Controlar el relato

El 4 de junio de 1989, el Partido Comunista polaco celebró unas elecciones parcialmente libres que pusieron en marcha una serie de acontecimientos que acabarían por desalojar a los comunistas del poder. Poco después, las manifestaciones callejeras en favor de la libertad de expresión, la rendición de cuentas y la democracia contribuyeron a derribar los regímenes comunistas en Alemania Oriental, Checoslovaquia, Hungría y Rumanía. En pocos años, la propia Unión Soviética dejó de existir.

Ese mismo 4 de junio de 1989, el Partido Comunista chino ordenó al ejército desalojar a miles de estudiantes de la plaza de Tiananmén. Al igual que los europeos del Este, pedían libertad de expresión, rendición de cuentas y democracia. Pero los soldados arrestaron y asesinaron a manifestantes en Pekín y en todo el país, luego persiguieron a los líderes del movimiento de protesta y los obligaron a confesar y retractarse. Algunos pasaron años en prisión. Otros lograron eludir a sus perseguidores y huir del país para siempre.

Tras aquellos hechos, los dirigentes chinos concluyeron que ni siquiera esa respuesta había sido suficiente. Para impedir que la ola democrática que entonces barría Europa occidental se extendiera hacia el Este, se propusieron eliminar no solo a las personas, sino también las ideas que habían inspirado las protestas: el Estado de derecho, la separación de poderes, la libertad de expresión y de reunión, y todos los principios que calificaban como “contaminación espiritual” procedente del mundo democrático. Mucho antes de que Xi Jinping encaminara a China hacia el poder de un solo hombre, los dirigentes chinos comenzaron a utilizar nuevas tecnologías de la información que por entonces empezaban a transformar la política y las conversaciones en todo el mundo.

Incluso mientras ese sistema se estaba construyendo, nadie creía que funcionaría. Si los estadounidenses habían sido ingenuos respecto al papel del comercio en la construcción de la democracia, aún lo eran más respecto a la tecnología. Conviene recordar aquella sala llena de expertos en política exterior que se rieron, en el año 2000, cuando el presidente Clinton dijo que cualquier intento de China de controlar Internet sería como “tratar de clavar gelatina a la pared”. Libros con títulos como Here Comes Everybody o Virtuous Reality sostenían que Internet provocaría un auge de la autoorganización, incluso un renacimiento cultural. Todavía en 2012, un crítico de The New York Times podía burlarse de la idea —expresada en un libro mío— de que Internet podría convertirse en una herramienta de control. “Vladimir Putin quizá acabe por darle la razón”, escribió Max Frankel sobre mí, “pero hasta ahora, en este siglo, la tecnología se ha convertido en una defensa bienvenida frente a la tiranía”.

Mientras nosotros seguíamos entusiasmados con las múltiples formas en que Internet difundiría la democracia, los chinos estaban diseñando el sistema conocido a veces como el Gran Cortafuegos de China. Ese nombre, pese a su atractivo eco histórico, resulta engañoso. “Cortafuegos” suena a objeto físico, y el sistema chino de gestión de Internet —en realidad, de gestión de la conversación— comprende muchos elementos distintos, empezando por un complejo entramado de bloqueos y filtros que impiden a los usuarios ver determinadas palabras y expresiones. Entre ellas figuran, como es sabido, “Tiananmén”, “1989” y “4 de junio”, aunque hay muchas más. 

En el año 2000, un conjunto de normas llamado Medidas para la gestión de los comentarios en Internetprohibió una gama extraordinariamente amplia de contenidos, incluidos aquellos que “pongan en peligro la seguridad nacional, revelen secretos de Estado, subviertan al gobierno, socaven la unidad nacional” o “perjudiquen el honor y los intereses del Estado”, es decir, cualquier cosa que no gustara a las autoridades. Se permitió que las redes sociales chinas prosperaran, pero solo en cooperación con los servicios de seguridad, que las diseñaron desde el principio para facilitar la vigilancia de los usuarios.

Las empresas extranjeras colaboraron, lanzándose inicialmente a este nuevo mercado de seguridad del mismo modo que lo habían hecho antes con los mercados financieros postsoviéticos. En un momento dado, Microsoft modificó su software de blogs para adaptarlo a los protocolos del Gran Cortafuegos. Yahoo accedió a firmar un “compromiso público de autodisciplina”, asegurando que los términos prohibidos no aparecieran en sus búsquedas. Cisco Systems, otra empresa estadounidense, vendió a China equipamiento por valor de cientos de millones de dólares, incluida tecnología capaz de bloquear el acceso a sitios web vetados. 

Cuando escribí sobre estas ventas en 2005, un portavoz me dijo que se trataba de “la misma tecnología que utiliza su biblioteca local para bloquear la pornografía”, y añadió: “No estamos haciendo nada ilegal”. Harry Wu, el fallecido activista chino de derechos humanos, me contó que había sabido por representantes de Cisco en China que la empresa tenía contratos para suministrar tecnología a los departamentos de policía de al menos treinta y una provincias.

Pero, como en tantos otros ámbitos, China absorbió la tecnología que necesitaba y después apartó a las empresas extranjeras. Google luchó por cumplir las normas del Gran Cortafuegos hasta que se rindió en 2010, tras un ciberataque orquestado por el Ejército Popular de Liberación. Más tarde, la empresa trabajó en secreto en una versión de su motor de búsqueda compatible con la censura china, pero también abandonó ese proyecto tras las protestas de su personal y las críticas públicas en 2018. China prohibió Facebook en 2009 e Instagram en 2014. TikTok, aunque fue creada por una empresa china, nunca ha sido autorizada a operar en el país.

El régimen chino amplió también su red más allá del ciberespacio, aprendiendo a combinar los sistemas de rastreo en línea con otras herramientas de represión, como cámaras de seguridad, inspecciones policiales y detenciones. La versión más sofisticada de este sistema combinado opera hoy en Xinjiang, la provincia habitada por la minoría musulmana uigur. 

Tras una serie de protestas políticas en 2009, el Estado comenzó no solo a arrestar y detener a uigures, sino también a experimentar con nuevas formas de control, tanto en línea como fuera de ella. Se obligó a los uigures a instalar en sus teléfonos las llamadas “aplicaciones niñera”, que buscan constantemente “virus ideológicos”, entre ellos versículos coránicos y referencias religiosas, así como declaraciones sospechosas en cualquier forma de correspondencia. 

Estas aplicaciones pueden registrar la compra de libros digitales y rastrear la ubicación del usuario, enviando la información a la policía. También detectan comportamientos inusuales: cualquiera que descargue una red privada virtual, que permanezca desconectado de forma prolongada o cuyo hogar consuma demasiada electricidad (posible indicio de un huésped secreto) puede despertar sospechas. Se emplean además tecnologías de reconocimiento de voz e incluso pruebas de ADN para vigilar dónde caminan, conducen o compran los uigures.

