre, suave Ochum, (sic) madre de nadie, esposa de Shangó, a quien Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo vieron aparecer, llevada por medias lunas, sobre la barca que asaltaban las olas. Dijiste: ‘los que crean en mi gran poder estarán libres de toda muerte repentina…, no podrá morderles ningún perro rabioso u otra clase de animal malo…’” (Carpentier, 2012, p. 144).

Tal vez por ello, Carpentier no establece una conexión directa entre la Virgen de la Caridad del Cobre que muestra en la fotografía, y su explicación de la orisha africana, y prefiere dejar un breve comentario, reproducido del párrafo anterior, al pie de la imagen. 

Asimismo, su explicación de la aparición de la virgen en el mar está basada en la oración que también reproduce en su artículo de la revista francesa, una copia de la cual apareció más tarde en la “maleta perdida” que dejó en Europa y hoy día se conserva en la Fundación Alejo Carpentier (Carpentier, 2012, p. 144). 

En esta oración la virgen se la aparece a los tres juanes para salvarlos lo que desde el punto de vista histórico no es cierto, ya que la Virgen de la Caridad del Cobre no se aparece ante los fieles como otras vírgenes del panteón católico, como la de Guadalupe, sino que fue hallada flotando en el mar, y fue recogida por los tres juanes quienes posteriormente la llevaron a tierra. En su narración, por consiguiente, Carpentier privilegia el mito sobre la historia, hace que Menegildo crea, repita y profese la narración popular de la “aparición”, no el hallazgo, porque esta era popular y fue repetida muchas veces en oraciones y estampillas religiosas desde el siglo XIX. De ahí que la fotografía que aparece de la Virgen de la Caridad del Cobre en su novela sea una recreación de esta imagen de los tres juanes. Una virgen con dimensiones agigantadas sobre el bote, que tampoco eran pescadores, ni estaban en una tormenta, sino que habían ido a buscar sal a un cayo de la bahía de Nipe en 1612.[6]

Es su descripción de esta imagen del santoral católico, Carpentier privilegia los datos populares, el mito sobre la realidad porque esta era la forma en la que según afirma, la veía Menegildo, hombre inculto, campesino y creyente, cuyo acercamiento a la realidad era paralógico —ya que no reproducía las verdades aceptadas por los que no eran como él—, y dado sus creencias solo era capaz de repetir formas no racionales del conocimiento. Imágenes donde se yuxtaponían santos que pertenecían a diversas culturas que, como sabía el narrador, nada tenían que ver entre ellos. 

Debo aclarar ahora, que si bien en el sincretismo cubano la Virgen de la Caridad se corresponde con Ochún, tal correspondencia está lejos de ser aceptada por la Iglesia católica, y que en la oración que reproduce Carpentier en su artículo no aparece ninguna marca que indique esta asimilación, o que quienes creen en la virgen vean tras su imagen la deidad africana. En su novela, sin embargo, Carpentier fuerza esta correspondencia al agregar palabras en la oración que no están en la plegaria original, ya que si leemos lo que escribe y traduce en su artículo de esta oración, nos percatamos que el texto está modificado. Dice la plegaria traducida por Carpentier del español al francés:

ne seront pas mordus par les chiens enragés ou autres bêtes mauvaises…Ils seront préservés des accidents; et même quand une femme sera toute seule, elle n’aura jamais peur, car elle ne sera pas poursuivie par les morts ni par les fantômes. Il suffit qu’elle dise ceci: «La Charité et son Fils m’accompagnent…avec les Saints Evangiles et la Croix où il mourut. Amen. Jésus. (Carpentier, 1933a, p. 48)

no podrá morderle ningún perro con rabia, ni ningún animal malo…estarán libres de accidentes y aunque una mujer esté sola no le tendrá nunca miedo a nadie, porque no será perseguida por visiones de ningún muerto ni fantasmas. Será suficiente que diga esto: “La Caridad y su hijo me acompañan… con los Santos Evangelios y la Cruz donde murió. Amén. Jesús” (Carpentier, 1933a, p. 48).

