En el mundo digital, el lenguaje se ha convertido hoy en un espacio provisional, rebajado y transitorio, un mero material para ser acumulado, trasladado, transformado y moldeado en la forma más conveniente, solo para ser desechado más tarde con la misma facilidad.
Ya que las palabras son baratas y se producen al infinito, se vuelven desperdicios con poco significado y aún menos sentido. La desorientación causada por la copia y el spam es la norma. Rastros de autenticidad u originalidad son vez más difíciles de detectar. Los teóricos franceses que anticiparon la desestabilización del lenguaje jamás imaginaron hasta qué punto las palabras de hoy se rehúsan a estar quietas.
Hoy las palabras solo conocen la agitación. Las palabras actuales son burbujas, criaturas metamórficas, significantes vacíos que flotan en la invisibilidad de la web, ese gran ecualizador del lenguaje del cual tomamos todo insaciable e indiscriminadamente, llenando nuestros discos duros hasta hacerlos desbordar, solo para reemplazarlos por discos duros más grandes y baratos.
El texto digital es el doble del texto impreso, el fantasma en la máquina. El fantasma se ha vuelto más útil que lo real; si no es descargable, no existe. Las palabras son aditivas, se apilan sin fin, se vuelven indiferenciadas. En un momento, explotan en esquirlas y luego se recomponen y forman nuevas constelaciones de lenguaje, solo para volver a explotar.
La tormenta de lenguaje induce amnesia: no son estas palabras para recordar. La estasis es el nuevo movimiento. Las palabras viven en una condición simultánea de presencia y obsolescencia ubicuas, en un estado dinámico y, sin embargo, estable. Un ecosistema que se reutiliza, se reafirma, se recicla. Regurgitar es la nueva no-creatividad; en vez de crear, honramos, adoramos y acogemos la manipulación y la readaptación.
Las letras son tabiques indiferenciados ―ninguna letra tiene más sentido que otra―; vocales y consonantes se reducen a un código decimal, a constelaciones repentinas en un documento de Word, luego en un video, después en una imagen, después, quizá, de vuelta a un texto.
Tanto la irregularidad como la singularidad se construyen provisionalmente a partir de elementos textuales idénticos. En vez de tratar de extraer orden del caos, lo expresivo de hoy es extraído de lo homogéneo y lo singular es liberado de lo estándar. Toda materialización es condicional: está cortada, pegada, hojeada, forwardeada, espameada.
El oficio de la escritura alguna vez sugirió la unión (quizá eterna) de palabras y pensamientos; ahora se ha convertido en un acoplamiento transitorio a la espera de ser deshecho; un abrazo pasajero con alta probabilidad de separación, reventado por fuerzas interconectadas.
Hoy estas palabras conforman un ensayo, mañana estarán pegadas en un documento de Photoshop, la semana entrante serán una animación en una película, el año entrante parte de un remix tecno.
La industrialización del lenguaje: debido a su intenso consumo, las palabras ahora se producen de forma fanática y se administran y almacenan con el mismo fervor. Las palabras nunca duermen; torrents y robot-webs [spiders] aspiran lenguaje sin descanso.
Tradicionalmente, la tipología implica la demarcación de algo, la definición de un modelo singular que excluye otros ordenamientos. El lenguaje provisional representa una tipología inversa de lo acumulativo; tiene menos que ver con la cualidad que con la cantidad.
El lenguaje drena y es drenado; la escritura se ha vuelto un espacio de colisiones, un contenedor de átomos en continuo movimiento.
Hay una manera especial de navegar por la web, al mismo tiempo sin objeto y con propósito. Ahí donde alguna vez la narrativa prometía conducirnos hacia el descanso de un final, el flujo de lenguaje de internet ahora nos ofusca y enmaraña en un matorral de palabras, nos fuerza a desviaciones indeseadas y nos devuelve al punto de partida cuando estamos perdidos: estamos en una deriva acelerada y nos hemos convertido en un flâneur veloz.
El lenguaje se ha nivelado a una misma forma de similitud e insipidez. ¿Podemos distinguir lo indiferente? ¿Podemos exagerar lo monótono? ¿Cómo? ¿Lo extendemos? ¿Lo ampliamos? ¿Lo variamos? ¿Lo repetimos? ¿Supondría una diferencia? Las palabras existen para el détournement [desvío] y la malversación: toma el lenguaje más lleno de odio que encuentres y neutralízalo; toma el más dulce y hazlo feo.
Restaura, reorganiza, reensambla, renueva, revisa, recupera, rediseña, regresa, recrea: los verbos que comienzan con re producen lenguaje provisional.