Con el tiempo, este sistema podría extenderse a toda China, donde cientos de millones de cámaras de seguridad ya vigilan los espacios públicos. La inteligencia artificial y los programas de reconocimiento facial identifican a las personas que pasan frente a las cámaras, vinculándolas al instante con la información obtenida de sus teléfonos, redes sociales y otras fuentes. Un sistema de “crédito social” conecta ya una enorme cantidad de bases de datos, elaborando listas negras de quienes infringen las normas. A veces este entramado se describe con el eufemismo “tecnología de ciudad segura”, como si su único propósito fuera mejorar el tráfico; en efecto, también sirve para eso.

Pero la seguridad está lejos de ser su único objetivo. El periodista tecnológico Ross Andersen escribió en The Atlantic que pronto “los algoritmos chinos podrán enlazar puntos de datos procedentes de una amplia variedad de fuentes —registros de viajes, amistades, hábitos de lectura, compras— para prever la resistencia política antes de que ocurra”. Con cada nuevo avance, con cada desarrollo en inteligencia artificial, China se acerca más a su propio santo grial: un sistema capaz de eliminar no solo las palabras “democracia” y “Tiananmén” de Internet, sino también el pensamiento que lleva a las personas a convertirse en activistas democráticos o a participar en protestas públicas en la vida real.

Otros países podrían seguir el ejemplo. La “tecnología de ciudad segura”, los sistemas de vigilancia y la inteligencia artificial han sido vendidos por el gigante tecnológico chino Huawei a Pakistán, Brasil, México, Serbia, Sudáfrica y Turquía. 

Una rama de los servicios de seguridad de Malasia cerró un acuerdo con una empresa china cuya tecnología de inteligencia artificial le permitirá comparar, en tiempo real, imágenes de cámaras con las de una base de datos central. Singapur ha adquirido una gama similar de productos y ha anunciado incluso planes para instalar cámaras con reconocimiento facial en cada farola de la ciudad-Estado. 

El presidente Mnangagwa compró tecnología de reconocimiento facial para Zimbabue, supuestamente con el propósito de diseñar “aplicaciones de seguridad inteligente en aeropuertos y estaciones de tren y autobús”, pero con un evidente potencial de control político.

Es cuestión de tiempo que estas ideas se extiendan aún más y tienten también a los dirigentes de las democracias. Algunos elementos de la llamada “tecnología de ciudad segura” pueden, en efecto, contribuir a combatir el crimen, y muchos países democráticos experimentan ya con ellos. 

Las democracias —sobre todo las híbridas— son perfectamente capaces de desplegar su propia tecnología de vigilancia, utilizándola no solo contra criminales o terroristas reales, sino también contra críticos y opositores políticos. 

El programa espía Pegasus, diseñado por la empresa israelí NSO, se ha empleado para rastrear a periodistas, activistas y adversarios políticos en Hungría, Kazajistán, México, India, Baréin y Grecia, entre otros países. 

En 2022, el gobierno polaco de entonces, dirigido por el partido nacional-populista Ley y Justicia, instaló el software Pegasus en los teléfonos de varios amigos y colegas míos, todos ellos vinculados a la que entonces era la oposición política. 

El debate sobre qué información debía o no conservar el gobierno estadounidense acerca de sus ciudadanos se convirtió, en 2013, en un escándalo internacional cuando Edward Snowden, contratista de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), reveló los métodos y tácticas de la agencia y, al mismo tiempo, publicó miles de documentos que detallaban operaciones militares estadounidenses en todo el mundo. Snowden huyó a Rusia, donde permanece.

Existen diferencias importantes entre la forma en que estas historias se desarrollan en las democracias y en las dictaduras. Las filtraciones de Snowden fueron ampliamente debatidas. Los periodistas ganaron premios Pulitzer por investigarlas. En Polonia, el escándalo del software espía Pegasus acabó saliendo a la luz y fue investigado, primero por los medios y después por una comisión parlamentaria. Si nunca ha estallado un escándalo similar en China, Rusia, Irán o Corea del Norte, es porque no existen comités legislativos ni medios libres que puedan desempeñar ese papel.

Aun así, el uso que hace el mundo democrático de programas espía y sistemas de vigilancia ayuda a las autocracias a justificar sus propios abusos de estas tecnologías. A medida que más países adopten estos sistemas, las objeciones éticas y morales tenderán a desvanecerse. China exporta estas tecnologías por motivos comerciales y quizá también de espionaje, pero además porque su expansión sirve para justificar su uso dentro del país: cuantas menos objeciones haya a la vigilancia masiva fuera de China, menor será el riesgo de que se escuchen críticas dentro de ella. 

Los dictadores, partidos políticos y élites que dependan de la tecnología avanzada china para controlar a sus poblaciones pueden empezar a sentir cierta obligación de alinearse políticamente con China, o incluso la necesidad de hacerlo para mantenerse en el poder. “Cuanto más consiga China que los modelos de gobernanza de otros países se ajusten al suyo propio”, sostiene Steven Feldstein, experto en tecnología digital, “menor será la amenaza que esos países representen para su hegemonía”.

Sin embargo, ni siquiera las formas más sofisticadas de vigilancia ofrecen garantías. Durante los años de la pandemia, el gobierno chino impuso los controles más severos sobre la movilidad física que la mayoría de los chinos había experimentado jamás. Millones de personas fueron obligadas a permanecer, o incluso encerradas, en sus casas; un número incalculable fue enviado a centros de cuarentena estatales. Aun así, el confinamiento provocó las protestas más airadas y vigorosas vistas en China en muchos años. 

Jóvenes que nunca habían asistido a una manifestación, y que no tenían recuerdo alguno de Tiananmén, se reunieron en las calles de Pekín y Shanghái en el otoño de 2022 para hablar de libertad de movimiento y libertad de expresión. En Xinjiang —donde los confinamientos fueron los más largos y duros de toda China, y donde el control de Internet es el más profundo y completo— la gente salió a la calle y entonó el himno nacional chino, subrayando un verso de su letra: “¡Levantaos, los que os negáis a ser esclavos!”. Los vídeos de aquellas escenas circularon ampliamente, porque el software espía y los filtros no identificaron el himno nacional como una forma de disidencia.

La lección era inquietante: incluso en un Estado donde la vigilancia parece total, la experiencia de la tiranía y la injusticia puede siempre radicalizar a la población. La ira contra el poder arbitrario lleva inevitablemente a algunos a imaginar otro sistema, una forma mejor de organizar la sociedad. La fuerza de aquellas manifestaciones, y la rabia más amplia que reflejaban, bastaron para asustar a las autoridades chinas, que levantaron las cuarentenas y permitieron la propagación del virus. Las muertes que siguieron resultaron preferibles al enojo y la protesta pública.

También podrían haberse extraído lecciones más amplias. 

Al igual que las manifestaciones contra Putin en Rusia en 2011 o las enormes protestas callejeras en Caracas unos años después, las de China en 2022 ofrecieron a los regímenes autocráticos una razón más para proyectar sus mecanismos represivos hacia el exterior, hacia el mundo democrático. 

Si las personas se sienten atraídas por la imagen de los derechos humanos, por el lenguaje de la democracia, por el sueño de la libertad, entonces esas ideas deben ser envenenadas. Y eso requiere no solo vigilancia, ni simplemente un sistema político que se defienda de las ideas liberales, sino también un plan ofensivo: un relato capaz de dañar la idea misma de democracia, allí donde esta exista, en cualquier lugar del mundo.