Si comparamos estos fragmentos de la oración con lo que dice Carpentier en la novela, podemos ver que después de afirmar que aunque una mujer este sola, no tendrá miedo a nadie, agrega el narrador: “porque nunca verá visiones de ningún muerto ni cosas malas” ¡Las cosas malas! Menegildo las conocía” (Carpentier, 2012, p. 144 énfasis en el original). Es decir, en lugar de escribir la palabra “fantasma” como aparece en la plegaria, Carpentier escribe “cosas malas” dentro de las comillas, que como dice el editor de la novela, Rafael Rodríguez Beltrán, es un término que no está en la oración (Carpentier, 2012, p. 144). Carpentier lo introduce para conectar la oración católica, que solamente habla de “Caridad”, “santos Evangelios” y de “Jesús” con lo que el autor entiende por “brujería”, ya que en Cuba ambas expresiones son sinónimos para aquellos que ven en la religión afrocubana un poder maligno, con el cual se pueden defender o hacerle daño a un adversario. 

De modo que una vez más, Carpentier altera el texto original para adaptarlo a sus propios intereses. Recrea el texto que inserta en la novela para que le sirva mejor de explicación de lo que él quiere expresar, que es la creencia de Menegildo, sus cofrades y familiares en los poderes ocultos y malignos de los brujos. Lo que equivale a una tergiversación de los contenidos de la religión católica, una manipulación de la verdad y de los documentos etnográficos a través de los cuales intenta darle autoridad al texto, privilegiar un conocimiento sobre los otros, no importa si este conocimiento fuera en contra o escamoteara la fe de los creyentes. 

En resumen, se puede decir que las fotos que Carpentier le pide a la madre que le consiga son las mismas que vio en la revista Orbe ilustrado los artículos de Juan Luis Martín. Estas fotos están estrechamente relacionadas no tanto con la narrativa religiosa que desarrolla en su novela, sino con su propia representación, con la idea de sí mismo que quiere darle al público francés en su artículo para la revista francesa.  

La interconexión de estos textos radica en su funcionalidad como constitutivos del autor-etnógrafo como categoría de autoridad para hablar de estos temas.  Su función es servir de puente con otras culturas en las cuales estaban interesados sus amigos surrealistas. En su caso la imagen fotográfica se lee, o es apropiada como un dispositivo de diferencia cultural, de texto etnográfico que contrasta con la vida burguesa de los europeos. Estas fotos, junto con los otros textos etnográficos que Carpentier saca de los libros de Fernando Ortiz, Ramiro Guerra y otros autores cubanos, pasan por un proceso de adaptación para servir sus propósitos. 

En el caso de la plegaria de la Virgen de la Caridad del Cobre, surge esta tensión al tratar de indicar el sincretismo cultural de los afrocubanos, personificados por Menegildo, quienes buscaban en la escritura católica algo que confirmara sus propias creencias. En uno y otro caso, Carpentier hace que la realidad se ajuste a sus deseos, que los textos que cita se ajusten a sus propósitos como escritor, autorizando su escritura o la forma de comportamiento de sus personajes.




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Notas:
[1] Para un análisis detallado de la relación entre fotografía y antropología en el siglo XIX en Cuba, véase el ensayo de Pedro Marqués de Armas “Fotografía, antropología y esclavitud. Sobre la invención de la imagen del esclavo en la obra de Henri Dumont.” (pp. 77-92). También el conjunto de ensayos titulado Fotografía, antropología y colonialismo (1845-2006), editado por Juan Naranjo.
[2] Para más detalles sobre la vida de Carpentier véase la cronología preparada por Yuri Rodríguez a partir de los trabajos de Araceli García-Carranza y Ana Cairo, en la edición crítica de la novela. 
[3] Para un estudio de la imagen fotográfica en Los negros brujos de Fernando Ortiz, véase el ensayo de Jorge Pavez Ojeda “El retrato de los “negros brujos”. Los archivos visuales de la antropología afrocubana”. 
[4] Para una panorámica general del estudio de la antropología en Cuba véase el ensayo de Gregorio Delgado García “Las primeras cuatro décadas de la Cátedra de Antropología en la Universidad de La Habana” en Cuadernos de historia de la salud pública (2004).
[5] Para más detalles sobre la fascinación con el crimen y la violencia en el surrealismo véase el libro de Jonathan P. Eburne Surrealism and the Art of Crime (2008).
[6] Para más detalles sobre la historia de la Virgen de la Caridad del Cobre puede consultarse el libro de Emilio Cueto sobre la patrona de Cuba.




La sodomía, la enfermedad y los indocubanos - Jorge Camacho

La sodomía, la enfermedad y los indocubanos

Jorge Camacho

Cuando se habla de la conquista de América, pocas veces se piensa en la sexualidad. Los españoles siguieron preocupándose por cierto tipo de transgresiones y acusaron a los indígenas de sodomitas, arrojándolos a los perros como muestra el grabado de Theodore de Bry, o condenándolos a las llamas.