El vacilón de ser piñeriano

Si comparo una página escrita con un jardín, tenderé, en un principio, a ver en la rosa, la imagen misma del poema; pero estaré incurriendo en un grave error.

La poesía es enemiga de la apariencia. Es pertenencia inmemorial. Del jardín, sería más bien, tierra fecunda, húmeda —esa milagrosa humedad de las profundidades de la tierra. Podría ser, también, savia y raíces”. 

                                                    Edmond Jabés.

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Cuando intento abordar cuestiones verdaderamente esenciales de la poesía, o como se diría en el argot popular: hablar de poesía a camisa quitada, el poeta cubano del siglo XX que más cerca me queda es Virgilio Piñera.

En principio, el asunto parece relacionarse estrechamente con el fenómeno de la pretensión, o con una suerte de vanidad soterrada que va cavando, primero, en las intenciones del poeta, y más tarde en el núcleo de su trabajo. 

Se puede decir que los poetas cubanos, casi en su totalidad, han sido víctimas en alguna u otra medida de ese insecto inmaterial que les ha talado el piso y que algunos bautizan con la palabra hedonismo.

Todos los que han abordado el quehacer poético de Virgilio Piñera pueden percatarse de esa suerte de orfandad con la que él entra en el territorio de los versos. Las palabras, tan magras que se confunden con una prolongación tácita de su propio cuerpo. Así, desde ese desaliño visible y palpable, la poesía de nuestra lengua estaba adquiriendo un elemento profundamente enriquecedor. Un elemento que, aún en estos tiempos, continúa resultando sospechoso para algunos e imposible de comprender en su total magnitud, para otros. 

Piñera tenía solo 29 años cuando sacó a la luz su primer libro de versos, Las Furias; también en ese mismo año, 1941, publicaba la pieza Electra Garrigó. En aquel momento era un autor poco tocado por las influencias. Cada palmo de su lenguaje reflejaba una singular libertad personal ante la página; luego impregnaría sus textos de ambientes tan sui generis que muchos, erróneamente, pretendieron establecer nexos entre ellos y la llamada literatura del absurdo.

Ni los engendros literarios del Piñera de aquella época, ni los de las décadas posteriores, soportan ser confundidos con flores de ningún jardín, por ríspido que este pueda presentarse. Casi toda su escritura se ganó el derecho a aposentarse en la tierra fecunda desde donde alguna vez emergió hacia el lenguaje: consecuencia directa del rechazo consciente o inconsciente que Piñera sentía por la esclavitud de la apariencia, esa que según Jabés termina enemistándose con la verdadera poesía.

De Las Furias, del poema “Los Desastres”, se desprenden tres animales inquietantes: la murena, la ostra y la hiena; símbolos exactos de lo que podría comentarse como austeridad piñeriana; sus hábitats, sus costumbres, y sus fisionomías derivan hacia ambientes y actitudes que el autor manipula dentro del despliegue de su poética: olores, gestos, sobrevivencia.

En aquellos textos comenzaba a gestarse una manera de interpretar la naturaleza de los eventos que transcurren en Cuba y que en su acumulación inevitable nos otorgan la exacta rostridad con la que definitivamente tenemos que convivir. La exploración que se desata a través del lenguaje es soterrada: aunando detalles mínimos para terminar conformando una especie de escenografía. Locaciones que en muchos casos nos presentan pasajes empobrecidos por el transcurrir de un tiempo estéril que conduce al vacío, a la frustración. La novedad es, justamente, cómo llega a ellos: los personajes y las historias que se inventa para hablar siempre de un mal mayor, un mal al que, aparentemente, siempre se está refiriendo.

Mi relación con la escritura de Piñera me recuerda a aquellas lejanas imágenes de la infancia en las que me enfrentaba al pintoresco carrito de granizado que reinaba en el barrio. Cuando me salpica demasiado la hipocresía y la doble moral, voy hacia allí y me siento resarcido por una fuerza mayor: algo como un olor que te conduce hacia la esencia y te arranca maneras de pensar muy sensatas.

