Gershom Scholem, de la gnosis al nacionalismo místico

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En 1938, a un año de que los nacionalismos europeos volvieran a enfrentarse en un “estallido apocalíptico” de dimensiones planetarias, Gershom Scholem, el gran renovador de los estudios científicos y filológicos sobre la mística, el esoterismo y la Cábala en el siglo XX, dictó una serie de conferencias en el Jewish Institute de Nueva York. Conferencias agrupadas, posteriormente, en uno de sus libros más conocidos, Grandes tendencias de la mística judía (1941), una obra dedicada a Walter Benjamin, muerto en la localidad catalana de Portbou en 1940, tratando de escapar de la persecución nazi.

Entre la filología y el lirismo hebreo, la magia simbólica y numérica de la Cábala, la herejía profética de Shabbetay Tsebí, y la historia crítica del mesianismo jasídico, Scholem cuenta sobre su primer viaje a la antigua ciudad de Safed en la Galilea superior, lugar del renacimiento cabalístico ―la Escuela de Safed―, después de la “catástrofe” espiritual que significó para el pueblo judío la expulsión de España en 1492.

La “catástrofe” espiritual que significó para el pueblo judío la expulsión de España en 1492.

Paseaba un día, nos dice, por el cementerio de la ciudad en compañía de un joven cabalista. Ahí, con unción religiosa, el joven le iba señalando los túmulos funerarios donde, supuestamente, estaban enterradas algunas grandes figuras como Moisés Cordovero, Isaac Luria, Hayim Vital, Josef Karo, de la tradición rabínica y esotérica judía. Figuras tan envueltas en el mito, que cualquier historia medianamente científica del pensamiento judío ―como la concebida por Scholem desde su formación europea― no alcanzaba a coincidir en la existencia histórica de ellas.

Hijo de una familia burguesa judía asimilada, Scholem se doctoró en Matemáticas en una universidad prusiana, y posteriormente se licenció en Lenguas Semíticas en la Universidad de Munich; perteneciendo a las nuevas corrientes críticas y renovadoras de la filología y el historicismo en la primera mitad del siglo XX. Desde esta formación académica, moderna y científica, supongo, le resultaría difícil creer en la realidad histórica de estos enterramientos.

Sin embargo, son también estas corrientes intelectuales de vanguardia las que lo hacen rechazar la lectura racionalista y pragmática hecha por el pensamiento judío de la época. Son estas lecturas agrupadas en la Ciencia del Judaísmo (siglo XIX), las que, por un lado, asociaban el judaísmo a un delirante fanatismo sin actualidad histórica; y por el otro, a un racionalismo calculador mezquino y pragmático, que no toma en cuenta la fuerza de lo “no-racional” en la constitución del judaísmo como espíritu de la nación.

Scholem ―y este fue su aporte fundamental― restableció los afluentes subterráneos de la tradición mística judía, cabalista, herética y escatológica, para imbricarlos en el devenir de la nación desde la crítica histórica y una temporalidad “densa”; una y otra, ancladas en la filología.

Los afluentes subterráneos de la tradición mística judía, cabalista, herética y escatológica.

Desde muy joven, Scholem aprendió hebreo, estudió el Talmud, las fuentes bíblicas y posbíblicas, estableciéndose definitivamente en el Mandato Británico de Palestina en 1923. Trabajó como bibliotecario y llegó a ser jefe del Departamento de Hebreo y Judío en la Biblioteca Nacional. Posteriormente, se convirtió en profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Siendo aún joven, comenzó su militancia activa en las filas del movimiento sionista fundado en Suiza, en 1897, por Theodore Herzl; si bien, por su propia formación intelectual y su visión mítica, utópica y escatológica de la Jerusalén futura y de la historia, pronto entró en contradicción con el sionismo político, hijo de su tiempo y anclado en un enfoque pro-occidental y colonial del mundo periférico.

Esta contradicción se hace insoluble al incorporarse a la Alianza para la Paz, movimiento sionista para confraternizar con los árabes. La ruptura definitiva llegó con los enfrentamientos armados entre judíos y árabes en 1930, cuando Scholem, desde su sionismo ético y cultural bajo la influencia de Martin Buber, opta por una política en favor del entendimiento mutuo. Así fue excluido del Congreso Sionista de 1931.

Fue desde la historia, pero no como progreso “lineal, vacío y homogéneo”, sino como ámbito surcado por la tensión entre la causalidad y el milagro, que Scholem combatió, a su manera, el racionalismo (y nacionalismo) ahistórico burgués, que culminaría en la creación del Estado-nación de Israel.

En tal dirección, ejerció su trabajo de investigación desde un peculiar enfoque: historia como religio (religare), lazo con el pasado y con una tradición vista como longue durée.

Al respecto, no olvidemos que el término Cábala aúna, al menos, tres sentidos principales relacionados con la historia: transmisión, tradición y recepción. Y que, como toda gnosis, funciona en base a categorías bien definidas: masculino y femenino; cópula, generación y filiación; sucesión de las generaciones.

Cábala aúna, al menos, tres sentidos principales relacionados con la historia: transmisión, tradición y recepción.

Volviendo a su visita a Safed, no dudo ―aunque aquí especulo―, que en ese paseo Scholem percibió la importancia de esos mitos fundacionales para la constitución del sionismo histórico. Es decir, estas figuras de la tradición cabalista funcionarían como eslabones de una larga cadena de transmisión (o Cábala), que convierte una tierra semidesértica, Eretz Israel, en un Estado pujante ―tantas veces desde la violencia― para constituirse históricamente.