Obras enteras (autorales) ya utilizan lenguaje provisional, estableciendo regímenes de ingeniería para la desorientación calculada, con el objetivo de instigar una política de desarreglo sistemático.
Babel se ha malentendido; el lenguaje no es el problema, es solo la nueva frontera.
El lenguaje provisional pretende unir, pero en realidad fracciona. Crea comunidades, no de interés compartido o de libre asociación, sino de estadísticas idénticas y demografías inevitables, un tejido oportunista de intereses particulares.
“Maten a sus maestros”. La escasez de maestros no ha detenido la proliferación de obras maestras. Todo es una obra maestra; nada es una obra maestra.
Es una obra maestra si yo digo que es una obra maestra. La muerte del autor ha generado un espacio huérfano; el lenguaje provisional no tiene autor y, sin embargo, es sorprendentemente autoritario, asume sin pudor la máscara de quien lo haya robado.
La oficina es la nueva frontera de la escritura. Ya que podemos escribir en casa, la oficina quiere ser doméstica. La escritura provisional presenta a la oficina como el hogar urbano: los escritorios se vuelven esculturas, se adoptan neologismos corporativos como jerga ―“memoria de equipo” y “gestión de información”―, y un universo de posts electrónicos satura la nueva escritura.
La escritura contemporánea requiere de la pericia de una secretaria mezclada con la actitud de un pirata: copiar, organizar, cotejar, archivar y reimprimir, junto a una tendencia más clandestina hacia el contrabando, el saqueo, el acaparamiento y la distribución de archivos.
Hemos tenido que adquirir nuevas habilidades: nos hemos convertido en maestros del tecleo, exactos recopiladores del cortar-y-pegar, somos unos demonios del Reconocimiento Óptico de Caracteres [OCR]. No hay nada que amemos más que la transcripción; pocas cosas nos satisfacen tanto como recopilar.
No hay mejor museo ni librería que tu local de insumos de oficina más cercano, repleto de materia prima para la escritura: discos duros poderosos, torres de CDs en blanco, tintas y tóners, impresoras con mucha memoria y toneladas de papel barato.
El escritor es ahora productor, editor y distribuidor. Los párrafos se queman, bajan, copian, imprimen, encuadernan y se envían a la velocidad de un rayo, todo a la vez. La tradicional madriguera solitaria del escritor se ha convertido en un laboratorio de alquimia interconectado socialmente, dedicado a la tosca fisicalidad de la transferencia textual.
La sensualidad de pasar gigas de información de un disco a otro: el zumbido del disco, la agitación de materia intelectual vuelta sonido. La excitación carnal generada por el calor de la supercomputación al servicio de la literatura. La rotación del escáner mientras extrae lonjas de lenguaje de la página, descongelándolo, liberándolo. Lenguaje en juego. Lenguaje fuera del juego. Lenguaje helado. Lenguaje derretido.
Esculpir con texto.
Excavar datos.
Chupar palabras.
Nuestra tarea es solo atender a las máquinas.
La globalización y la digitalización convierten todo lenguaje en lenguaje provisional. La ubicuidad del inglés: ya que todos lo hablamos, nadie recuerda su uso. La degradación colectiva del inglés ha sido nuestro logro más impresionante; le hemos fracturado la columna con nuestra ignorancia y nuestro acento, con la jerga, el slang, el turismo y la multitarea. Podemos hacer que diga lo que queramos, como un muñeco parlante.
Los reflejos narrativos, que desde el comienzo de los tiempos nos han permitido conectar puntos y llenar vacíos, hoy se han vuelto contra nosotros. No podemos dejar de prestarle atención: no hay secuencia tan absurda, trivial, sin sentido o insultante que no queramos registrar.
Encontramos sentido, extraemos significado, y leemos intenciones aun en las palabras más atomizadas. El modernismo demostró que es imposible no encontrar sentido, incluso en el sinsentido más absoluto.
El único discurso legítimo es la pérdida; antes buscábamos renovar lo agotado, ahora tratamos de resucitar lo que se ha ido.
© Imagen de portada: OMGOOD.
Este texto es un capítulo del libro Uncreative Writing del polémico poeta y profesor Kenneth Goldsmith. Fue publicado originalmente en inglés en Nueva York por la editorial académica Columbia University Press, 2011.
‘Ablandar una lengua’: por un lector comprometido
Se tantean los límites del lenguaje, un reclamo a la coescritura, la participación despierta, la completitud que exige cierto talante o competencia literaria. La exigencia, en suma, de un lector comprometido.