Dos patrias tiene Padura, Cuba y la novela

«Pobre Leonardo Padura”, pienso mientras leo La novela de mi vida (Tusquets, 2015), acaso una de sus mejores obras de ficción.

Pobre, sí. Porque el autor cubano más reconocido en el mundo parece ignorar que en Cuba ya va siendo imposible novelar la vida o vivir la novela.

El dilema de vida versus literatura es de largo arraigo en la tradición de la isla. El editorial que inauguraba el primer número de la revista Orígenes, en 1944, se refería a la tensión entre “vivir la literatura” y “literaturizar la vida”, descartando semejante dualismo por “superficial”, propio de “etapas de decadencia”, y por “apartarse de lo primigenio” que “no tolera dualismo o primacía”.

Para los origenistas, en su búsqueda de las “esenciales cosas”, cuando “la vida tiene primacía sobre la cultura”, es que se tiene de esta última solo “un concepto decorativo”. Y cuando “la cultura actúa desvinculada de sus raíces”, termina siendo una “pobre cosa torcida y maloliente”.

Para Orígenes, que surgió en un período de pleno apogeo de la democracia en la historia de Cuba, “siendo ambas, vida y cultura, una sola y misma cosa, no hay por qué separarlas y hablar de ridículas primacías”. Aquella era, por supuesto, una sociedad abierta, donde los ciudadanos merecían “un respeto en directa relación con una libertad que estamos dispuestos a defender y a justificar la salud de sus frutos”.

Pero a finales del siglo XX e inicios del siglo XXI, época donde Padura emerge como intelectual y narrador, el panorama civil de Cuba es drásticamente distinto. De ahí que, desde esta perspectiva, Leonardo Padura sea, más que realista, un autor anacrónico. Y no tanto por su obra como por las esperanzas de su recepción, pues “anacrónico” podría llamarse hoy al público que lo lee, incluido yo, aferrado a una ilusión memorialística que se ha quedado sin puentes con la realidad real.

Consumimos obras de Padura porque todavía tenemos fe en un sentido textual que explique nuestra existencia individual y nuestra experiencia histórica.

Leemos a Padura porque, en tanto pueblo, seguimos negándonos a asumir el vacío de significados con que, década tras década, nos ha ido difuminando la Revolución, para colmo sin contar con nosotros.

Es posible también que la masiva pegada de la poética de Padura, más allá de su calidad como autor, descanse en una suerte de nostalgia por recuperar una biografía coherente: algo cada vez más utópico en una Isla de la Utopía entendida como socialismo igualitario radical.

En 2017, un año después de la muerte de Fidel Castro y meses antes del esperado retiro presidencial de Raúl Castro, ya ha sido resuelto el dilema de los origenistas de 1944, pero de manera doblemente negativa: imposible novelar la vida, imposible vivir la novela.

De tanto subsistir sin alternativas como una audiencia cautiva, los cubanos terminaron siendo una audiencia despótica.

En lugar de vivir la literatura o literaturizar la vida, el cubano tiene que vivir al día su día a día mientras lee a Padura como válvula de escape para recordar lo que ya no es.

Lo que ya no somos: un pueblo con una narrativa común, con una ilusión de destino colectivo.

Aquella teleología fundacional de Orígenes ―con cierto toque de fundamentalismo insular― ha devenido en tedio. El totalitarismo le fue degradando su imaginación, su poesía y hasta su política.

De ahí el Síndrome de Leonardo Padura.

O, si de La novela de mi vida se trata, del Síndrome de Fernando Terry.

Como el protagonista exiliado que retorna, al estilo de los elefantes moribundos, a una Cuba que, por ley, no le permite a él ―ni a ningún cubano residente en el exterior― disfrutar del derecho de habitar en su propio país.

La sintomatología es muy simple: leer a Padura como arqueología, para acceder y luego archivar el mapa de un pasado mitad épico y mitad edípico donde novela y vida eran parte integral del Estado Revolucionario y, a su vez, constituían un escudo contra el capitalismo, cuya multiplicidad esquizoide entrañaba un peligro para la paranoica cultura cubana.

De tanto subsistir sin alternativas como una audiencia cautiva, los cubanos terminaron siendo una audiencia despótica, cuyos modos de lectura quedaron anclados irreversiblemente a una época ya pasada de época: la Era Padurozoica.

(El punto de inflexión bien pudo ser la caída del comunismo mundial en 1989: no por casualidad la fecha en que Padura ubica sus primeras “cuatro estaciones” de Mario Conde, el detective que desentraña crímenes y corrupciones en una Habana ochentosa, a punto ya de volverse súbitamente obsoleta).

