Al convocar a un homenaje por el treinta aniversario de la muerte de Reinaldo Arenas, frente al edificio donde transcurrieron sus últimos siete años de vida, no esperaba mucho. Apenas evitar la vergüenza de no hacer nada: rellenar un vacío con cualquier cosa, en lugar de la nada que por pura inercia le correspondía a este 7 de diciembre en la Manhattan semiparalizada por el Covid. Ese algo serían una fotografía del escritor —obra del cineasta Néstor Almendros—, velas, un ramo de flores y la lectura aterida de fragmentos de una obra que había escrito, en buena parte, seis pisos más arriba.
El 328 West de la calle 44 —entre las avenidas octava y novena— está enclavado en medio de Hell’s Kitchen, el barrio de Mario Puzo y de West Side Story, a doscientos metros de Times Square. Todos coinciden en que esa parte de la ciudad, en tiempos de Arenas, era una escenografía posapocalíptica retocada por el crimen, la drogadicción y la pandemia de la época, el síndrome de inmunodeficiencia adquirida.
En ese barrio, Arenas gozó y sufrió su última década de vida vertiginosa. En su estancia en la ciudad, repartida entre dos apartamentos situados en una misma manzana, reescribió dos de sus novelas concebidas en Cuba (Cantando en el pozo y Otra vez el mar) y escribió cinco obras de teatro, cinco novelas (El asalto, El portero, Arturo, la estrella más brillante, La loma del Ángel, El color del verano), varios poemarios, tres colecciones de cuentos (Viaje a La Habana, Termina el desfile, Adiós a mamá), un libro de ensayos (Necesidad de libertad) y las trepidantes memorias de Antes que anochezca. Casi nada. Todo eso mientras desarrollaba una intensísima vida política y sexual, dirigía la revista que dio voz a toda una generación (Mariel) y organizaba una de las más sonadas iniciativas políticas del exilio anticastrista con su petición de plebiscito en 1988, firmada por los más importantes intelectuales de la época.
Tanta actividad creativa y vital solo es comparable en la historia cubana con la de otro exiliado en Nueva York: José Martí, durante los quince años que residió en la ciudad insomne.
Pero si a Martí le han dedicado una inmensa estatua ecuestre a la entrada del Central Park, Arenas, quien puede ser reclamado como figura tutelar de la comunidad gay, la comunidad latina, la comunidad intelectual, la comunidad exiliada y tantas otras más, no tiene siquiera una sencilla placa en el edificio de la 44. Nada indica que allí escribió tanto, ni que fue allí donde terminó quitándose la vida, reducida ya casi a la nada ante los avances del Sida. Nada indica que fue allí a donde Arenas regresó luego de una estancia terrible en el hospital en 1987 y —según cuenta en sus memorias—, arrastrándose hasta un retrato de Virgilio Piñera que colgaba de una de las paredes del apartamento, le exigió tres años más de vida para culminar su obra literaria.
Frente aquel edificio nos reunimos, la noche del pasado 7 de diciembre, una veintena de personas. Algunos trajeron ramos de flores y velas que resistían a encenderse, zarandeadas por el viento invernal. Entonces, en la voz de los asistentes, empezaron a abrirse paso las palabras del propio Arenas.
El poeta Joaquín Badajoz leyó la página inicial de sus memorias, allí donde el Arenas de apenas dos años pare una lombriz enorme que habitaba en sus intestinos. El novelista Armando Lucas Correa se concentró en las primeras impresiones neoyorquinas del escritor. Una chica todavía estremecida por el descubrimiento reciente de la obra de Arenas, leyó su carta de despedida: aquella en la que declara cumplida su obra literaria y le desea a su país la libertad de que él —ya decidido a terminar con su vida— ha alcanzado. Antes, la hermana de esa chica había leído el poema de Arenas “Introducción del símbolo de la Fe”, cuya letanía “te seguimos buscando, patria” pareció alcanzar tanto o más sentido en la frígida noche neoyorquina que cuando fue escrito, y las sirenas de la policía que recorría la urbe engarrotada de frío y pandemia se confundían con los “silbidos de las perseguidoras” en los que el poeta buscaba sus sueños.
Cuando preguntaron si entre los asistentes había algún amigo Arenas, un enmascarado, que resultó ser el dramaturgo Iván Acosta, habló de su amistad con el escritor. De cómo lo ayudó a instalarse en la ciudad: primero acogiéndolo en su casa y, luego, consiguiéndole un apartamento que amueblaron con el decorado del grupo de teatro que dirigía entonces.
Al final de la noche, percibí en los asistentes la locuacidad satisfecha de quien ha descubierto algo que ni siquiera estaba buscando. Se habló de la importancia de recordar a los muertos, sobre todo si fueron escritores, como si antes que en la fabricación de hachas de sílex y la domesticación del fuego, el primer indicio de humanidad hubiese consistido en venerar a los antepasados y a las historias bien contadas.
De eso tratan los exilios o la literatura: de reinventarse la humanidad a cada paso, de redescubrir la eterna novedad de poner en contacto todas las dimensiones del tiempo humano. Y de atenuar nuestra hambre infinita de comunión y de mitos.
Un par de días después recibí un mensaje de un muchacho que había conocido semanas antes: “Acabo de comprarme un libro de Reinaldo Arenas producto de todo el movimiento que ustedes han hecho como recordación. Esta figura era desconocida por mí. Creo que es un grande. Ahí la próxima vez que nos veamos debatimos sobre el libro”. Sentí como si un círculo se cerrara. Como si en algún rincón de Hell’s Kitchen, Arenas estuviera sonriendo.
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Homenaje a Reinaldo Arenas – Galería.
¡Me las pagarás, Sherlock Holmes!
La compilación de short stories clausurada por “Su última reverencia”, aparte de ser la más antigua del canon holmesiano, es la única en cuyo título no reza el nombre del héroe. Sospecho que el atribulado Conan Doyle ya no quería ni mentar a su criatura, lo cual será apenas el comienzo de un festival de extravagancias. Veamos.