Nelda Castillo: Algo parecido a ser una hidalga

Si una poética ha mutado a la par del contexto más urgente de la Isla sin renunciar al rigor y la profundidad propios de la investigación, ha sido la de Nelda Castillo, directora del grupo El Ciervo Encantado. En una estética donde confluyen lo ritual y lo perfomativo, las obras del grupo han perseguido mostrar, sin acudir a la norma mimética realista, la conducta psicosocial de varias generaciones de cubanos, su diálogo con el devenir y con los acontecimientos sociopolíticos que nos suceden. El pilar donde erigir dichos presupuestos de su estética teatral ha sido la conformación de un entrenamiento actoral de carácter transdisciplinar, del que el actor debe apropiarse para luego abandonar, llegado el momento.

En su entrenamiento psicofísico para los actores confluyen prácticas tan heterogéneas como el yoga, el body contact, el bel canto, la máscara o la bioenergética. ¿Podría decirme qué es para usted el entrenamiento y cuándo decide compartirlo con actores?

Todo puede ser entrenamiento. Pienso que la sensibilidad artística busca inspiración, ni siquiera de forma consciente, en todo lo que le rodea, desde la música, el cine, lo que ves en la calle y en la naturaleza. Creo en la creación como un estado de encantamiento, una conexión hacia lo que realmente te puede nutrir en lo que te rodea. Un training no es exclusivamente hacer ejercicio físico o imaginativo, el entrenamiento es la necesidad de conectar con lo que puede alimentar tu espíritu. Los instrumentos de un actor son su cuerpo y su voz, que son lo mismo; de hecho, está mucho más cercana a la emoción que el propio físico porque emana del chakra de la emoción (anahata) que está en el centro del pecho. Aun cuando el cuerpo pueda estar en aparente reposo, la voz es el medio de emisión más directo que tiene la emoción. 

Muchos años antes de entrar al grupo Buendía, tenía la necesidad de expresarme desde mi físico porque me sentía en contradicción con mi cuerpo. Por problemas emocionales, quizás, ese canal de conexión con los sentimientos y con los demás estaba bastante cerrado. 

Pienso que escoger el camino del teatro fue una manera, medio intuitiva, medio forzosa, de obligarme a desinhibirme. Yo había incursionado antes en el canto y pensé que en el teatro podía encontrar ese alivio, así que entré en la carrera de Actuación. Entonces, comencé otra contradicción, esta vez con el teatro que veía: la representación formal no me convencía, no era todo lo expresivo y creativo que esperaba. Al ingresar al grupo Buendía descubrí un teatro diferente donde se podía fabular, ir hacia la metáfora y al simbolismo, imaginar más allá del texto dramático donde todo está tan acotado: los diálogos, la escenografía, etcétera. 

Pude comenzar a trabajar como directora artística y constatar que el trabajo a partir de una novela literaria era mucho más libre. El asunto estaba en encontrar un modo en que tu cuerpo y tu mente, juntos, pudieran comunicar esa libertad a nivel de texto y de símbolo. 

¿Cómo lograr una técnica en que el cuerpo pudiera acompañar esa libertad del espíritu? 

¿Cómo formar a un actor que habite un estado donde su físico acompañe esos niveles de energía y artificio, pero también de organicidad?  

Desde mis propias limitaciones y tensiones empecé a elaborar un entrenamiento que permitiera relacionar cuerpo y mente, comencé en soledad y luego me hice acompañar de actores. 

Para el montaje de una obra como Un Elefante ocupa mucho espacio, empecé a relacionar un entrenamiento general enfocado en la libertad de tensiones y la exploración del cuerpo y la voz, y uno más específico enfocado en las necesidades de cada actor y en el montajeEl concepto de la obra iba ligado al sentido del teatro visto como un cuerpo, un todo formado por sus partes. Fue en el proceso de montaje de esa obra donde pude consolidar un entrenamiento específico concentrado en el actor, que debe desapropiarse de sus habilidades para lidiar con sus limitaciones y obstáculos. 

Las Ruinas Circulares (1991) develó claves estéticas fundamentales, como la ritualidad, que usted ha investigado desde su ejercicio de la dirección. ¿Cómo mutó el entrenamiento psicofísico para esta obra?

Para mí fue muy importante el ensayo de Miguel de Unamuno: Vida de Don Quijote y Sancho; con él comencé a preguntarme por el sentido de la utopía y sobre el modo en que se emprende una búsqueda sin tener un objetivo concreto más allá del camino en sí mismo. Tu propio camino de creación es algo que se descubre desde un sentido muy personal; también la necesidad de lanzarse a lo desconocido. La lectura de ese ensayo fue algo esclarecedor, de vez en cuando debería volver a él. Habla de emprender una búsqueda por el sepulcro del Quijote y en ella recorrer su camino, que es de cierta manera resucitarlo.



Obra: Las Ruinas Circulares. Teatro Buendía, 1991. Cortesía de Nelda Castillo.