En el siglo XX, la propaganda de los partidos comunistas era abrumadora e inspiradora, o al menos lo pretendía ser. Carteles, obras de arte, películas y periódicos retrataban un futuro brillante e idealizado, lleno de fábricas relucientes, productos abundantes, obreros entusiastas y conductores de tractores saludables. La arquitectura estaba pensada para imponer respeto; la música, para intimidar; los espectáculos públicos, para provocar asombro. En teoría, los ciudadanos debían sentir entusiasmo, inspiración y esperanza. En la práctica, este tipo de propaganda acababa por volverse en su contra, ya que la gente podía comparar lo que veía en carteles y películas con una realidad mucho más pobre.

Algunas autocracias aún se presentan ante sus ciudadanos como Estados modélicos. Los norcoreanos, célebres por ello, celebran inmensos desfiles militares con exhibiciones gimnásticas y enormes retratos de su líder, muy al estilo estalinista. Pero muchos de los propagandistas han aprendido de los errores del siglo XX. Ya no ofrecen a sus ciudadanos una visión utópica ni los inspiran a construir un mundo mejor. En cambio, les enseñan a ser cínicos y pasivos, porque —según ellos— no existe un mundo mejor que construir. Su objetivo es convencer a la población de que se ocupe solo de sus asuntos, se mantenga al margen de la política y nunca espere una alternativa democrática: Nuestro Estado podrá ser corrupto, pero todos los demás también lo son. Puede que no te guste nuestro líder, pero los otros son peores. Puede que no te guste nuestra sociedad, pero al menos somos fuertes, mientras que el mundo democrático es débil, degenerado, dividido y moribundo.

En lugar de presentar a China como una sociedad perfecta, la propaganda moderna dentro del país busca inculcar el orgullo nacionalista, apoyado en la experiencia real de desarrollo económico y redención nacional. El régimen chino también contrapone su propio “orden” al caos o la violencia de las democracias. Los medios chinos ridiculizaron la respuesta estadounidense a la pandemia con un vídeo animado que terminaba mostrando a la Estatua de la Libertad conectada a un gotero. 

Más tarde, el Global Times escribió que muchos chinos consideraban la insurrección del 6 de enero como “karma” y “retribución”: “Ante escenas como esas, muchos chinos recordarán naturalmente que Nancy Pelosi calificó en su día de ‘hermosa’ la violencia de los manifestantes de Hong Kong”. (Pelosi, por supuesto, había elogiado las manifestaciones pacíficas, no la violencia). 

A los ciudadanos chinos también se les dice que esas fuerzas del caos pretenden desestabilizar sus vidas, y se les anima a combatirlas en una “guerra del pueblo” contra la influencia o el espionaje extranjero: “Las fuerzas hostiles del exterior han trabajado muy duro, y [nosotros] nunca debemos bajar la guardia en materia de seguridad nacional”.

Los rusos, por su parte, oyen aún menos sobre lo que ocurre en sus propias ciudades. En cambio, reciben un flujo constante de noticias sobre la supuesta decadencia de lugares que no conocen y que, en su mayoría, jamás han visitado: Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Suecia, Polonia… países que se presentan como focos de degeneración, hipocresía y rusofobia. 

Un estudio sobre la televisión rusa entre 2014 y 2017 reveló que las tres principales cadenas del país —todas controladas por el Estado— emitían una media de dieciocho noticias negativas sobre Europa cada día. Algunas eran evidentemente inventadas (¡Los gobiernos europeos están robando hijos a familias heterosexuales para entregárselos a parejas homosexuales!), pero incluso las historias verdaderas se seleccionaban de forma interesada para reforzar la idea de que la vida cotidiana en Europa es aterradora y caótica, que los europeos son débiles e inmorales, y que la Unión Europea es, según el caso, dictatorial e intervencionista o está a punto de desintegrarse. El objetivo es evidente: impedir que los rusos se identifiquen con Europa, como lo hacían en otro tiempo.

Si acaso, la representación de Estados Unidos ha sido aún más teatral. A los estadounidenses, que rara vez piensan en Rusia, les sorprendería saber cuánto tiempo dedica la televisión estatal rusa a las guerras culturales de Estados Unidos, en especial a los debates sobre género. 

El propio Putin ha mostrado una inquietante familiaridad con las discusiones de Twitter sobre los derechos de las personas transgénero, expresando irónicamente su simpatía por quienes —según él— han sido “cancelados”. 

En parte, se trata de demostrar a los rusos que no hay nada que admirar en el mundo liberal y democrático. Pero también es el modo en que Putin construye alianzas entre su público interno y sus partidarios en Europa y Norteamérica, donde cuenta con seguidores en la extrema derecha autoritaria, habiendo convencido a ciertos conservadores ingenuos de que Rusia es un “Estado cristiano blanco”. 

En realidad, Rusia tiene una asistencia muy baja a los oficios religiosos, permite el aborto y posee una población multiétnica con millones de ciudadanos musulmanes. La región autónoma de Chechenia, que forma parte de la Federación Rusa, se rige parcialmente por elementos de la ley sharía y ha detenido y asesinado a hombres homosexuales en nombre de la pureza islámica. El Estado ruso, además, hostiga y reprime muchas formas de religión ajenas a la Iglesia Ortodoxa Rusa oficial, incluidos los protestantes evangélicos.

La imagen de Rusia como líder de una alianza de Estados fuertes y tradicionales frente a las democracias débiles ha conseguido, no obstante, algunos adeptos en Estados Unidos. 

Los nacionalistas blancos que marcharon en la tristemente célebre manifestación de Charlottesville —que acabó en violencia en 2017— corearon, entre otros lemas, “Rusia es nuestra amiga”. 

Los rusos participan en organizaciones internacionales que dicen promover los valores cristianos o tradicionales, y se sospecha que financian algunas de ellas de forma encubierta. Putin envía mensajes periódicos a este electorado: “Defiendo el enfoque tradicional de que una mujer es una mujer, un hombre es un hombre, una madre es una madre y un padre es un padre”, declaró en una rueda de prensa en diciembre de 2023, casi como si eso justificara la guerra en Ucrania. 

Poco antes de esa conferencia, el Estado ruso había prohibido lo que denominó el “movimiento internacional LGBTQ+” por considerarlo una forma de “extremismo”, y la policía comenzó a realizar redadas en bares gay.

Esta manipulación de las emociones relacionadas con los derechos de los homosexuales y el feminismo se ha imitado ampliamente en todo el mundo autocrático. Yoweri Museveni, presidente de Uganda desde hace más de tres décadas, promulgó también una “ley antihomosexualidad” en 2014, que imponía la cadena perpetua a las parejas del mismo sexo que se casaran y penalizaba la “promoción” de un estilo de vida homosexual. 

Al enfrentarse a los derechos de los homosexuales, logró consolidar a sus partidarios internos y, al mismo tiempo, neutralizar las críticas extranjeras a su régimen. Acusó a las democracias de practicar un “imperialismo social”: “Los forasteros no pueden dictarnos; este es nuestro país”, proclamó. 

