(Cincuenta lecciones de exilio y desexilio. Hypermedia, 2016).
Creyendo que no puedo servir a dos gramáticas a la vez, siento la obligación de escoger entre el inglés y el español. Quisiera anclarme en un idioma como si fuese un cuerpo o un puerto. Las palabras tienen peso y espesor, y es difícil hallarles cabida en el mismo lóbulo al enorme Webster y al descomunal Sopena. Por lo menos, lo es para mí. El plurilingüismo es un fenómeno harto común. Las literaturas occidentales abundan en ejemplos de escritores que han cultivado más de una lengua. Aunque admiro inmensamente a esos seres, para mí excepcionales, que hablan o escriben más de un idioma sin malestar o daño aparente, carezco de ese talento.
Gagueo en mis dos idiomas. Siempre recuerdo que Juan Ramón Jiménez nunca aprendió inglés porque tenía miedo de que el mal inglés fuera a estropear su depurado español.
Pero ahora empiezo a darme cuenta de que la madurez quizás consiste en no sentirse obligado a escoger, en aceptar que al repartirme entre lenguas cada una se volatiliza un poco, se convierte en ancla leve. Viviré una temporada en español, hasta que me entre la añoranza del inglés, y entonces levaré ancla. Me pasaré una temporada navegando en inglés, hasta que me entre la comezón del español, y entonces levaré ancla otra vez. Si hay vientos de través, aprenderé el arte del zigzagueo.
Lo que sí me parece inmaduro, por inútil, es intentar aunar los dos idiomas. La mezcla del español y el inglés, el Spanglish, de momentos puede resultar divertida o delirante, y nada impide que un idioma recoja palabras o giros del otro. Pero la mezcla a partes iguales termina devastando los dos idiomas sin por ello engendrar un tercero. En los poemas en Spanglish —en los míos, por ejemplo— los dos idiomas no se acompañan: se maltratan, se agravian. No se juntan, se pegan. No se adhieren, se hieren. Entablan una lucha a muerte que acaba matando la poesía.
***
De las muchas razones que alguien puede tener para desplazarse de la lengua materna a la lengua alterna, una de las más poderosas es el rencor. Escribir en inglés es o puede ser un acto de venganza —contra los padres, contra las patrias, contra uno mismo. Siempre me ha parecido que la afición a los juegos de palabras bilingües es un síntoma de ese rencor; el pun es pulla, una pequeña detonación de terror y de tirria, una manera de blandir el hyphen como arma: que nos parta no el rayo sino la rayita.
El vilo avilanta. La ingravidez pesa. Desprovisto de ancla o sostén, el cubano con rayita se torna agrio, angry. (Nadie odia más a Cuba más yo).
En inglés se dice que la mejor defensa es una buena ofensa; pues entonces ofendamos, afirma el cubano con rayita. La audacia del enunciado bilingüe —You say tomato; I say tu madre— es un tipo de insolencia; su ligereza —An I for an ¡Ay!— es una forma de pesadez. Vil en el vilo, mordaz en el remordimiento, el cubano con rayita se lanza a triturar el español en la osterizer del inglés, y a despedazar el inglés en la batidora del español. Todo por rayar, por rayarse.
***
Exul inmeritus, exiliado sin merecerlo: así se llama Dante y así —respetando las distancias— se podría describir a aquellos de nosotros que llegamos al exilio de niños. De ahí nuestra contradictoria gama de actitudes hacia Cuba (la de ayer, la de hoy, la de nunca), hacia la Revolución (la de todos, la de pocos, la de nadie) y hacia el mismo Exilio (histórico e histérico, numeroso y sin nombre). De ahí, quizás, el rencor que nos consume y la vergüenza nos exalta.
Muy otra es la actitud de quienes decidieron su exilio, o de quienes nacieron aquí. La nostalgia de unos y la curiosidad de otros duelen sin perjuicio. En el fondo son recodos del bienestar, géneros de lo saludable. Pero nosotros nos dividimos entre nostalgia y curiosidad, pues Cuba nos parece a la vez terruño natal y terra incognita. No sé si es posible conciliar actitudes tan dispares, feelings tan mixed.
Con todo, se me antoja que nuestro rencor es también cordial, que riega nuestras vidas, capilarizando lo que de otra forma sería resentimiento a secas. Divina comedia la del exiliado que se revira contra su patria, y hace de su torsión homenaje.
***
Siempre me pregunto qué pensarían mis hijos de mí —así como yo de ellos— si nos conociéramos en mi lengua materna. ¿Nos querríamos distinto en español? Pero ellos y yo nos conocemos exclusivamente en inglés, y esa exclusividad lo que excluye es un temperamento, cierto acorde de entusiasmos y reticencias, una manera de ver el mundo y de tratar a la gente, todo un conjunto de costumbres, manías, miedos, alegrías que al ser expresados en traducción hurtan parte de su significado. Cuando les digo, a ella o a él, I love you, queda sin expresar la mitad de lo mucho que los quiero. Cuando me dicen, ella o él, I love you too, no sé si se lo creo.
