Sobre la cultura nacional y otros espectros

Antes de empezar a escribir este ensayo, me sobrecogió una duda: ¿cómo pronunciarme en contra de la idea de una cultura nacional cuando, para mí, la nación cubana es una realidad tan precaria que los nihilismos posmodernos necesitan ser administrados con más que suficiente precaución? 

¿Hay una idea única de la cultura nacional? ¿Hay una forma de concebir la relación entre nación y cultura diferente a la que se ha experimentado desde que nos constituimos en nación independiente?

Comencemos por definir que la nación en Cuba fue vista durante buena parte del siglo XX —el del período republicano— como un proyecto en formación. Alberto Lamar Schweyer se preguntaba en 1928 cuál era la idea y cuáles las creencias que unían al pueblo cubano.[1] Por su parte, Jorge Mañach señalaba la falta de un ideal común que, paradójicamente, encontraba en los intelectuales del siglo XIX. 

Estos últimos compartían diferentes proyectos políticos e ideas de nación, donde el Estado podía concebirse dentro de otro como Estados Unidos o el imperio español. Los de comienzos del siglo XX, pese a comulgar unánimemente en el independentismo, no tenían la misma unidad de propósitos de la primera mitad del siglo XIX, que pudiéramos expresar como constitución de una civilización o poner al pueblo cubano a la altura de la civilización —utilizando el término del siglo XIX como opuesto a la barbarie que constituía el régimen de plantación y la sociedad que este generaba. 

Encontrar este ideal unificador que no era identificable con un proyecto político fue tarea pendiente del período republicano.

Para algunos autores, encontrar este ideal unificador que no era identificable con un proyecto político fue tarea pendiente del período republicano. Sin embargo, soy del criterio de que hubo algunas constantes: incorporar la cultura afrocubana, relegada en el período colonial; romper con la influencia panhispanista que ejercía fuerte seducción con sus visiones autoritarias del poder —piénsese en un autor como Ramiro de Maeztu—, así como con la norteamericana, desde la que llegaba la fuerte influencia del utilitarismo y la cultura de masas. 

La llegada a la Revolución de 1959 responde en su comienzo a esta unidad de propósito; que muy pronto sería quebrada para sustituirla por la disyuntiva revolución/contrarrevolución. El resultado, dos tercios de siglo después, es una extendida confusión sobre cuál es la cultura nacional y el significado mismo de nación cubana. 

Hay que partir de un lugar común: la nación no es identificable con el Estado; pero, ¿cómo se relaciona la cultura nacional con la nación?, ¿son parte y todo? Francisco de Arango y Parreño estaba movido por la idea de hacer próspera a Cuba y sus ideas liberales son parte de la cultura nacional; sin embargo, no participa de la idea nacional con la misma densidad que Félix Varela.

La condesa de Merlín, que escribía en francés, es parte de la cultura nacional porque su preocupación por Cuba la hace parte de la cultura, pese al criterio de Gastón Baquero[2] de querer excluirla de la literatura cubana por escribir en otra lengua. Igual sucedería con Narciso López, no obstante ser venezolano. ¿Cómo el hombre que quiso hacer libres a los cubanos incorporándolos a la Unión americana, previo referendo, y sin embargo carecer de preocupación por la nación como sí sucede en Saco, no podría ser parte de la cultura nacional? 

¿Cómo el hombre que quiso hacer libres a los cubanos incorporándolos a la Unión americana, previo referendo, no podría ser parte de la cultura nacional?

En el sentido de la antropología filosófica, cultura es todo aquello que el hombre hace, si bien la nación es un suceso tardío en la historia de los pueblos.[3] El concepto de cultura nacional obedece a la comprensión de la cultura como la realización de valores superiores y establece una jerarquía entre la cultura intelectual y lo técnico, material. 

De ahí que la literatura nacional es parte de la cultura nacional, pero no la industria azucarera; aunque sin esta última no puede entenderse la historia cubana y quizás sin determinados rones la cultura nacional quedaría mutilada. Si pensamos la cultura nacional como todo aquello o aquellas personas que contribuyeron o se vieron a sí mismos dentro de una aspiración nacional, quedarían excluidas figuras sin las cuales no se puede pensar la historia de lo que sería posteriormente un Estado. 