Viktor Orbán, primer ministro de Hungría —un Estado híbrido e iliberal—, también esquiva el debate sobre la corrupción en su país ocultándose tras una guerra cultural. Ha fingido que la tensión constante entre su gobierno y el de Estados Unidos se debe a cuestiones de religión y género, cuando en realidad la mala relación proviene de los profundos vínculos financieros y políticos de Orbán con Rusia y China.

Otros autócratas monopolizan la conversación nacional acaparando para sí toda la atención posible. Hugo Chávez aparecía constantemente en la televisión venezolana, interrumpiendo la programación regular y dominando todos los canales de radio y televisión al mismo tiempo. Los domingos conducía un programa de varias horas, Aló Presidente, durante el cual ofrecía a los espectadores interminables monólogos sobre política o deportes, además de anécdotas personales y canciones. A veces invitaba a celebridades a acompañarle, entre ellas Naomi Campbell y Sean Penn. En cierto modo, su monopolio sobre la conversación nacional anticipó la campaña electoral de Donald Trump en 2016, aunque Trump utilizó las redes sociales, no la televisión, para dominar el debate público. Ambos hombres mintieron repetidamente, y de manera descarada, como también lo hacen otros dictadores contemporáneos. 

La politóloga Lisa Wedeen ha observado que el régimen sirio difunde mentiras tan absurdas que resulta imposible creerlas —por ejemplo, que Siria, en plena guerra civil, era un excelente destino turístico—. Estas “ficciones nacionales”, concluía, no pretendían convencer a nadie, sino demostrar el poder de quienes las inventaban. A veces, el objetivo no es hacer que la gente crea una mentira, sino lograr que tema al mentiroso.

Esto también supone una ruptura con el pasado. Los dirigentes soviéticos mentían, pero intentaban que sus falsedades parecieran verosímiles. Como Kruschev en la ONU, se enfadaban cuando alguien los acusaba de mentir y respondían con pruebas falsas o contraargumentos. En la Rusia de Putin, la Siria de Asad o la Venezuela de Maduro, los políticos y los presentadores de televisión juegan un juego distinto. Mienten constantemente, de forma flagrante y evidente. Pero cuando son desenmascarados, no se molestan en ofrecer explicaciones. 

Cuando las fuerzas controladas por Rusia derribaron el vuelo 17 de Malaysia Airlines sobre Ucrania en 2014, el gobierno ruso no solo lo negó, sino que difundió múltiples versiones, plausibles e inverosímiles: culpó al ejército ucraniano, a la CIA o a un oscuro complot en el que se habrían colocado 298 cadáveres en un avión para simular un accidente y desacreditar a Rusia.

Esta táctica —la llamada “manguera de falsedades”— no genera indignación, sino nihilismo. Ante tantas explicaciones contradictorias, ¿cómo saber qué ocurrió realmente? ¿Y si nunca puedes saberlo? Si no comprendes lo que sucede a tu alrededor, no te unirás a un gran movimiento democrático, ni seguirás a un líder que diga la verdad, ni escucharás a quien hable de un cambio político positivo. En lugar de eso, te alejarás de la política por completo. Los autócratas tienen un enorme incentivo para difundir esa desesperanza y ese cinismo, no solo en sus propios países, sino en todo el mundo.



En una cena celebrada en Múnich en febrero de 2023, me encontré sentada frente a un diplomático europeo que acababa de regresar de África. Había conversado allí con algunos estudiantes y se había quedado sorprendido por lo poco que sabían —o les importaba— la guerra en Ucrania. Repetían los argumentos rusos de que los ucranianos son “nazis”, culpaban a la OTAN de la invasión y, en general, empleaban el mismo lenguaje que se escucha cada noche en los informativos rusos. El diplomático no salía de su asombro. Buscaba explicaciones: tal vez fuera una herencia del colonialismo, o el resultado del desinterés occidental por el Sur Global. Quizá se tratara simplemente de la larga sombra de la Guerra Fría. Negó con la cabeza.

Como tantos europeos y estadounidenses que intentan explicar el mundo únicamente a partir de su propia experiencia, había pasado por alto la explicación más simple y evidente. La historia de cómo los africanos —así como muchos latinoamericanos, asiáticos e incluso numerosos estadounidenses y europeos— han acabado repitiendo la propaganda rusa sobre Ucrania no es, ante todo, una historia sobre el pasado colonial europeo. Tiene que ver, más bien, con los esfuerzos sistemáticos de China por comprar o influir en los medios de comunicación y en las élites de todo el mundo; con campañas de propaganda rusa cuidadosamente diseñadas, amplificadas tanto por miembros de la extrema derecha estadounidense y europea —pagados o no—; y, cada vez más, con los intentos de otras autocracias que se suman a esas redes, utilizando las mismas tácticas y el mismo lenguaje para promover sus propios regímenes antiliberales, a menudo con el fin de lograr un control narrativo similar. La retórica antidemocrática se ha globalizado.

Tal vez porque es la autocracia más rica, y tal vez porque sus dirigentes realmente creen tener una buena historia que contar, China ha hecho el mayor esfuerzo por proyectarse ante el mundo, actuando en el mayor número de países y utilizando la gama más amplia de canales. 

El analista Christopher Walker ha acuñado el término “poder punzante” (sharp power) —ni poder “duro” militar ni poder “blando” cultural— para describir las campañas de influencia china que hoy se hacen sentir en distintos ámbitos de la cultura, los medios, la academia e incluso el deporte. 

Muchas de estas campañas están coordinadas por el Frente Unido, el principal instrumento de influencia del Partido Comunista chino, que crea programas educativos y de intercambio, trata de controlar a las comunidades chinas en el exilio, promueve cámaras de comercio chinas y, de manera más conocida, administra los Institutos Confucio, instalados en centros académicos de todo el mundo. 

Inicialmente percibidos como entidades culturales inofensivas —no muy diferentes del Instituto Goethe del gobierno alemán o de la Alianza Francesa—, los Institutos Confucio fueron bien recibidos por muchas universidades porque ofrecían clases y profesores de lengua china a bajo coste o de manera gratuita. Con el tiempo, sin embargo, comenzaron a despertar sospechas al vigilar a los estudiantes chinos en universidades estadounidenses, bloquear debates públicos sobre el Tíbet o Taiwán y, en algunos casos, modificar la enseñanza de la historia y la política chinas para adaptarlas al relato oficial de Pekín. Aunque en gran parte han sido desmantelados en Estados Unidos, los Institutos Confucio prosperan en muchos otros lugares: solo en África existen varias decenas.

Estas operaciones más sutiles se refuerzan con la enorme inversión de China —estimada entre 7.000 y 10.000 millones de dólares— en medios de comunicación internacionales. La agencia de noticias Xinhua, la cadena China Global Television Network (CGTN), China Radio International y el portal China Daily reciben una importante financiación estatal, cuentan con cuentas en redes sociales en múltiples idiomas y regiones, y venden, comparten o promocionan su contenido. 

Sus servicios de noticias y vídeos son producidos profesionalmente, fuertemente subvencionados, cuestan menos que sus equivalentes occidentales y siempre muestran a China y a sus aliados bajo una luz favorable. Cientos de medios en Europa, Asia y África utilizan sus materiales, incluidos muchos en África, desde Kenia y Nigeria hasta Egipto y Zambia. Su centro regional se encuentra en Nairobi, donde contratan a destacados periodistas locales y producen contenido en lenguas africanas, además de árabe, inglés, francés, español, ruso y chino.