Esas múltiples visitas han ido revelándome algunas cuestiones, diría que bastante puntuales, que me hacen pensar en Piñera como en un facilitador de rupturas, o más bien de aperturas hacia potencialidades antes no explotadas en materia de poéticas. Me detendré en las siguientes:

Piñera encuentra, con indiscutible acierto, la llamada antipoesía, en poemas producidos en la década de 1940: años antes de que el poeta chileno Nicanor Parra pusiera a circular el término, en el contexto de la poesía latinoamericana, con la publicación de sus Poemas y antipoemas a mediados de la década de 1950.

Piñera es el gran deconstructor del hechizo dentro de la mentalidad literaria cubana del siglo XX. Hay que volver a mencionar su capacidad para producir ambientes empobrecidos y decadentes, su vocación para raspar las vísceras. En nuestra tradición, funcionó como el antídoto perfecto contra la falsa idea de la excelencia poética y contra lo que es más grave aún: la peligrosa idea de la teologización de la poesía. 

Piñera sobresale en su peculiar representación de lo onírico; una espléndida indefinición del relato que se suele arrastrar como un bulto, a través de la tensión y la gravedad que van provocando las cosas al ir entrando en el sueño.

Piñera entra en los temas de la heroicidad (que suelen declinar hacia lo patético y solemne) sin ropajes ni poses, ofreciendo versiones humanas y creíbles. Su visión, en todos los casos, supera la pacatería que acompaña a las manipulaciones ideológicas, deja sin efecto a los papagayos partidistas e ilumina dichos pasajes con el don de la sinceridad.

Piñera tiende constantemente a la desacralización. Para ello desmonta el misterio de elementos, cosas, eventos y seres que la propia poesía y otras actividades subjetivas se habían encargado de mistificar. 

En muchos de los textos de Piñera se percibe una expresión amarga y dolorosa. El sujeto lírico es sorprendido por la banalidad que lo acecha; emerge en esos casos una de las problemáticas que estaba destinado a afrontar con mayor profundidad y agudeza: la llamada pérdida del sentido. Escritura que se atrinchera en la incomodidad y desde allí hace la protesta del que termina por descubrirse fuera de foco, descentrado de la propia realidad que está transcurriendo a su alrededor.

Hay versos y pasajes enteros en la poesía de Piñera que apuntan hacia lo que algunos aceptan e identifican como lo auténticamente surreal; es decir: la herencia de autores como Antonin Artaud y Alfred Jarry. Entiéndase ese estado como un proceso de alucinación interior donde la mente logra llegar un poco más lejos que en otras ocasiones: “Una mujer de cristal con una copa en la mano, /es una copa de tierra donde hay un niño sembrado. / Dice mi nombre”. 

Piñera expone el fenómeno poético desde su propio caos, expulsando gases, mostrando como traje de gala un aspecto profundamente contradictorio. El poema que se revuelca aquí y allá, pero al que no le puede faltar la energía, la capacidad de ponerse rojo o sencillamente de ponerse en medio de ese flujo que anuncia que la vida no se detiene y ofrece de manera continua materias y posibilidades infinitas a la sagacidad de verbo. Autores como él garantizan la vitalidad de las literaturas; a partir de las grietas que van creando transpira el futuro.

Estas son algunas de las razones por las que me declaro piñeriano. Claro está, sin que ello signifique para mí una religión o algo por el estilo. Nada de santurronear alrededor de su esqueleto o poner pompas de lenguaje donde pueda localizarse un rastro espiritual. Por el contrario: alguien como Virgilio Piñera incita a la gozadera de las intenciones. Una suerte de paréntesis en el que logramos librarnos del peso de la Isla y del carácter opresivo que por momentos suele ejercer la memoria colectiva.