Destrucción del altar familiar en un poema de Fina García Marruz

La familia, como grupo primario y de referencia, además agente socializador, ha ido evolucionando como parte cardinal de la sociedad y su cultura; las cuales no son inamovibles, pues sus dinámicas están vinculadas y se expresan en función de un tiempo y un momento histórico concretos. Esta evolución supone un cambio no solo en la estructura interna de sus miembros, sino también en su función económica, social y de cuidado. 

Sin embargo, el pensamiento patriarcal heredado de la tradición judeo-cristiana con relación a este tema sigue siendo preponderante. Esto, en el caso de los hogares formados por parejas heterosexuales, convierte a la familia en un espacio de marginación en detrimento de la mujer, a la cual se le ha atado —conscientemente o no— a las labores domésticas, a la crianza de los hijos y al mandato del esposo, quien usualmente dispone y establece, desde su poder masculino, las reglas, normas y límites al interior de la dinámica familiar. 

Aunque en la actualidad la mujer ha logrado realizarse e independizarse más allá de la rutina del hogar, sigue siendo considerada la “encargada” del funcionamiento de la casa; es decir, de la atención a los hijos y de las tareas caseras. Este hecho no solo certifica la tiranía que desde la sociedad y su cultura se ejerce sobre la figura femenina, sino que, además, supone una doble erosión, un desgaste psicológico y físico que es resultado del cumplimiento de las exigencias de medios tan demandantes como el laboral y el familiar. 

El esposo usualmente establece las reglas, normas y límites al interior de la dinámica familiar.

Por otro lado, los estereotipos sociales que suelen manipular el comportamiento de los individuos, sobre todo el de las féminas, han terminado por situar a la familia en un pedestal. En el imaginario social ha devenido una institución “sagrada”, “perfecta”, cuyas miserias espirituales, amorosas, materiales y sexuales deben permanecer tras bambalinas, lejos del foco ajeno; todo lo cual ha proyectado una imagen distorsionada que cada miembro debe sostener ante la mirada de los otros. La mujer, madre y esposa, trabajadora y eterna heredera del imperio doméstico, suele sentir —debido a la coerción social— que el derrumbamiento de esa imagen, hipócrita y alejada de la realidad, supone un fiasco, un enorme fracaso en esa tarea que, mucho antes de su nacimiento, le fue asignada dentro de la casa, en la familia. 

Así, la socióloga francesa Annette Langevin considera que:

La remuneración masiva de las mujeres, la apertura de las carreras a uno y otro sexo, el derrumbamiento del ideal de la mujer de su casa, no impiden en modo alguno que se prorrogue, en lo concerniente a hombres y mujeres, una diferencia estructural en la articulación vida profesional/vida familiar. En el hombre, los polos profesional y doméstico se hallan separados, y en la mujer están unidos. Mientras que en los hombres el proyecto profesional va siempre primero con respecto al proyecto de paternidad, en las jóvenes suele elaborarse integrando las presiones futuras de la maternidad.[1]

Exponer las miserias humanas y las penurias emocionales que se gestan e instalan en la rutina del hogar constituye un tabú, un acto que atenta en contra de quien se atreve a “arrojar fango” sobre una de las instituciones más importantes de una sociedad que, desde su mirada rígida, entiende que esa institución es “incuestionable”. 

No obstante, poetas y escritores de todos los tiempos han abordado este tópico en su creación y en Cuba no se ha comportado de manera diferente. En el caso de la mujer poeta, este ha sido considerado “adecuado” para ella y, por ende, solía manejarlo desde la elegía y la alabanza, reafirmando a la familia como una institución transmisora de valores y productora de realización personal. Es decir, sin provocar tensiones con esas disposiciones sociales que la sacralizan e impiden su cuestionamiento moral. Asociado a esto, el crítico y ensayista cubano Virgilio López Lemus dice:

La mujer es cada vez más consciente de sí, de su cuerpo, de su voz, de sus derechos y de sus capacidades.

La familia es un tema recurrente en la poesía cubana, desde que se afirmó la tradición lírica en Cuba, a finales del siglo XVIII. Pero es entre los poetas románticos cuando alcanza su definición mejor, sobre todo con el advenimiento de la segunda generación romántica y la obra poética de Luisa Pérez de Zambrana. Con ella, la familia adquiere rango de primer orden temático […]. Luisa Pérez de Zambrana es singular, porque en su obra poética el amor, la familia y la muerte se enlazan de manera indisoluble, pronunciando el tono elegíaco característico de su versificación. [2]

Sin embargo, ha habido un cambio significativo en el discurso poético femenino sobre este tema y en general, que ahora subvierte y denuncia el poder patriarcal, sus dinámicas opresoras, y las ubica a ellas en el centro de sus propias vidas. Si bien persiste la supremacía masculina, la mujer es cada vez más consciente de sí, de su cuerpo, de su voz, de sus derechos y de sus capacidades. 