Por ahora, no son muchos los que ven estos canales de propiedad china, cuyo contenido resulta previsible y a menudo aburrido. Pero las formas más suaves de televisión china están ganando terreno poco a poco. StarTimes, una empresa de televisión por satélite semiprivada y vinculada a China, cuenta ya con más de trece millones de suscriptores en treinta países africanos. 

StarTimes resulta barata para los consumidores —cuesta solo unos pocos dólares al mes— y da prioridad al contenido chino, no solo informativo, sino también películas de kung-fu, telenovelas y partidos de la Superliga china de fútbol, con diálogos y comentarios traducidos al hausa, suajili y otras lenguas africanas. El contenido occidental está disponible en el satélite, pero tiene un coste adicional. 

StarTimes también ha adquirido una participación en una empresa sudafricana de televisión por satélite y ha establecido una alianza con un canal estatal de Zambia. De este modo, incluso el entretenimiento puede vehicular mensajes favorables a China.

A diferencia de gran parte de los medios occidentales, estos canales cooperan no solo entre sí, sino directamente con el gobierno chino. China no separa la propaganda, la censura, la diplomacia y los medios en compartimentos distintos ni los considera actividades diferentes, ya sea dentro o fuera del país. 

La presión legal sobre medios extranjeros, el bloqueo de sitios web foráneos, las operaciones de acoso en línea contra periodistas extranjeros o los ciberataques pueden desplegarse todos como parte de una sola operación, destinada a socavar a una organización concreta o a promover un relato determinado. 

El Partido Comunista chino utiliza asociaciones estudiantiles y grupos comerciales para transmitir mensajes, ofrece cursos de formación o becas a periodistas locales, e incluso proporciona teléfonos y ordenadores portátiles. Todo esto forma parte de una estrategia bien definida: los propagandistas chinos prefieren que sus puntos de vista aparezcan en la prensa local, firmados por autores locales. A esta práctica la llaman “tomar prestados barcos para llegar al mar”.

Con ese mismo espíritu, los chinos cooperan —tanto de forma abierta como discreta— con los medios de comunicación de otras autocracias. Telesur, creada durante la era de Chávez, es en teoría una cadena multinacional, pero en la práctica tiene su sede en Caracas y sus principales socios son Nicaragua y Cuba. 

Parte del contenido de Telesur parece destinado a atraer a un público regional de tendencia izquierdista —por ejemplo, sus frecuentes ataques a Monsanto, la gran multinacional agrícola—. También incorpora fragmentos seleccionados de noticias extranjeras procedentes de sus socios, con titulares que, presumiblemente, tienen escaso atractivo en América Latina: “Las maniobras militares conjuntas entre Estados Unidos y Armenia socavan la estabilidad regional” o “Rusia no tiene planes expansionistas en Europa”, ambas noticias tomadas directamente de la agencia Xinhua en 2023. 

Para quienes deseen contenidos similares en otro formato, Irán ofrece HispanTV, la versión en español de PressTV, su servicio internacional, que se inclina más abiertamente hacia el antisemitismo y la negación del Holocausto. Un titular de marzo de 2020 afirmaba: “El nuevo coronavirus es el resultado de un complot sionista”. España prohibió HispanTV y Google la bloqueó en YouTube, pero el canal sigue siendo fácilmente accesible en toda América Latina, del mismo modo que Al-Alam, la versión árabe de PressTV, está ampliamente disponible en Oriente Medio.

RT —Russia Today— tiene un perfil más destacado que Telesur o PressTV y, en África, mantiene vínculos más estrechos con China. Tras ser retirada de las redes de satélite a raíz de la invasión de Ucrania, RT desapareció temporalmente de muchos países africanos. Pero cuando el satélite chino StarTimes la incorporó, volvió a emitirse y empezó de inmediato a establecer oficinas y contactos en todo el continente, especialmente en países gobernados por autócratas deseosos de imitar y amplificar los mensajes rusos “tradicionales” antioccidentales y anti-LGBT, y que aprecian su ausencia de periodismo crítico o de investigación. 

Aunque el gobierno argelino ha hostigado a los reporteros de France 24, la cadena internacional francesa, RT parece ser bienvenida ahora en Argel. En Sudáfrica se está construyendo una sede regional. RT Actualidad y RT Arabic buscan llegar al público de América Latina y Oriente Medio.

Sin embargo, el verdadero propósito de RT no reside necesariamente en el canal de televisión en sí. RT, al igual que PressTVTelesur o incluso CGTN de China, funciona más bien como un escaparate, una planta de producción y una fuente de clips de vídeo que pueden difundirse a través de la red social —y humana— que los rusos y otros han construido con ese fin. 

Los estadounidenses recibieron una lección acelerada sobre el funcionamiento de esa red en 2016, cuando la Internet Research Agency, con sede en San Petersburgo y dirigida entonces por el fallecido Yevgueni Prigozhin (más tarde célebre por liderar una rebelión de mercenarios), difundió material destinado a confundir a los votantes estadounidenses. 

Cuentas de Facebook y Twitter controladas por Rusia, que se hacían pasar por estadounidenses, promovieron consignas antiinmigración en beneficio de Donald Trump, así como falsas cuentas de Black Lives Matter que atacaban a Hillary Clinton desde la izquierda. También fabricaron histeria antimusulmana en lugares con muy pocos musulmanes, llegando incluso a crear un grupo en Facebook llamado Secured Borders que logró alimentar un movimiento antirrefugiados en Twin Falls, Idaho.

Desde 2016, este tipo de tácticas se ha extendido. Hoy en día, las oficinas de Xinhua y RT en África, junto con Telesur y PressTV, producen noticias, consignas, memes y narrativas que promueven la visión del mundo desde la autocracia. Luego, estos contenidos son repetidos y amplificados por redes auténticas e inauténticas en numerosos países, traducidos a múltiples idiomas y adaptados a los mercados locales. La mayoría del material producido no es sofisticado, pero tampoco resulta costoso.

Los políticos, “expertos” y grupos mediáticos que lo utilizan son tanto reales como falsos; estos últimos suelen ocultar su propiedad mediante las mismas leyes corporativas flexibles que utilizan las empresas cleptocráticas. En lugar de lavado de dinero, se trata de lavado de información. El objetivo es difundir las mismas narrativas que los autócratas emplean en sus propios países: asociar la democracia con la degeneración y el caos, socavar las instituciones democráticas y desacreditar no solo a los activistas que la promueven, sino al sistema en su conjunto.



El 24 de febrero de 2022, cuando Rusia invadió Ucrania, relatos fantásticos sobre una supuesta guerra biológica comenzaron a propagarse por internet. Portavoces de los ministerios ruso de Defensa y de Asuntos Exteriores declararon solemnemente que laboratorios biológicos secretos financiados por Estados Unidos en Ucrania habían estado realizando experimentos con virus de murciélago. 

La historia era infundada —por no decir absurda— y fue desmentida repetidamente. Aun así, una cuenta estadounidense de Twitter vinculada a la red conspirativa QAnon, @WarClandestine, comenzó a difundirla, acumulando miles de retuits y visualizaciones. 

