“Mi Albertine”, así titulaba Patti Smith su devotísimo prólogo a la última edición de El astrágalo, publicado en 2013 por Seix Barral. Un proemio íntimo, autobiográfico, para una novela que también lo es.
Albertine Sarrazin escribió El astrágalo y Diario de prisión en la cárcel, durante su estancia en los penales de Amiens y Soissons, entre 1958 y 1959. Patti Smith revela hasta qué punto Albertine Sarrazin, la joven rebelde, la escritora lúcida, consoló y alumbró una época propia, que como todas las épocas propias fue mutando en otras nuevas; dice que todavía la lee, que todavía la lleva consigo.
Para una mujer que escribe, no solo los textos, sino también las fotografías o retratos de otras escritoras, son una suerte de cromos hacia la libertad. Son los rostros de toda una genealogía: la nuestra. Podemos pensar en una escritora y recordar su nombre impreso, su rostro, sus manos. Las manos quietas de Emily Dickinson. La mano derecha de Clarice Lispector. Los dedos largos de Mariama Bâ. Las uñas pintadas de Carilda Oliver Labra.
Con Albertine Sarrazin me pasa algo distinto: de ella recuerdo su rostro y enseguida pienso en sus pies, que supieron volar tan lejos. Sus pies paseándose por las calles húmedas de París en busca de clientes. Sus pies no aptos para zapatos de tacón. Su pie con mala suerte, destrozado al caer del muro cuando se escapaba del penal de Doullens, una noche fría de 1957, a los diecinueve años.
La primera obra publicada por Albertine Sarrazin fue El astrágalo. Era otoño de 1965. De ese libro, con nombre de hueso de pie, con nombre de dolor e ilusiones rotas, parte una carrera literaria detenida antes de tiempo.
Meses antes de morir, Albertine Sarrazin visitó Barcelona con su inseparable marido, Julien. De aquel viaje quedó una foto hermosa de ambos, rodeados de coches y palomas, adentrándose quizás en una de las calles estrechas que rozan el paseo de Las Ramblas. Por entonces ella empezaba a ser una escritora reconocida, sus tres primeros libros habían generado murmullos de admiración y traducciones rápidas. En ese viaje a Barcelona surgió un encuentro con Ana María Matute en el que conversaron del oficio y la pulsión de escribir, de la literatura como desdoblamiento autobiográfico.
“Creo que hay dos tipos de escritores”, dijo Albertine en la entrevista, “unos que, como yo, escriben sobre su propia vida, se colocan en el centro. Quizás sea mi destino sentirme comprometida por mis libros y ser siempre real al hablar de mí. Sin embargo, deseo salir de mí misma como tema de mis obras por varios motivos, pero sobre todo por uno: acabo de publicar tres libros. Con esos libros me liberé de mi pasado”.
¿De qué se había liberado? ¿Qué membranas de su propia piel había extirpado quirúrgicamente para convertirlas en algo público, exterior?
Albertine nació en Argel, dicen que de madre española y de un hombre que no quiso hacerse cargo de ella. Fue adoptada a los tres años por un matrimonio que la trasladó a Francia, brindándole el contexto férreo y agresivo donde transcurrió su niñez. Fue una niña brillante, temprana escritora de diarios, inquieta.
A los diez años, alguien del entorno adoptivo la violó, y la convivencia se tornó imposible. A los quince se escapó del primer correccional marsellés y acabó dando bandazos por París. A los dieciséis fue condenada a siete años de cárcel; se escapó de allí a los diecinueve y en esa fuga conoció a Julien, su salvador, su cómplice, el hombre que en 1959 se convirtió en su marido, estando ella otra vez en la cárcel.
Albertine Sarrazin ya lo había contado todo, quería salirse del centro de sus obras, pero ¿cómo? Viviendo otra vez, viviendo más que nunca, volviendo a ser, llenándose. En aquella entrevista con Matute, dijo:
“No pido más que una sola cosa a la vida y es que me dé la oportunidad de vivir aún muchas aventuras, cosas interesantes que contar. Confío en el futuro para ello. Deseo que me pasen cosas inesperadas para poder expresarlas”.
Eso no ocurrió. Albertine Sarrazin murió en un quirófano en Montpellier en verano de 1967, con apenas 29 años. Nos dejó novelas, cartas, poemas, diarios y biftons de prisión, pero también escapó de nosotros antes de tiempo.
El astrágalo y Diario de prisión son dos libros muy distintos. El primero es una novela deliciosa, de prosa veloz impecablemente trenzada. La joven Anne repta por la carretera con el pie roto, los faros de los camiones trazan haces de luz sobre la oscuridad de los árboles deshojados. Horas más tarde, Anne es rescatada por un hombre en motocicleta que hace las veces de corcel libertario. El primer capítulo termina así: “… dejo colgar el pie junto a la rueda y me agarro con los dos brazos a los hombros de Julien. Empieza otro siglo”.
Julien es un prófugo y la acepta, la cuida con su forma errática de cuidar: de un modo incompleto e insuficiente. Julien la entiende. Para Anne la fuga no representa la libertad, sino un cúmulo de pequeños encierros y pequeñas nuevas fugas. La escapada será lenta, escabrosa, machacada por las largas horas que pasa en los distintos refugios sin Julien, torturada por el dolor del astrágalo roto diagnosticado tarde, operado a última hora, con la consecuencia del pie recto de por vida, que le dejará una leve cojera.