Este hecho de ser “cada vez más conscientes” constituye una reafirmación del carácter emancipador de las féminas, expresado en sus obras, al tiempo que las revaloriza y les otorga autoridad, convirtiendo su trabajo poético en una plataforma de cuestionamiento, de acusación y de desarticulación de arcaicos modelos sociales con relación a sus formas de actuar, de decir y pensar.

Ejemplo de estas autoras resulta Fina García Marruz, una de las voces poéticas más descollantes de la lírica cubana, integrante del grupo Orígenes y de fe cristiana. Si bien el tópico de la familia abordado por los miembros de Orígenes ha sido tratado de manera delicada, poco irreverente; o sea, dentro del imaginario cristiano. Sobre esto, el propio López Lemus dice:

El discreto encanto de una relación familiar con cierto acento patriarcal.

En sentido general, en el grupo Orígenes la familia se reúne en torno a las tradiciones de un hogar cristiano, modesto (de clase media), orgulloso de su historia (familiar y nacional) y sintiendo como delicias un costumbrismo […], el discreto encanto de una relación familiar con cierto acento patriarcal, en la que se venera a la madre, se respeta y acata al padre […]. Es un presente calmo, a veces ligeramente arcádico (una Arcadia doméstica y citadina), con un trasfondo religioso de la Sagrada Familia, peculiar de los hogares cristianos.[3]

Por ello, resulta atrayente la lectura del poema de García Marruz “La bienaventurada” (1967), pues en este texto se ofrece la imagen de una mujer dedicada a la familia, al cuidado de los hijos y del hogar, que ha renunciado a todo por cumplir con estos deberes que ha asumido y/o le han imputado como inherentes a su condición de mujer. 

Sin embargo, no deja de resultar un discurso con una marcada intención de protesta, de desafío y acusación, donde, muy a pesar de su fe cristiana, la poeta se atreve a exponer el desmoronamiento emocional, amoroso y físico de la familia. Todo lo cual constituye una disertación provocadora, que anula esos estereotipos y tabúes sociales que obligan a callar y sonreír aun cuando dentro del hogar, más que protección y espacio de apoyo, encontramos infierno.

La bienaventurada

Un fórceps de niquelado impecable hundió la blanda cabeza del niño en la locura. Creció deforme, muengo, paralítico. Hombre ya, mira débil y alelado el espacio vacío, mientras le cuelga el labio inferior que jamás ha sentido la cálida moldeadura de las palabras. Emite sonidos raros, se irrita, manoteando con el aire, o se queda quieto como un niño, blusa marinera, los ojos de papalote en lo azul.

La madre, de ojos arruinados por el esfuerzo de sonreírle a toda hora, juega con él, sostiene conversaciones inexplicables, lo carga fingiéndole que es él el que mueve las piernas inválidas, hazaña que le encanta, agarrándolo fuertemente por detrás. Ella tocaba el violín, en otro tiempo, asistía a fiestas y conciertos, alegre y diligente, pero ahora, ¿quién piensa en ausentarse, ni siquiera al fondo de la casa un momento, ante su reclamo incesante? Los movimientos con que sube y baja las escaleras, atiende sin cesar a todo, sirve sin ruido, son ligeros, graciosos, leves.

La hija, sonriente en el retrato, muy bella, se fue al Norte, donde formó familia sana y feliz. El padre trabaja todo el tiempo posible afuera y regresa al hogar, destruido, esforzándose en vano por olvidar que su casa alberga desde hace tantos años, como un pariente que no se quiere ir, a la desgracia. 

Pero ella, ella, ella, se mueve en el dolor como un pájaro en el denso ramaje, carga el pesado cuerpo, no desfallece nunca. Lo entiende y sobreentiende. Admira a su pequeño. “Sabe mucho”, “Está contento hoy”, “Está enamorado de usted”, “No quiere que se vaya porque está lloviendo y usted se va a mojar”. Yo miro su cara de esfinge alelada, para mí idéntica siempre, que para ella se irisa con todos los colores: el del sobresalto, el de la pena, el de la malicia, el del goce. Y los dos, como enamorados, como tartamudos, se hablan con las miradas toda la tarde, se asisten, ya no se sabe quién a quién, desposeídos, pequeñitos, tristísimos, felices.[4] 

Una mujer, la propia madre, intenta otorgarle algo de dignidad a la vida del sujeto dañado.