La etiqueta #biolab se hizo tendencia en Twitter y superó los nueve millones de visualizaciones. Incluso después de que la cuenta fuera suspendida —y se descubriera que pertenecía a un veterano de la Guardia Nacional del Ejército—, la gente siguió compartiendo capturas de pantalla. Una versión de la historia apareció en el sitio web Infowars, creado por Alex Jones, quien fue condenado por promover teorías conspirativas sobre el tiroteo escolar de Sandy Hook. 

Tucker Carlson, entonces aún presentador en Fox News, emitió fragmentos de un general ruso y de un portavoz chino repitiendo la acusación, y exigió al gobierno de Biden que “dejara de mentir y nos dijera qué está ocurriendo realmente”.

Los medios estatales chinos, respaldados por su gobierno, también se volcaron con fuerza en la historia. Un portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores chino repitió las declaraciones de sus colegas rusos, afirmando que Estados Unidos controlaba veintiséis laboratorios biológicos en Ucrania: “Rusia ha descubierto durante sus operaciones militares que Estados Unidos utiliza estas instalaciones para ejecutar planes biomilitares”. 

Xinhua publicó varios titulares: “Los laboratorios biológicos dirigidos por Estados Unidos suponen una amenaza potencial para el pueblo de Ucrania y más allá” y “Rusia insta a Estados Unidos a explicar el propósito de los laboratorios biológicos en Ucrania”. Aunque los diplomáticos estadounidenses desmintieron con firmeza estas afirmaciones, los chinos continuaron difundiéndolas. Lo mismo hicieron los medios asiáticos, africanos y latinoamericanos con acuerdos de intercambio de contenido con China. Y lo mismo hicieron TelesurPressTV y los distintos servicios en varios idiomas de RT.

China tenía un interés claro en esta historia, ya que enturbiaba los hechos recientes y la liberaba de la presión de investigar sus propios laboratorios biológicos de riesgo, incluido el de Wuhan, que podría haber sido el verdadero origen de la pandemia de la COVID-19. 

La red QAnon —cuyos adeptos suelen difundir teorías conspirativas contra las vacunas— también pudo verse atraída por una teoría de guerra biológica que encajaba perfectamente en su falso relato sobre la supuesta mala praxis médica estadounidense. 

Sin embargo, estas tres fuentes —rusa, china y la extrema derecha estadounidense— convergen además en muchos otros temas. Tras la invasión de Ucrania, repitieron toda la gama de propaganda rusa sobre la guerra, desde la descripción de los ucranianos como “nazis” hasta la afirmación de que Ucrania es un Estado títere controlado por la CIA. Estos mensajes reaparecieron, unos cuantos eslabones más abajo de la cadena informativa, en medios y redes sociales de África, Asia y América Latina.

Esta colaboración resultó eficaz. Contribuyó a socavar el esfuerzo liderado por Estados Unidos para generar solidaridad internacional con Ucrania y aplicar sanciones contra Rusia. En el propio Estados Unidos, debilitó el intento del gobierno de Biden de consolidar la opinión pública. 

Según una encuesta, una cuarta parte de los estadounidenses creía que la teoría conspirativa sobre los laboratorios biológicos era cierta. Rusia y China, con la ayuda de algunos estadounidenses y europeos, crearon una cámara de eco internacional en la que los venezolanos, los iraníes y muchos otros desempeñaban papeles secundarios. 

Cualquiera dentro de esa cámara de resonancia habría escuchado la teoría conspirativa de los laboratorios biológicos en numerosas ocasiones, siempre procedente de fuentes distintas, cada una repitiendo y reforzando a las demás hasta crear una apariencia de verosimilitud.

Incluso algunos fuera de esa cámara de eco —o aquellos cuyos medios de referencia no tenían acuerdos de intercambio de contenido con Xinhua— también oyeron la historia, gracias a otras vías más clandestinas que las autocracias emplean para amplificar sus mensajes.

Una de esas vías pasa por organizaciones como Pressenza, un sitio web fundado en Milán y trasladado a Ecuador en 2014. Pressenza publica en ocho idiomas y se presenta como “una agencia internacional de noticias dedicada a la paz y la no violencia”; de hecho, publicó un artículo sobre los laboratorios biológicos en Ucrania. 

Pero, según el Global Engagement Center del Departamento de Estado de Estados Unidos, Pressenza es un proyecto ruso, gestionado por tres empresas rusas. Los artículos se redactan en Moscú, se traducen al español y luego se publican en sitios “nativos” de América Latina, siguiendo la práctica china, para darles apariencia local. 

Pressenza negó estas acusaciones; uno de sus periodistas, Oleg Yasinsky —que afirma ser de origen ucraniano—, respondió atacando “la máquina planetaria de propaganda estadounidense” y citando al Che Guevara.

Al igual que PressenzaYala News también se presenta como un medio independiente. Esta plataforma de noticias en árabe, registrada en el Reino Unido, ofrece diariamente vídeos de producción cuidada —incluidas entrevistas a celebridades— a sus tres millones de seguidores. 

En marzo de 2022, mientras otros medios promovían la acusación sobre los laboratorios biológicos, el sitio publicó un vídeo que repetía una de las versiones más sensacionalistas: que Ucrania planeaba utilizar aves migratorias como vehículo para transportar armas biológicas, al infectarlas y enviarlas a Rusia para propagar enfermedades.

Yala News no inventó este relato absurdo. Fueron los medios estatales rusos quienes lo publicaron primero, seguidos por los sitios Sputnik Arabic y RT Arabic. El embajador ruso ante la ONU emitió incluso una larga y solemne declaración oficial sobre el “escándalo de las bioaves”, advirtiendo del “peligro biológico real para las poblaciones europeas que puede derivarse de una propagación incontrolada de agentes biológicos desde Ucrania”. 

Algunos se lo tomaron con humor: en una entrevista concedida en Kiev en abril de 2022, el presidente Zelenski nos dijo a mis colegas y a mí que la historia de las bioaves le recordaba un sketch de Monty Python. Como medio que se autodefine “independiente”, Yala News debería haber verificado la historia, ampliamente ridiculizada y desmentida.

Pero Yala News no es en realidad una organización periodística. Tal como informó la BBC, es una lavandería informativa, un sitio creado para difundir y amplificar material producido por RT y otras plataformas rusas. 

Yala News ha publicado afirmaciones según las cuales la masacre rusa de civiles ucranianos en Bucha fue escenificada, que Zelenski apareció ebrio en televisión y que los soldados ucranianos huían del frente. 

Aunque la empresa figura registrada en una dirección londinense —una oficina postal compartida por 65.000 compañías más—, su “equipo de redacción” se encuentra en un suburbio de Damasco, Siria. El director ejecutivo es un empresario sirio afincado en Dubái que, cuando fue interrogado por la BBC, insistió en sus declaraciones sobre su “imparcialidad”.

¿Por qué molestarse en ocultar los vínculos de la empresa con Rusia y Siria? 