La España en la que Cervantes escribe El Quijote pasaba por una situación desalentadora. Casi todos los jóvenes abandonaban el país, excepto los viejos. El Quijote sale al camino en un aliento de esperanza y lucha por lo que no es concreto, pero sí necesario: los sueños y la utopía; si luchar por esas dos cosas es hacer locuras, entonces puede ser el mejor modo de estar vivos. 

Yo no quería montar El Quijote de Cervantes, pero fue como el punto de partida para el encuentro con otros textos y autores, como Borges. Una base literaria con la que podía conectar desde un sentido espiritual y desde aquella lucha por el ideal tan relacionada con la metáfora de ser un hidalgo porque cuando se decide emprender un camino de obra, la lucha por una causa o un proceso creativo, se vuelve a nacer y a partir de ese instante eres hijo de algo. Así fui descubriendo un sentido en la creación muy cercano a lo desconocido de emprender una aventura. 

Todo el entrenamiento que investigamos conducía hacia un punto en que el actor pierde la noción de lo que se espera de su oficio. Comenzamos a trabajar en un punto en que los tres tenían que pasar a un laberinto y entraban en un estado de alucinación tal que olvidaban sensaciones físicas como el hambre. 

En una primera fase trabajaban solos, al principio en un círculo imaginario del que no podían salir a no ser estrictamente necesario, luego los actores comenzaron a relacionarse hasta ser un solo círculo. ¿Cuánto laberinto no había entre ellos? 

El proceso de montaje fue accidentado porque constantemente estábamos de gira; a pesar de lo prolongado del proceso recuerdo estar muy feliz cada vez que lograba relacionar algo. Entendí que lo trascendente para mí no era el hecho de estrenar o alcanzar algún resultado, sino lo que lograba descubrir y relacionar en cada entrenamiento. Alcanzar ese estado de encantamiento que nos aborda cuando nos encontramos en medio de la creación. Luego, la aceptación por parte del público no debe ser un fin, es algo que viene después, como un extra. 



Obra: Las Ruinas Circulares. Teatro Buendía, 1991. Cortesía de Nelda Castillo.


Las Ruinas Circulares es una obra-ritual, una búsqueda de la corporización de seres como El Quijote, Sancho y el negro esclavo que se encarga de invocar a los dos primeros. 

El cuarto personaje iba a ser un corcel como evocación a Dulcinea, pero repentinamente la actriz migró a España y abandonó la obra. Creo que ese vacío que generó su ausencia física terminó potenciando la relación de esos otros tres cuerpos en escena. 

A partir de su obra Variedades Galiano podemos decir que su estética se redireccionó hacia un teatro más cercano al performance político. ¿Cuánto variaron las fuentes referenciales de El Ciervo Encantado para ese perfomance?

Me había atrapado mucho la novela de Dulce María Loynaz, Fe de Vida: un testimonio del pasado de Cuba, de costumbres perdidas en el tiempo. Fue una investigación muy necesaria, pero a poco tiempo de estrenar comencé a sentir que habíamos llegado a un punto que rozaba la representación. Precisamente una de las pautas más importantes que el grupo siempre ha seguido es la no representación: en escena se trata de estar y de ser, no de pretender ser. 

Las máscaras, por ejemplo, no admiten la representación, nadie puede ponerse una máscara y hablar cotidianamente. Casi todo nuestro trabajo existe de esa manera, se es y no se pretende ser. 

Aquella burbuja de preciosismo negaba lo que estaba sucediendo afuera, en las calles, donde comenzaban los primeros atisbos del cuentapropismo y se desataba una guerra por conseguir qué vender para sobrevivir. De ese ambiente de nostalgia por el bello aire era necesario dar un salto hacia el otro extremo, volcarse a la calle a pleno sol del mediodía y constatar el descarne con que vivíamos en una atmósfera muy parecida a la de la Edad Media.

De algún modo, todas aquellas fuentes literarias de Fe de Vida desembocaron en el pavimento junto a otras como Variedades de Galiano, de Reina María Rodríguez; la novela La Carne de René, de Virgilio Piñera; o el poema Rapsodia para el mulo, de José Lezama Lima. Todo lo anterior, atravesado por la crudeza que presenciamos en las calles: Galiano (de Neptuno a Monte), el parque Fe del Valle, la calle Neptuno (de Galiano a Belascoaín) y en el Malecón (de La Piragua a La Fiat). 

A partir de Visiones de la Cubanosofía se pronunció en nuestras obras un acercamiento a lo político, evidenciado en el tratamiento de figuras de la historia como Reinaldo Arenas o en el mutis de nuestro Martí en escena, pero seguía siendo desde el punto de vista literario. En Variedades Galiano hay un trabajo arduo con esas figuras del presente y con el lenguaje, extraído del argot de la calle y del rap. Existe un equívoco con lo que se puede llamar belleza en el teatro y suele ir ligado a un concepto plástico, la belleza habita también en la excrecencia, en lo horrendo y en lo grotesco. 

Este último elemento ha sido una constante en mi estética desde Las Ruinas Circulares hasta obras más recientes como PIB (2018), pero que encontró en Variedades Galiano una radicalización, tanto de nuestra estética como de nuestro compromiso con lo político y con el ahora.


© Imágenes de interior y portada: cortesía de Nelda Castillo.




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