Semejante ansiedad colectiva puede definirse, también, como la búsqueda de un espacio-tiempo perdido, más espiritual que geográfico y tan romántico como revolucionario, con que tanto poetas como políticos han atizado al pueblo cubano: soñar la pertenencia a una patria, esa novela invivible sin cuya lectura es imposible vivir.

En esta tensión entre lo decible y lo indecible, entre la tortura y la tramoya, entre lo ocurrido y lo oculto, entre la dramaturgia y la democracia, se juega sus cartas credenciales el embajador literario Leonardo Padura, de una punta a otra del mercado global.

La novela de mi vida encarnó, mejor que el resto de la novelística de Padura, ese intento heroico de revelar un imaginario nacional.

Usando una triada de planos narrativos que van del hermetismo masón a la hermenéutica castrista, Padura conecta los puntos de una alegoría transhistórica de incesantes exilios. Exilios patrios que se sufren como exilios apátridas. El trauma de no tener una isla a donde volver, incluso volviendo a una isla.

En esta tensión entre lo decible y lo indecible, entre la tortura y la tramoya, entre lo ocurrido y lo oculto, entre la dramaturgia y la democracia, se juega sus cartas credenciales el embajador literario Leonardo Padura, de una punta a otra del mercado global.

Cuba vende, pero siempre que se empaque como una Cuba vendada por los estereotipos: qué es y qué no es lo cubano.

En toda literatura local que aspire a ser tenida como cubana, el tópico de la desilusión tendrá siempre patente de corso mientras no cruce la raya del resentimiento reaccionario. Porque la intelectualidad que habita dentro de la Isla sigue siendo percibida, desde los centros hegemónicos de legitimación crítica y distribución editorial, como un reservorio natural de la izquierda.

Literatura “cuestionadora”, sí. Pero tanto como “capitalista”, no.

Este arte Leonardo Padura lo domina a la perfección. Por cuenta propia, o porque se lo han hecho saber los compañeros que lo atienden por el MININT en La Habana.

La novela de mi vida fue, entonces, por fuerza mayor, un ejercicio de estilo para tantear los límites de lo permitido en las postrimerías del castrismo, así como los tabúes que la esfera pública oficial ha pretendido o conseguido tapar en Cuba.

Pensar, como he hecho yo, “pobre Leonardo Padura”, es un elogio equivalente a pensarlo como un “pobre profeta” de tintes bíblicos, cuyo mensaje corre el riesgo de caer en oídos sordos y mentalidades anacrónicas. Entre otros motivos, porque el mensajero ha llegado demasiado tarde: cuando la tierra prometida ya desapareció.

Los lectores cubanos de Padura son, entonces, resucitados ―eficaz pero efímeramente― por la novela no vivida de sus vidas innovelables. De ahí tanto lo incisivo del Efecto Padura como su inactualidad.

Los personajes sabían, socarronamente, lo que tan bien sabe el autor: el presente es un tema prohibido en Cuba, un tabú del totalitarismo.

El novelista funciona como una especie de médium entre los muertos recobrados del pasado y los muertos irrecuperables del presente (más que coloquial o costumbrista, el realismo a lo Padura sería, a la postre, macabro). A falta de fe en algún Dios, a esta ilusión podríamos llamarla: nacionalidad.

Padura es, pues, un autor de ficciones patriogenésicas.

Su “falta de imaginación”, como él mismo se ha caracterizado, crea Cubas escuálidas a golpes de novela, esa neblina del ayer para consolar nuestro hostil hoy.

La queja conmovedora con que Padura entrecruzó los siglos XIX y XX cubanos, en La novela de mi vida, con otra trama detectivesca que ya no intentaba descubrir un crimen, sino obtener la confesión tardía de un supuesto traidor; en esa tela de araña árida los personajes sabían, socarronamente, lo que tan bien sabe el autor: el presente es un tema prohibido en Cuba, un tabú del totalitarismo, incluso cuando no se quiera pronunciar con todas sus letras la herejía de semejante hexasílabo (para eso está otra novela de hombres que amaron totalmente a sus perros).

Esa tensión voltaica de una voluntad que vibra inevitablemente entre los polos de la política, a la vez que se resiste a sucumbir a sus tentaciones, ha sido pincelada por Padura de personaje en personaje, con una prosa sin ninguna prisa a la hora de definirse: ni en la novela, ni en la vida, ni en La novela de mi vida.