Para mis hijos no soy padre sino su padre sino su padre —así, en cursivas, como una palabra extranjera en el decurso, el discurso de sus vidas. Para conocerme, tienen que interpretarme. En lugar de expresarme, tengo que explicarme. Es cierto que expresarse en traducción tiene sus ventajas, en particular la distancia; pero lo que se gana en distancia se pierde en familiaridad. Grave cosa: perder familiaridad con la propia familia.
De tanto vivir en traducción, el español se me ha vuelto exótico. Al regresar a él, me demoro en cada palabra como si la pronunciara por primera vez: añoranza, fracaso, infidencia, macerar, pericia. Las que más disfruto son aquéllas que carecen de cognados o cuya traducción entrampa (fracaso/fracas), porque son esas las que mejor recogen lo que Juan Marinello llamó alguna vez “las esencias intransferibles” del idioma.
Rehúyo, en lo posible, los ecos del inglés. Busco recuperar esos años en que todavía no había aprendido el idioma en que ahora vivo, cuando el español no estaba teñido de exotismo y el inglés me parecía, en frase de Guillén, lengua extraña. Pero me cuesta trabajo remontarme a esos años sin inglés, porque la verdad es que desde muy joven, desde mucho antes del exilio, el inglés ya me era familiar. Aun así, y aunque no logre rescatar memorias concretas de esa vida sin vilo, sé que no siempre sentí el complejo del repartimiento.
Hago estas notas redactando en voz alta, algo que nunca he hecho al escribir en inglés, quizás porque aún pronuncio ese idioma con un acento. El placer de la fonación, de casar sonido con sentido sin remanentes, lo experimento sólo en español. En inglés la palabra es letra; en español, voz. Lo cual quiere decir que todavía no soy completamente bilingüe, porque en el sujeto bilingüe los dos idiomas establecen una relación especular, equilibrada —condición que los lingüistas han denominado “equilingüismo” o “bilingüismo balanceado” (balanced bilingualism).
Me pregunto si en verdad existe tal equilibrio, o si lo que sucede más bien es que uno de los idiomas se adueña de ciertas zonas de la expresión, aunque la jerarquía no sea perceptible para el propio hablante. Me inclino a creer que todo bilingüismo supone un estado de desequilibrio, una compleja e inestable dinámica de carencias y compensaciones. Si damos por sentado que el traductor traiciona, el sujeto bilingüe, traductor tenaz y empedernido, vive de la traición. Y el concepto mismo de equilingüismo podría ser una de las tantas justificaciones con que los bilingües engañamos la fractura de nuestra subjetividad.
***
Según los diccionarios, “sinsonte” proviene de zentzontle, vocablo azteca que quiere decir “pájaro de cuatrocientas voces”. Su nombre científico es todo un epigrama: Mimus polyglothus orpheus. El sinsonte es emulador, políglota y musical porque “puede imitar el canto de otras aves, y hasta el ladrido de un perro o una tonada si se le enseña”. De ahí que este violín que vuela sea el ave emblemática de los bardos cubanos, como en los versos del Cucalambé dedicados a Fornaris:
Tú que de Cuba has nacido
entre las flores y plantas
y con dulce anhelo cantas
como el sinsonte en su nido…
Pero en inglés los cien sones del sinsonte se convierten en rancias trompetillas, pues su nombre americano es mocking bird, pájaro burlón. Se me hace que muchos exiliados hemos padecido la humillante metamorfosis de sinsonte a mocking bird.
Nos dejaste sin son, sinsonte.
***
El inglés nombra; el español ingenia perífrasis. Trailer: casa de remolque. Continental drift: el desplazamiento gradual de los continentes. Clockwise: en el sentido de las manecillas de reloj. Para vivir en movimiento, el inglés; para una vida pausada, el español. José Angel Buesa se describe en un poema como “lento y triste”. Así me parecen las cadencias del español, lentas y tristes.
Ya me lo dije: si quiero “aclimatarme” al español, tengo que superar mi gusto por los monosílabos: grunt, want, crunch (quejido, querer, crujido); doom, gloom, swoon (ruina, lobreguez, desmayo); quick, kick, trick (rápido, patada, truco).
La abundancia de monosílabos del idioma inglés concuerda con la inquietud del exiliado, inquietud que se transparenta en un habla inquieta, entrecortada. Los monosílabos nos permiten expresarnos sin palabras, gruñir los pensamientos, habitar el inglés sin dominarlo. Pero en español cada sílaba espera su momento pacientemente (¡cuánta paciencia requiere este solo adverbio!), dejándose saborear, paladear, como humo en la boca.