Pensemos en un ejemplo clásico europeo: Alemania. Se plantea a Lutero como parte de su cultura nacional, a pesar del intento contemporáneo de ver en su antisemitismo el principio del largo proceso que conduciría al Holocausto,[4] por su traducción de la Biblia al alemán. Sin embargo, su enemigo Carlos V de Alemania no fue parte de dicha cultura aunque creó uno de los más grandes imperios de Europa.[5] Leibniz, el más grande filósofo alemán anterior a Kant, no sería parte de la nación, pues vivió dentro del Sacro Imperio Germánico, escribió en francés y latín, y nunca pensó en una utopía nacional llamada Alemania.  

En Cuba no se da, sin embargo, el mismo problema. La literatura nacional se inicia con Silvestre de Balboa, en la noche del período colonial anterior al Siglo de las Luces en la que —como en la crítica de Hegel a la filosofía de la identidad de Schelling— todos los gatos son pardos. Nada comparable a la pretensión de Ganivet de hacer de Séneca el primer español, pese a ser romano en realidad. 

El culto a la virgen de la Caridad del Cobre se inicia en el siglo XVII y está desligado de toda pretensión nacional.

El culto a la virgen de la Caridad del Cobre se inicia en el siglo XVII y está desligado de toda pretensión nacional, dimensión que adquiere cuando los mambises piden que sea reconocida como patrona de Cuba ante el Papa a principios del siglo XX. 

La significación de un evento en el tiempo y su contribución posterior al relato nacional es lo que justificaría la existencia de una cultura nacional. De hecho, muchos piratas —hugonotes o anglicanos— involucrados en el comercio de rescate con los criollos, quienes introdujeron posiblemente la Biblia en la Cuba del siglo XVII y constituyeron un antecedente del protestantismo en Cuba, se hallan fuera de la cultura nacional, no solo por ser extranjeros y nunca residir en Cuba, sino quizás por ser el relato nacional de un “sujeto blanco masculino heterosexual católico o marxista”.[6]

Sin menos lógica, los indios tequesta, que al ocupar los ingleses a la Florida emigraron a La Habana junto a sus colonizadores españoles, también quedarían excluidos. 

Y es que todo relato nacional está escrito desde una jerarquía de valores que el pensamiento posmoderno desprecia y que el marxista soviético reduce a la lucha de clases. Se hace necesaria, entonces, una finalidad histórica para justificar este relato. En este caso, el Estado cubano, que aparece inicialmente en 1869 y reaparece en 1895, hasta apropiarse del límite de la isla en 1902, adquiriendo plena soberanía en 1934 con la eliminación de la Enmienda Platt; y cuyo relato sería cuestionado en 1959 para hacer de este último año la plena posesión de esa finalidad histórica.

Todo relato nacional está escrito desde una jerarquía de valores que el pensamiento posmoderno desprecia y que el marxista soviético reduce a la lucha de clases.

Si desde una perspectiva historicista, y no ya posmoderna, obviamos dicha finalidad del Estado nacional, deja de tener sentido este relato estrecho que introduce dentro de la cultura nacional solo aquello que, en su momento y a posteriori, contribuye a la finalidad de un posible surgimiento del Estado-nación. Es decir, aquel relato que hace de la cultura nacional un apéndice del relativo al Estado nacional. 

Tal relato —de típico origen aristotélico— es, paradójicamente, sostenido por autores que se identifican como marxistas en plena negación de la dialéctica de Marx. Esto se evidencia en el caso de la polémica filosófica de 1834, a la cual se le ha dado en Cuba una interpretación dentro de dicho relato, al que contribuía Luz y Caballero mostrando la superioridad de Locke sobre Victor Cousin, cuando en realidad este estaba más cerca de Hegel que el filósofo empirista inglés. Así, quedan excluidos los hermanos González de Valle del relato nacional por apoyar a Cousin frente a Locke.[7]

Ya desde la República hubo el intento de superar la estrechez de esta dependencia de cultura y relato nacional. En este sentido, los escritores de la revista de avance, interesados en el relato nacional, sin embargo, concibieron una entidad más amplia: la americana; ni siquiera latinoamericana. 

Para esto redactaron un cuestionario dirigido a un grupo de escritores con preguntas como: “¿cree usted que la obra del artista americano debe revelar una preocupación americana?” o “cree usted que la americanidad es cuestión de óptica de contenido o de vehículo?”. Aquí se buscaba lo americano, una identidad en el arte que rebasara la nacional y frente a la cual esta quedaba limitada o provinciana. 

Lo americano: una identidad en el arte que rebasara la nacional y frente a la cual esta quedaba limitada o provinciana.