Lo enunciaba el protagonista, Fernando Terry: “A mí no me importa un carajo la política. Yo escribo poesía y lo que me interesa es la gente, si sufre o si se enamora, si tiene miedo de morirse o si le gusta el mar”.

Lo intuye Enrique, interpelado por Arcadio sobre las causas por las cuales su novela no avanza: “Se traba porque quiero decir muchas cosas y unas no sé cómo decirlas y otras no sé si puedo decirlas”.

Lo advierte Conrado: “Yo no sé qué delirio tienen ustedes de andar metiéndose en la candela”.

Lo reconoce Álvaro: “Yo ya no sé si quiero escribir, ni qué coño voy a escribir”.

Lo ratifica Tomás, otro amigo del grupo Los Socarrones, reunidos en una especie de tertulia triste en clave de despedida: “Voy a olvidarme de la política, de cualquier cosa que huela a política. Porque lo que tiene jodida a la literatura cubana es el delirio de la política”.

Terry necesita averiguar cuál de Los Socarrones lo delató cuando la mayoría de ellos estudiaban en la universidad. Como era predecible, todas las confesiones serán negativas.

Y lo conceptualiza cínicamente Miguel Ángel: “Yo creo que cuando hay tiempo de por medio, el escritor es más libre, no sé, tiene menos compromiso con la realidad y puede…”.

De manera que, como conclusión tentativa, para consolar o conciliar a aquellos jóvenes amigos en la tarde del 23 de octubre de 1974, uno propone escribir sólo sobre el siglo XIX, y dejar entonces que sean los cubanos que vendrán en el 2074 los que escriban sobre ellos.

Mientras que, a su vez, serían esos cubanos del 2174 los que cuestionarían entonces a los del 2074.

Y así, una y otra vez. De ciclo en siglo. Hasta el infinito o la indolencia o la infamia. Con un desfasaje cívico y moral que hace que ningún cubano pueda ser contemporáneo de otro cubano.

Son estos mismos amigos, Los Socarrones, a quienes Fernando Terry irá entrevistando uno por uno, al regresar a Cuba, en una serie de interrogatorios emotivo-policiacos. Porque Terry necesita averiguar, antes de que expire su breve tiempo de estancia en la Isla ―lo necesita para la paz de su exilio vitalicio en “la soledad de su ático madrileño”―, cuál de Los Socarrones lo delató cuando la mayoría de ellos estudiaban en la universidad. Como era predecible, todas las confesiones serán negativas.

Como ninguno de Los Socarrones traicionó a Terry en principio, igual podríamos interpretar que todos se traicionaron socarronamente entre sí. Los totalitarismos dependen de esa atomización. Y por supuesto, la paranoia de Fernando Terry para con sus amigos también podría ser entendida como una forma de auto-traición: pasar de víctima a victimario sin darse cuenta.

Sin descontar el patetismo de reconocer que “su autocompasión se había convertido en una especie de coraza” para después “culpar a alguien de sus desgracias en un alivio para sus frustraciones”.

La impotencia de los personajes de la ficción es consecuencia de un personaje real, todavía inexplorado en toda su dimensión por la literatura cubana, y al que Padura en La novela de mi vida se atrevió a entrever: el oficial de la policía política castrista, el agente secreto del G-2.

Es cierto que Padura, por el momento, no le ha concedido demasiados párrafos a este personaje, aunque sobre su rol sí recae mucho peso específico de la trama y las subtramas ―y los traumas― de La novela de mi vida. Se trataba, allí, del “compañero Ramón”, “teniente de la Seguridad del Estado que atendía la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana”, quien interrogó a Fernando Terry cuando este era un joven profesor.

Después de una escena mínima, pero con consecuencias monumentales para su existencia, Terry habría de ser perseguido desde entonces, y durante sus dos décadas de exilio, por “los espectros que más lo visitaban” lejos de Cuba.

Parece una broma novelística de Milan Kundera, pero es por esto que las vidas de varias generaciones de cubanos parecen estar siempre en otra parte.

Después de una pregunta, casi amistosa, que fuera mal respondida por él frente al aparato de la Seguridad.

Parece una broma novelística de Milan Kundera, pero es por esto que las vidas de varias generaciones de cubanos parecen estar siempre en otra parte.

Todos se van, acaso para eludir el hecho de que sus existencias dependan injustamente de un chiste novelado.

La experiencia grupal de Los Socarrones en el siglo XX de la Revolución cubana, echa sus raíces en otros planos narrativos de La novela de mi vida. Padura, tal como es su táctica habitual, triangula el tiempo más actual con tiempos anteriores. Y en este caso se trata de la saga de José María Heredia (1803-1839).