Por su relativa falta de concisión, el español es menos citable que el inglés. Si se compara con la inglesa o la francesa, la literatura en lengua española no es pródiga en aforistas. ¿Cuántos autores hispánicos se recuerdan por sus epigramas? Tenemos las máximas de Gracián —entre ellas, “más valen quintaesencias que fárragos”— las greguerías de Gómez de la Serna, las “ideolojías” de Juan Ramón, alguna que otra frase feliz de Unamuno, de Ortega, de Paz.
En Cuba, recordamos los aforismos de Luz y Caballero, frases felices e infelices de Martí, los “eslabones” de Varona, algún chispazo de Lezama o Piñera o Cabrera Infante. Pero no sé si existen en español compendios análogos al Bartlett’s Familiar Quotations, tan popular en Estados Unidos. Si los hay, dudo que hayan tenido igual difusión. Porque no es eso lo que buscamos en la literatura en lengua española.
Buscamos el acorde, y no la nota; la luminosidad, y no la chispa. No existe traducción adecuada al castellano de palabras como flash o crash, o de modismos como a bolt from the blue o a stroke of luck, que designan instantaneidad de acontecer; mas tampoco existen traducciones precisas al inglés de adjetivos como “duradero” o “paulatino”, en los que el transcurrir del tiempo transcurre.
Intraducible también, por la misma razón, el refrán “No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. La negación doble, mediante la cual la retahíla de monosílabos (cosa rara) del primer octosílabo se alarga en el segundo octosílabo, insinúa el lento desgaste del cuerpo (el del mío, por ejemplo).
***
Escribir en español durante el día es demasiada claridad. El inglés tapa, tapia. Creo que por eso no me cuesta trabajo, ni me da vergüenza, revelar intimidades en inglés, como he hecho en algunos libros. Al escribirlas en inglés, muchas veces un idioma distinto de aquél en que las he gozado o padecido, dejan de ser mías, como si la traducción fuese también despojo. El cambio de pronombre —de yo a I— produce un cambio de persona. Además, hay una parte de mí, soterrada mas no cancelada, que no entiende esos libros porque todavía no ha aprendido inglés. (Esa parte vive a la sombra de un flamboyán.)
En español todo queda al descubierto, como si cada frase, ráfaga de luz, iluminara rincones y rendijas que preferiría ocultar. En inglés las arrugas son wrinkles —matices, sutilezas— y es fácil esconderse entre ellas; en español una arruga es sólo un pliegue en la piel, mediodía de la madurez. Disimular wrinkles con arrugas es tapar un dedo con el sol.
Me complace pensar que el español sigue siendo el idioma de mi piel. El idioma del rubor, del pudor; de los ojos, del sonrojo. El idioma en el que todavía soy capaz de avergonzarme.
***
No hay exilio interminable, pues solo dura lo que dura una vida. Por lo tanto, alguien por ahí tendrá el récord del exilio de más larga duración, marca que será batida algún día por uno de esos viejitos que deambulan, pena en el alma, por las aceras de Miami. Aunque a lo mejor (y a lo peor) morir en el exilio es seguir viviendo en el exilio, y en tal caso la marca es imbatible. El exilio nos acaba sin acabarse él.
Me informa un demógrafo amigo que en las últimas décadas más de un cuarto de millón de cubanos han muerto lejos de Cuba: un sinfín de exilios sin fin. ¿A qué fin?
Más seguro sería el cálculo del exilio de menos duración. Sin duda uno de los aspirantes a esta distinción haya sido mi tío Miguel, quien juraba que había salido de Cuba como exiliado pero que había llegado a Estados Unidos como inmigrante. Su exilio duró lo que el vuelo entre La Habana y Miami. O hasta menos, porque tal vez Miguel inauguró su exilio al levantar el pie para subir la escalera de abordaje, y al plantarlo en el primer peldaño ya lo había superado. De ser así, el suyo fue un exilio de un paso: tránsito y no trance.
Muy distinta ha sido la suerte de aquellos cubanos —la gran mayoría— que no se resignaron o se decidieron a ser nada más que exiliados: todos esos “refugiados” que llevaron su destierro a cuestas hasta el último suspiro. Entre ellos ha habido de todo: vividores y muertos de hambre, mártires y mataperros, hombres sin nombre y renombradas damas de sociedad. Me duelen todos, porque el exiliado que sobrevive hereda de sus muertos, quiéralo o no, el peso y pesar de tantos destinos incumplidos.
Hace años me parecía que nadie se moría en Miami; ahora no conozco otra ciudad con más muertos, con más muerte, que Miami. Lo que primero fue expectativa después se hizo espera, y a la larga la espera se ha convertido en duelo. La capital del exilio es ahora la necrópolis del exilio. En contra de lo que dicen algunos, Miami no es una ciudad alegre, porque en Miami se vive con la evidencia de un exilio en agonía, con el convencimiento, por inconfesado no menos palpable, de que ninguna peripecia histórica ya nos puede salvar. De ser refugiados sin país hemos pasado a ser exiliados sin refugio.