Probablemente por razones pragmáticas: al ser nominalmente “británica”, Yala News podía eludir las sanciones impuestas a Siria y Rusia y seguir publicando vídeos en Facebook y otras plataformas. Pero esa identidad “británica” también parece haber sido diseñada para conferir legitimidad a los vídeos, desvincularlos de sus fuentes rusas originales y otorgarles credibilidad adicional en una región del mundo especialmente desconfiada de todas las fuentes formales de información.

Yala News no es el único actor peculiar en este terreno. Otro ejemplo es African Initiative, un servicio de noticias en línea creado en 2023 con el objetivo explícito de difundir teorías conspirativas sobre la labor sanitaria occidental en África. 

La agencia planificó una campaña para desacreditar la filantropía médica occidental, comenzando con rumores sobre un nuevo virus supuestamente transmitido por mosquitos. 

La idea era difamar a médicos, clínicas y filántropos occidentales y generar un clima de desconfianza hacia la medicina occidental, de la misma forma en que las campañas rusas contribuyeron a fomentar la desconfianza hacia las vacunas occidentales durante la pandemia. 

Una vez más, el Global Engagement Center del Departamento de Estado estadounidense identificó al líder ruso del proyecto, señaló que varios empleados provenían del Grupo Wagner y localizó dos de sus oficinas en Malí y Burkina Faso.

En Europa, otra operación rusa adoptó la forma de RRN, cuyas siglas corresponden inicialmente a Reliable Russian News (“Noticias Rusas Fiables”), más tarde transformado en Reliable Recent News(“Noticias Recientes Fiables”). 

Creada tras la invasión de Ucrania, RRN forma parte de una operación de lavado informativo más amplia conocida por los investigadores como Doppelgänger. Su principal actividad consiste en el typosquatting: registrar dominios que imitan a los de medios reales —por ejemplo, Reuters.cfd en lugar de Reuters.com—, así como crear sitios con nombres que suenan auténticos (como Notre Pays, “Nuestro País”) con la intención de engañar. 

RRN ha sido sorprendentemente prolífica: durante su corta existencia ha creado más de trescientos sitios en Europa, Oriente Medio y América Latina. Los enlaces a esos sitios se utilizan luego para dar apariencia de credibilidad a publicaciones en Facebook, Twitter, TikTok y otras redes sociales. Cuando alguien se desplaza rápidamente por el contenido, puede no darse cuenta de que un titular enlaza a una web falsa —por ejemplo Spiegel.pro— en lugar del auténtico sitio de la revista alemana Spiegel.de.

Los esfuerzos de Doppelgänger, gestionados por un grupo de empresas en Rusia (incluidas algunas vinculadas también a Pressenza), han sido muy variados. Entre ellos se incluyen la creación de un falso sitio de verificación de datos y comunicados de prensa falsificados de la OTAN, reproducidos con las mismas tipografías y diseño que los verdaderos, “revelando” que los líderes de la Alianza planeaban desplegar tropas paramilitares ucranianas en Francia para sofocar las protestas por las pensiones. 

En noviembre, agentes que el gobierno francés considera vinculados a Doppelgänger llegaron incluso a pintar estrellas de David por las calles de París, fotografiarlas y difundirlas en redes sociales, con la intención de amplificar las divisiones francesas en torno a la guerra de Gaza.

En el otoño de 2023, parte del mismo equipo que había creado RRN lanzó también un proyecto dentro de Estados Unidos. Tras la propuesta del gobierno de Biden de aprobar un amplio paquete de ayuda militar para Ucrania, los estrategas rusos ordenaron a sus empleados crear publicaciones en redes sociales “en nombre de un residente de un suburbio de una gran ciudad”. 

Según The Washington Post, el objetivo era imitar a un estadounidense que “no apoya la ayuda militar que Estados Unidos está proporcionando a Ucrania y considera que ese dinero debería destinarse a defender las fronteras del propio país, no las de Ucrania. Cree que las políticas de Biden están llevando a Estados Unidos al colapso”. 

En los meses siguientes, este tipo de mensajes inundaron efectivamente algunas redes sociales, al igual que otras publicaciones sobre la supuesta corrupción en Ucrania, entre ellas una que afirmaba —completamente falsa— que el presidente Zelenski era propietario de dos yates.

En parte porque el proyecto se apoyaba, una vez más, en la idea de que las democracias como Estados Unidos o Ucrania son caóticas y corruptas —una idea atractiva para un sector del Partido Republicano estadounidense—, la ofensiva tuvo éxito y algunas de las noticias falsas calaron. El senador republicano Thom Tillis declaró en una entrevista televisiva que, durante los debates sobre la ayuda a Ucrania, algunos de sus colegas, tras leer esas historias falsas, temían que “la gente se compre yates con ese dinero”. 

Por su parte, el congresista Michael R. Turner, republicano de Ohio y presidente del Comité Permanente de Inteligencia de la Cámara de Representantes, dijo en otra entrevista: “Estamos viendo directamente, provenientes de Rusia, intentos de camuflar comunicaciones con mensajes antiucranianos y prorrusos, algunos de los cuales incluso escuchamos en el propio pleno de la Cámara”.

Aun así, la gran mayoría de las personas que vieron y repitieron esas ideas no tenían la menor idea de quién las había creado, dónde ni por qué. Y ese era precisamente el objetivo: por chapuceros que parezcan estos esfuerzos, existe una lógica detrás de RRN y de sus muchas organizaciones hermanas. Esa lógica está siendo ahora estudiada —y copiada— por las restantes autocracias.



En 2018, un tifón dejó a miles de personas varadas en el aeropuerto internacional de Kansai, cerca de Osaka, en Japón. Entre ellas se encontraban algunos turistas de Taiwán. Normalmente, esta historia no habría tenido mayor relevancia política. Pero unas horas después del incidente, un oscuro sitio web de noticias taiwanés comenzó a informar sobre lo que describía como el fracaso de los diplomáticos taiwaneses para rescatar a sus ciudadanos. 

Un puñado de blogueros empezó también a publicar en redes sociales, elogiando con entusiasmo a los funcionarios chinos que  habían enviado autobuses para evacuar rápidamente a sus compatriotas. Se decía incluso que algunos turistas taiwaneses habían fingido ser chinos para poder subir a bordo. Los rumores sobre el incidente se propagaron, y comenzaron a circular fotografías y vídeos supuestamente tomados en el aeropuerto.

La historia pasó rápidamente de los márgenes digitales a los principales medios de comunicación taiwaneses. Los periodistas criticaron duramente al gobierno: ¿por qué los diplomáticos chinos habían actuado con tanta rapidez y eficacia? ¿Por qué los taiwaneses habían sido tan lentos e incompetentes? Los medios del país describieron el episodio como una humillación nacional, especialmente para un Estado cuyos líderes proclamaban no necesitar el apoyo de China. 

Los titulares eran demoledores: “Para subir al autobús hay que fingir ser chino” y “Los taiwaneses siguen al autobús chino”. En el punto álgido de la polémica, la oleada de críticas mediáticas y en redes sociales fue tan intensa que un diplomático taiwanés, incapaz al parecer de soportar la avalancha de comentarios y la vergüenza del supuesto fracaso, se quitó la vida.