En sus palabras del 28 de mayo de 2014, en Zaragoza, España, durante el acto de recepción del X Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza, conferido a su novela Herejes, Padura describió a Heredia como alguien a quien “los cubanos pudiéramos llamar nuestro primer hereje”.

Y mencionaba entonces que Heredia, “antes de que se le acabara la vida” en el exilio mexicano, había tenido que “humillarse ante el poder político solo para volver a besar a su anciana madre” en Cuba.

En efecto, Heredia vuelve a Cuba con un permiso del gobernador Miguel Tacón, habiéndose retractado por escrito incluso de la idea independentista, y sostiene una entrevista con el jefe militar español en La Habana. Esta escena es metáfora inmejorable de la relación entre el intelectual y los poderes despóticos que han desgobernado la Isla, y resuena luego en el retorno de Fernando Terry a Cuba, quien viaja de vuelta desde España gracias a un permiso gubernamental.

Se trata de un momento climático de La novela de mi vida, una de las escenas de mayor resonancia alegórica en todas las novelas y acaso en todas las vidas de Leonardo Padura.

Se enfrentan, civilizadamente, como los caballeros de educación hispana que ambos son, el poeta Heredia y el dictador Tacón. Diríase que son la víctima y el victimario, el exiliado moribundo y el exiliador a perpetuidad, el intelectual inteligente y el caudillo brutal. Pero en literatura, especialmente en la literatura realista, nada es más equívoco que apostar por lo obvio de los binarios.

El poeta critica al dictador por demagogo, para terminar invocando demagógicamente a esa entelequia llamada pueblo. “Nada justifica pasar por encima de la voluntad del pueblo”, predica Heredia. “No sea iluso”, le baja los humos Tacón: “¿De qué pueblo me habla usted?”.

Es el dictador quien debe hacer trizas los idilios del intelectual.

El dictador es más objetivo que cualquier discurso inspirado sobre la dignidad. Le asisten la razón pragmática, la experiencia del poder en un presente continuo, y no los fuegos de inutilería de una utopía en futuro perfecto.

Miguel Tacón parte de la idea de que, en una Isla levantisca como Cuba, el poder efectivo no ha de ser un juguete teórico o una aventura experimental en manos de la intelectualidad, siempre propensa a principios abstractos. Como los dictadores posteriores ―Gerardo Machado (1928-1933), Fulgencio Batista (1952-1958), Fidel Castro (1959-2006)―, Tacón contrapone la obra social concreta con el lastre volátil de las libertades individuales:

“¿Y no le parece que combatir el vicio, el juego, la prostitución y la corrupción es una obra notable de mi gobierno? ¿Cree usted que mejorar las calles, construir paseos, teatros, edificios públicos, una cárcel nueva donde los presos estén como personas y no como animales, es una obra despreciable? ¿Traer el progreso a esta isla donde habrá ferrocarril incluso antes que en España es un acto despótico? ¿Está usted seguro de que censurar a dos o tres inteligentes es peor que permitir la indecencia, la inmoralidad, la constante agresión que imperaba en la prensa? ¿No piensa usted, señor Heredia, que impedir el caos en que puede derivar esta isla con una revolución en la que los primeros alzados serían los negros, que acabarían con nuestras instituciones y nuestra religión, es preferible a aceptar la sedición que usted mismo promovió hace unos años?”.

Es el dictador quien debe hacer trizas los idilios del intelectual. Esta la versión decimonónica de las Palabras a los Intelectuales de Fidel Castro. Tal vez por eso el Heredia de La novela de mi vida se lo juega todo a la carta moral del miedo: “no confíe mucho en los que lo alaban y lo obedecen, y menos si tienen miedo”, le dice a Tacón, adelantándose más de un siglo a Virgilio Piñera y reminiscente de las advertencias de Heberto Padilla de Fuera del juego:

“Protégete de los vacilantes, / porque un día sabrán lo que no quieren. / Protégete de los balbucientes, / de Juan-el-gago, Pedro-el-mudo, / porque descubrirán un día su voz fuerte. / Protégete de los tímidos y los apabullados, / porque un día dejarán de ponerse de pie cuando entres”.

