Está frente a la cámara (no la mira, jamás lo hace) para ser entrevistado en el comedor de su casa.
“Mi banco de trabajo”, dice de su mesa de comer, llena de cuartillas. “Empecé a escribir para comprarme un apartamento, para así olvidar que tenía que pagar la renta cada mes”, agrega, con las manos entrelazadas, sin hacer contacto visual con aquel que lo entrevista.
Los ojos de Louis-Ferdinand Céline, en los casi diecinueve minutos que dura la conversación filmada, observan el vacío, con naturalidad. Y qué duda cabe: el vacío también lo observa, como si lo conociera de siempre.
“La experiencia es un candil de llama tenue que solo ilumina a quien lo lleva”, continúa diciendo, diciéndose.
Solo un elemento interrumpe el casi monólogo de Céline: el loro, la posibilidad de que su loro pueda escaparse; esto es, la contingencia no advertida de salirse de sí, de esa confortable solitude que su cuerpo y pensamiento parecen habitar.
El loro resulta el único contacto de Céline con el afuera, con la realidad. Lo demás en él parece ser (fue) literatura, ausencia, fuga introspectiva, ahora en forma de monólogo, viaje continuo al centro o fin de sí mismo. Sus delirios ideológicos —esos que de otros y parecidos modos también habitaron en Pound, Hamsun, Heidegger…— podrían asociarse a ese rechazo de lo exterior. O a “un desvío de la psique”, diría Guido Ceronetti; o a “la bala que tiene en la cabeza”, justificaba su mujer.
Aunque tal vez el mal de Céline radicó ahí: en su agorafobia, en sus oídos sordos al bullicio de los otros. Sin embargo, como casi ninguno, trasladó (que no imitó ni representó) a su prosa cierta jerga del populacho. Léxico, frases que terminan disueltas en su prosodia. Jerga que canta. Eso que él llamó una “petite musique”: lo primero que pretendía al escribir una novela. Es decir, dar con un ritmo, una prosodia que fuera engranando palabras, oraciones, eventos.
Porque el mal de Céline fue paradójicamente su salud —iba a escribir triste en su modo adverbial, pero tristemente es adverbio para gente “sana”, para predicadores del bien. Su aislamiento fue su salvación; y sus “malas palabras” su petite musique.
“El viajero solitario es el que llega más lejos”, dice el protagonista de Viaje al fin de la noche. Él llevó a cuestas su despropósito ideológico, y así se lo hicieron saber, se lo hicieron pagar —todavía en 2011, en el cincuentenario de su muerte, en Francia se prohibió toda celebración en su nombre.
Pero “entre los Buenos, nadie ha encontrado la palabra”, dijo de él Roberto Calasso. Lo único que le importó fue que el loro no se escapase, que guardase oído y letra adentro esa pequeña pero furiosa música.
Médico de profesión, Louis-Ferdinand Céline llegó a afirmar en Semmelweis que “el parto es la verdadera historia del sexo, donde finalmente se tiene una visión de los estrechos”…
Este discípulo de Asclepios apenas podría practicar la verdadera curación —recetar sus obras— a un grupo muy selecto de cuerdos. Su literatura espanta, por suerte. Sus despropósitos fueron grises para quien ya había tomado (trazado) el camino de ida y vuelta de la noche oscura del hombre moderno.
En un sentido literal, si tuvo las manos manchadas de sangre, fue porque esta pertenecía a uno de tantos cuya vida salvó. Y en sentido figurado, las utilizó para producir una feroz escritura lúcida capaz de extirpar la bala (la estupidez con su descarga insaciable de metrallas) que todos tenemos alojada en la cabeza.
Vuelve a decir Ceronetti: “Para dudar del hombre sirve tanto Céline como las Escrituras, y si se quiere huir de lo inútil y lo sórdido, no importa si se embrida el corazón de Céline o el de las Escrituras: ninguno de los dos cede”.
Y llegan los créditos de la entrevista: blancas sobre fondo negro. “Todo lo interesante ocurre en la sombra”, escribió también.
Llega el the end pero queda la reminiscencia del loro, del mismo Céline señalándolo con su índice derecho, como incitando a que le prestemos atención, que no lo dejemos escapar, que puede ser que esa avecilla tenga algo que callarnos.