Las investigaciones posteriores revelaron datos sorprendentes. Muchas de las personas que habían publicado con entusiasmo sobre el incidente no existían; sus fotografías eran imágenes compuestas. El oscuro sitio web que primero difundió la historia resultó estar vinculado al Partido Comunista Chino. Los vídeos eran falsos también. Lo más asombroso fue la confirmación del propio gobierno japonés: no había habido autobuses chinos, y por tanto tampoco ningún fracaso particular de los taiwaneses.

Aun así, la mera apariencia de ese fracaso fue aprovechada por periodistas y presentadores reales en Taiwán, especialmente por quienes querían utilizarla para atacar al partido gobernante, justo como los propagandistas chinos probablemente habían planeado. El anonimato de las redes sociales, la proliferación de sitios de “noticias” de origen incierto y la polarización de la política taiwanesa fueron hábilmente explotados para difundir una de las narrativas favoritas del régimen chino: la democracia taiwanesa es débil; la autocracia china es fuerte; en una emergencia, los taiwaneses prefieren ser chinos.

Hasta hace poco, la desinformación rusa y la propaganda china eran fenómenos bastante distintos. Los chinos solían mantenerse al margen de la política y del espacio informativo estadounidenses, salvo para promover los logros del país o sus narrativas sobre el Tíbet, Xinjiang y Hong Kong. Incluso los ataques contra Taiwán eran cuidadosamente dirigidos, combinando campañas informativas con amenazas militares y boicots económicos. Los esfuerzos rusos, en cambio, parecían mucho más caóticos, como si un grupo de piratas informáticos estuviera lanzando espaguetis contra la pared, solo para ver qué historia disparatada se quedaba pegada.

Poco a poco, las tácticas chinas y rusas están empezando a converger. En 2023, tras el devastador incendio en Maui, troles chinos utilizaron inteligencia artificial para generar fotografías que supuestamente demostraban que los fuegos habían sido provocados por una secreta “arma meteorológica” estadounidense. 

Pocos se hicieron eco de esas teorías conspirativas, pero marcaron una nueva y significativa fase: los chinos estaban experimentando, creando redes y quizá preparándose para futuras operaciones de desinformación al estilo ruso. 

En la primavera de 2024, un grupo de cuentas chinas que hasta entonces había difundido mensajes progubernamentales en mandarín empezó a publicar en inglés, utilizando símbolos del movimiento MAGA y atacando al presidente Joe Biden. Mostraban imágenes falsas de Biden con uniforme de preso, se burlaban de su edad y lo calificaban de pedófilo satanista. Una cuenta vinculada a China difundió además un vídeo de RT repitiendo la mentira de que Biden había enviado a un criminal neonazi a luchar en Ucrania. La reemisión del vídeo por Alex Jones en sus redes sociales alcanzó a más de 400.000 personas.

No son los únicos con ambiciones geográficas amplias. Cuentas reales y automatizadas de redes sociales geolocalizadas en Venezuela desempeñaron un papel modesto pero interesante en las elecciones presidenciales mexicanas de 2018, promoviendo la campaña de Andrés Manuel López Obrador. Destacaban dos tipos de mensajes: unos mostraban imágenes de violencia y caos en México —capaces de hacer que la gente sintiera la necesidad de un hombre fuerte que restableciera el orden— y otros expresaban una airada oposición al Tratado de Libre Comercio de América del Norte y, en general, a Estados Unidos. 

Troles radicados en Venezuela y afines a Rusia —un analista los describió como “todo un ejército de cuentas zombi”— también actuaron conjuntamente en España, sobre todo durante el referéndum ilegal de independencia de Cataluña en 2017. Organizado por el gobierno regional independentista sin base legal en la legislación española, el referéndum estuvo marcado por protestas y choques con la policía, descritos por RT como “la brutal represión policial contra los votantes en el referéndum catalán”. Con titulares de ese tipo, junto a declaraciones como “Cataluña elige su destino entre porras y balas de goma”, los troles lograron llegar a más público que la propia televisión estatal española.

Tanto en el caso mexicano como en el catalán, estas pequeñas y baratas inversiones en redes sociales —si sirvieron de algo— fueron probablemente consideradas un esfuerzo rentable. Una vez en la presidencia, López Obrador transfirió empresas civiles al ejército, socavó la independencia del poder judicial y deterioró la calidad de la democracia mexicana. También difundió narrativas rusas sobre la guerra en Ucrania y chinas sobre la represión de los uigures. Las relaciones de México con Estados Unidos se volvieron más tensas, y eso, sin duda, formaba parte del objetivo.

La historia catalana tuvo un desenlace aún más largo y complejo. Tras la anulación del referéndum ilegal por parte del gobierno español, el expresidente catalán Carles Puigdemont huyó de España. En 2019 envió a un emisario, Josep Lluís Alay, a Moscú. Según The New York Times, dicho emisario buscó la ayuda del gobierno ruso para crear cuentas bancarias y empresas secretas que financiaran operaciones a favor de la independencia. Unos meses después, estalló en Cataluña una extraña protesta, de apariencia poco espontánea, cuando un grupo de manifestantes —supuestamente con el apoyo de los servicios de inteligencia rusos— ocupó un banco, paralizó un aeropuerto y bloqueó la principal autopista entre Francia y España.

Ni en este caso ni en los anteriores las redes rusas y venezolanas inventaron nada nuevo. López Obrador es una figura exclusivamente mexicana, con una larga trayectoria en la política de su país, no un infiltrado ni un agente ruso. Las divisiones en España también son antiguas y profundamente reales. Tanto los partidarios como los detractores de la independencia catalana llevan décadas enfrentados. El antisemitismo en Francia es igualmente auténtico, como lo es el sentimiento antielitista en general, y precisamente ahí reside la clave: las operaciones informativas de las autocracias amplifican las divisiones y la ira que son inherentes a la política. Pagan o promocionan a las voces más extremas, con la esperanza de volverlas aún más extremas —e incluso violentas—; buscan fomentar la desconfianza hacia el Estado, sembrar dudas sobre la autoridad y, en última instancia, hacer que la gente cuestione la democracia misma.

En su afán de crear caos, estos nuevos propagandistas, igual que sus líderes, recurren a cualquier ideología, tecnología o emoción que pueda resultarles útil. Los vehículos de la desestabilización pueden ser de derechas, de izquierdas, separatistas o nacionalistas, o incluso adoptar la forma de conspiraciones médicas o pánicos morales. Solo el objetivo permanece inmutable: las autocracias aspiran a reescribir las reglas mismas del sistema internacional.



* Sobre la autora
Anne Applebaum
 (Washington D. C., 1964) es historiadora, periodista y ensayista estadounidense, reconocida por su análisis del autoritarismo y de Europa del Este. Colaboradora habitual de The Atlantic y ganadora del Premio Pulitzer por Gulag: A History, es autora también de Iron Curtain y Twilight of Democracy. En Autocracy, Inc. (2024) examina cómo las dictaduras del siglo XXI cooperan y se legitiman entre sí mediante redes globales de propaganda, corrupción y desinformación.


* Fuente: “Controlling the Narrative”, capítulo del libro Autocracy, Inc.: The Dictators Who Want To Run The World (Doubleday, 2024), de Anne Applebaum.