A Carlos Lechuga siempre lo leo con gusto y provecho, aunque no siempre esté de acuerdo con él. Ni falta que hace. Provocar, cuando se hace con inteligencia y buena leche, casi siempre es mejor que coincidir. No lo conozco más que por sus escritos y sus películas, pero ya eso me basta para suponer que la leche de Lechuga es de la mejor calidad posible, tanto como su inteligencia.
Un ejemplo: la talla que soltó el otro día. (Lechuga usa “talla” como sinónimo de idea, lo que me parece bien, porque eso habla de lo poco pretensioso que quiere parecer, algo que siempre se agradece). Lechuga dice que “Cuba no existe, no existió, nunca fue”. Y no lo dice como de pasada, sino que insiste en ello. Se toma su talla en serio, aunque no tanto como para tener el mal gusto de titular el artículo “Cuba no existe”. Lo titula “Sálvese quien pueda”, que, según el cineasta, es el modo en el que se encuentra todo el país luego del chispazo de esperanza que representaron las protestas del 11 de julioy posteriores.
Después de todo, eso de que Cuba no exista no es tan provocador nada. Ni tan novedoso. O lo es tanto como la metafísica. Claro que Platón no hablaba de Cuba, sino que se cuestionaba la consistencia de lo real afirmando que el mundo de las cosas no era más que un reflejo de modelos ideales.
Cuando Cristo dijo que le dieran al César lo que le pertenecía en verdad, le confería a este el imperio sobre la nada porque nada era real comparado con el reino de Dios que venía anunciando desde un tiempo atrás. Con la misma convicción con que Lechuga dice que Cuba no existe, se puede decir que el imperio romano nunca existió. Que lo que entendemos por la antigua Roma y su dominio sobre medio mundo no fue algo independiente de nuestras conciencias —como repetían antes los marxistas de manual—, sino producto de un deseo colectivo, de una convicción común. De manera que, cuando los súbditos del imperio dejaron de creer en él para entregarse a la alucinación propagada por el famoso crucificado, el imperio terminó desvaneciéndose en las manos de los bárbaros que creyeron conquistarlo.
Que Cuba o cualquier otra alucinación colectiva exista —creo que nos dice Lechuga—, depende de que haya suficiente cantidad de gente que crea en ellas. Porque la Isla podrá seguir ocupando la entrada del golfo de México, pero, una vez que dejemos de creer en ella, dejará de ser país, nación, unidad de sentido. Y un pueblo que está en modo supervivencia, o en modo huida, tiene muy pocas oportunidades de ocuparse de ese capricho del espíritu que es una nación. A su modo tremendista, pero exacto, Lechuga nos comunica su corazonada: un país puede desaparecer y el que nos tocó por el registro civil está en peligro de extinción. Y lo que es peor, de extinguirse como si nunca hubiese existido. Como si apenas hubiera sido una escenografía para servir de fondo a los documentales sobre Fidel Castro, a la segunda parte de El Padrino o a los videoclips de cualquier reguetonero.
Tan real y tan falsa como el decorado de cartón de Casablanca. Lechuga nos está advirtiendo que, tras tantas décadas dilapidando la esperanza de generaciones, Cuba puede desvanecerse si no la soñamos con suficiente fuerza. La fuerza con que la soñaron Martí, Lezama, Matamoros o Payá. O con la que todavía la sueñan hoy José Daniel Ferrer, Luis Manuel Otero Alcántara o Maykel Osorbo. (No es casual que ellos estén presos y los demás en modo “sálvese quien pueda”).
Pero donde Lechuga no se permite la limosna de la esperanza, yo prefiero mezclar la talla de la inexistencia de Cuba con la del sálvese quien pueda para concluir que la supervivencia de un país depende del cuidado que pongamos en cuidar a sus hijos, en salvarlos. Sobre todo a aquellos que lo sueñan con más fuerza. Si eso es así, hoy Cuba está mayormente en prisión, agonizando. Y si queremos que siga viva, tendremos que sacarla de ahí. Así de sencillo.
© Imagen de portada: Carlos Lechuga / Facebook.
Sálvese quien pueda
En la Isla es mejor ni prender la televisión. La calle 23 se ha convertido en la pasarela de los zombis. Todos (y me incluyo) salimos a la calle en busca de algo que meternos en la boca y para eso somos capaces de cualquier cosa.