Tacón, al contrario de Heredia, parte de la certeza operativa de que el progreso no se consensua: se impone. De que la pluralidad es una amenaza para los pilares de toda sociedad cerrada. Heredia, al contrario de Tacón, no puede sino articular una romántica arenga de predicador, además de criticar, como si fuera perversión exclusiva de Tacón, el mapa de lo que cada gobernante de Cuba implementaría después (los personajes no lo saben, por supuesto, pero sí lo saben Leonardo Padura y los lectores de Leonardo Padura):

“Pienso que usted cumple su misión, pero ha impuesto el terror, la censura y la delación como forma de vida en este país. Usted odia a los que hemos nacido en esta isla. Usted es enemigo de la inteligencia, impone la demagogia y, como todos los dictadores, pide a cambio que lo amen”.

Que lo amen como al Gran Hermano de 1984, de George Orwell, añadiría anacrónicamente yo.

La muerte del poeta cubano es inminente. La vida de los dictadores en Cuba, también. Se nos ha revelado aquí un conocimiento oculto. Casi con aires de masonería mística.

Maestría de narrador con grado 1959, Leonardo Padura muta en un médium que, como buen conocedor brechtiano, tiene el valor de escribir la verdad y conoce el arte de hacerla tolerable, tras la perspicacia de haberla descubierto y de elegir con inteligencia a sus destinatarios; de ahí su astucia para difundirla alegóricamente, como si la verdad fuera siempre una anacronía y nunca un Tratado Cubano del Hoy. De ahí, también, su socarronería de autor que sólo media entre Heredia y Tacón.

Sus conmovedores Heredia y Varela nunca se cruzarán ni de soslayo con la saga civil de los proyectos pro-democráticos Heredia y Varela del líder opositor cubano Oswaldo Payá, asesinado en la Isla de Tacón el 22 de julio de 2012 sin que Padura se diera por enterado en ninguna de sus crónicas semanales.

Con exhaustivo rigor investigativo, Padura interpreta a una especie de apuntador profesional. No nos ha dicho nada. Es la ficción parlamentaria de dos de sus personajes la que nos ha dicho todo. Puro teatro versus totalitarismo puro. Las campanas podrían y podrían no doblar, ni por nosotros ni por él. Y doblan, sin embargo, por él y por todos y por ninguno de los cubanos.

Este “no decirnos nada” de Padura es, por lo demás, una doble enunciación, cuando en el montaje paralelo del “retornante” Fernando Terry, otro cubano exiliado, de visita poco menos que turística a su propio país, constatamos que la diferencia del Poder, entre Colonia y Revolución, es apenas una cuestión semántica.

Estética de una etimología sin ética. “Lo cubano es el timo del siglo”, como diría un personaje de Miguel de Marcos, pues el poder se perpetúa con idéntico ensañamiento en contra de la disidencia: no por gusto el XIX es un anagrama del XXI.

Y como escribiera el propio Miguel de Marcos refiriéndose a la tristeza innata de la cubanía: “para extraerla de ese sudario, antes que nada, hay que proceder a una tarea de revisión: reconocer esa verdad y destruir la leyenda”.

Leonardo Padura lo ha intentado. Desde su púlpito a ratos provocador y a ratos precario.

A través de Fernando Terry, de la revisión que este hace de un borrador de novela escrito por su amigo Miguel Ángel, Padura propone sin subterfugios la clave de la lectura más creativa para La novela de mi vida:

“(…) una historia decimonónica, de gentes comunes, que se encuentran y se desencuentran movidos por los vientos de la historia, en una trama a través de la cual se podía hacer una lectura oblicua del presente cubano, al cual no había, en cambio, una sola referencia directa”.

De ahí que el novelista cubano que con más éxito ha indagado en nuestra realidad también pueda ser leído ―desleído― como un autor no contemporáneo. Sus conmovedores Heredia y Varela nunca se cruzarán ni de soslayo con la saga civil de los proyectos pro-democráticos Heredia y Varela del líder opositor cubano Oswaldo Payá, asesinado en la Isla de Tacón el 22 de julio de 2012 sin que Padura se diera por enterado en ninguna de sus crónicas semanales (puesto que pretendía escribir su próxima novela en Cuba y no en el exilio de Heredia y Varela).

La novela de mi vida sintoniza, entre cartas y complicidades, varias voces víctimas de una epidemia cubana contra los demonios del despotismo.

Como a Fernando Terry, a muchos cubanos los han botado brutalmente de Cuba, pero a la hora de la verdad ninguno sabe, bucólicamente, “cómo irse”.

La exterioridad geográfica no es más que un incentivo para interiorizar dos patrias tan imposibles como la vida y la novela de la vida del pueblo cubano. Padura capta esta tensión al punto de lo intolerable y tantea nuestros reflejos no a golpe de rabia, sino entre resentidos garfios de interrogación:

“¿Siempre habrá sido así? ¿Es posible rebelarse?”.