La americanidad constituía un problema para los escritores cubanos y sus pares latinoamericanos desde que, en Europa, voces como la de José Ortega y Gasset[8] planteaban el desarrollo nacional desde otra perspectiva que la estrecha particularidad de la cultura nacional o local: “La peculiar sociedad que cada una de nuestras naciones es” —decía el filósofo madrileño—, “tiene desde el principio dos dimensiones”. Una de ellas “vive en la gran sociedad europea constituida por el gran sistema de usos europeos”, mientras la otra lo hace “según el repertorio de usos particulares”.[9]De esta manera: 

En ellos la homogeneidad no fue ajena a la diversidad. Al contrario, cada nuevo principio uniforme fertilizaba la diversificación. La idea cristiana engendra las iglesias nacionales; el recuerdo del Imperium romano inspira las diversas formas del Estado, la “restauración de las letras clásicas” en el siglo XV dispara las literaturas divergentes.[10]

Mas, ¿existía este fondo común para el caso de los pueblos de América? Otras voces, como el filósofo Manuel García Morente, lo reducían al ámbito de la hispanidad. Buscar ese fondo común, esta vez ampliado a Estados Unidos, era una forma de oponer al particularismo nacional un principio de civilización de las relaciones entre la nación y una civilización común tan sólida como la que podía presentar Europa. 

La respuesta de José Antonio Ramos ante este cuestionario no pudo ser menos dura y precisa frente al prurito de subordinar el arte a una proyectada identidad. “La indagación me parece erróneamente planteada. Y más desde una revista de avance” —con lo cual hacía de la pregunta de la americanidad del arte en esta parte del mundo algo provinciano y vetusto—. “Al arte no se le debe imponer deberes. Ni la sinceridad —que parece consustancial— puede definirse como para imponerla como deber al arte”.[11]

La universalidad como forma de cimentar lo que pudiera ser luego la cultura nacional.

¿No podría decirse lo mismo de la filosofía, de la ciencia y demás manifestaciones de la alta cultura?: “que otros habrán tallado molduras y cornisas preciosas para cuando la casa este en alto. Pero siempre serán menos los que me aventajen en constancia, en resistencia a las tentaciones de la gloria local, en asiduidad a este ingrato trabajo de zanjero, de excavador de pico y pala, en busca de terreno firme”. 

Ramos se adscribe al grupo que pretende la universalidad como forma de cimentar lo que pudiera ser luego la cultura nacional, para la que prefiere el término de menor densidad de local. 

Asimismo, Alfonso Reyes había dicho también por aquellos años: “La única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal”.[12] Si para una figura de comienzos del siglo XX un problema como el de la cultura nacional obviaba las exclusiones temáticas —pensemos en Alfonso Reyes escribiendo sobre la historia de la filosofía helenística— y ponía en duda el mismo concepto de cultura nacional, ¿por qué habría de ser este un problema para nosotros? 

El problema de la cultura nacional, en cambio, para los intelectuales de la República o para algunos de sus más importantes exponentes, era su protección estatal. Los intelectuales cubanos de esa época, frecuentemente, elevaron el deseo de que su obra fuese protegida. Ahí están Jorge Mañach (La crisis de la alta cultura en Cuba), Lino Novás Calvo (Once síntomas) y José Antonio Ramos (El verdadero teatro cubano). 

Por ejemplo, Ramos explica en este último que, en países donde se siente el orgullo nacional, la burguesía dota al intelectual de recursos, mientras, en Cuba, la cubanidad era sentida por las clases altas como una tacha. Asimismo, en ¿Por qué publicamos libros? Los autores en Cuba y en Norteamérica, decía: 

Nadie ignora lo que significa publicar un libro entre nosotros. Es un lujo caro e inútil. Los lectores, fuera del “gremio”, prácticamente no existen. Los libreros establecidos en Cuba miran los libros cubanos con marcado desprecio. Y la influencia de los hombres superiores en nuestro país es cada día evidentemente menos. 

Ramos era escéptico y achacaba a la democracia la imposibilidad de una efectiva protección a la obra intelectual y artística. Un gobierno no democrático parecía ya, desde 1938, la solución al problema.

La influencia de los hombres superiores en nuestro país es cada día evidentemente menos.

