La llave perdida de Gertrude Stein

—Alice, Alice, ¿dónde está la llave de la casa? Por mis botones blandos, ¿será posible? ¡Siempre la pierdo! —grita Gertrude Stein desde la sala para enseguida soltar una sonora carcajada.

La otra Gertrude, vestida con batón negro y pañuelo blanco en el cuello, la mira con ojos más de Modigliani que de Picasso, desde la pared de la chimenea. Esa otra Gertrude, al óleo, sentada y con las manos sobre las piernas —a la manera del Portrait of Monsieur Bertin, de Ingres—, sabe quién debe venir a las veladas de cada sábado: así se lo hace saber a la que siempre pierde su llave, quien por lo general le hace caso. 

A esa otra Gertrude, Pablo Ruiz el malagueño la pintó en 1906 para rivalizar con Amadeo. Y miren que lo logró: Modigliani pintó tres retratos más de la anfitriona de la 27 rue de Fleurus. Los celos entre artistas suelen resultar apuesta ganadora: provocan grandes obras. 

Cuando Picasso terminó el retrato, luego de ochenta sesiones durante noventa días de trabajo, Gertrude quedó insatisfecha. “¿Nos parecemos?”, preguntó. “No te preocupes, con el paso de los días te le irás pareciendo”, respondió el artista.

[“Picasso conoce la obra de Cézanne desde 1905… El arte no es efusión lírica, sino problema, y todo Cézanne era problema… La visión de Picasso se basa en el principio de la contradicción, entendido como principio fundamental de la historia… El arte es una intervención decidida en la realidad histórica”. Giulio Carlo Argan: El arte moderno].  



Gertrude Stein en su estudio parisino.


En sus diarios, cuenta Jacques-Émile Blanche que vio cruzar repetidas veces frente a su habitual mesa del café Le Rostand a Modigliani, con versiones de retratos de la Stein debajo de un brazo. “Pasó otra vez por mi lado y cruzó la calle hasta perderse de vista en los Jardin du Luxembourg; rumbo a casa de Gertrude, sin dudas”. Era inicios de 1907. 

Por entonces, tanto Picasso como Modigliani reclamaban ser cazadores celestes; ambos sostenían que el arte africano era su descubrimiento. Buena parte de la crítica de arte se lo tomó en serio. El marchante Ambroise Vollard —estuvo dos veces en La Habana— vio mulatas en Les Demoiselles d’Avignon; así de imaginativo se llega a ser.   

Para Amadeo, Pablo vestía “como la merde”; para Pablo, Amadeo pintaba “con urine”. Lo escatológico es el territorio favorito del arte. “En Francia hay que adaptarse a la fragancia de un urinario”, afirmaba la mismísima Stein.    

—Alice, gatita, ¿la encontraste?

—No, ahora mismo no puedo. ¿Buscaste en el cenicero? —responde Toklas desde una de las habitaciones, mientras las teclas de una Olivetti se escuchan con cadencia avant-garde: los escritos de Gertrude de la última madrugada son pasados en limpio, the house was just twinkling in the moon light.

—¿En cuál de ellos, bebé? Tenemos como veinte en esta sala.

—Mira en el verde, o en el azul de Prusia que te regaló el embajador americano… Pídele a san Antonio de Padua y déjame terminar de pasarte esto en limpio —la Olivetti sigue acompasada: asparagus in a lean in a lean is to hot. This makes it art and it is wet weather wet weather wet

There is no there there, Alice. ¡Por mis botones blandos! —otra sonora carcajada replica en eco por toda la casa.

[“Las páginas de Tender Buttons son de una vena distinta a todo lo que se había publicado hasta entonces: prescinden de los ritmos largos y escribe de modo agudo, impresionista, conciso… al parecer fueron concebidas como naturalezas muertas en prosa correspondientes a las de pintores como Picasso y Braque”. Edmund Wilson: El castillo de Axel].  



En la pared de la chimenea, la otra Gertrude y la Amélie fauvista.


Amélie Matisse, expectante desde la misma pared de la chimenea, parece inquietarse por tanta risotada: su sombrero y vestido fauvistas se estremecen, puede que hasta sufra un ataque epiléptico. Su esposo Henri, a propósito de Pablo Ruiz el malagueño, dijo que “una habitación llena con imágenes de ambos es ideal para sufrir de epilepsia”.

—Alice, cigalita mía…

—Hemingway y su nueva meretriz están por llegar —dice Alice Toklas, y hace su aparición en la sala.

—Sí, lo sé. Hombres y chicas, hombres y chicas: como el dicho de los cerdos y las perlas, pero artificial.

—Que Hemingway y su…

—¡Sí, ya lo sé! ¡Ese y los otros malandros son una génération perdue! ¡Perdida como mis llaves! ¡Por mis botones blandos, Alice!, alcánzame papel y pluma que voy a apuntar eso de la génération perdue. Ayer lo escuché en el taller del mecánico… No se le digas a nadie, pastelito mío. 

[“You are all a lost generation”. Gertrude Stein in conversation. Ernest Hemingway, en el epígrafe de The Sun Also Rises]. 



Gertrude Stein y Alice Toklas, en su casa de la 27 rue de Fleurus.


Tocan en la entrada de la 27 rue de Fleurus. El olor a alcohol y partes íntimas sin asear alcanza los sentidos de Gertrude y Alice. En la pared de la chimenea, la otra Gertrude y la Amélie fauvista encogen sus rostros —mezcla de náusea y placer— ante la llegada de esos miasmas.

Una risilla de tierna y cariñosa meretriz se cuela también por debajo de la puerta.


*Este texto pertenece al proyecto de libro Collage Montaigne.




Patricia Highsmith

Patricia Highsmith, la mujer que amaba a los gatos

Ena Lucía Portela

Yo era buena, créanme. La maquiavélica Patricia Highsmith (1921-1995) me pervirtió. Considero de elemental justicia dedicarle desde La Habana estas líneas precisamente hoy, 19 de enero, que se cumple el centenario de la figura femenina más prestigiosa en la historia del género negro.