Con apabullante naturalidad, Albertine Sarrazin inventa un código para narrar el dolor reprimido. Su prosa no es sórdida, por más bajezas que describa; no es obvia, por más fisicidad que refiera. Los hechos se depositan en la conciencia del lector como copos de nieve, solidificándose después como hielo lacerante. Su uso magistral de los vacíos promueve una lectura cómplice. Es divertida; tiene una forma deliciosa de describir las casas en las que recala involuntariamente, hasta convertirlas en cárceles.
La frustrante realidad que vive Anne tras la fuga empieza a generar otro dolor, un dolor íntimo, tan fuerte que compite con el de la pierna. Y es ahí cuando El astrágalo se convierte en un libro de amor; es ahí cuando Anne se permite escapar y salir otra vez a deambular sola por las calles prostibularias de París, arrastrando el pie y sus encantos. Es ahí cuando con su fuerza, la suya, no la de Julien, construye una vida para proponerle a él. Una vida que incluye la exclusividad sentimental, no física; una vida que no podrá ser, porque justo cuando estaba a punto de empezar, en la última página, Anne es apresada nuevamente.
Los nexos entre El astrágalo y Diario de prisión son los ejes de la producción literaria de Albertine Sarrazin: peculiaridad del proceso creativo, amor y resistencia. Dicen que Julien Sarrazin le construyó una especie de celda en su casa de Cevennes, para que Albertine, ya libre, pudiera seguir concentrándose. El encierro intermitente, durante casi toda su vida, provocó una particular mecánica en su escritura.
Las vivencias debían ser absorbidas y plasmadas bajo cierto disfraz. Porque pareciera que cualquier cosa escrita por una reclusa fuera propiedad de sus carceleros. De hecho, algunos de sus diarios fueron sustraídos y usados en su contra en juicios y evaluaciones psiquiátricas.
Confiesa Albertine en Diario de prisión: “Prefiero el esbozo y la paradoja; me permiten decir lo que quiero y pienso. Si hago gala de demostrar, pierdo en sinceridad y libertad”. Una escritura literal, cronológica, desprovista de símbolos, perdería el sentido de lo que para ella (como autora, no como protagonista) era importante.
Escribe cazando palabras y memorias. Las persigue, las apresa, juega con ellas. Escribe contrarreloj. La huida de El astrágalo recuerda al tic-tac latente en las páginas de Diario de prisión, pues Anne y Albertine suelen andar preocupadas por el tiempo. “MI tiempo”, escribe, el tiempo cuya falta es idioma común en las mujeres.
Necesita tiempo libre, sin tareas carcelarias, para sentarse a escribir, para gestar sus gosses, sus niños, sus obras. Necesita tiempo para recordar las vivencias pasadas, para “inclinarse sobre lo malo, transformar el aspecto doloroso en aspecto VERDADERO, este es el raro secreto, en el fondo análogo al de ir al Jordán; simplemente morir a menos corto término”.
Ambos libros contienen amplias teorizaciones sobre el amor: a ratos maduro, a ratos posesivo, violento, desesperado. A veces el amor se torna filial; otras veces, erótico o sereno. Teorías del amor que la sujetan mientras no puede practicar uno de los gajes fundamentales del amor carnal: la convivencia. Julien, su amado, que no está casi nunca y sin embargo está siempre presente, es su lector, su coprotagonista, su musa.
Pero Albertine usa la escritura para amarse a sí misma también, para definirse. Para generar múltiples espejos, memoria del mosaico psicológico que alberga en su interior. Para formar un relato de esa auto-historia que le fue negada desde su nacimiento y que a toda costa quiso reconstruir. Sabía que solo debemos llamar Amor a ese que nos permite amarnos a nosotras mismas.
“Es más fácil matar un cuerpo que un recuerdo”, dice Anne al final de El astrágalo. Eso quiso Albertine Sarrazin: resistir para existir todavía. No se dejó borrar del mapa.
Hoy tendría más de ochenta años y el mismo rostro pícaro e interrogante. Me gusta repasar imágenes suyas. ¿Cómo calibrar la fuerza de un cuerpo así? Un cuerpo infinito en su resistencia. Resistió al dolor físico y emocional. Resistió al encierro, al abandono, a la pobreza. Resistió a la inexistencia y al silencio. No quiso y no pudo dejar de escribir. No se dejó encarcelar, aun estando presa.
Escribió con orgullo y dignidad, libre en todo cuanto pudo. Escapó por cada rendija posible para sublimar la experiencia de amar y vivir. Resistió, y existe. Vuelve paseando por la orilla de la playa con su pie distinto. Vuelve eternamente como el mar y el oleaje, como las mareas.
Patricia Heras: escritura y celda, cuerpo y cárcel
El lenguaje de Patricia Heras es corporal y sinestésico, alucinatorio, tajante, indisciplinado. Su vocabulario habla de una electrificación permanente, de la digitación de un mundo que, como aquel piano de la cárcel donde vivió, quiere tocar y no puede.