Cuando ocurre un evento vital al interior de la dinámica familiar, como una enfermedad prolongada que requiere la atención y cuidado constantes de uno de sus miembros, esta dinámica se desestructura, pierde su eje. Hay un quiebre de esos procesos y comportamientos que constituían una rutina para cada uno de los individuos, lo cual, inevitablemente, obliga a todos a reajustar su equilibrio bio-psico-emocional, así como sus costumbres, sus maneras de vivir. Es decir, a readaptarse ante el nuevo cambio, la nueva situación. 

Ese acto de “readaptarse” supone un tiempo de asimilación, de enfrentamiento a lo que acontece, que no todas las partes van a soportar, comprender y aceptar de igual manera ni al mismo ritmo. Es por ello que, en muchos casos, ese evento vital gesta discusiones, separaciones, depresión, distanciamientos, una crisis familiar que puede —o no— socavar lo que antes se creía firme, duradero. 

Desde la primera estrofa, García Marruz expone el motivo de la destrucción familiar que describe luego en el poema. Se trata de una causa ajena a la propia familia, inesperada, involuntaria y, por esto mismo, mucho más aplastante, más corrosiva: “Un fórceps de niquelado impecable hundió la blanda cabeza del niño en la locura. Creció deforme, muengo, paralítico. Hombre ya, mira débil y alelado el espacio vacío”. 

En estos versos es posible constatar que el martirio comienza desde el nacimiento de un hijo, al cual, por un manejo médico inadecuado, se la ha provocado un daño cerebral irreversible. Y es este, presumo, el primer acto de denuncia de la voz lírica: por culpa de otros hay un rompimiento del ideal familiar con relación a lo que se pretendía de ese nacimiento, de ese recién nacido.   

Una especie de paria, de enajenada que sabe que nadie vendrá a “rescatarla”.

Atado a esta denuncia está el dolor, el fuerte malestar —¿de pérdida?— ante el hijo dañado que creció sin futuro, sin posibilidades de continuar la descendencia ni de conocer la felicidad. Y también la rabia: “Creció deforme, muengo, paralítico”. 

Esta reiteración —¿alarido?— de la condición física y psicológica deteriorada de ese hijo es una forma de rebelarse contra quien provocó el daño, de recalcar la profundidad del mal que ha causado, al tiempo que ratifica su angustia y sumisión ante una realidad de la que no puede —no podrá— escapar, pues aquel niño es ya un adulto cuya voluntad se halla anulada frente a la condena de la enfermedad: “Hombre ya, mira débil y alelado el espacio vacío”. 

Ese hijo que no puede hablar, ni caminar, demanda un constante cuidado, depende de otra persona que, junto a él, también perderá el arbitrio ante su necesidad de atención; persona que, en este poema, es una mujer, la propia madre, quien intenta otorgarle algo de dignidad a la vida del sujeto dañado. 

Quien ejerce como cuidador(a) está atado(a) a una prisión emocional, sabe que la persona enferma depende de sus cuidados, de su perenne vigilancia para evitar un mayor o abrupto deterioro físico y/o mental. De esta prisión, tanto el enfermo como el cuidador no pueden escapar hasta que haya mejoría clínica o la muerte traiga redención a los individuos inmolados. 

Por otro lado, el mismo hecho de estar “presa” en su función de “encargada del crónico” implica, en muchos casos, un abandono de los intereses propios de realización personal, profesional, amoroso/sexual, etc., que resulta, irremediablemente, una realidad aplastante, desesperanzadora. Una realidad que se expone a modo de denuncia, de protesta, cuando escribe: “La madre, de ojos arruinados por el esfuerzo de sonreírle a toda hora, […]. Ella tocaba el violín, en otro tiempo, asistía a fiestas y conciertos, alegre y diligente, pero ahora, ¿quién piensa en ausentarse, ni siquiera al fondo de la casa un momento, ante su reclamo incesante?”.

Esa faena sin cese que es el cuidado de su hijo paralítico.

Es notable en esas líneas cómo la voz lírica acusa el estado de sometimiento del sujeto femenino, una sumisión que ha asumido con resignación, pues desde el comienzo del poema la mujer cuidadora sabe que la enfermedad de su hijo es definitiva o, lo que es lo mismo, un martirio que ha de llevar a cuestas sin descanso.