Por lo mismo, no dudo que ahí comprendió la gravitación de esos personajes excepcionales, aunque sin existencia real confirmada, en la historia espiritual de la nación, pues, de alguna manera, desde esa magnitud gravitacional, fundaban una tradición actuante desde lo invisible: conformando un conjunto de imágenes creadoras de una memoria histórica organizada. Imágenes que le brindaban cuerpo y sustancia a una realidad que, por momentos, a Scholem se le tornaba sumamente caótica y hostil.

No obstante estos desencuentros, agravados con la fundación del Estado de Israel en 1948, hasta el final de su vida Scholem se consideró “un viejo sionista conservador”; aunque el suyo fue, más bien, un sionismo esotérico.

Por los mismos años 30, horrorizado con la “actualización” del hebreo en su paso de lenguaje sagrado y nominativo, a lenguaje banal y cotidiano de la Realpolitik, “preñado de catástrofes futuras”, Scholem le escribía a ese otro judío y amigo íntimo, Walter Benjamin, esta frase que rezuma sentido cabalista: “Los intelectuales han documentado nuestra victoria en lo visible, antes de que estuviera decidida en lo invisible, es decir, en la renovación del lenguaje”.

Dicho de otra forma: los hombres que manejan las palabras e ideas ―los intelectuales― han documentado, en la Historia, la creación del Estado de Israel; pero Israel como tierra sagrada (Eretz Israel), con sus ritos y místicas, poesía, ciencia y pensamiento, tiene su fundamento en la Palabra creadora, y esta debe mantenerse vibrando en un mundo que no es el de la historia lineal y profana.

Así, con toda la radicalidad posible y cerca del anarquismo anti-estatista y libertario que nunca abandonó, Scholem escribirá en los años 30: “el ideal sionista es una cosa y el mesiánico es otra, y los dos no se tocan salvo en la fraseología pomposa de los meetings de masa”.

“El ideal sionista es una cosa y el mesiánico es otra, y los dos no se tocan salvo en la fraseología pomposa de los meetings de masa”.

Señalemos aquí la importancia que tiene el lenguaje, las letras y el alfabeto para la tradición cabalista; y la relación de estos elementos de la lengua con las operaciones internas de la Divinidad, pues, según Scholem, Dios se manifiesta al mismo tiempo que se expresa.

Resumido en una frase: la Cábala es el estudio de esa relación interna, de esa tensión, que también genera una historia en el plano místico y mítico. En ella, el lenguaje, visto como “presencia-ausencia del Verbo”, es un intermediario entre el mundo de la esencia y el material: matriz con la cual se diseña la realidad. Y al mismo tiempo, es el lenguaje ―mediante las Sefirot: tropos, poemas― quien instaura y jerarquiza el propio desenvolvimiento histórico y temporal de esa realidad, ahora como Creación divina.

Más aún: si para la Cábala, creación, historia y lenguaje, se codeterminan como reflejos de Dios, entonces, aprender ese lenguaje es conocer, no solo la esencia y manifestación de la Divinidad insondable en el mundo, sino la expresión de esas evoluciones espirituales en la historia humana y cósmica.

Aunque profana, nuestra historia alberga la posibilidad de un tiempo mesiánico: tiempo del Ahora. Y es en el Ahora escatológico donde el Mesías revela los secretos de la Cábala, pone fin a la guerra babélica de los lenguajes, y absorbe las diferencias y conflictos lingüísticos en la Lengua Sagrada. O en palabras que resuenen más humanas: un posible lenguaje del entendimiento mutuo.

De este modo, si el judaísmo ortodoxo optó por la trascendencia y el omnisciente Dios monoteísta en la Toráh, y por una naturaleza mecánica administrada a base de rituales repetitivos trasladados a las esferas de la vida social; la Cábala, por mística, buscó la vida secreta por debajo de la corteza del significado literal; buscó, no el éxtasis que hundiera la conciencia, sino un conocimiento esotérico del mundo divino y sus recónditas conexiones con lo visible: lo no-escrito y anterior a la Creación, aprisionado en las palabras.

Y por ese salto dialéctico, típico de cualquier mística, se enraizó en esa misma tierra que el judaísmo ortodoxo había vaciado de sentido trascendente. Así, la Cábala explicó, pero sobre todo vivió y padeció la historia como proceso sagrado, mito, imagen de algo superior, que en el curso de las generaciones involucraba al hombre, a la sociedad, y a la vida en su devenir.

Si mal no recuerdo, fue ese otro judío, el francfortés Theodor Adorno, quien decía: “Scholem sabe algo que nosotros no sabemos”. Pero de igual manera lo decía Gershom Scholem a propósito de “sus cabalistas”: saben algo que nosotros ignoramos.

Una “patria suave” y no sacrificial, una patria no devoradora de sus hijos.

Y yo me digo: ¡extraño conocimiento, y más extraño nacionalismo! Es decir, mediante la cultura letrada y el conocimiento como gnosis, hacer realidad el sueño de una “patria suave” y no sacrificial, una patria no devoradora de sus hijos; un nacionalismo fundado en el alma que media y en el cuerpo que padece, no en el espíritu ortodoxo, excluyente e inflexible.

En definitiva, una Nación sin fronteras conformada en las letras y en el lenguaje como Exilio y como Hogar: constituida en lo que de huidizo siempre tendrá la Poesía.




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