Así lo expone Duanel Díaz. Por ello, ante la pregunta sobre quién traicionaba al apostolado intelectual, si Mañach por participar en la política y hacer periodismo, o Lezama y Vitier por mantenerse al margen de los esfuerzos seculares, introduce otra, de naturaleza trágica: “medio siglo después […] hay que preguntarse más bien si la verdadera traición no fue la de los intelectuales de la generación siguiente, que apoyaron en su mayoría el cierre de la prensa libre en 1960”.[13]

Una posible respuesta podría ser la indiferencia de la República a los reclamos de los intelectuales de la generación de Ramos y la siguiente, la de Mañach. Reconstruir esta historia puede servir para entender los juegos de poder entre intelectuales y políticos. Pero, para lo que me ha ocupado, la cultura nacional queda comprometida por los distintos vaivenes políticos del país. 

Tenemos necesidad de plantearnos el problema de una cultura nacional porque no somos aún un pueblo culto, de ahí la necesidad de proteger la “producción doméstica” como mismo se protege cualquier producto comercial. Su relación con la mayor o menor “cubanidad” del autor por sus temas, el lugar donde nació, el idioma que emplea, su relevancia para el posterior relato nacional, dependerá entonces de la competencia que este pueda hacer al producto “doméstico”. 

Quizás, entonces, un filósofo como Santayana pueda ser recuperado por la cultura nacional española al ser hoy en día de poco interés en Estados Unidos, país donde se formara y en cuyo idioma escribiera. Quizás pueda, entonces, publicarse a Anaïs Nin y obviar el deseo de Gastón Baquero de excluirla de las letras cubanas por usar el inglés.


© Imagen de portada: Anaïs Nin.




Notas:
[1] Alberto Lamar Schweyer: La crisis del patriotismo. Una teoría de las migraciones, Exodus, 2021, p. 94.
[2] Gastón Baquero: “La novela cubana del siglo XIX”, en Vicente Báez (ed.): La Enciclopedia de Cuba. Novela y costumbrismo, Enciclopedia y clásicos cubanos, 1975, p. 8.
[3] “La cultura […] es alteración. Cualquier alteración de la naturaleza, incluida la humana, es Cultura” (Alexis Jardines: El cuerpo y lo otro. Introducción a una teoría general de la cultura, Editorial de Ciencias Sociales, 2004, p. 94). 
[4] Cfr. W. L. Shirer: The Rise and Fall of the Third Reich, 1960.
[5] Carlos V concebía su política como la de crear un “un Commonwealth cristiano y un mundo dirigido por un solo monarca”, opuesto a los particularismos nacionales. La idea imperial gravitaría luego en sus dos herederos Prusia y Austria, que se disputarían su herencia, de ahí su relevancia para la historia posterior alemana. 
[6] Rafael Rojas: Isla sin fin. Contribución a la crítica del nacionalismo cubano, Ediciones Universal, 1998, p. 105.
[7] Así aparece en el estudio introductorio a los Aforismos de Luz y Caballero: “Esta doctrina excluyente y exclusiva que defendían los seudoeclécticos de La Habana […] ofrecía a […] la mayoría inmensa de la población de la Isla, el consuelo de la religión, la resignación, y peor aún la indiferencia, ante su propia incapacidad” (Alicia Conde Rodríguez: “Ensayo introductorio. José de la Luz y Caballero. Las raíces de una cubanidad pensada”, en José de la Luz y Caballero. Obras y aforismos, Imagen Contemporánea, 2001, vol. 1, p. 48).
[8] Aunque el texto de esta conferencia de Ortega es de 1949 y la revista de avance crea este cuestionario veinte años antes, el pensador español ya había expuesto la tesis sobre la dualidad de la cultura europea, en su carácter europeo y nacional. 
[9] José Ortega y Gasset: “Meditación de Europa”, en Revista de Occidente, 1960, p. 39.
[10] Ibídem, p. 32.
[11] Indagación. Órbita de José Antonio Ramos. Selección, prólogo, cronología y bibliografía de Cira Romero. Unión, 2015, p. 197.
[12] Alfonso Reyes: Lo mexicano y lo universal, Ediciones de Cultura Hispánica, 1992, p. 129.  
[13] Duanel Díaz: Palabras del trasfondo. Intelectuales, literatura e ideología en la Revolución Cubana, Colibrí, 2009, p. 35.





Las heridas de Calibán

Las heridas de Calibán: tradición y exilio en la ensayística cubana

Ariel Pérez Lazo

Uno de los temas para el ensayo en el exilio es el análisis de la Revolución y su vínculo con la pasada República. Debiéramos preguntarnos qué se debatía en la ensayística de la República y si el fenómeno revolucionario y su degeneración autoritaria implica la pérdida o la superación de aquellos temas.