Pero no es solo esto lo que le otorga al escenario del poema un clima asfixiante. Hay que tomar en cuenta que la cuidadora está vinculada por lazos de sangre al enfermo, lo cual hace que la afectación emocional y la sumisión sean mucho más opresivas. No se trata solo de servir de sostén vital a otro, sino que ese otro es un sujeto cercano, amado, reforzándose la laceración, el agotamiento, empujando hacia la periferia de la vida a la mujer/madre/cuidadora, convirtiéndola en una especie de paria, de enajenada que sabe que nadie vendrá a “rescatarla”, a ocupar su lugar.  

Ya en la tercera estrofa, se describe un entorno familiar que no solo es tenso, punzante, triste; sino que, además, se muestra roto, desarticulado: “La hija, sonriente en el retrato, muy bella, se fue al Norte, donde formó familia sana y feliz”. 

Se constata en estos versos una manera de reforzar el padecimiento y la soledad de esa madre cuidadora, el ambiente hogareño se torna más decadente y doloroso frente a un retrato que exhibe, constantemente, la imagen sonriente de la otra hija que no solo es “muy bella” —vs. su otro hijo lisiado—, también ha creado una “familia sana y feliz” —vs. su familia enferma y desdichada—, y se ha marchado “al Norte”, se halla lejos y por eso no puede ni podrá tenderle una mano en la atención al enfermo. La cuidadora se sabe sola frente a esa faena sin cese que es el cuidado de su hijo paralítico.

El enfermo y el cuidador no pueden escapar hasta que haya mejoría clínica o la muerte traiga redención a los inmolados.

En los versos siguientes hay una fuerte intención de denuncia contra la imagen patriarcal: “El padre trabaja todo el tiempo posible afuera y regresa al hogar, destruido, esforzándose en vano por olvidar que su casa alberga desde hace tantos años, como un pariente que no se quiere ir, a la desgracia”. 

Aquí, la voz lírica subvierte el rol femenino de obediencia y de silencio con relación a las cuestiones íntimas de la familia, y de ese modo cuestiona, reprocha y expone el desamparo por parte del hombre, su abandono frente al suplicio de la esposa/madre y de su hijo enfermo, contribuyendo al desmoronamiento del hogar y de los lazos de amor y protección. 

En este poema, la figura del padre huye del tormento familiar, se desentiende y aleja a través del trabajo fuera. Se pone de manifiesto en estos versos un modelo masculino preponderante en la cultura hegemónica de la sociedad, donde el hombre “delega” en la esposa el cuidado de la casa y del hijo. Ella se ve obligada a renunciar a su profesión, a su vida más allá de la rutina hogareña; él, por el contrario, sigue adelante con sus proyectos de realización profesional que le permiten evadir sus responsabilidades en el cuidado del crónico y de apoyo emocional.  

Lo anterior se refuerza en los versos de la estrofa final, donde dice: “Pero ella, ella, ella, se mueve en el dolor como un pájaro en el denso ramaje, carga el pesado cuerpo, no desfallece nunca”. Es notoria la repetición (tres veces) de la palabra “ella”, como una confirmación de que es la mujer, la madre y nadie más, quien está —estará— siempre atenta y servicial ante la demanda vital del hijo minusválido. 

Rígidos y hegemónicos altares que en este poema se censuran, se desautorizan, se destruyen.

Una madre que ha asumido el dolor y la función de cuidadora con conformismo, como parte de sí misma, de su propia vida (“se mueve en el dolor como un pájaro en el denso ramaje”). Se sabe sola, desamparada ante una rutina que, aunque consume su energía, su existencia, sabe que no puede abandonar (“carga el pesado cuerpo, no desfallece nunca”).

Habiendo llegado hasta aquí, no puedo dejar de preguntarme por qué este título (“La bienaventurada”) para un poema donde la mujer es un ente martirizado, sin posibilidades de crecimiento profesional ni de otras experiencias de vida fuera del ámbito opresivo del hogar, en el que se encuentra al eterno cuidado de su hijo “deforme, muengo, paralítico”. Sin, además, el auxilio del esposo ni el apoyo de su otra hija (“hermosa, perfecta”) que vive lejos y goza de felicidad junto a la familia sana que ha creado. 

Vislumbro, así, una alta dosis de sarcasmo en esta manera de titular el texto. Si algo de “bienaventurada” tiene el sujeto femenino de este poema de Fina García Marruz es, únicamente, el hecho de contar siempre con la compañía de un hijo que jamás la abandonará ante su condición de hombre tullido, incapaz de valerse por sí mismo. 

Esta madre y su hijo van a estar unidos hasta la muerte de alguno de los dos, como debe ser en una familia, aunque esa unión se encuentre atravesada por dos condiciones que aquí se imbrican y no dejan de ser admirable la primera, y lamentable la segunda: el amor de la madre hacia su hijo minusválido, y el cuerpo y la mente anulados de ese hijo, por una enfermedad sin cura. 

Hay en este poema un manifiesto acto de rebelión que desautoriza el poder masculino (esposo) en la dinámica familiar y deroga aspectos de la doctrina de la fe cristiana.

Estas líneas de García Marruz son realmente incisivas, cargadas de ironía e irreverencia. La autora ofrece un tratamiento diferente sobre este tema que contrasta con el resto de su obra, pues no solo pone al descubierto y denuncia una situación demoledora e íntima con relación a la mujer y la familia; sino que este acto de acusación anula el silencio al que la figura femenina se ha visto atada. Relacionado con lo anterior, la ensayista y profesora cubana Luisa Campuzano expresa: 

Mostrándose no dispuesta a compartir el criterio de que las tareas domésticas, exclusivamente reproductivas, les han sido asignadas a las mujeres en un reparto injusto y autoritario en el que los hombres han conservado para sí las labores productivas, García Marruz ha manifestado, al rozar este tema, su aceptación, su conformidad con ese destino y esos deberes, en cuyo cumplimiento ha creído encontrar lo que ha llamado “el servicio misterioso”.[5]

Más allá de esto, hay en este poema un manifiesto acto de rebelión que desautoriza el poder masculino (esposo) en la dinámica familiar y deroga aspectos de la doctrina de la fe cristiana, ambos como gestores de dominación sobre la mujer. Acerca de esto, el sociólogo y ensayista francés Pierre Bourdieu dice:

La Familia es la que asume sin duda el papel principal en la reproducción de la dominación y de la visión masculinas […]. La Iglesia, por su parte, habitada por el profundo antifeminismo de un clero dispuesto a condenar todas las faltas femeninas a la decencia, especialmente en materia de indumentaria, y notoria reproductora de una visión pesimista de las mujeres y de la feminidad, inculca (o inculcaba) explícitamente una moral profamiliar, enteramente dominada por los valores patriarcales, especialmente por el dogma de la inferioridad natural de las mujeres.[6]

“La bienaventurada”, de Fina García Marruz, es un grito tangible de condena que refuta las estructuras de sumisión de la mujer dentro del hogar.

Por todo esto, se trata de un texto en extremo sedicioso donde la casa, ese espacio social y psicológico en que se expresa la rutina familiar, y donde se supone que sus miembros encuentran un escenario para la realización y protección de sus existencias, ahora se desprende de estas cualidades. 

Es decir, se demuele el paradigma de la tríada familia-casa-refugio que el imaginario social venera desde su cultura dominante. Y esto, a su vez, instala una tensión, provoca una ruptura en el pensamiento social que ha estipulado que es en el “imperio doméstico” donde la mujer encuentra el espacio para la ejecución asertiva de su rol femenino como madre, esposa y cuidadora. 

    “La bienaventurada”, de Fina García Marruz, es un grito tangible de condena que refuta las estructuras de sumisión de la mujer dentro del hogar, al tiempo que procura socavar la imputación y normalización de ese rol de “única encargada” de la labor doméstica y del agobiante cuidado de los hijos y/o enfermos. 

      Se trata de un discurso donde se abre de par en par las puertas del universo íntimo de la casa y de los que en ella habitan, para dejar constancia de la imperfección de la familia, de sus cisuras y máculas, cuya verdadera esencia e imagen distan de aquella que la sociedad ha situado en rígidos y hegemónicos altares, que en este poema se censuran, se desautorizan, se destruyen.


© Imagen de portada: Fina García Marruz.




Notas:
[1] En Gilles Lipovetsky: La tercera mujer. Permanencia y revolución de lo femenino, Anagrama, España, 2007, p. 224.
[2] Virgilio López Lemus: “Familia, tradición, concentración, dispersión e identidad en la poesía cubana: un bosquejo panorámico”, en Oro de la crítica, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2013, p. 77.
[3] Ibídem, p. 82.
[4] Fina García Marruz: Sitio, Ediciones Boloña, La Habana, 2016, pp. 196-197.
[5] Luisa Campuzano: “José Martí en la poesía de Fina García Marruz”, en Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios… Escritoras cubanas (s. XVIII – XXI), Ediciones Unión, La Habana, 2004, p. 106.
[6] Pierre Bourdieu: La dominación masculina, Anagrama, España, 2006, p. 69.




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El año nuevo

José Martí

¿Para qué ha de servir este año nuevo, para acorralar más a los cubanos en su propia tierra, para debilitarles más el ánimo con la desconfianza de sí propios, para tirar unas cuantas piedras doradas y pulidas, como protesta única, a la cara de bronce del opresor?